En nuestra gira científica por los pudrideros del idioma no podía faltar una visita a las librerías, con ojeada a las obras recientes. Y bien decimos ojear y no hojear, porque, de momento, tan solo en los lomos y portadas de los libros nos fijaremos. Se trata de hacer balance del estado actual del arte de titular las obras literarias.
Para ser bueno, un título de libro ha de reunir tres condiciones: ser fácil de recordar, no resultar cacofónico y provocar deseos de leer el libro. Nuestros clásicos eran muy conscientes de esta triple necesidad y —quizá en aras del primer requisito— usaban a veces refranes o frases hechas al bautizar sus obras:
El perro del hortelano (de Lope de Vega) o
Las paredes oyen (Ruiz de Alarcón). Algunos autores modernos, como Juan García Hortelano en
Gramática parda, siguen acudiendo a este sistema de evidentes ventajas. El inconveniente surge cuando el dicho es largo y se reproduce entero, como
Casa con dos puertas mala es de guardar (Calderón): el título sigue siendo memorable, pero pierde concisión. La memorabilidad es buena para todos e imprescindible para las obras de principiantes. Si un autor consagrado llama a su obra algo tan inane como
Queremos tanto a Glenda, lo peor que puede ocurrir es que el lector la pida diciendo «deme eso de
Amamos a Greta..., no, creo que se llama
Tessa nos gustaba a todos..., bueno, ya sabe usted, el último de Cortázar». De todas formas le encontrarán el tomo. Pero si un desconocido publicase un libro con ese título languidecería en los anaqueles porque nadie podría pedirlo por su nombre ni por el del autor.
La segunda condición —eufonía— puede parecer trivial. No lo es. ¿Quién va a atreverse a pedir un trabalenguas como
Fragmentos para Miss Urquhart (de Rafael Coloma)? Aun el trabalenguas deliberado y gracioso —tal que
Tres tristes tigres, de Cabrera Infante— acarreará riesgos de rechazo freudiano en el lector. A veces éste traduce involuntariamente al lenguaje llano los títulos enrevesados. Así fue como uno de nuestros investigadores oyó preguntar en una tienda por las
Cartas de un viejo verde. Se refería, claro estaba, a las
Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso, de Delibes. El lance recuerda al que refiere Antonio Machado: «A ver, ponga en lenguaje poético “los eventos consuetudinarios que acontecen en la rua”.» «Lo que pasa en la calle.» «No está mal.»
El tercer requisito también se olvida a menudo hoy en día. ¿Quién se sentirá tentado por un tejuelo que rece
Las condiciones objetivas (Javier Maqua) o
Los helechos arborescentes (Umbral)? Quizá los filósofos y los botánicos, con el chasco consiguiente. En cambio, ¿quién resistirá la tentación de leer o ver representar una obra que se titule
El vergonzoso en palacio? En esto como en todo es un error creer que las modas culturales entrañan cambios en la naturaleza humana. La curiosidad sigue siendo la misma y siempre se verá atraída por un rótulo que anuncie intrigas, amoríos o misterios. En su género los títulos de las novelas de Julio Verne eran perfectos.
La vuelta al mundo en ochenta días o
Cinco semanas en globo daban ganas de leer los libros para averiguar el detalle de las aventuras que el simple epígrafe prometía, y ni siquiera con la traducción a otro idioma se debilitaba el atractivo. En cambio la costumbre de Agatha Christie de titular sus novelas policíacas (
Diez negritos,
Tres ratones ciegos, etcétera) con coplas infantiles inglesas —recurso astuto en sí por el contraste curioso entre la frase risueña y el presumible crimen a que alude— plantea problemas insolubles al traductor. Los mismos que tendría un inglés para traducir una novela española de ciencia ficción llamada
Quisiera ser tan alto como la luna.
Cuestión discutible sería en cambio si ha de exigirse al título que sirva de ventanuco para atisbar el contenido del libro. En nuestro teatro clásico casi siempre el nombre insinuaba certeramente la acción de la obra, como, por ejemplo,
A secreto agravio, secreta venganza, de Calderón. Pero otros títulos igual de brillantes no cumplen esta misión, como
La tempestad (Shakespeare). En definitiva, la función principal —aunque no la única— de ese letrero preliminar es la de anzuelo de lectores o espectadores. Si el título tiene gancho —por su gracia o belleza, o como sea—, vale.
El hospital de los podridos (entremés atribuido a Cervantes) suena atroz, pero al menos no deja indiferente como
Las bicicletas son para el verano. Sin duda para aprovechar el poder evocador de la música o la liturgia, muchos autores han acudido a títulos sonoros aunque herméticos:
Sonatas (Valle-Inclán),
Contrapunto (A. Huxley),
Concierto barroco (Carpentier),
Oficio de tinieblas (hay dos, uno oficiado por Alfonso Sastre y otro por Cela),
De profundis (Oscar Wilde), etcétera.
Mención aparte merecen los libros buenos con títulos malos, aunque hemos intentado hasta ahora separar ambas cosas, el lomo y el resto del tomo. Pero es que hay casos notabilísimos. Tan sólo una novela genial como
Robinson Crusoe ha podido gozar de doscientos sesenta y cinco años de éxito pese a un título que suena mal en su lengua original y en todas las demás. Es cierto que la eponimia es una costumbre literaria muy antigua, y casi obligada en las tragedias.
Otelo no hubiera podido llamarse
Historia de unos celos como un serial radiofónico cualquiera. Sin embargo, más vale escoger con tiento el nombre del personaje si va a dar título a la obra. En ese aspecto concreto Cervantes anduvo más inspirado con
Pedro de Urdemalas que con
Don Quijote.
Por último hay otro ingrediente —impalpable, indefinible y peligrosamente subjetivo— cuya ausencia coloca el nombre del libro al borde del ridículo, aunque reúna todos los demás componentes.
Confieso que he vivido (Neruda) tiene un fallo misterioso.
¡Yo creo en la esperanza! (José María Díez Alegría) tiene el mismo defecto en grado sumo. No, no es porque usa signos de exclamación, ni por llevar un verbo, cosas ambas poco aconsejables en el lomo de un volumen. Tampoco es por el dislate lógico y teológico —en la esperanza no se cree, se tiene— ni porque da gana de replicar ¿y a mí qué? No es por nada de eso. Es que es cursi.
(Este artículo se publicó en el ABC el 25 de Mayo de 1985)
Hay que añadir una novedad literaria de título igualmente notable: Ahora que las algas agonizan, de doña María del Carmen Casala. Suena a epígono y consecuencia de También se muere el mar, de don Fernando Morán.
También debo aclarar que Cervantes escogió pero no inventó el sonoro nombre de Pedro de Urdemalas, pues se trataba de un personaje popular que desde la Edad Media andaba zascandileando por España.
(Este artículo y su nota fueron recogidos en los libros
El Guirigay Nacional (1988) y
El Guirigay Nacional. Ensayos sobre el habla de hoy (2005))
Bibliografía de El Guirigay Nacional. Ensayos sobre el habla de hoy
Bibliografía del Marqués de Tamarón