Marqués de Tamarón || Santiago de Mora Figueroa Marqués de Tamarón: marzo 2009

jueves, 26 de marzo de 2009

El Rompimiento de Gloria (cap. X)

X

El otoño templado se alargaba y los cambios transcurrían con una lentitud majestuosa. Llovía de vez en cuando, no más de lo preciso para realzar los olores y reavivar los líquenes y musgos. Un día vi cómo, ya rojizos, flameaban los helechos entre las piedras grises de un canchal. Creí que no había visión abstracta más serena que ésa ─por entonces me gustaba Klee─ hasta que penetramos en un bosque catedralicio de enormes pinos albares. Allí la vista subía desde la llama apacible de los helechos, resbalando por los troncos ─grises abajo y asalmonados en lo alto─ hasta el verde casi negro de las copas de los árboles. Me quedé un momento atónito ante aquellos fuegos artificiales tan naturales, pero no dije nada por miedo al sambenito del antropomorfismo. Miguel debió de notarlo y me preguntó:

─ ¿Viste antes el fogonazo anaranjado?
─ ¿Dónde?
─ Cuando nos paramos a almorzar se vio durante un instante en una cerca de piedra seca, a unos treinta metros al sur de donde comíamos. Era un zorro, que saltó sobre las piedras a contraluz del sol.
─ ¿Y por qué no me avisaste, hombre?
─ A veces los portentos son tan fugaces...
─ Y sobre todo ─añadió Elena ─que quien no los ve es que está de Dios que no los vea.
─ ¿Qué podía presagiar ese portento flamígero?
─ También está de Dios que quien no lo sepa no lo pueda saber.

A partir de entonces aceché con cuidado aquellas humildes hierofanías y vi varias durante los meses siguientes. Una tarde se nos apareció un toro blanco, como Júpiter, muy distinto del toro de lidia pero tan sagrado o más. Otra vez, ya entrado el invierno, se cayó de una roca un carámbano grande, con el sol de la media mañana, y estalló en el suelo con ruido de cristal y chispazos de hielo. También comprendí que el rompimiento de gloria después de aquella tormenta de verano al principio de nuestra amistad había sido una hierofanía.

En cambio, sigo todavía sin saber si fue un portento ─y de qué─ la aparición de Adam. Lo conocí una tarde, al pasarme por casa de los hermanos para devolverles unos libros. Me encontré con un desconocido que charlaba con Elena en alemán. Era un hombre de unos treinta años, guapo y bien trajeado. Lo detesté en el acto, y más cuando la muchacha nos presentó ceremoniosamente:

─ El Comandante Príncipe de Werneck acaba de llegar a Madrid destinado a la Embajada de Alemania; es agregado militar adjunto y no conoce a nadie... Saturnino Prieto es muy amigo nuestro y además es un helenista notable.
─ ¿Elenista con hache o sin hache? ─preguntó el teutón en correcto español, y tengo que reconocer que su tono era más de buen humor que de impertinencia. Enseguida añadió, sin perder la sonrisa:
─ Perdón por la pregunta inútil, está claro que nadie puede ser lo uno sin lo otro.

A Elena no pareció gustarle del todo la broma. Se levantó diciendo que tenía que terminar una traducción para cobrarla cuanto antes.

─ Otro día, Adam, vente un poco más tarde y ya habrá llegado Miguel. Así podréis hablar de Clausewitz y de las guerras.
─ O de la de Troya contigo, Elena.
─ Es verdad que tu prima Tina dice que eres un sabio prusiano.
─ ¡Pero si tan sólo soy prusiano por mi madre!

Observé los ojos grises, claros del alemán, su nariz recta y fina y los labios delgados. Esperaba encontrar altanería y frialdad en su semblante, pero más bien descubrí un aire de sosiego pensativo, apenas interrumpido por una sonrisa distraída. Al salir a la calle señaló con un gesto cortés de ofrecimiento una mole agazapada en la penumbra, bajo las acacias, como un caballero veneciano del siglo XVIII hubiese mostrado un rinoceronte traído por la Serenísima República para solaz e ilustración de la ciudadanía.

─ He venido en mi automóvil y tendría mucho gusto en llevarlo a su casa, Señor Prieto.

Pero yo no tenía ganas de que el militar oligarca viese dónde vivía, ni de que a mí me viesen llegar a la pensión en un Mercedes-Benz, así es que le pedí que me dejase en la Gran Vía.

─ ¿Aceptaría usted tomar una copa conmigo en Chicote?
─ ¡En Chicote! No, no gracias.

Subí la escalera de la pensión mascullando:

─ Encima éste pretende adorar al santo por la peana. Y yo no soy peana de nadie.
Al día siguiente pregunté a don Hermógenes, que había estudiado en Heidelberg, cómo se decía aldeano palurdo en alemán.
─ ¡Qué pregunta tan absurda, Prieto! Mis amigos universitarios alemanes no son clasistas y nunca dirían algo así pero, en fin, si se olvidasen de sus principios dirían ein Rüppel.

Busqué un pretexto para volver a ver a Elena esa misma tarde y le espeté con estudiada indiferencia:

─ Seguro que a estas horas tu amigo el príncipe está escribiendo a algún compinche tudesco algo así como "y la corte madrileña de la Bella Elena consiste en un Rüppel".
─ ¡ Qué bobo eres, Satur, y qué poco te fijas en la gente! Adam no tiene un pelo de desdeñoso. Su único defecto es ser demasiado concienzudo. Aspira a conocer a los españoles de todo pelaje para comprender nuestro manicomio nacional, tan distinto del manicomio germánico. Si tomase confianza contigo te marearía con mil preguntas minuciosas. A mí me aburre, pero a Miguel le hace gracia su manía taxonómica.
─ O sea, que es un espía.
─ Sí, claro , y sin duda por eso pregunta los nombres latinos de las plantas silvestres y quiere una lista de los diez mejores sonetos en castellano.
─ Entonces te está tirando los tejos.
─ Pues mira, creo que sí. Como tú. ¿ Y qué?
Iba a replicarle alguna tontería, quizá irreparable, cuando por fortuna apareció Miguel con cara de noticias.
─ Adam nos invita a pasar dos días en el parador de Gredos. Le he dicho que sí...
─ ¡Qué suerte! Os vais a incorporar a la Kulturkampf.
─ ...y me ha insistido en que tú también estás convidado, Saturnino.
─ Yo no tengo dinero para costearme un hotel de lujo.
─ ¡Pero si te digo que nos convida él!
─ Y yo te digo que no soy un gorrón.

Elena me miró con ojos serios y apoyándome la mano en el brazo preguntó pausada:

─ ¿Y si te lo pido yo?

Sopesé a toda prisa las ventajas e inconvenientes de dar mi brazo a torcer. Tragué saliva.

─ Bueno, iré.

Sufrí mucho y sin necesidad, pero por poco tiempo. Cuarenta y ocho horas después estábamos repanchigados en el Mercedes, algo adormecidos por el ronroneo poderoso del motor y por la cortesía afable y un poco distante de su dueño. Noté que nos trataba a los tres de manera parecida y que Elena apenas si escuchaba sus preguntas incesantes.

─ ¿Por qué en España las gallinas siempre están cruzando la carretera?

Media hora antes habíamos atropellado a una y Adam se había empeñado en parar y buscar al dueño para indemnizarlo. Miguel suspiró al oír la quinta pregunta sobre el incidente.

─ Verás, Adam, es que en Avila las gallinas no están acostumbradas a coches tan rápidos y silenciosos como el tuyo, y se atolondran con el sobresalto. Pero ten cuidado sobre todo con las vacas avileñas, que son igual de tontas y más corpulentas.
─ ¿Y por qué las vacas son avileñas y Santa Teresa es abulense?

Elena cerró los ojos y Miguel gruñó:

─ No sé.

Yo iba sentado detrás del chauffeur principesco y vi sus hombros moverse hasta que estalló en una carcajada franca y alegre.

─ Ya sé que soy un pesado con tantas interrogaciones. Mi abuela renana, que se aburría con su nuera prusiana, decía que ésta, mi madre, era tan solemne y tan... ¿se dice inquisidora? ... bueno, tan preguntona, porque no sólo descendía de Guillermo von Humboldt sino que su antepasada había sido... ¿se dice adulterosa? ... con su cuñado, el otro sabio barón, Alejandro. Pero yo he investigado y creo que no son más que calumnias inventadas por mi abuela católica.

Nos echamos a reír y él también, como si hubiese llegado el momento del recreo entre clases.

─ Vamos a cantar... Franz Lehár estaría muy bien en este paisaje, parece de los Cárpatos ─ dijo Adam y empezó a entonar con muy buena voz el Viljalied.

Los hermanos corearon, aunque rebajando el almíbar danubiano con un pellizco de ironía. Yo sólo pude acompañar silbando.

─ Silba usted muy bien, licenciado... perdón, eso es vocativo cubano, ¿no? ¿Podemos llamarnos Adam y Saturno?
─ No aspiro a tanto, mejor sería Saturnino.
─ Eso, muy bien ─y me ofreció la mano derecha mientras con la izquierda, igual de fuerte y fina, giraba el volante bordeando un precipicio. Se la estreché un instante.
─ ¿Es usted ambidextro, Adam?
─ Sí, ¿por qué?
─ Menos mal.

Llegamos al parador de montaña al mismo tiempo que un grupo de cazadores en dos Hispano-Suiza. Miguel y Elena conocían a uno de los monteros y todos saludamos a la turbamulta elegante, envuelta en tweeds apagados, armas, prismáticos y gastada guarnicionería. Después de cenar Adam se quedó jugando a las cartas con los cazadores junto a la chimenea y los demás nos fuimos a dormir. Me sentía aliviado por el cambio de actitud de Adam hacia Elena; por el motivo que fuese había dejado de galantearla. Ya no me parecía un rival y ni siquiera un intruso. Sus torpezas hablando español y sus ansias enciclopédicas sin demasiado tino empezaban a hacérmelo simpático. Y es que los españoles tan sólo tenemos dos maneras de ver a los extranjeros: como gente amenazadora o como seres desvalidos.

Adam no era ni lo uno ni lo otro. Al amanecer me lo encontré en la terraza mirando con atención las cumbres plomizas. Husmeó el aire y volvió al salón a echar un vistazo al rollo de papel milimetrado del barómetro.

─ Empezará a llover por el Oeste, a media mañana. Y mucho ─dijo sacando un cigarrillo turco de una de esas petacas de plata que se regalaban en Centroeuropa a los padrinos en los duelos.
─ Pues entonces vamos a desayunar bien.
─ Yo ya me he tomado una taza de café. Ando mejor con el estómago vacío.

Ambas cosas eran ciertas. Adam andaba con paso muy ágil y ligero, pero no dejaba de observar las nubes, cada vez más negras, y cualquier cosa de interés que apareciese en el cielo o en la tierra.

─ Mirad, un... ¿cómo se dice Feldeggsfalke?
─ Halcón borní ─contestó Miguel riéndose─ Se nota que eres un oficial de Tierra; somos todos unos malditos porque se espera de nosotros que nos fijemos en cada detalle hasta donde llega la vista, por muy cansados que estemos o por muy atentos a no meter la pata, nuestra o del caballo, en un boquete. En cambio, los marinos lo tienen muy fácil, bien cómodos en el puente. Así cualquiera puede usar el catalejo pensando en la táctica y hasta en la estrategia. Pero los pisahormigas tenemos que aprender a tragar polvo y barro sin dejar de mirar a la distancia, de donde puede venir la muerte grandilocuente, como a nuestros pies puede abrirse la muerte modesta, la lesión humillante: el despeñarse, la punzada en el bazo, las sanguijuelas. No es fácil jadear y pensar al mismo tiempo. Ni en la guerra ni en lo demás.
─ Lo peor es la escalada. Ahí sí que hay que mirar cerca y lejos a la vez. De lo contrario la muerte es segura, no probable. Incluso sin disparos del enemigo. Pero tú has dejado el alpinismo, ¿no Miguel?
─ Sí, y también el esquí. Me aburre depender de artilugios cada vez más ultramodernos. Me divertía escalar a la antigua, con alpargatas en los Picos de Europa, como don Pedro Pidal y alguna vez descalzo como el Cainejo. Por lo mismo dejé de cazar, cuando vi que los mejores tiradores del mundo son los rifeños andrajosos con espingardas desvencijadas. Pero me gustaría aprender alguna vez a disparar con cerbatana en el Orinoco...
─ ... Nos gustaría ─puntualizó Elena, sonriente.

Adam miró a Miguel con curiosidad y luego a Elena, y después, dirigiéndose a mí, recitó algo en inglés sobre Diana, que no entendí hasta años más tarde.

Seguimos andando, ya en silencio pues la subida se había vuelto muy empinada. Elena encabezaba la fila india y, aunque no parecía deseosa de poner a prueba la resistencia del alemán, íbamos todos a buen paso y Adam no jadeaba ni tropezaba; debía de estar bien entrenado porque le quedaban fuerzas para percatarse de cuanto nos rodeaba. Se notó un tenue resplandor fugaz y Adam empezó a contar despacio y por lo bajo, como rezando. Al oírse un gruñido, leve y lejano, casi cauteloso, el alemán comentó:

─ La tormenta todavía está a veinte kilómetros, por Poniente, y aún no es fuerte. Llegará dentro de una media hora.

Apretamos el paso y al rebasar un último repecho nos encontramos en el borde de una gran meseta cubierta de buenos pastos de verano y algunas manchas de piornal. Varios arroyos pequeños confluían en otro mayor que se deslizaba sin prisas hacia el extremo opuesto al nuestro. Debía de ser una de las mejores majadas de Gredos, pero ya por San Miguel habrían retirado las vacas y aquello era una inmensidad solitaria. En cuanto nos adentramos en la pradera dejamos incluso de ver el resto de las montañas y la meseta parecía el techo del mundo, tan final y terminante como el altiplano andino. Nos encaminamos hacia unas rocas grandes a nuestra derecha, que podían ofrecer abrigo, pero antes de llegar se abrieron las cataratas del cielo con una violencia como yo nunca hasta entonces había sentido, ni en León ni en el Guadarrama. Cuando estábamos a unos cien metros de las rocas, un rayo fulminó el vértice geodésico que tenían encima.

Nos quedamos inmóviles, pasaron el estruendo y el eco, el viento nos trajo un resto de tufo a chamusquina. Nos miramos las caras chorreando agua y yo me animé al ver en el rostro de mis compañeros más excitación eufórica que otra emoción.

─ Les tengo dicho a mis compañeros del servicio geográfico que no coloquen esas placas metálicas en los vértices, amenazando con la cárcel a quien los destruya. Como si Júpiter tonante las fuera a leer... Bueno, esas rocas no sirven de refugio...
─ ¿No habrá alguna cueva por aquí? ─preguntó Adam.
─ No, todo esto es sierra de granito. Pero... parece que ahí...

Yo no veía nada tras la cortina de agua, pero oí a Elena gritar:

─ ¡Sí, hay un chozo!

Corrimos hacia un bulto de piedras cubierto de ramas, todos menos Miguel, que deambulaba feliz y sin prisas por aquel mínimo escenario del drama meteórico, contemplando los rayos cada vez más frecuentes y más poderosos, oyendo el estruendo creciente de los truenos, ya tan seguidos que parecían empujarse y amontonarse como un tropel enloquecido de bestias antediluvianas.
Estábamos los tres acurrucados en el chozo cuando por fin llegó Miguel y se quitó la zamarra, que escurría agua a raudales. Se sentó junto a su hermana con una gran sonrisa muda; todos nos quedamos sin decir palabra ante la imposibilidad de competir con el fragor. No había ni que soñar con hacer una hoguera, pero allí dentro nos encontrábamos a gusto pues el techo no se calaba mucho y las previsibles pulgas y garrapatas todavía no se hacían sentir. Circularon la bota de vino peleón y el chorizo, y al fin , pasado el paroxismo de la borrasca , sólo se oía la lluvia caudalosa pero mansa.

─ ¿Te acuerdas de aquella tormenta en el delta del Danubio, Elena? ─dijo Miguel─ Bueno, pues esta ha sido mejor todavía.
─ ¿Y sigues pensando lo mismo de Protágoras?
─ Sí, era un cantamañanas ─contestó Miguel dándole un tiento a la bota.
─ ¿Protágoras cantó la mañana? ─preguntó Adam, perplejo.
─ Pues sí, cantó el amanecer de la era estúpida de mirarse al ombligo, con la sandez esa de que el hombre es la medida de todas las cosas.
─ Si vamos a eso ─terció Adam, animado al comprender la alusión ya que no la broma─ más antiguo y menos justificado aún es el optimismo de Moisés al decir en el Génesis que Dios creó el hombre a su imagen y semejanza.
─ Quizás, pero Moisés se salva de la petulancia pueril con la historia del Pecado Original, que debería haber roto cualquier presunción divina del hombre, al menos después de la Caída. Bien mirada, la antropología cristiana es la más pesimista y realista que hay. A mí me gusta. Sobre todo lo de Caín y Abel. Anda que hacernos descender de un labriego listillo, asesino de un pastor noblote... ¡Menudo soplamocos a la vanidad humana, escoger como mito fundacional un sórdido drama campesino, digno de Maupassant! ─concluyó Miguel, meneando la cabeza con admiración por el realismo mosaico.
─ Seguro además que Caín era el hombre de Cromagnon y Abel el de Neanderthal ─añadí yo para dar algo de respetabilidad materialista - dialéctica al mito, y también porque lo pensaba, como lo sigo pensando.

Adam nos miraba algo inquieto.

─ Pero, ¿qué tiene eso que ver con los rayos y con Protágoras?
─ Tiene todo que ver ─replicó Elena con viveza ─El hombre moderno se asienta en varias mentiras ridículas y peligrosas. Siguiendo a un sofista se cree la medida de todo, cuando cualquier rayo de esta tarde es varios millones de veces más que él. Luego va y se toma en serio una frase santurrona de comedia romana para justificar su propia índole mezquina: hombre soy y nada humano me es ajeno. Con todo eso no es de extrañar que el hombre moderno, el hombrecito de la llanura, desde hace medio milenio se haya ido endiosando, como el sapo que se hinchaba para ser tan gordo como un buey. Ese es el mayor crimen de impiedad. Por eso el hombrecito de la llanura se está volviendo enorme y deforme, y más cruel y cainita que nunca. No tienes más que leer el periódico. Pero pronto reventará, el hombrecito de la llanura, como un antrax. Y nos manchará a todos.

No me gustó la mirada de angustia de Elena y me callé no sé qué broma sobre Casandra. Hasta Adam comprendió que ella, al menos, hablaba en serio y cortó al estilo prusiano:

─ Ha parado de llover. Andando.

En cuanto salimos de la choza el viento se llevó nuestra pesadumbre. El mundo se nos ofrecía limpio y brillante tras el diluvio. Cada brizna parda del cervunal de otoño, cada hoja verde oscuro del piorno, cada mancha verde claro de los tremedales y cada negra rama del brezo escurrían el agua hacia los regatos, mientras los musgos y los líquenes la retenían con avaricia. No llegaba a lucir el sol pero las nubes estaban ahora altas y había vuelto la fuerte luz de montaña. Ya se veía hasta lo lejos un mar encrespado de rocas grises. Los picos, canchales, cuchillares y galayos presentaban un muestrario de grises completado por el cielo, cuyas nubes remedaban desde el gris pálido de la paloma zurita hasta el sombrío del águila real.

─ El año pasado estuve cazando en Irlanda y todos me hablaban de los ochenta y nueve tonos de verde que hay allí. Los españoles deberían presumir de sus ochenta y nueve tonos de gris ─dijo Adam.
─ Sí, pero lo mejor del paisaje de España no son los colores que tiene sino los que no tiene. El rosa-sostén y el rosa-chicle americano, por ejemplo, están prohibidos en nuestras puestas de sol. Gracias a eso nos libramos de las tapas de cajas de bombones. Los ocasos de la España seca parecen escenas de matadero y los de la España húmeda escenas de la morgue ─explicó Miguel.
Like a patient etherized upon a table ─concluyó Adam, encantado con la nueva clasificación.
En el camino de vuelta los aéreos tintes grises fueron verdeando y oscureciéndose a medida que bajábamos por una garganta cada vez más angosta. Todo resbalaba y todo rezumaba humedad, hasta que el mismo aire tomó consistencia y colores submarinos. Aquello sería un locus amoenus en Verano, el fresco reino del ombligo de Venus y del culantrillo, pero en Otoño resultaba lóbrego.
─ Vamos a correr hasta el parador ─propuso Elena.
─ En la montaña no se corre ─sentenció Adam.
─ Lo sé. Pero tengo hambre.
─ Y yo también ─apoyó Miguel a su hermana ─así es que nos adelantaremos para encargar la merienda junto al fuego.
Adam y yo los vimos alejarse riéndose y brincando con aplomo por los resbaladeros.
─ Qué animales tan hermosos, ¿verdad, Saturnino?
─ Sí... graciles capellae ─le contesté, citando a Ovidio a mala idea, para establecer al menos una superioridad cultural frente al Príncipe militar. Pero no había contado con la sólida formación clásica de los internados benedictinos en Alemania. Adam, consciente sin duda de mi maniobra, la desbarató con una sonrisa modesta, preguntándome:
─ ¿Entonces usted y yo somos las focas deformes que ocupan el lugar de las cabras con el diluvio?
─ Ni eso, nos ahogaríamos con los demás... Pero veo que me he topado con los dos únicos militares cultos del mundo, Miguel y usted.
─ No crea que somos los únicos, como usted tampoco es el único filólogo que sabe andar por el monte.

Me hizo gracia su lógica germánica, aunque fuese pre-hegeliana, y se lo dije. Los dos nos echamos a reír y seguimos el camino despacio, charlando por los codos. Hablé sobre todo yo, quizá halagado por su curiosidad infinita y paciente. Ni una de sus preguntas era política. Tampoco eran íntimas, y ni siquiera personales, pero al cabo de dos horas de plática sobre la trilla en el Bierzo, sobre los maragatos y sobre la cuna de los indoeuropeos, creo que Adam me conocía bastante mejor que mi maestro don Hermógenes.

Al llegar al parador ya Elena y Miguel nos esperaban, de espaldas a la chimenea y despidiendo vapor de la ropa mojada, frente a una mesa cubierta de una merienda-cena tan copiosa que parecía el sueño de un niño glotón. O más bien de dos, uno español y otro inglés, pues mezclado con la pantagruélica merienda castellana de quesos, chacina y morapio aparecía un high tea completo con scones y muffins, té y Bovril, y hasta potted shrimps. Mientras yo admiraba el arrebol de Elena, Adam se quedó embelesado, con ojos de gula atónita, ante la parte inglesa del bodegón, que se le ofrecía como un espejismo utópico en el corazón de Gredos.

─ Pero si eso es... el high tea que me daba Miss Divine los domingos, cuando yo volvía helado de pescar...
─ Y como yo sé que cuantos han tenido una nanny inglesa están pervertidos para siempre en cosas de comida, ayer antes de salir de Madrid hice acopio de todo esto en el salón de té que hay en la Castellana.

Brindamos por Miss Divine y también por la Miss Everest de los Fonseca, comimos morcón con crumpets y todos celebraron mi ocurrencia, dicha con la boca llena de potted shrimps:

─ ¿Qué se puede esperar de una oligarquía internacional cuya magdalena de Proust es una pasta fósil de gambas?

Al rato llegaron los cazadores, igual de mojados que nosotros y con cara de hambre. Tuvimos que compartir los restos del tentempié con los recién llegados, que arrasaron la mesa derrochando elogios de la comida y de la anfitriona. Pronto Elena se levantó con un bostezo y se desperezó cruzando las manos detrás de la nuca. Indiferente a nuestras miradas fijas en sus pechos y muslos, se despidió.

─ Estoy derrengada. Me voy a dar un baño y a meterme en la cama. Y tú, Miguel , que no eres friolero , llévame luego a mi cuarto por favor la camisa de tu pijama. Me olvidé de traer el camisón y anoche me quedé helada.

El día siguiente amaneció plomizo y con aguanieve. En previsión de que el mal tiempo alargarse el viaje de vuelta y para evitar que Adam nos marease durante horas con sus preguntas, decidí interrogarlo yo a él. Después de todo el alemán no tenía un pelo de tonto ni de antipático y además parecía bien informado. Esta vez iba yo en el asiento junto al conductor y la conversación me era más fácil, así es que en cuanto emprendimos el descenso de Gredos por la estrecha carretera comarcal abordé sin rodeos el asunto que más me interesaba.

─ Díganos, Adam, ¿a dónde los va a llevar a ustedes los alemanes Hitler?
─ ¿Hitler?
─ Sí, su Presidente, Canciller y Führer.

Adam se quedó callado y pensativo. Atribuí su silencio a la discreción y me sentí obligado a añadir que no pretendía sonsacarle confidencias impropias de un militar en activo.

─ No, no es la prudencia lo que me hace díficil contestar. Creo que estoy entre amigos de confianza ─dijo lanzando una rápida mirada por el espejo retrovisor a los hermanos.
─ Claro que sí, Adam. Aunque él no lo sabe, Sátur es más hidalgo leonés que militante político. Y nosotros...
─ Ya. Pero es que no sé qué contestar; no sé a dónde va a llevar Hitler a Alemania. Yo creo que no la lleva a ningún sitio. Él no la lleva, él se deja llevar. Pese a lo que dicen sus amigos y sus enemigos, Hitler no es un caudillo que conduce. Es un político muy hábil; sabe que todas las naciones tienen tendencias malas y buenas, y que las malas siempre son más hondas. Él identifica las malas, las encona y luego se ofrece a encabezarlas. Por eso ha llegado al poder democráticamente. Lo adoran, pero no es un hipnotizador, es un hipnotizado. Yo lo he visto en una de sus reuniones con antorchas. Está fascinado por la plaga marrón... ¿se dice así?
─ Sí ─suspiró Miguel─, die braune Pest... Entonces Hitler es un hombrecito de la llanura, hinchado y monstruoso. Como Lenin, como Stalin.
─ ¡No es posible ─rompí yo ─, la clase obrera no engaña ni se deja engañar !
─ Yo no he hablado de engaños. Las frustraciones de la nación alemana son reales, algunas debidas a agravios y otras a resentimientos paranoicos, pero todas reales y Mein Kampf las recoge fielmente. Y luego propone como único remedio la fuite en avant. Mire, Saturnino, la situación es así... ─ y con un par de rápidos movimientos, Adam puso el punto muerto y apagó el motor.

El automóvil continuó su marcha, cuesta abajo, en solemne silencio. Luego empezó a tomar velocidad y a engullir asfalto mojado y brillante. Ya en las curvas chirriaban los neumáticos. Adam conducía con perfecta calma, concentrado en los pocos metros que se veían antes de cada revuelta. Los pretiles de los precipicios producían un extraño efecto acústico al pasar junto a ellos, como resoplidos en serie. Todos permanecimos callados, viendo cómo la velocidad creciente emborronaba la imagen gris de los peñascos a la vera del camino. Calculé que la calzada no tendría más de unos cinco metros de anchura; si nos encontrásemos con un carro, o un bache, o una vaca... El Mercedes-Benz seguía aumentando su velocidad y mi cuerpo, pasada la primera descarga de adrenalina, empezaba a emanciparse de mi mente y a producir un oleaje repugnante en el estómago. Yo estaba decidido a no gritar, pero ¿y si no podía reprimir una bocanada de vómito? Miré a Adam, que tan sólo revelaba la tensión nerviosa mojándose los labios de vez en cuando con la lengua. Volví la cabeza y vi a los hermanos muy serios y con los ojos muy abiertos; ellos debieron de notar mis náuseas porque Miguel, con voz firme y tranquila, dijo al conductor:

─ Ya basta, Adam.

Éste, sin decir palabra, encendió el motor, puso la directa y luego fue reduciendo marchas, mientras frenaba con suavidad y pericia. Al cabo de un kilómetro nos paramos despaciosamente a la entrada de una aldea.

─ ¿Comprende usted ahora, Saturnino, cómo va Alemania?

Tragué saliva e ira, y me limité a decirle:

─ ¿Y los militares alemanes son el conductor loco?
─ No. El conductor loco, que tan sólo usa el volante, es Hitler. La Wehrmacht es el freno automático.
─ Pero ¿existe? ─pregunté exasperado.
─ Algo más que en Rusia, sí. Ya veremos si el nuestro funciona ─ contestó Adam encendiendo un cigarrillo.
Bajó la ventanilla y sopló el humo hacia el letrero que anunciaba el nombre de la aldea.
─ Mire cómo se llama este lugar y piense que el pueblo hispánico es tan metafísico y tan imprevisible como el germánico. O el eslavo.

La aldea, al pie del puerto de Menga, se llamaba La Hija de Dios.

* * *


Bibliografía de El Rompimiento de Gloria
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008

miércoles, 18 de marzo de 2009

El Rompimiento de Gloria (cap. IX)

IX
A la mañana siguiente me desperté con mucha fiebre y un fuerte dolor de garganta. Pasé un mal día en la cama, solo en la pensión maloliente. Por la tarde apareció Miguel, que debía de temerse mi estado.

─ ¡Coño, Saturnino, y pensar que un leonés de pro como tú puede ponerse así nada más que por un paseíto por el monte!

Luego se sentó a la vera de mi cama, me tomó el pulso, se quedó un instante pensativo y enseguida me dijo en voz baja:

─ Mira, aquí no te puedes quedar. Tu patrona es una mala pécora y tú necesitas que te cuiden. Ahora mismo te llevo a casa.

Protesté débilmente pero su tono no admitía réplica. Me trataba con infinita solicitud pero sin contemplaciones, como un veterinario haría con un caballo lesionado al que tuviese cariño. Todos los oficiales de Caballería son iguales; diez años después un Comandante de Húsares polaco me salvó la vida con los mismos modos expeditivos cuando me rompí una pierna saltando en paracaídas en las montañas del Norte de Grecia. Cuando entró Miguel en mi cuarto yo empezaba a desvariar con la calentura, pero su voz grave y serena y sus órdenes perentorias me calmaron.

─ ¡Quieto un momento, hombre, deja de temblar que así no puedo ponerte los calzoncillos!

Me llevó en taxi a la casa del Viso, donde me dejó al cuidado de Elena mientras él iba por el médico de su regimiento. Este declaró que por el momento no hacía falta mandarme al hospital y recetó unos brebajes muy amargos que no me sirvieron de nada. Pasé otra noche toledana y delirante, con los hermanos turnándose a mi cabecera y poniéndome hielo en la frente. Al poco de empezar a amanecer oí la voz queda y firme de Miguel hablando con su hermana:

─ Pues si crees que esa yerba le puede servir y recuerdas haberla visto en el Hoyo Berrocoso, voy a buscarla.

Todavía me quedaban fuerzas para sonreír y musité:

─ Vosotros siempre enmendando la plana a los topógrafos...
─ ¿Qué desvarías ahora?
─ ¿No es Hoyo Borrascoso? ─añadí a duras penas.
─ No, los pastores de ovejas son los que dan nombre a los riscos, y ellos no leen a las hermanas Brontë. Y los topógrafos no saben nada, ni siquiera preguntan a los pastores. Los médicos tampoco y por eso no te han curado, pero cállate y duerme ahora y verás como sanas.

Oí el petardeo de la moto que se alejaba y caí en un torpor agitado del que me despertó, horas después, Elena acercándome a los labios una taza humeante.

─ Bébete esto. No, apúralo hasta el final. Así...

Sabía a rayos. Ni siquiera era amargo, era como sulfuroso. Me hundí de nuevo en el sopor. Soñé que caía a un lago y me iba al fondo poco a poco, pero sentía alivio, no agobio. Me volví a despertar al atardecer, con la mano de Miguel en la frente, y lo oí decir a Elena:

─ Ahora no tiene ni destemplanza.
─ Ya te decía yo que esto no fallaba. De niña me lo daba Petra, la niñera de las Hurdes, a escondidas del médico. Pero sólo cuando los remedios de la botica no hacían efecto. Debe de tener alguna contraindicación. Papá lo sabía, pero hacía como si no se enterase.

Me desperecé en la cama, notando el vigor que me volvía a los brazos y a las piernas. Con voz todavía débil, tercié:

─ Tengo hambre.
─ Pues te aguantas ─contestó Miguel ─ porque hasta mañana tienes que ayunar. Lo ha dicho la bruja de la casa.

Por primera vez me dejaron solo, con la puerta de mi cuarto entreabierta. Llegaba algo de luz por la rendija y el ruido de sus preparativos de cena, entre charlas y risas. Sentí envidia y agradecimiento, y al poco me dormí.

El desayuno fue espectacular. Elena me dejó darme un baño tibio y luego comer todo lo que quisiese. Me harté de huevos pasados por agua y de picatostes en la cocina, bien abrigado con un camisón de franela y una bata de seda muy vieja de Elena, mientras ella me miraba con atención.

─ Estás como nuevo. Es lo que pasa con los enfermos jóvenes, o se mueren o se curan de repente.
─ Sanaría del todo si pudiese darte un beso en el cuello, justo ahí en la linde entre la piel tostada y la piel blanca.
─ Pues está prohibido. A las enfermeras hay que respetarlas y a las curanderas, más.
─ Lo sé, por desgracia. Oye, Elena, y el perlequeque ese que me dio, ¿no sería una venganza de los dioses, azuzados por ti?
─ Desde luego te merecías el castigo. Pero reconocerás que mi intercesión ha sido eficaz para conseguirte la clemencia.
─ Sí. Bueno, me tengo que volver a la fonda del sopapo, a ver si vuelvo a estudiar.
─ Te acompañará el ordenanza. Todavía te puede dar un vahído en la calle.
─ Ya no necesito a nadie. Me iré solo.
─ He dicho que te llevará Paco. Obedece y recuerda que la hubris siempre atrae a la némesis , so burro.

Obedecí. Pasé el día encerrado en mi cuarto, meditando sobre la obediencia debida. A fin de cuentas, desde la muerte de mi abuela allá en el pueblo nadie me había tratado así, con esa mezcla de despotismo olímpico y ternura maternal, o paternal. Con un resto de suspicacia campesina seguía preguntándome qué querrían de mí los hermanos. Algo buscarían... Pero a la vez disfrutaba abandonándome al abrazo de su compañía fuerte y suave. Acababa, por lo demás, de comprobar que su bondad y su generosidad conmigo no eran fingidas. Como tampoco era falsa, desafortunadamente, la ausencia completa de deseo hacia mí en el cuerpo glorioso de Elena. Eso a veces me parecía el suplicio de Tántalo, pero sólo a veces. Incluso empezaba a pensar que pronto podría estar con ella como con Miguel, y sentir por ambos el mismo cariño fraternal. Pero entonces solía aflorar de nuevo el recelo aldeano, reforzado por la inseguridad social. ¡Eran tan distintos de mí! Aunque me tuviesen afecto, era imposible que en ocasiones no se riesen a mis espaldas de mis torpezas, de mi paletería, de mi falta de mundo. La noche antes, sin ir más lejos, había oído sus risas y cuchicheos en la cocina... Al llegar ahí me avergoncé de mis cábalas. Sabía muy bien que su alegría era puro desahogo después del susto que les había hecho pasar. Seguro que se tomaron un par de copas a mi salud, y falta que les harían, después de la paliza que les había dado.

Además, era consciente de que sin cesar me abrían ventanas, y no sólo a un mundo social para mí desconocido, sino en especial a aquello que precisamente yo conocía mejor, el campo y la antigüedad clásica. Con ellos aprendía a ver los colores de la hojas, a tocar la corteza rugosa de los árboles y la piedra suave de los cantos rodados y el musgo húmedo, a oler las nubes y el cierzo. Quizá yo aprendía deprisa porque me había criado en los Montes de León, pero el hecho es que hasta entonces había sido indiferente a muchas cosas que ahora cada día me importaban más. En cuanto a nuestras discusiones intelectuales, lo bueno es que para Elena y Miguel no eran intelectuales sino que versaban sobre algo tan instintivo como respirar. No importaban las disputas, daba igual quién tuviese razón, el caso es que después de ellas mis conversaciones antes tan apreciadas con don Hermógenes el catedrático me parecían aburridas y encontraba sosa a mi compañera de facultad Libertad Población, y eso que la pobre chica seguía prestándome sus apuntes y echándome a la cara humo de cigarrillos de Virginia en el bar de la calle de San Bernardo que frecuentábamos los estudiantes.

Esa noche apagué la bombilla macilenta de mi cuarto pensando que era un bellaco por manchar con tantos resquemores mi agradecimiento a los hermanos. Me dormí con el firme propósito de aprender a aceptar los dones sin fruncir el ceño, que también para recibir regalos hay que adiestrarse en cierta forma de generosidad.

***

Bibliografía de El Rompimiento de Gloria
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008

jueves, 12 de marzo de 2009

Persons and Places, de Santayana

Acabo de terminar las memorias de Santayana, Persons and Places. Pocas veces he disfrutado tanto de un libro, y quiero ofrecer a quienes miren en esta bitácora unos párrafos que muestran la belleza, la profundidad y la complejidad del pensamiento de Santayana y a la vez la aparente sencillez de su estilo literario. Por eso no he querido traducirlo; quizá no hubiera sido capaz de hacerlo como el original se merece.

Tan sólo quiero añadir lo que muchos sin duda saben: Santayana hacía años que había perdido la fe católica cuando escribió sus memorias, e incluso cuando en 1905 asistió a la escena en Italia aquí descrita. Y sin embargo... Juzguen ustedes.


Doric purity is not a thing to be expected again in history, at least not yet. It indicates a people that knows its small place in the universe and yet asserts its dignity. In early Christian art there may be simplicity and naïveté, but never self-knowledge. The aspiration in it is childlike. For anything like Doric fortitude in the West we must look to the castles, not to the churches; and the castles are Christian only by association. Here then was an ultimate point of reference, a principle of manly purity, to mark one extreme in the moral scale of all human arts, and to give me the points of the compass in my travels. And by a curious chance, during this same excursion to Paestum, I came upon the opposite extreme of the moral scale also, in a form that I have never forgotten. The reader may think it trivial, but I assure him that to me it has the most serious, the most horrible, significance.

At Paestum there was only the railway station and no hotel, but travellers might spend the night comfortably at La Cava, not far away. I had done so, and in the morning was waiting at the station for the train to Naples. The only other persons on the platform were a short fat middle-aged man and a little girl, evidently his daughter. In the stillness of the country air I could hear their conversation. The child was asking questions about the railway buildings, the rails, and the switches. “Where does the other line go?” she asked as if the matter interested her greatly. “Oh, you can see”, the father replied, slightly bored, “It runs into that warehouse.” “It doesn´t go beyond?” “No, it stops there.” “And where does this line go?” “To Naples.” “And does it end there?” “No, it never ends. It goes on for ever.” “Non finisce mai?” the girl repeated in a changed voice. “Allora Iddio l´ha fatto?” “No,” said her father dryly, “God, didn´t make it. It was made by the hand of man. Le braccia dell´uomo l´hanno fatto.” And he puffed his cigar with a defiant resentful self-satisfaction as if he were addressing a meeting of conspirators.

I could understand the irritation of this vulgarian, disturbed in his secret thoughts by so many childish questions. He was some small official or tradesman of the Left, probably a Free Mason, and proud to utter the great truth that man had made the railway. God might have made the stars and the deserts and all other useless things, but everything good and progressive was the work of man. And it had been mere impatience that led him to say that the Naples line never ended. Of course it couldn’t run on for ever in a straight line. The child must have known that the earth is round, and that the continents are surrounded by water. The railways must stop at the sea, or come round in a circle. But the poor little girl’s imagination had been excited and deranged by religious fables. When would such follies die out? Commonplaces that had been dinned all my life into my ears: yet somehow this little scene shocked me. I saw the claw of Satan strike that child´s soul and try to kill the idea of God in it. Why should I mind that? Was the idea of God alive at all in me? No: if you mean the traditional idea. But that was the symbol, vague, variable, mythical, anthropomorphic; the symbol for an overwhelming reality, a symbol that named and unified in human speech the incalculable powers on which our destiny depends. To observe, record, and measure the method by which these powers operate is not to banish the idea of God; it is what the Hebrews called meditating on his ways. The modern hatred of religion is not, like that of the Greek philosophers, a hatred of poetry, for which they wished to substitute cosmology, mathematics, or dialectic, still maintaining the reverence of man for what is superhuman. The modern hatred of religion is hatred of the truth, hatred of all sublimity, hatred of the laughter of the gods. It is puerile human vanity trying to justify itself by a lie. Here, then, most opportunely, at the railway station returning from Paestum, where I had been admiring the courage and the dignity with which the Dorians recognised their place in nature, and filled it to perfection, I found the brutal expression of the opposite mood, the mood of impatience, conceit, low-minded ambition, mechanical inflation, and the worship of material comforts.

George Santayana, Persons and Places, Capítulo XXVII. Critical Edition, The MIT Press, 1986.

viernes, 6 de marzo de 2009

Los Parerga de Fontán

Este artículo mío sobre el libro Príncipes y humanistas de Antonio Fontán aparece en el número de Febrero del 2009, de la Nueva Revista de Política, Cultura y Arte:

LOS PARERGA DE FONTÁN

El hombre culto desconfía de la “insobornable contemporaneidad”, que le parece sobornable por antonomasia y contemporánea per accidens. Me refiero, claro está, al hombre, no al solo varón, y culto, no mero erudito. La gente culta vive la cultura y la cultura les ayuda a vivir todas las tareas de su vida. De hecho el hombre culto suele estar más abierto a los quehaceres públicos y privados, salvo que decida retirarse y entonces también sacará más provecho de sus reflexiones.

Pensaba en todo esto mientras disfrutaba del trato con estos Príncipes y humanistas de la mano de Antonio Fontán. Pensaba en el propio don Antonio – por darle su tratamiento que, con tú o con usted, sigue afable una ya vieja tradición académica española – y en cómo la cultura – pasión y no adorno – continúa hermanada en su vida con el trabajo empresarial y periodístico, todo ello tras cumplir y celebrar sus ochenta y cinco años y agradecer la merced regia del Marquesado de Guadalcanal: el Príncipe y el Humanista desempeñaron bien su papel, cosa rara hoy en día.

Y recordaba también a otros viejos amigos, felizmente activos, que han querido y sabido vivir la cultura junta con otras labores. Veo a José Antonio Muñoz Rojas, próximo a los cien años, corrigiendo la edición de sus poesías completas, en sus tierras que siempre llevó como buen labrador y criador, que se decía antes. Y a Valentín García Yebra, pasados los noventa y tras varios decenios llevando una editorial, que persevera en su labor lexicográfica. Por no olvidar un caso insólito de combinación de cultura y guerra, mezcla en sí frecuente pero no tal como la hizo Sir Patrick Leigh Fermor. Había hecho prisionero a un general alemán, en 1944, y lo llevaba a través de Creta encañonado y sin quitarle el ojo de encima cuando lo oyó murmurar algo mientras miraba el Monte Ida al amanecer, cubierto de nieve:

Vides ut alta stet nive candidum
Soracte…


El comandante inglés continuó:

…nec iam sustineant onus
silvae laborantes…”


Y así hasta terminar las seis estrofas de la oda I, IX de Horacio, a partir de cuyo momento el General Kreipe cambió de actitud y hasta sonrió. “Durante un largo instante pareció que la guerra había dejado de existir. Los dos, mucho tiempo atrás, habíamos bebido en las mismas fuentes”, concluye Fermor.

Fontán hubiese podido escribir esa frase, pues sabe muy bien que beber en las mismas fuentes es compartir cultura y eso tiene consecuencias literalmente incalculables y literariamente previsibles. Por eso me conmueve leer su dedicatoria manuscrita de Príncipes y humanistas “para Santiago Tamarón, con el que comparto todas las lealtades históricas y culturales a España”. Aunque -añadiría cualquiera- las lealtades de don Antonio tengan mucho más fundamento en lecturas, conocimientos y experiencias que las de casi todos nosotros.

Además, para el autor existe otra dimensión, en rigor no coincidente con la cultura: la sabiduría. Y al llegar aquí es menester escuchar a Fontán resumiendo a Vives, pues no conozco mejor resumen de la doble raíz del pensamiento de éste -y quizá de aquél-, la religiosa y la clásica:

“Todo el empeño de Luis Vives fue la búsqueda de la sabiduría […] La Sabiduría es Cristo. Alcanzarla es una tarea del alma. El estudio, cuando el alma está limpia de pasiones, la vuelve sabia y prudente. Pero resulta que esta es una frase de Aristóteles y que en las palabras del teólogo [uno de los participantes del diálogo El sabio] se mencionan también otras dos de las que Platón pone en boca de Sócrates. [Vives], profundamente teísta y cristiano, identificaba la sabiduría con Dios; su plenitud y, por tanto, la felicidad, con la otra vida; las almas sabias son las que Sócrates -y el teólogo con él- llamaba ultramundanas y ultraterrenales; y el camino para alcanzar esa sabiduría es el ejercicio de la virtud según Cristo. Pero ese conocimiento no exime al intelectual Luis Vives de su afanosa búsqueda para iluminar y traspasar las caliginosas tinieblas que se interponen entre la presente realidad del hombre y la luz absoluta que es Dios”.

Fontán no exagera al dibujar el paisaje espiritual de Vives, cristiano sincero y convencido, como tampoco oculta la tragedia religiosa familiar: la Inquisición envió a su padre a la hoguera y más tarde inició un “proceso contra la fama y memoria de la madre, Blanquina March, que concluyó en la penosa y cruel sentencia de exhumación y quema de sus restos más de veinte años después de la muerte”. Se comprende que Vives no se decidiese a volver a España y muriera en Brujas, su segunda patria. Pero no se le conocen muestras de resentimiento anti-cristiano o anti-español, sino muy al contrario, y no parece que mostrase por escritos públicos y privados tales creencias y afectos por cautela sino porque los llevaba en el corazón. Otro admirador de Vives me comentó hace unos días que él lo estudió a fondo con la esperanza de descubrir indicios de duplicidad en el pensamiento del gran humanista, pero que al final hubo de rendirse a la sorprendente evidencia: Vives siempre se sintió cristiano y español.

Otra cosa -y Fontán lo explica con la misma lucidez que el personaje estudiado- es que Vives no se percatase de las contradicciones doctrinales y políticas de la época que le había tocado vivir. Las vió con justeza. Intentó ayudar a superar las discordias eclesiásticas, escolásticas y dinásticas allí donde vivió, en Francia, Inglaterra o Flandes. Aconsejó prudencia a reyes y magnates, se inquietó por el avance turco mucho más que los demás humanistas como su amigo Erasmo, dedicó libros y recomendaciones a los grandes de este mundo e incluso al Papa, directamente o por persona interpuesta. En fin, como escribió Ortega y Gasset, Vives brilló por sus dos virtudes intelectuales de la seriedad y la serenidad. Pero nunca fue ingenuamente optimista. Diríase que barruntaba los horrores de un siglo después, con la Guerra de los Treinta Años. Su veredicto político final fue me horum temporum miseret (siento compasión por estos tiempos). A todas luces, Vives desconfiaba de la “insobornable contemporaneidad”.

No sé si es por eso, pero Fontán parece identificarse más con el gran humanista valenciano que con los demás que retrata en este libro, y eso que a todos ellos muestra considerable simpatía y comprensión, incluso al para algunos poco edificante Maquiavelo, pensador comprensible si se atiende a las circunstancias históricas de la Italia de su tiempo. En puridad, ocurre que el autor de esta sugestiva galería de Príncipes y humanistas es fiel al título de su libro y está subyugado -y nos subyuga a los lectores- ante todo por las mejores cabezas del humanismo que aplicaron su talento en buena parte a aleccionar a los Príncipes. Y resulta que Juan Luis Vives reúne en su persona la doble condición, intelectual y política, en grado sumo. A veces por pura casualidad -si es que tal cosa existe en la Historia- que no se le escapa a don Antonio, y que nos revela sin apenas insistir en ciertas afinidades, electivas o aleatorias. Así el lector medio, como el que esto escribe, descubre de pasada que los Diálogos o Excercitatio Linguae Latinae -manual para aprender latín, dedicado al futuro Felipe II, a la sazón de once años- no era el primero que Vives escribía, pues hizo otro quince años antes, destinado a María Tudor, otra niña…que terminó casándose con su primo Felipe. Como el aprendizaje del latín no era entonces un mero adorno para los príncipes sino una obligación política (“tengo por muy principal en un príncipe ser buen latino, así para saberse regir a sí como a otros, especialmente quien espera tener debajo de sí tanta diferencia de lenguas…” escribía Juan de Zúñiga al Emperador) no es difícil imaginar la importancia de ciertos empeños didácticos y áulicos de Vives.

Estos polos de la atención de Fontán quedan bien claros en dos de los mejores ensayos reunidos en este libro: “El humanismo cristiano europeo. Erasmo-Moro-Vives”, fascinante relato de la amistad entre estos tres egregios personajes, y “1516, el Annus Mirabilis de la filosofía política”, referido a la publicación o redacción de El Príncipe de Maquiavelo, el Institutio de Erasmo y la Utopía de Moro, con una post-data de Vives, como pueden considerarse sus Declamationes Sullanae de 1520.

Pero el hecho es que toda esta rica colección de ensayos que versan sobre tantos y tan singulares personajes del Renacimiento, desde el andaluz Nebrija al polaco Juan Dantisco, pasando por el Cardenal y Obispo catalán Margarit, entusiasta defensor del restablecimiento de la unidad de España, constituyen un libro dotado de sólida unidad. Con sencillez, el autor lo explica al final: “Durante toda mi vida académica y profesional he venido ocupándome de los escritores y asuntos de que trata este libro…” y alude luego a “las estrenas de Navidad que suelo enviar pro manuscripto a unos centenares de amigos”, y donde a lo largo de años ha tratado ya de algunos de estos asuntos.

Muchos de estos escritos conservan el espíritu festivo de sus orígenes de regalo y conmemoración navideños. A veces, inevitablemente, se trasluce también un punto de melancolía, como si el autor se percatase de que la unidad del libro está basada en la unidad de propósito -ocasional o no- entre el consejo del filósofo y el empeño del príncipe, y que esa unidad corresponde a un periodo histórico acaso irrepetible. Como lo es, y en mayor grado, la unidad de naturaleza pre-moderna entre Rey, Profeta y Sacerdote, unidad de la que aún queda un eco en el ritual del Bautismo, al dar ese triple don sacramental al nuevo cristiano. O la unidad todavía más antigua, de la que hay un resto en la épica griega, entre el rey, el héroe, el pontífice, el profeta y el médico o brujo.

O quizás a Fontán no le hubiera gustado del todo lo pre-moderno. A fin de cuentas los humanistas se consideraban modernos, al menos los italianos antiescolásticos. Pero, claro, si los humanistas eran en el fondo modernos, tan sólo lo serían juxta modum. Y es que el humanista que hoy nos ocupa, don Antonio Fontán, Marqués de Guadalcanal, sabe a la perfección ejercer algo muy antiguo, el auténtico magisterio. Y éste consiste en aspirar al viejo ideal de la unidad de las cualidades del individuo y en reunir y sacar de cada uno por mayéutica lo mejor, no en convertir en rebaño homogéneo a todos y cada uno de los discípulos. Aquello quizá es lo que buscaban los maestros humanistas. Más de uno se preguntaría qué fue exactamente lo que Aristóteles enseñó o hizo brotar en Alejandro. Cabe suponer que Fontán también meditaría sobre ese asunto -mucho más práctico de lo que parece- mientras bregaba por restaurar la Monarquía, el Senado, la Biblioteca Nacional… Todas esas meditaciones acompañaron y ayudaron a estas labores esforzadas, al igual que los Parerga ocurrieron al mismo tiempo que los Trabajos de Hércules.

Pues bien, quien lea este libro es probable que piense que se trata de unos parerga que permiten suponer en su autor fundados recelos ante la contemporaneidad, insobornable o no. Aunque acaso Fontán no llegue a aplicar a nuestros tiempos el sombrío dictamen de Vives sobre los suyos.

(c) El Marqués de Tamarón

domingo, 1 de marzo de 2009

El Rompimiento de Gloria (cap. VIII)

VIII

El siguiente rapapolvo, unos días después, fue peor pero más justificado. Echamos a andar por la vertiente Norte de la Sierra para subir al Cerro de la Cebollera ─ellos se negaban a llamarlo por el nuevo nombre de Pico de las Tres Provincias pues, aunque alto, no es un pico y además lo de las tres provincias les parecía burocrático─ y llevamos víveres abundantes para poder quedarnos también a cenar. La umbría estaba fresca, mucho más que la solana de nuestras marchas de costumbre, y sólo teníamos ropa ligera, así es que al caer la noche y pararnos a comer entre un arroyo y unas peñas yo tuve frío y me empeñé en encender una hoguera.

─ Bueno, si vas tú a buscar la leña. Pero veremos menos la Luna.

Me alejé del prado y tardé algún tiempo en encontrar en un pinar un par de troncos secos aprovechables. Volví arrastrándolos trabajosamente y hallé a los hermanos inmóviles en la penumbra, callados y mirando la Luna llena que se levantaba, solemne, de algún lugar incalculable de la estepa soriana. Permanecieron absortos mientras yo troceaba la leña menuda para preparar la candela. Cuando hube terminado los preparativos y antes de prender el fuego me tendí un rato junto a ellos. Respiré hondo el aire frío y seco que llegaba del Norte. Se oyó a lo lejos un búho real y después otro pájaro desconocido para mí. Me guardé de preguntar por él para no turbar el silencio, acompañado ahora, más que roto, por el leve y modesto susurro del regato. Advertí algo en lo que nunca antes había reparado: el murmullo de un arroyo pequeño jamás es constante sino desigual en intensidad y tono, cambiante cada pocos segundos, aunque el caudal sea siempre el mismo y no fluya a borbotones. Tampoco me atreví a comentar mi descubrimiento, que me hacía feliz como un niño. Por fin había descubierto por qué se dice un arroyo cantarín.

Elena rozó mi mano con la suya y enseguida me ofreció su chaleco de lana.

─ Yo no me lo voy a poner y tú estás helado.

Iba a protestar por el insulto a mi hombría pero al palpar la suave lana y oler el perfume tibio de la muchacha la terneza pudo más que el orgullo y acepté el jersey. Me arrellané en la gloria.

─ Yo estoy contento, ¿y vosotros?
─ También.

En ese momento una nube tapó la Luna. De la oscuridad salió la voz indulgente de Miguel.

─ Anda, ahora ya puedes encender el fuego. Pasaremos a ser felices de otra manera , comiendo.

Y así fue; pasamos sin estorbo del misterio al ágape, de la contemplación al chorizo y vino tinto. La resina del pino crepitando alegre y el aroma de las chistorras asadas en las brasas creaban un aura de seguridad en torno a nuestro mínimo vivaque.

─ Así de seguros se sentirían de noche nuestros mayores en la Edad de las Cavernas, ¿no creéis?
─ No sé, yo no estoy tan convencida. Para empezar, no estarían comiendo chistorras sino grasa de oso o algo así...
─ ¡Mujer, no empieces! Ya sé que por muy primitivos que sean los vascos, la chistorra no es manjar neolítico. Pero tú me entiendes, el fuego, la comida, la compaña, todo eso tranquilizaría el ánimo de los trogloditas, después de los sobresaltos de la caza.
─ Sí te entiendo, pero no estoy de acuerdo contigo. Los hombres primitivos estarían ahora cavilando sobre la manera de congraciarse con el espíritu del oso que habían matado. O cómo aplacar a otros espíritus aún peores.
─ Pues yo no me los imagino callados y taciturnos mientras comían.
─ Taciturnos no, porque no sirve para nada y ellos eran gente práctica. Estarían haciendo conjuros o encantaciones. O recitando crónicas heroicas. Yo creo que para los antiguos la magia, la historia, la poesía y la política eran lo mismo, y todo ello lo expresaban cantando. Y bailando, claro. Pero sobre todo con largas melopeyas que iluminaban el pasado, exorcizaban el presente y amañaban el futuro. Seguro que aprendieron antes a cantar que a hablar, y antes la poesía con ritmo que la prosa sin él. Y cantaban... tenían que cantar...
─ ... para no morirse de miedo ─añadió su hermano.

Contemplé sus rostros a la luz del fuego y me parecieron más hermosos que nunca. Miguel miraba fijamente las llamas y Elena la negrura de la noche. Ambos semblantes eran de una perfección grave pero no triste, al contrario, parecían llenos de un gozo sereno. Tenían los labios entreabiertos y su respiración era muy lenta. A la luz de la hoguera los cabellos de Miguel tenían reflejos castaños y los de Elena algo cobrizos. Los ojos de ésta ya no parecían ni azulados ni verdosos, como si fuesen puro brillo. Me hubiese quedado toda la noche contemplándola, pero ella volvió el rostro hacia mí y sonrió levantando las cejas como en muda pregunta. Me azaré y dije lo primero que se me ocurrió.

─ ¿Pues por qué no cantamos nosotros también?
─ Hombre, porque, después de hablar del canto primordial, "El batallón de modistillas" estaría fuera de lugar, ¿no?
─ Quizá, pero es que el canto primordial desapareció hace milenios.
─ ¿Tú crees? ─preguntó Elena como hablando consigo misma. Instantes después, el suspiro del viento y el susurro del agua parecieron espesarse, como si juntos entonaran una melodía muy grave y profunda, arrancada de las raíces de las rocas. Tardé unos momentos en comprender que el sonido venía de Miguel, con un tono más bajo que su voz habitual, y lo continuaba Elena, en tono más alto que de costumbre. Después, más fuerte, articularon la letra de aquel ejercicio a dos voces. Era el kirie gregoriano, recio y sutil, con su poderosa reiteración irisada de matices. Luego volvió el silencio, y los leves ruidos del monte cobraron un nuevo sentido, signos amigos de esperanza. El exorcismo estaba hecho.

Miguel me adivinó el pensamiento.

─ Tú dirás que esto no es canto primigenio, que no vale de ejemplo porque es magia moderna, cristiana. Pero piensa que es una imprecación, dicha en lengua de tres mil años, a la Divinidad, llamándola Señor y Ungido, para pedirle una y otra vez que se apiade de los mortales. Y todo eso en un rito que es a la par Sacrificio y Banquete sacros. Comprenderás que la cosa tiene poco de cristianismo a la Saint Sulpice y mucho de prehistórico.
─ No creía que fueses tan pío ─procuré ironizar, a sabiendas de que estaba siendo necio e injusto, pero es que empezaba a sentir la necesidad de liberarme de hechizos.
Miguel se encogió de hombros.
─ Sólo intentaba que vieses cómo no todo lo viejo está muerto.

Nos quedamos callados, yo sintiéndome algo ridículo y ellos recuperando impasibles la noche ahora que el fuego se apagaba. Las brasas ya casi no alumbraban. La Luna, cada vez más fría y brillante, parecía ir cubriendo de polvo de mármol a los hermanos yacientes. Sentí una punzada de remordimiento, esta vez práctico.

─ Elena, ten tu jersey que te vas a helar.
─ No, quédate tú con él. Pero vámonos que mañana es Lunes.
─ Sólo quedan dos horas para la media noche. Estaría muy bien entrar en el Lunes bajo la Luna.
─ Ojalá fuera posible, pero... ¡venga, andando!

Los tizones silbaron con furia de serpiente cuando les vacié encima la cantimplora.

El camino de vuelta se hacía fácil, cuesta abajo y por un sendero bien iluminado al principio por la Luna. Veíamos bastante, aun para coger unas endrinas que Miguel necesitaba para mejorar cierto aguardiente blanco, regalo extremeño de Paco su ordenanza. A medida que bajábamos al valle el aire perdía dureza y adquiría olores húmedos. La noche era tan perfecta que cualquier lance mínimo ─la rebusca de endrinas, un cencerro lejano, el roce de la falda de Elena con una zarza─ se me antojaba indicio de una aventura fabulosa. El misterio había regresado, ahora con disfraz pastoril.

Así es que volví a equivocarme. El camino atravesaba un soto sombrío, donde casi no entraba la luz de la Luna. En mi euforia recordé el hexámetro perfecto:

Ibant obscuri sola sub nocte per umbram. ¿ A que no sabéis qué es eso?
─ Tú sí que no lo sabes ─replicó Elena.
─ ¿Cómo que no? Es de la Eneida, "Iban obscuros, bajo la noche solitaria, por la sombra". Decía el Abate Bremond que es el verso latino más bonito...
─ ¡Bonito! ¡Atreverse a llamarlo bonito! ¡Qué sabría de estas cosas un abate dieciochesco de salón!
─ Bremond no era del siglo XVIII sino de hace unos años, doña sabelotodo.
─ Es igual, estaría inficionado por la manía de la lindura. Lo estoy oyendo decir mientras tomaba rapé: " Quel joli veeers!" ─Y Elena imitaba hábilmente una voz cascada, arrastrando la sílaba final como un balido de oveja pedante.
─ Bueno, la verdad es que a lo mejor dijo que era bello y no bonito.
─ Mira, Saturnino, no sé quién era el cura ése ni me importa, pero tú me desesperas. Y eso que hice propósito de no discutir más contigo. Pero es que me da pena ver que todo esto lo tomas como adornos fosilizados. Así nunca serás un buen clasicista. Con lo fácil que es. Tú sólo tienes que aprender bien griego y latín y sobre todo imaginar cómo pensaban ellos. Lo demás son chorradas.
─ Con todo respeto te diré que sé tanto latín como tú y quizá algo más de griego.
─ Aunque así fuese, pero además no es cierto. Has traducido mal el verso.
─ ¡Pero si cada palabra suena igual en castellano!
─ Por eso mismo has confundido todo el sentido, y no digamos el sonido. En realidad ese hexámetro es intraducible, pero fijándote en el contexto podrías haberlo entendido. Virgilio no está describiendo una escena umbrosa sino tenebrosa. ¿Sabes dónde está Eneas?
─ Pues en la silva antiqua...
─ ¡No señor! Esto es después de encontrar las manzanas de Proserpina en la silva antiqua, que no es más que el bosque inviolado y espeso, mágico pero de este mundo. Pero ahora está ya entrando en el mundo de ultratumba con la Sibila, y no precisamente para llevársela al río creyendo que era mozuela. Están empezando a recorrer los reinos de Plutón, que son terroríficos y no bucólicos, bajo la lux maligna de una luna inconstante. En sus mismas puertas moran cosas horribles, y algunas lo son tanto que ni sabemos bien en qué consisten... mala mentis Gaudia... Discordia demens...
Habíamos salido del soto y estábamos los tres de pie junto a un riachuelo que había que vadear. La luna palidecía a Elena y su voz había enronquecido. Se me acercó y preguntó acuciante:

─¿Tú sabes qué son los mala mentis Gaudia?
─ Supongo que "los gozos culpables del alma". Pero no sé qué significa eso.
─ Pues yo espero morirme sin averiguarlo. Ni antes ni después.

Pese a la Luna inconstante Elena cruzó el río saltando de piedra en piedra, y Miguel también. Yo resbalé y pegué una culada que me dejó empapado hasta el ombligo. Seguí sus sombras en silencio y tiritando. Al llegar a la moto abracé a Elena y le dije:

─ Te quiero mucho. Y a ti también, Miguel ─pero la declaración la deslucí con un fuerte estornudo─ Perdonadme que sea tan torpe.
─ Anda, ponte tú en el sidecar, que pasarás menos frío.

Volvimos a Madrid cantando La cucaracha, mayormente ellos, pues yo me había quedado afónico.

* * *



Bibliografía de El Rompimiento de Gloria
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008