Marqués de Tamarón || Santiago de Mora Figueroa Marqués de Tamarón: febrero 2009

domingo, 22 de febrero de 2009

El Rompimiento de Gloria (cap. VII)

VII

Sigo sin entender todos los motivos de mi alivio. El más obvio era que ya había cumplido con mi obligación fatal de enamorado y las cosas estaban claras para los dos. Y sospecho que también para Miguel, que esa noche, cenando, propuso un brindis.

─ Por Rafael. Es un tenientillo joven, de Córdoba. Hoy se cayó del caballo y se dio un batacazo espectacular. El Sargento, que lo recogió del suelo medio inconsciente, me tranquilizó enseguida. "No se preocupe, mi Capitán, que el Teniente no tiene nada roto. Sólo está reventado por dentro". Le dimos un trago de coñac y el chico se empeñó en seguir montando. Ahora está en la enfermería. Mañana estará bien.

Levantamos las copas y bebimos los tres sin más comentarios.

Supongo que también me quitó un peso de encima y contribuyó a una nueva tranquilidad en mi ánimo el aceptar de manera definitiva la absoluta singularidad bicéfala de los hermanos. No eran idénticos, pero a mí me lo parecían desde la distancia psicológica, aumentada por la proximidad física. Usaban el mismo jabón y ella a veces se ponía camisas de él que le quedaban grandes y que en mi imaginación calenturienta le realzaban los pechos, cosa imposible, claro está, cuando su cuerpo se perdía entre los severos pliegues de color caqui. Pero todo eso dejó poco a poco de turbarme. Sentí cómo me abandonaba a un disfrute sin ansias y a una curiosidad candorosa. Desatendí mis ocupaciones políticas pero no el trabajo en el Monte de Piedad, que realizaba como un autómata apacible, pensando en otras cosas. Mi jefe hasta me felicitó por mi "renovado celo en el servicio"; supongo que fue porque por primera vez me veía sonreír con cara de idiota. En cambio sí me afané con toda mi alma en los estudios clásicos, que cada día cobraban más sentido para mí.

Cuando me surgía alguna duda ─en general exegética más que sintáctica─ acudía a Elena. Tenía el don de ir al grano, con una rara mezcla de sentido común y sentido histórico que Miguel, sorprendentemente en alguien que no había estudiado lenguas clásicas, compartía con ella. Debió de adquirir el latín y el griego por mímesis o por gracia pentecostal, como el resto de las lenguas que manejaba con soltura. Cuando preguntaba a los hermanos cuándo y dónde habían aprendido tal o cual idioma, siempre se sonreían y contestaban con los modestos versos:

El deleite en el oficio
al siniestro face diestro

Y era verdad que aparte de sus viajes al extranjero , que debían de favorecer su poliglotismo, mostraban un interés por las lenguas más variadas que quedaba atestiguado en sus estanterías llenas de clásicos y diccionarios. Faltaban, por contra, gramáticas, como si para ellos las estructuras fuesen innatas, en una especie de improbable e incoherente presagio de Chomsky avant la lettre. Por palabras sueltas, y sobre todo tras conocer años después a sus congéneres centroeuropeos ─con su alegre algarabía de francés con acento ruso, inglés con acento alemán y alemán con acento italiano─ deduzco ahora que Elena y Miguel habían ido más lejos: habían aprendido desde niños a pensar y no sólo a hablar como el guardabosques polaco o el piconero extremeño o el capellán tirolés, al igual que cuando imitaban el ulular del cárabo o el aullido del lobo se sentían fieras honorarias durante unos instantes.

Pero todo eso no son más que interpretaciones a toro pasado, que yo entonces tan sólo intuía. Lo que sí comprendí muy pronto es que con ellos no era conveniente ser pedante ni tampoco presumir de sentimientos líricos. De un manotazo desbarataban con ferocidad cualquier desliz juvenil por la pendiente de la jactancia erudita o, peor aún, de la exquisitez de sentimientos.

Llegué a pensar que me estaban sometiendo a otro juicio de Dios como aquella primera caminata, pero esta vez sería una ordalía prolongada y de índole moral más que física. Tuve varios tropezones, pero tampoco me importaron mucho porque en el fondo sabía que llevaban razón y que con ellos aprendía lo que no venía en los libros y sin embargo necesitaba conocer.

El primer pescozón lo recibí el mismo día en que estrenamos la moto con el sidecar. Estrenar es mucho decir pues la máquina era vetusta y asmática, pero a caballo regalado no hay que mirarle el diente y aquel vehículo incomodísimo era regalo de un compañero de Miguel que se había ido destinado a Villa Cisneros. Nos cambió la vida porque dejamos de depender de los horarios de los trenes y omnibuses, y además pudimos descubrir nuevos rincones en la Sierra de Ayllón , que caía muy de trasmano.

Esa mañana llegamos temprano, pues, a un valle perdido, espacioso y más bucólico que agreste, donde todavía unos jirones de niebla se pegaban a las praderas más cercanas al arroyo. Junto a la aldea había huertas, luego manzanares y, algo más arriba, un castañar. Después de andar unos kilómetros nos paramos a contemplar el paisaje sereno y rico. Con su disfraz otoñal de húmedos tonos verdosos, dorados y rojizos, y si no se miraban los duros riscos que lo rodeaban, el fondo del valle parecía tan blando, tan atlántico y comestible como un cacho de campiña normanda. Es la peculiar falacia patética de los valles de montaña. No resistí la tentación de exhibir mi último descubrimiento lírico y empecé a recitar Season of mists and mellow fruitfulness! Pensé que le agradaría a Elena, ya que esa oda al Otoño ─cuyo autor he olvidado, quizá por berrinche juvenil, aunque me sigue gustando el poema─ la había encontrado en un libro suyo, y había ensayado la pronunciación a solas durante un buen rato. Pero ya fuese porque mi tono le pareció declamatorio o porque estaba malhumorada, me interrumpió desabrida:

─ Pues yo, en cambio, estos comienzos de Otoño serrano los asocio con las cagarrutas violáceas.
─ ¿Cómo?
─ Como la que está donde te acabas de sentar. En esta época los zorros se hartan de moras y eso se nota en sus... deyecciones, si prefieres esa palabra. De todas formas así aprenderás a no sentarte en una piedra de una cuarta de alto sin mirar; los zorros las usan para marcar su territorio cagándose encima. Y en tierras más calientes los alacranes anidan debajo.

Me sacudí los fondillos con toda la dignidad que le puede quedar a uno en un caso así, mientras buscaba palabras para reprochar a Elena su exabrupto sin que se notase que me había lastimado. Pero se me adelantó Miguel:

─ Oye, niña, ¿qué mosca te ha picado? Ni que todo eso a nuestro alrededor fuese un tapiz de verdure hecho por ti y nadie pudiese opinar más que tú.
─ No, el monte no es mío, pero menos todavía es de los poetas románticos, y no digamos de los modernos que no han salido del Café Pombo. La naturaleza es bravía y cruel, o, si quieres más citas para aprender inglés, "red in tooth and claw". Esa arboleda idílica de ahí abajo no es más que un campo de batalla donde cada árbol lucha por el agua, la luz y la tierra contra todos los demás y, si puede, mata al vecino. Aquella cochina jabalí que vimos seguida de tres rayones de líneas tan decorativas andaría buscando alguna cría de corzo recién nacida y dejada sola un momento por su madre, y ¿sabes para qué? Para comerse al tierno corcino encamado. Los cochinos jabalíes son omnívoros, como nosotros, y serían igual de abyectos que los hombres si hubiesen leído a Juan Ramón Jiménez. La dignidad de la naturaleza está implícita en su propio nombre: es natural, no almibarada. Todo lo que no sea aceptar esa sustancia áspera equivale a acaramelar lo montuno. Eso se llama antropomorfismo y a mí me joroba...
─ Pero si tú misma me hablabas la semana pasada del jopo alegre del corzo... ¿Y eso no es antropomorfismo? ─la interrumpí triunfante.
─ No, porque en el monte sí hay alegría, como hay dolor y ternura y coraje. Aquel corzo estaría alegre porque acababa de cubrir a una hembra y de comerse los primeros hayucos de la montanera, y estaría inquieto por olores o ruidos extraños. En el monte lo que no hay es cursilería humana.

Miguel se echó a reír con su risa honda y clara como una laguna de montaña y atrajo a Elena por el talle.

─ ¡Ay, hermanita, qué artera eres porfiando! Todo menos admitir que tienes una pizca de humanidad...
Elena lo miró con ojos serios y pareció pensativa al desgranar la contestación.
─ Es que no sé si me siento muy humana... O si me convendría sentirme así... En fin ─añadió dirigiéndose a mí en tono más afable─ perdóname si he estado áspera.
─ Más que un bocadillo de bellotas. Pero te perdono.

Creo que cuando miró a su hermano los ojos eran verdosos y azulados cuando me miró a mí.

* * *

martes, 3 de febrero de 2009

El Rompimiento de Gloria (cap. VI)

VI

─ ¿De quién era la cuarteta? ─le espeté nada más verla en la Estación del Norte, mientras Miguel , entre dos baúles, daba órdenes a Paco el ordenanza. Yo estaba algo cortado, como los niños que se encuentran con los amigos del colegio tras la eternidad de las vacaciones, y me turbaba más que nunca su presencia física. Quizá había cambiado en algo; acaso estaba menos morena pero su tez no parecía más pálida sino más rosada.
─ ¿Qué cuarteta?
The sadness of the seasons, the madness of the moons, y no te rías de mi acento inglés, que ha empeorado por culpa de tu ausencia.
─ No sé quién escribió los versos; me los enseñó un viejo pariente mío, ruso emigrado. Pero ¿qué formas son ésas de recibirme? Dame por lo menos un beso.

Elena había cambiado de agua de colonia; luego supe que la nueva no tenía nombre sino número, 4711. La mantuve abrazada cuanto pude, unas décimas de segundo. Ya no sé si la solté por miedo o ella se soltó por lo que fuese.

Les hice entrega formal de la casa, con todo en orden salvo la novedad del gato, que se asustó al verlos llegar.

─ Es negro... ─murmuró Elena, pensativa.
─ Eso salta a la vista. ¿Significa algo?
─ No lo sé... En fin, pobrecito... ven.

El gato clavó en ella sus ojos amarillos y de inmediato depuso la actitud de recelo inquieto. Se acercó sinuoso a la mano extendida y se frotó contra ella.

─ A los gatos nunca hay que acariciarlos. Son ellos los que se acarician contra uno. Cuando ellos quieren, claro ─añadió Elena sonriéndome.
─ ¡Venid a ayudarme! ─gritó Miguel desde la cocina─ He traído algo de comer de cada sitio donde hemos estado. Vamos a hacer una comilona exótica y ecléctica.

La hicimos, y en medio del entusiasmo desordenado del festín me costó trabajo entender el itinerario preciso de su viaje.

─ Estos ajos se los compramos a unos gitanos en Transilvania.
─ Pues no saben distinto de los de Chinchón.
─ No, pero éstos sirven contra los vampiros.
─ Y el queso de la fondue es del Valais.
─ ¿Ah, sí? ¿Y cómo son los Alpes suizos?
─ Decepcionantes. Tienen peligro pero no misterio. Será porque todo se puede ver desde lejos. No te lo vas a creer, pero las veredas están llenas de flechas y letreros. Terribly middle-class, decía tía Muriel ─ contestó Elena poniendo voz de vieja impertinente.
─ ¿Y quién es tía Muriel?
─ Nos convidó al Hôtel Royal en Crans. Es inglesa, rica, gorda e indomable. Se torció los dos tobillos en un nevero y tuvimos que llevarla a cuestas. Se quejaba, pero no del dolor ─que debía de ser horrible─ sino de que andábamos despacio y ella iba a llegar tarde a tomar el té con Mitzi. Le reprochaba a Miguel que no fuese como los españoles del siglo pasado. Se dice que tuvo amores con el Duque de Osuna. "Esos sí que eran hombres", gemía entre el dolor y la nostalgia, "pero ahora os habéis vuelto terribly middle-class". Entonces Miguel se picó y se puso a trotar. Tendrías que haber visto nuestra entrada en el hotel con la gorda muerta de risa a lomos de Miguel resoplando mientras aquella momia de Mitzi dejaba caer el pince-nez y aplaudía frenética.

Miguel me rellenó el vaso con vino blanco del Rin.

─ Se deja beber como agua, porque es de efecto retardado. Pablo intentó emborracharnos a todos en Johannisberg, yo creo que para pellizcar a la prima Tina, la de los ojos brillantes, pero ella no estaba por la labor y lo mandó al cuerno con una mirada de diosa ofendida...
─ ¿Cómo dices que se llama? ─interrumpí.
─ Pablo Me...
─ ¡ No, hombre, la chica!
─ Christine Werneck, pero todos la llamamos Tina with the flashing eyes.
─ Pero ¿de qué color son los ojos? ¿Como los de tu hermana?
─ Pues quizás, pero es que los de Tina cambian con su humor o según el tiempo que hace, y a mi hermana le pasa algo parecido, ahora que no nos escucha. ¿A que tú no sabrías ponerle nombre a su color?

Me sonrojé un poco y ambos nos quedamos un momento callados mientras se oía el trajín de Elena en la cocina.

─ Elena, ven por favor, que tenemos una discusión sobre tus ojos y los de Tina ─le gritó su hermano.

Elena se recortó en el hueco luminoso de la puerta de la cocina. Se había puesto un delantal largo, de peto, y llevaba el tenedor y el cuchillo grandes de trinchar, uno en cada mano. El cabello, a contraluz, parecía una aureola. La aparición, entre cómica y bélica, era en todo caso esplendorosa.

─ ¡Sois unos zánganos y encima no me dejáis trabajar!

Lo único que vimos de sus ojos antes de que se volviese a la cocina fue un brillo iracundo; no sé si eran celos de Tina o celos de Atenea.

Luego, sorbiendo ya un aguardiente báltico y engañoso, me atreví a volver al asunto, en tono profesional.

─ Pero vamos a ver, mujer, ¿cómo traduces tú a Homero cuando habla de glaukopis Athene?
─ Es que no tiene traducción... No vamos a decir Atenea, la diosa de los ojos brillantes como los de una lechuza o como las olas.
─ Pero sí podemos decir ojos zarcos o garzos.
─ No, porque esas palabras se refieren al color y Homero estaba hablando de otra cosa. Las lechuzas y los búhos y los mochuelos suelen tener ojos amarillos y las mujeres y las diosas, no. Pero la lechuza es sabia y también, no lo olvides como si fueras un vulgar intelectual, es ave de presa y tan colérica como el mar.
─ Pues entonces traduzcamos por glaucos.
─ Tampoco se puede; suena fatal. Debe de ser un galicismo reciente. El caso es que hace pensar en una enfermedad o en Veinte mil leguas de viaje submarino o en una revista francesa de decoración describiendo un cuarto de baño. Los ingleses a veces lo traducen por flashing eyes, pero eso tampoco es solución, claro.
─ Así es que vuestra prima tiene un mote divino...
─ Tina en realidad copia a Elena desde niña en todo. No es fea, pero no puede compararse con mi hermana ─concluyó Miguel besándole la mano con un gesto galante y tierno.
Ella lo miró con una media sonrisa burlona y volvieron a brillarle los ojos, pero esta vez no era el brillo de quien entra en batalla sino de quien disfruta apacible de la victoria. Otro día yo acaso me hubiese sentido triste y excluido, pero esa noche todo era beatífico para mí. Había bebido bastante y por la ventana entraban hojas de acacia como moneditas de oro, trayendo la blanda humedad de un otoño prematuro. Me levanté.
─ Estaréis cansados. Os dejo tranquilos, pero sólo si me prometéis que iremos a la Sierra el Domingo para oler las primeras lluvias. Y sin los hospicianos.
─ Los niños por ahora se van a quedar sin excursiones, por culpa de los que tienen familia. Las madres de los niños abandonados aparecen de vez en cuando por el orfanato para hostigar a las monjas, y ahora las acusan de dejar a los churumbeles en manos de unos señoritos muy malos que los ponen a trabajar en sus latifundios y así vuelven las criaturas, destrozadas ─explicó Miguel encogiéndose de hombros─ Y además yo estaré de cuartel el Domingo.
Debió de verme cara de entierro, pues añadió:
─ Pero vosotros dos no dejéis de ir por mí.
─ No sé si tendré ganas ─dijo Elena.
Al instante se esfumaron de mi mente los vapores cálidos de la comida y del vino y la euforia tierna del reencuentro. La heroica estupidez de los veinte años me poseyó: la ocasión acaso única de pasar horas a solas con Elena, de abrirle mi corazón y escudriñar el suyo, de dar un vuelco a nuestras vidas o al menos de aclarar la mía, esa ocasión estaba ahí y perderla sería una cobardía ignominiosa.
─ Anímate, Elena. No vamos a desperdiciar la oportunidad de coger las primeras setas y traer un quintal de moras. Luego nos las comemos con Miguel y así premiamos su labor de centinela de Occidente.

Se dejó convencer, aunque a duras penas, y no porque mostrara oposición sino desgana, lo más humillante para un enamorado. Me volví a casa andando, algo mohíno pero firme en mis convicciones polémicas. El largo paseo por las calles desiertas, con las aceras pegajosas del fruto de las acacias, no hizo más que fortalecer mi decisión: había llegado el momento de la verdad, el equívoco no podía durar más. Y así, como siempre en la historia del género humano desde la Caída, el joven héroe tonto partía a la guerra de los sexos prefiriendo en su ceguera lo bélico a lo edénico.

El monte estaba glorioso, como corresponde a este rincón de Europa donde no existe la Primavera pero sí el Otoño, un Otoño largo y tibio, lleno de mañas como una mujer madura que sabe convertir su Octubre en un Mayo ideal y perfecto que ni siquiera ella conoció en su juventud. Ningún árbol tiene un esplendor primaveral comparable al incendio otoñal del chopo, los rosales silvestres lucen más el rojo escaramujo que la pálida rosa, la llama postrera del serbal de los cazadores es más osada que el más frenético brote abrileño. Y todo huele a gloria; la montaña en Otoño, calmado su ardor veraniego con las primeras lluvias, exhala una mezcla de olores satisfechos ─setas y hornos de picón─ como la Primavera exhibe una mezcla de colores nerviosos: amarillo piorno y violáceo cantueso.

Elena mostraba esa mañana un humor acorde con la naturaleza, yo no. Sonriente y algo pensativa, por una vez no se daba prisa al andar, mientras yo estaba inquieto y ansioso de llegar a la cumbre donde habíamos previsto el almuerzo. Pero ella insistió en seguir el camino más largo, que faldeaba por un rebollar muy extenso antes de subir a los pinares y luego a los pastos alpestres y los roquedales. Al cabo de un buen rato de recorrer aquel bosque húmedo y templado aspirando la pourriture noble sentí agobio físico y también miedo a que me flaquease el ánimo. Temí que mi decisión de sincerarme con Elena no resistiese a aquel paseo enervante y le propuse descansar en una de las eras de hacer picón que abundaban en ese monte.

─ ¿Descansar en un alfanje? ─me contestó con sorna.
─ ¿Cómo...?
─ Sí, estos quemaderos se llaman alfanjes, supongo que por su hechura. Siempre que me paro en ellos siento claustrofobia. Pero no importa, desembucha tus zozobras.
─ ¿Y por qué crees que estoy preocupado?
─ Pues ya se sabe, para una vieja el pecho de un niño es de cristal.
─ Ni tú eres vieja ni yo soy niño ni ninguno de los dos es Campoamor.
─ Tú sí tienes un ramalazo campoamoroso, pero es cierto que lo vas perdiendo. Estás madurando, Saturnino. En estos pocos meses he visto cómo perdías los mofletes y hasta el pulpejo de la mano y el de la oreja. Se conoce que tu atavismo de pastor es más fuerte que tu vida de cagatintas. O serán los tutes que te pegamos por montes y valles. El caso es que estás volviéndote enjuto. Y ya, cuando frunces el ceño como ahora, pareces casi feroz. Morenazo y feroz, como un bandolero corso ─concluyó con una mirada entre socarrona y de orgullo maternal.

Me quedé callado y me temo que me sonrojé un poco. No era así como yo había previsto el inicio de la conversación, recibiendo una andanada de piropos irónicos. Pero era verdad, y yo mismo lo había pensado esa mañana mientras me afeitaba, que me estaba ocurriendo lo mismo que a todos los montañeros: me estaba amojamando. Bueno, a casi todos los montañeros, porque Miguel y Elena eran excepciones notables. Sin que les sobrara un gramo de peso, tampoco estaban magros. Su piel no parecía resecarse con los vientos helados o ardientes ─en la montaña no hay término medio─ y ni siquiera el sol de Julio los tostaba más allá de un tono suave. Miré a Elena de reojo. Su rostro perfecto, sin una arruga, había pasado de la sonrisa a una expresión serena y un punto melancólica, como si supiese lo que le iba a decir y estuviese resignada a escucharlo, una vez más, de otro hombre, de otro mero hombre, simple y torpe.

Se levantó una brisa que jugó con su pelo, acariciándole la oreja con un mechón castaño claro. Durante un instante me sentí derrotado y amargo. ¿Por qué hasta el viento gozaba de más derechos que yo? Pero pronto me invadió ese peligroso optimismo propio del amor extremo. Aunque no consiguiese nada, mi situación tampoco iba a empeorar si le decía lo que sentía. Tragué saliva.

─ Elena, tú sabes que te quiero, ¿verdad?

Me miró fijamente, sin ninguna expresión en el rostro, pero su voz tenía el tono grave y afable que empleamos con los animales nerviosos como los caballos o los fox-terriers.

─ Claro. Tengo veinticinco años, no quince.
─ Y tú... ¿y tú me quieres a mí?
─ No. Mejor dicho, sí te quiero y me hace gracia tu alma cándida pero no tonta, y admiro tu integridad y tu hombría... pero no estoy enamorada de ti ni creo que vaya a estarlo, si es eso lo que quieres saber.

Confieso que sentí un cierto alivio, no por el fracaso, que me entristecía, sino porque al menos mi amor propio quedaba a salvo: yo había ido a derechas y a las claras, y si me había estrellado no era por mi culpa, era por culpa... ¿de quién? De ella, sin duda. Si notó desde el principio que me enamoraba, debió cortar a tiempo. Se lo dije, simulando frialdad en el reproche.

Ella me miró con asombro, y no era asombro fingido.

─¿Y por qué nos íbamos a privar ambos, o los tres, de una compañía agradable? Recuerda cómo nos reíamos de aquella señora rusa tan guapa que le había escrito a mi madre en plena Gran Guerra contándole que tenía que pedir el traslado como enfermera militar a un hospital de ciegos porque donde estaba, con los heridos normales, los pobres chicos se enamoraban todos de ella...
─ Pero yo me reía de su vanidad.
─ Pues yo no; era de verdad guapísima y nada presumida. A mí lo que me hacía reír era su puritanismo. Seguro que estaba demasiado influida por los popes de aldea, barbudos y primitivos. O mejor dicho, no bastante primitivos.
─ O sea que tú no ves nada malo en dejarte querer ─le repliqué, exasperado.
─ No, no me parece mal, siempre que yo devuelva el cariño. A mi manera, claro.
─ ¿Y cuál es tu manera de devolverme el cariño? ¿Reírte de mí?
─ No, reírme contigo. Reírme contigo y con Miguel y con ese roble que hay ahí y que tendrá varios siglos, reírnos todos juntos, aunque seamos pocos, de ese mundo atroz que nos acecha desde las llanuras, en Madrid y en Berlín y en Moscú, ese mundo que avanza y que acaso pronto termine destruyéndonos. ¿No comprendes que tenemos un pacto tácito de la risa contra el siglo XX?

Preferí no explicarle una vez más mi discrepancia con su hostilidad hacia lo moderno y lo utópico; ya sólo me importaban las tristes calabazas.

─ Total, que me ves como un firme aliado, algo amigo y nada amante.
─Muy amigo, Saturnino. Más de lo que tú crees. No tenemos muchos Miguel y yo, ¿sabes?
Nos quedamos callados, supongo que cada cual con su pena. Pero la suya no duró mucho, pues enseguida me señaló, con una sonrisa de felicidad absoluta, un corzo que se alejaba por la ladera de enfrente.
─ No hay nada más alegre que un jopo blanco de ésos paseándose por la espesura. Aunque sea señal de que el bicho está asustado... Bueno, vámonos que quiero llegar allí arriba para almorzar y tengo hambre.

Se irguió de un brinco y me tendió la mano. Se la di sentado, entre displicente y melancólico, creyendo que era un gesto de paz, pero ella me levantó de un fuerte tirón, me despeinó restregándome la cabeza y me plantó en la mejilla un beso ruidoso, de ama, llamándome tonto turdetano. Luego echó a correr, sendero arriba.

Dos horas después nos sentábamos a comer en una pradera, apoyados en un galayo de la misma cuerda de la sierra, despreciando la llanura en cuyo confín una niebla oportuna ocultaba Madrid. En la cumbre hacía frío y calor a la vez, el sol picaba pero el suelo estaba mojado, las flores cárdenas de los quitameriendas otoñales brillaban tanto como sus gemelas de la Primavera, los azafranes serranos, el vino tinto estaba rico con su sabor a la pez de la bota y yo ya había quemado en la subida parte de las toxinas segregadas por la frustración. Pero me quedaba una duda.

─¿Por qué me llamaste turdetano?
─ No sé, me sentiría romana.
─ Pero los romanos eran los modernos y los turdetanos los antiguos. ¿Y no quedamos en que tú eres la antigua?
─ ¡Qué sabrás tú de los romanos y de los antiguos!
─ Si sé poco es porque tú no quieres enseñarme.
─ Pues mira siempre a tu alrededor y comprenderás "the sadness of the seasons , the madness of the moons". Es todo lo mismo.

Miré al cielo y en efecto una luna loca y pálida se paseaba intentando reflejar el sol todavía fuerte de la tarde.

* * *



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