Marqués de Tamarón || Santiago de Mora Figueroa Marqués de Tamarón: diciembre 2016

miércoles, 21 de diciembre de 2016

Felices Pascuas y Próspero Año Nuevo

 
La Adoración de los Magos.
Maíno (1581-1649)
Museo del Prado

- Dígame, Rey Mago,
quién lo trajo aquí.
- De mi torre pina,
estrella que vi.
- Y a ti, pastorcillo,
¿quién te lo anunciaba?
- Por mis soledades,
Un Ángel pasaba...
Escribas cerraron
puertas y ventanas.
Huyen mercaderes
de visiones vanas.
Para calar pronto
si viene el Señor,
cuídate ser Mago
si no eres Pastor.

Eugenio d'Ors (1882-1954)

La Adoración de los Pastores.
Maíno (1581-1649)
Museo del Prado

miércoles, 14 de diciembre de 2016

Botones de muestra (XXXIII)


Prólogo a
  Vida y embajadas de Girolamo Farnese, Veneciano
Novela de José Antonio Martínez-Climent

     Todas las colecciones de clásicos cometen un error fatal. Ponen prólogos a los libros. Y los prólogos destripan el contenido de la obra, inevitablemente. Me refiero, claro está, a las novelas. Es sabido que la diferencia entre una tragedia griega y una novela policiaca – y todas las novelas son policiacas – es que la fuerza de la primera estriba en que el espectador se sobrecoge viendo acercarse el terrible desenlace, de sobra conocido por todos, y ahí se produce la catarsis. La fuerza de la segunda consiste en que no sabemos hasta el final quién es el asesino. Así es que el riesgo del destripe -hoy llamado spoiler por los exquisitos- tan sólo se evita escribiendo un epílogo en lugar del prólogo. Es trampa deleznable recurrir a cambiar de nombre el prólogo creyendo que con llamarlo prefacio o introducción todo vale. Y es imposibilidad editorial moderna escribir un epílogo; el último que logró el doblete fue Ortega en La rebelión de las masas con su Prólogo para franceses y su Epílogo para ingleses.

     Pues bien, Vida y embajadas de Girolamo Farnese, veneciano, tiene una trama, muy sólida y muy rica, tal vez resistente al destripe, pero no quiero privar al lector del pleno disfrute de esta insólita narración.

     No se trata de una utopía. Al contrario, la acción se ubica inequívocamente en Venecia, siempre presente aun cuando muchos episodios tengan lugar en el resto del mundo. Sí tiene mucho de ucronía. El punto en el que se apoya la trama es la subsistencia hasta nuestros días de la Serenísima República de Venecia. Decadente, venida a menos, “Venecia agoniza sin un Dux histérico de oro y poder que renueve el aire con sus comercios y sus dispendios”. Por eso la novela termina –y no destripo, se lo juro- con gallardía, así: “Somos embajadores del arte de morir entre el lujo y el esplendor que nos presta nuestra ciudad, que huele a pescado muerto y brilla con el fuego de mil láminas de pan de oro”.

     Pero aparte de esa espléndida reliquia histórica contrafactual, el resto de los escenarios en el tiempo y en el espacio donde transcurre la acción de Vida y embajadas... es el propio de los años presentes. No está colocado en un futuro de pesadilla sorprendente como el 1984 de George Orwell o el Mundo feliz de Aldous Huxley. Los lugares donde se desarrollan las peripecias –que son muchas y sabrosas- ilustran casi todos la atracción mutua entre la Europa brumosa y la Europa mediterránea donde “florece el limonero”. Esa Europa meridional, a menudo italiana, que Goethe ansiaba y Freud, el charlatán de Viena, que diría Nabokov, temía hasta el punto de sufrir de una fobia peculiar cada vez que llegaba al Paso del Brennero, se supone que debida a la aproximación a la Roma eterna.

     Esta novela, como la anterior del mismo autor, La tierra del grajo, presenta un mosaico deslumbrante de paisajes que van de lo arcádico a lo desértico, del sol de justicia a las negras nubes. Los describe con la precisión del biólogo que es y del poeta que también lleva dentro. Nada aviva tanto el ritmo narrativo como una descripción fuerte y cortante del paisaje, igual que nada amortigua la narración tanto como la pintura pobre y premiosa del escenario. José Antonio Martínez Climent claramente consigue lo primero y hace buena en su caso la opinión tan discutible de Unamuno cuando aseguraba que  el paisaje no tenía por qué figurar en las novelas más que si desempeñaba un papel tan relevante como el de cualquier personaje humano. En esta novela los paisajes tanto terrestres como marítimos, nocturnos, diurnos o crepusculares, urbanos o agrestes, están vivos. Son atractivos o inquietantes, hermosos y apacibles pero con espíritus escondidos no del todo tranquilos.

     Por esos páramos y huertas, salones y muelles, campos de batalla y alcobas (“a batallas de amor, campo de pluma”),  cancillerías y tabancos, deambulan y se afanan cientos de personajes, a veces burilados con cuatro trazos, otras con cuatro páginas y siempre con destreza. Esa muchedumbre compuesta de individuos con fuerte personalidad recuerda a veces las legiones variopintas de personajes de Cunqueiro. El propio autor cree que se trata de una fantasmagoría, y es posible que esa fuera su intención al poblar las páginas de tan numeroso elenco, pero en realidad creó una plétora de actores muy diversos y muy definidos. Tal vez el autor piensa que la obra que representan es fantasmagórica puesto que el mundo que a él –y por cierto también al lector- cautiva es un mundo agonizante aunque con los brillos de viejos esmaltes y pan de oro.

     En todo caso al releer Vida y embajadas de Girolamo Farnese, veneciano, me vino a la mente no sé por qué una duda sobre si le serían aplicables los versos de Oliver Goldsmith en su poema El viajero:

          How small, of all that human hearts endure,
          That part which laws or kings can cause or cure!

          “¡Cuán poco, de cuanto el humano corazón soporta,
          lo causan o curan leyes o reyes!”

     Puede que sí, pese a que desde la Revolución Francesa estas palabras escritas por Goldsmith 25 años antes, en 1764, dejaron de ser ciertas. Y desde luego tampoco respondieron en el siglo anterior a los feroces destrozos de la Guerra de los Treinta Años. Pero lo que llama la atención en la obra de Martínez Climent es que configura un mundo donde, pese a estar situado en la época cataclísmica del siglo XX, tienen más realidad la naturaleza y las pasiones humanas que las catástrofes históricas o sociales. Claro que incluso eso tiene una excepción fundamental: por debajo de la acción en esta novela y en la anterior se extiende el lago subterráneo de la añoranza triste de quien sabe que el mundo es cada día más feo, más mezquino y más hipócrita.

     La otra asociación sin mayor fundamento, puesto que aún no he tenido el gusto de conocer en persona a José Antonio Martínez Climent, es su talante literario y quizás humano tan parecido al de Robert Louis Stevenson. Compruebo que nuestro autor es, como Stevenson, un teller of tales, un contador de cuentos nato, capaz de cautivar a un corro de polinesios que no entendían el inglés pero apodaron a su ilustre huesped Tusitala, que en lengua samoana quiere decir precisamente eso, cuentacuentos. O, si eso nos parece poco, rapsoda. Por todo ello me perdonará José Antonio que haga algo impropio de un andaluz. Le aconsejo que disponga –eso sí, para dentro de medio siglo- su epitafio, calcado del que redactó Stevenson y está en su tumba en Samoa, donde murió en 1894:

          Here he lies where he longed to be
          Home is the sailor, home from sea
          And the hunter home from the hill.

          “Aquí yace donde ansiaba estar
          A casa volvió el navegante, volvió de la mar
          Y el cazador volvió del monte.”

     Y mientras tanto le pido que siga escribiendo sobre otras vidas y embajadas y glorias y miserias de un mundo donde se van apagando muchas luces, como ocurrió en la noche del 4 de Agosto de 1914, tal como observó desde la terraza de su Foreign Office el propio ministro británico, Sir Edward Grey. Era un liberal y perdió sus ilusiones al atardecer de ese día fatídico.

El Marqués de Tamarón













Vida y embajadas de Girolamo Farnese, veneciano
José Antonio Martínez-Climent
Editorial Verbum
Madrid, 2016

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Botones de Muestra XXX: La tierra del grajo