VII
Sigo sin entender todos los motivos de mi alivio. El más obvio era que ya había cumplido con mi obligación fatal de enamorado y las cosas estaban claras para los dos. Y sospecho que también para Miguel, que esa noche, cenando, propuso un brindis.
─ Por Rafael. Es un tenientillo joven, de Córdoba. Hoy se cayó del caballo y se dio un batacazo espectacular. El Sargento, que lo recogió del suelo medio inconsciente, me tranquilizó enseguida. "No se preocupe, mi Capitán, que el Teniente no tiene nada roto. Sólo está reventado por dentro". Le dimos un trago de coñac y el chico se empeñó en seguir montando. Ahora está en la enfermería. Mañana estará bien.
Levantamos las copas y bebimos los tres sin más comentarios.
Supongo que también me quitó un peso de encima y contribuyó a una nueva tranquilidad en mi ánimo el aceptar de manera definitiva la absoluta singularidad bicéfala de los hermanos. No eran idénticos, pero a mí me lo parecían desde la distancia psicológica, aumentada por la proximidad física. Usaban el mismo jabón y ella a veces se ponía camisas de él que le quedaban grandes y que en mi imaginación calenturienta le realzaban los pechos, cosa imposible, claro está, cuando su cuerpo se perdía entre los severos pliegues de color caqui. Pero todo eso dejó poco a poco de turbarme. Sentí cómo me abandonaba a un disfrute sin ansias y a una curiosidad candorosa. Desatendí mis ocupaciones políticas pero no el trabajo en el Monte de Piedad, que realizaba como un autómata apacible, pensando en otras cosas. Mi jefe hasta me felicitó por mi "renovado celo en el servicio"; supongo que fue porque por primera vez me veía sonreír con cara de idiota. En cambio sí me afané con toda mi alma en los estudios clásicos, que cada día cobraban más sentido para mí.
Cuando me surgía alguna duda ─en general exegética más que sintáctica─ acudía a Elena. Tenía el don de ir al grano, con una rara mezcla de sentido común y sentido histórico que Miguel, sorprendentemente en alguien que no había estudiado lenguas clásicas, compartía con ella. Debió de adquirir el latín y el griego por mímesis o por gracia pentecostal, como el resto de las lenguas que manejaba con soltura. Cuando preguntaba a los hermanos cuándo y dónde habían aprendido tal o cual idioma, siempre se sonreían y contestaban con los modestos versos:
El deleite en el oficio
al siniestro face diestro
Y era verdad que aparte de sus viajes al extranjero , que debían de favorecer su poliglotismo, mostraban un interés por las lenguas más variadas que quedaba atestiguado en sus estanterías llenas de clásicos y diccionarios. Faltaban, por contra, gramáticas, como si para ellos las estructuras fuesen innatas, en una especie de improbable e incoherente presagio de Chomsky avant la lettre. Por palabras sueltas, y sobre todo tras conocer años después a sus congéneres centroeuropeos ─con su alegre algarabía de francés con acento ruso, inglés con acento alemán y alemán con acento italiano─ deduzco ahora que Elena y Miguel habían ido más lejos: habían aprendido desde niños a pensar y no sólo a hablar como el guardabosques polaco o el piconero extremeño o el capellán tirolés, al igual que cuando imitaban el ulular del cárabo o el aullido del lobo se sentían fieras honorarias durante unos instantes.
Pero todo eso no son más que interpretaciones a toro pasado, que yo entonces tan sólo intuía. Lo que sí comprendí muy pronto es que con ellos no era conveniente ser pedante ni tampoco presumir de sentimientos líricos. De un manotazo desbarataban con ferocidad cualquier desliz juvenil por la pendiente de la jactancia erudita o, peor aún, de la exquisitez de sentimientos.
Llegué a pensar que me estaban sometiendo a otro juicio de Dios como aquella primera caminata, pero esta vez sería una ordalía prolongada y de índole moral más que física. Tuve varios tropezones, pero tampoco me importaron mucho porque en el fondo sabía que llevaban razón y que con ellos aprendía lo que no venía en los libros y sin embargo necesitaba conocer.
El primer pescozón lo recibí el mismo día en que estrenamos la moto con el sidecar. Estrenar es mucho decir pues la máquina era vetusta y asmática, pero a caballo regalado no hay que mirarle el diente y aquel vehículo incomodísimo era regalo de un compañero de Miguel que se había ido destinado a Villa Cisneros. Nos cambió la vida porque dejamos de depender de los horarios de los trenes y omnibuses, y además pudimos descubrir nuevos rincones en la Sierra de Ayllón , que caía muy de trasmano.
Esa mañana llegamos temprano, pues, a un valle perdido, espacioso y más bucólico que agreste, donde todavía unos jirones de niebla se pegaban a las praderas más cercanas al arroyo. Junto a la aldea había huertas, luego manzanares y, algo más arriba, un castañar. Después de andar unos kilómetros nos paramos a contemplar el paisaje sereno y rico. Con su disfraz otoñal de húmedos tonos verdosos, dorados y rojizos, y si no se miraban los duros riscos que lo rodeaban, el fondo del valle parecía tan blando, tan atlántico y comestible como un cacho de campiña normanda. Es la peculiar falacia patética de los valles de montaña. No resistí la tentación de exhibir mi último descubrimiento lírico y empecé a recitar Season of mists and mellow fruitfulness! Pensé que le agradaría a Elena, ya que esa oda al Otoño ─cuyo autor he olvidado, quizá por berrinche juvenil, aunque me sigue gustando el poema─ la había encontrado en un libro suyo, y había ensayado la pronunciación a solas durante un buen rato. Pero ya fuese porque mi tono le pareció declamatorio o porque estaba malhumorada, me interrumpió desabrida:
─ Pues yo, en cambio, estos comienzos de Otoño serrano los asocio con las cagarrutas violáceas.
─ ¿Cómo?
─ Como la que está donde te acabas de sentar. En esta época los zorros se hartan de moras y eso se nota en sus... deyecciones, si prefieres esa palabra. De todas formas así aprenderás a no sentarte en una piedra de una cuarta de alto sin mirar; los zorros las usan para marcar su territorio cagándose encima. Y en tierras más calientes los alacranes anidan debajo.
Me sacudí los fondillos con toda la dignidad que le puede quedar a uno en un caso así, mientras buscaba palabras para reprochar a Elena su exabrupto sin que se notase que me había lastimado. Pero se me adelantó Miguel:
─ Oye, niña, ¿qué mosca te ha picado? Ni que todo eso a nuestro alrededor fuese un tapiz de verdure hecho por ti y nadie pudiese opinar más que tú.
─ No, el monte no es mío, pero menos todavía es de los poetas románticos, y no digamos de los modernos que no han salido del Café Pombo. La naturaleza es bravía y cruel, o, si quieres más citas para aprender inglés, "red in tooth and claw". Esa arboleda idílica de ahí abajo no es más que un campo de batalla donde cada árbol lucha por el agua, la luz y la tierra contra todos los demás y, si puede, mata al vecino. Aquella cochina jabalí que vimos seguida de tres rayones de líneas tan decorativas andaría buscando alguna cría de corzo recién nacida y dejada sola un momento por su madre, y ¿sabes para qué? Para comerse al tierno corcino encamado. Los cochinos jabalíes son omnívoros, como nosotros, y serían igual de abyectos que los hombres si hubiesen leído a Juan Ramón Jiménez. La dignidad de la naturaleza está implícita en su propio nombre: es natural, no almibarada. Todo lo que no sea aceptar esa sustancia áspera equivale a acaramelar lo montuno. Eso se llama antropomorfismo y a mí me joroba...
─ Pero si tú misma me hablabas la semana pasada del jopo alegre del corzo... ¿Y eso no es antropomorfismo? ─la interrumpí triunfante.
─ No, porque en el monte sí hay alegría, como hay dolor y ternura y coraje. Aquel corzo estaría alegre porque acababa de cubrir a una hembra y de comerse los primeros hayucos de la montanera, y estaría inquieto por olores o ruidos extraños. En el monte lo que no hay es cursilería humana.
Miguel se echó a reír con su risa honda y clara como una laguna de montaña y atrajo a Elena por el talle.
─ ¡Ay, hermanita, qué artera eres porfiando! Todo menos admitir que tienes una pizca de humanidad...
Elena lo miró con ojos serios y pareció pensativa al desgranar la contestación.
─ Es que no sé si me siento muy humana... O si me convendría sentirme así... En fin ─añadió dirigiéndose a mí en tono más afable─ perdóname si he estado áspera.
─ Más que un bocadillo de bellotas. Pero te perdono.
Creo que cuando miró a su hermano los ojos eran verdosos y azulados cuando me miró a mí.
* * *
Cada vez me gusta e intriga más esta original novela de Tamarón. Tanto, que he dudado entre seguir la entrega periódica de capítulos, como un folletín del XIX, o comprar el libro. Esta pugna de sentimientos -terminar pronto el libro o dosificar su lectura para prolongar el placer- me asalta con muy pocas novelas. (Lo mismo le ocurre, si al marqués no enoja la comparación, a mi perrita cuando le doy un bocado exquisito para su paladar perruno). La comparación con los folletines la hago, claro está, nada más que por su periódica entrega. ¿Qué han encontrado tan singulares hermanos en Saturnino?
ResponderEliminarLos dos hermanos son dioses, y Saturnino, aunque avispado, no pasa de ser humano. Por eso los hermanos viven en un mundo en el que no rigen las "mores de Saturnino quien, por mucho que los admire, está condenado de antemano a que le den calabazas.
ResponderEliminarSe preguntaba el autor de dónde le sonaban los versos "El deleite en el oficio / al siniestro faze diestro": si alguien tiene curiosidad, el pasaje está en la estrofa sexta de las "Coplas que fizo el Marqués de Santillana a D. Alfonso, Rey de Portugal". Yo lo he encontrado con el Google. Y con este anticlímax se despide,
ResponderEliminarPablo Pérez d'Ors
Agradezco sinceramente a Don Pablo Pérez d´Ors su comentario y su información. No es ningún anticlímax, como él dice, sino más bien un preclímax, pues el autor de la novela se pregunta de quién son los versos, pero no lo hace en el capítulo VII sino en el apéndice, al que falta un buen trecho para llegar. Y por cierto que al poco de aparecer publicado “El Rompimiento de Gloria”, en 2003, recibí una amable carta de mi amigo Jaime Olmedo, revelándome la autoría del Marqués de Santillana. Así es que también adelanto con retraso mi agradecimiento a Jaime Olmedo.
ResponderEliminarY aprovecho para reiterar cuánto lamento haber escrito esta novela entera sin el valiosísimo recurso de los buscadores de internet. “Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad”.
Si se legislara en el Parlamento (Nacional o Autonómico) con sensatez, se acababan los incendios. Simplemente con que nadie pudiera construir por ley en la tierra calcinada y se contemplara únicamente su reforestación. Aunque tardaran 50 años en crecer los árboles y plantas que antes del fuego allí hubiese, prohibido especular con ese suelo. A veces, acsi siempre, el dinero y la prisa son enemigos del bien común.
ResponderEliminarFernando Ortiz