A punto ya de consumarse la tragedia histórica de la desaparición de la vieja mitología clásica con la implantación del cristianismo —fin de una serena concepción cíclica del tiempo histórico y orto de las angustias semíticas, cristianas o marxistas del tiempo lineal, del Alfa al Omega— se oyeron voces en los mares griegos gritando: «¡El gran dios Pan ha muerto!». Quizá por eso nuestros terrores sean ahora sórdidos (el sida, la bomba atómica, el cáncer) y no pánicos (el rumor inquietante del viento en las encinas, el brillo maligno de la luna en el arroyo, el olor montuno del rapto y de la muerte al aire libre). Todo ello es triste e irreparable, pero al menos Pan tuvo sus exequias nobles: el grito de desgarro que cuenta Plutarco.
No así la lengua castellana. Desde Forner nadie se ha molestado en oficiar un digno funeral por nuestra lengua, acaso porque las exequias habrían de llevar aneja una denuncia de los «traductores hambrientos y charlatanes ambiciosos», autores, según Forner, del asesinato, y ya nos advertía el propio polemista extremeño que «las escuadras de la ignorancia han sido siempre invencibles». Pero es que no ha habido ni una mala esquela por la muerte de algunos de nuestros vocablos o construcciones idiomáticas. No faltan, eso sí, lamentos fúnebres por la desaparición del usted. Mas, ¿quién nos ha avisado, por ejemplo, del óbito del uno? No, no queremos insinuar que el Uno y Trino haya seguido el camino del dios Pan. Nos referimos al pronombre indeterminado que tan útil resultaba para describir, con un verbo en tercera persona, una acción de sujeto indefinido. Hasta hace poco lo habitual era decir «siempre está uno jorobado». Ahora se dice «siempre estás jorobado», fórmula que se nos antoja alarmante para el que la escucha. ¿Seré yo el único jorobado?, se pregunta el interlocutor mirando de reojo a sus espaldas. Y, claro, no es así. Jorobados estamos todos.
Por eso es mejor usar la primera persona del plural («estamos jorobados») o el discreto y delicado pronombre uno. Con diversos matices subsisten fórmulas parecidas en inglés, francés o alemán. En francés el on —que no equivale con exactitud a uno, ni a se, ni a nosotros— es un delirio exquisito de ambigüedad. Los franceses sin el on no podrían ni escribir la Historia de la Humanidad, es decir, la de Francia. Sabida es la adivinanza: «Qui a fait la Révolution?» «On a fait la Révolution».
Además, el uno tiene la ventaja de no implicar tuteo ni usteo. Pero de moribundo que está, aun los que se resisten al tuteo se olvidan de acudir a remedio en ocasiones tan sencillo. Se leen frases paradójicas como «es que ya te tutean hasta para multarte» (Moncho González, La Vanguardia, 22-9-85), o «ya todo el mundo se atreve a hablarte de tú» (Antonio Burgos, ABC, 15-8-85). Si al escritor no le gusta que lo tuteen, ¿por qué tutea al lector? ¿Por qué no dice «lo tutean a usted» o «lo tutean a uno»? Claro que en las frases citadas puede que hubiese intención irónica. O no.
El caso es que el uso del uno apenas subsiste, y sólo en el pueblo llano. Nuestras supuestas minorías rectoras prefieren el tú agresivo. Sería vano esperar de ellas otra cosa cuando no saben ni hablarse en las Cortes ni dirigirse a su Soberano. En el Congreso se tratan de Vuestra Señoría, por más que don Gregorio Peces-Barba les explique que, según la costumbre, todo orador se dirige al presidente, por lo que habla de otro diputado, nunca a otro diputado, y debe decir Su Señoría. Al Rey, en cambio, hablan con un cómico Su Majestad, en lugar de Vuestra Majestad, y ni se les ocurre que el vocativo correcto es Señor y no Majestad. Los franceses suelen cumplir con la gramática y con el protocolo, porque se saben de memoria las palabras del cordero al lobo en la fábula de La Fontaine: «Sire, que Votre Majesté ne se mette pas en colère...». En España sólo los artilleros suelen estar al abrigo de aquel error sintáctico, y ello por un curioso motivo histórico: que la tradición inmemorial en su Arma es contestar Señor al superior, como en el Ejército británico, y no «mi coronel» o el grado de que se trate.
En fin, tout lasse, tout passe. Desde Pan hasta el uno. Y sin que suenen voces de muerte, ni siquiera cerca del Guadalquivir.
(Este artículo se publicó en el ABC del 16 de Noviembre de 1985)
Si alguien quiere estudiar en serio este serio asunto, le aconsejo Novedades sobre la segunda persona y la expresión «impersonal», de don Emilio Lorenzo, documentado y ameno trabajo que por desgracia yo desconocía al escribir el anterior artículo.
(Tanto el artículo como la nota fueron publicados en El Guirigay Nacional (1988) y en El Guirigay Nacional, ensayos sobre el habla de hoy (2005))
Bibliografía de El Guirigay Nacional. Ensayos sobre el habla de hoy
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008
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Don Santiago:
ResponderEliminar¿Y qué nos dice de la muerte del imperativo? A continuación la "perla" recibida de un directivo hace unos días: "Es muy importante que cada uno publiquemos en las webs lo que nos corresponda. Por favor hacer una prueba y los que tengáis problemas mandarme un correo y decirme si podéis o no, para informar a...".
Un saludo,
Carla
Querido Tamarón: en la frase que generosamente cita V.E., me dirigía a mì mismo. Yo todavía no me hablo de usted a mì mismo. Pero al paso que vamos, que el usted será tan arcaico como el vuesa merced, estoy pensando seriamente en hacerlo. -ANTONIO BURGOS
ResponderEliminarUn gran utilizador del "uno" era Pío Baroja, que lo usa constantemente en sus libros. Creo que si yo lo uso de vez en cuando, al escribir, se debe a la lectura de don Pío, al que uno tiene enorme devoción.
ResponderEliminarQuerido Antonio Burgos, he de reconocer que tienes razón. Hace un cuarto de siglo en ese artículo mío caí en la ironía sin sentido del humor. Sobraban dos palabras: “o no”. Espero que aceptes este tardío reconocimiento de error. Reciba vuesa merced un abrazo de Santiago
ResponderEliminarYo recordaba el dicho francés así: "tout lasse, tout passe, tout casse" (todo cansa, todo pasa, todo se rompe). Y es verdad.
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