Trampantojos
De la cultura contemporánea podría decirse aquello de «tiene mucho de original y mucho de bueno, pero por desgracia lo original no es bueno y lo bueno no es original», como parece que contestó Bernard Shaw al recibir un manuscrito de cierto autor novel. Lo verdaderamente original del arte moderno —los chafarrinones de Miró, las cacofonías de Xenakis, la poesía tipográfica o la fabada con kiwi— pudo escandalizar en su día; hoy aburre. Se comprende, pues, que hasta la crema de la inteleztualidad empiece a estar de vuelta de muchas «muestras de insobornable contemporaneidad» y comience a descubrir mediterráneos como la novela bien hecha, el soneto perfecto o el clave bien templado, cosas todas no por tradicionales menos hermosas.
Pero no me ocupo aquí de filosofías sino de palabras, y quisiera referirme al renacimiento de un género que tiene mucho de juego de palabras, y mucho también de admiración por las formas estéticas pasadas: el pastiche. Discúlpeseme el italo-galicismo, pero ni parodia («imitación burlesca»), ni remedo ni contrahechura transmiten el sentimiento de afectuosa ironía que impregna el pastiche. El buen pastiche presupone aprecio del autor imitado, nace de la guasa y exige gran destreza estilística. Por esto último y porque nuestra época ha perdido muchos saberes artesanales, veo difícil que el nuevo interés por este género haga que se escriban obras maestras del remedo literario. Es más fácil que Woody Allen siga filmando tiernas parodias de sus cineastas favoritos. Hacer lo mismo con Góngora o Quevedo, por más que algunos lo intenten, requiere una técnica que ya no tenemos.
Técnica —¿y oído?— que hasta hace poco cualquier persona culta poseía. Hizo el azar caer en mis manos últimamente un par de obritas sin pretensiones, simples juguetes de sus respectivos autores, diplomáticos ambos metidos a escritores. Me maravilló el virtuosismo de estos dos aficionados, uno español y otro inglés, nacidos hace poco más de un siglo. Dudo que subsistan hoy parodistas tan capaces. Al uno, Manuel Aguirre de Cárcer (1882-1969), tenía yo por hombre adusto y aun hosco, quizá porque una vez en París pregunté el motivo de que mi mesa de trabajo tuviese una pata deteriorada y me explicaron cómo la había roído hacia 1947 un perro feroz que don Manuel tenía para ahuyentar a los importunos. Sin embargo resulta de la lectura de su obra En el estilo de... que Aguirre de Cárcer no era en la parodia mordaz como su dogo sino dado más bien a la suave ironía. «¿Cómo podría ser otra cosa —escribe— si casi todos los parodiados son objeto de mi más fervoroso culto?» Y, en efecto, tan no son caricaturas crueles estos remedos estilísticos, que más de un moderno licenciado en Filología tomaría por auténtico Valle-Inclán (en fase hispanoamericana) el relato titulado El último argumento, y quizá no falten jóvenes historiadores que picarían con el Porqué no formé gobierno en diciembre de 1922, supuestamente de Natalio Rivas (cierto que en la lista del nonato gobierno figura Mazzantini como ministro de Estado, pero los jóvenes historiadores no suelen haber oído hablar de ese torero, ni de casi ninguna otra cosa).
El otro diplomático parodista —¿será que a fuerza de adaptarse a distintos países y gobiernos propios y ajenos el diplomático se vuelve siempre parodista?— es Maurice Baring (1874-1945). Conocido por sus novelas, pocos saben de su gusto por los pastiches en diversos idiomas. Era un notable políglota, y su primer libro no lo escribió en inglés, sino en francés: Hildesheim, quatre pastiches. Después, siendo oficial de aviación durante la primera guerra mundial, se entretuvo en escribir unas falsas Traducciones encontradas en un álbum, y las publicó sin precisar de qué lengua habían sido vertidas al inglés. Todo ello lo hizo con tanto aire de erudición que confundió a muchos. Se encaprichó con la broma y decidió complicarla más todavía. Pidió a varios amigos que elaborasen los supuestos originales de las «traducciones». André Maurois redactó los textos franceses, Monseñor Knox los griegos y latinos, el Príncipe Mirsky los rusos, el Vizconde de Mamblas (otro diplomático español) los castellanos, etcétera. Y por fin lo publicó todo junto: Translations ancient and modern, with originals. Son una delicia. Pero da cierta pena pensar que tal divertimiento sería hoy ya imposible. Por primera vez en quinientos años ese juego queda fuera del alcance de cierta clase de europeos educados.
Quizá, a la postre, no sea sólo juego esa pericia en vestir los conceptos con estilos o idiomas ajenos. El propio Baring, insomne en su lecho de muerte, encontraba consuelo rezando el Padrenuestro con la vieja amiga que lo acompañaba. Lo rezaba en inglés, y en latín, y en francés, y... hallaba alivio sintiendo al Uno bajo la diversidad. Deshacía el trabajo de los albañiles de Babel.
* * *
Poco antes de escribir estos «Trampantojos» había enviado yo una fotocopia de las Translations, de Maurice Baring, a mi amigo, compañero y notable humanista don Miguel Ángel Ochoa Brun. Del maridaje entre su erudición y el azar he aquí el fruto inopinado:
Madrid, 25 de agosto de 1987
Ilmo. Sr. Marqués de Tamarón.
Querido Santiago:
Dediqué buena parte de mis ocios en estos días a leer con fruición las «Translations», de Maurice Baring, que tuviste la bondad y el buen tino de hacerme llegar para entretener mi veraneo. Comparto tus ideas acerca del laudable ingenio de su autor. También comparto la poca estima que te merecen algunas de las «retraducciones» o supuestos originales. Si bien las hay que me parecen muy buenas o excelentes (las latinas y griegas, casi exclusivamente), las demás no así. Sobre todo porque (salvo las dichas) no parecen haber entendido sus autores que se trataba no de «retraducir», sino de «simular un original» que es cosa bien distinta.
Sin duda, la obra de nuestro compatriota el Vizconde de Mamblas. es particularmente endeble y desmañada; leí con atención sus pobres productos y precisamente ello me llevó a una serie de curiosos eventos, de los que quiero darte cuenta.
Recorriendo algunas librerías de lance (ocupación siempre grata y a menudo provechosa) encontré un pequeño y desvencijado volumen de poesías, una antología de poemas españoles del siglo XIX. Entre ellos —¡mira tú por dónde!— hallé uno que era ni más ni menos que el verdadero original del número XII de Baring:
With a tinkling of bells the cattle are coming home.
In the village street the herd has raised a cloud of
dust, and the sunset gilds it with glory, and no
sacrificial procession in honour of Phoebus Apollo
himself, was ever more glorious than these cows
walking in a golden dust.
El autor del poema español es el poeta romántico Miguel Lobo de Lamadrid. La semejanza de los textos es tal que verdaderamente no puede ser tenido sino por el auténtico original; juzga tú mismo; dice así:
«Al son de sus esquilas, el ganado
se recoge. Su paso
por mitad de la aldea ha levantado
una nube de polvo, que el ocaso,
con las postreras glorias del Poniente,
tomó resplandeciente.
Otro cortejo con mayor decoro
no caminó propicio,
de Febo Apolo al cruento sacrificio,
en el aire que el sol hizo de oro.»
Pero, como si fuese dado proseguir más atrás, a modo de una de esas genealogías disparatadas que a ti y a mí nos gustan, aparece al pie una nota según la cual el poemita de Lobo de Lamadrid es a su vez una imitación de unos versos sáfico-adónicos de un poeta del XVIII, anónimo según parece, que igualmente se transcriben. Son éstos:
«El tintineo del cencerro avisa
desde los montes, al ceder el día,
que ya el ganado, de pastar cansado,
lento retorna.
Y cuando pisa de la aldea el suelo,
polvo levanta en agitada nube
que al punto el sol, desde el ocaso tardo,
pinta de oro.
Nunca un cortejo de inmolandas víctimas
a Febo Apolo encaminó sus pasos,
en las testuces ostentando altivas
nimbo dorado.»
Me dejó perplejo el hallazgo y no menos sus resonancias clásicas, pastoriles y mitológicas. Martiricé mi memoria y busqué entre mis libros. Y he aquí que encuentro otro más remoto precedente, en un largo y harto farragoso poema titulado «Boum fidelitas», escrito por un humanista del Renacimiento (italiano o español, no lo sé) llamado Angelus Brunus. El poema, escrito probablemente en Nápoles, está dedicado o a Alfonso el Magnánimo o a su nieto Alfonso II: «Alphonse, optime regum, invictissime princeps», reza la dedicatoria. Hacia la mitad, encontré unos hexámetros que contienen, ni más ni menos, que lo esencial del poema de Baring. Helos aquí:
«Solis ad occasum, cum frigidiora relinquunt
alta culmina (temperat aera vesper cunctaque tacent)
lenta armenta per iter arenam turbine movent;
pulvere cum commoto lux serotina ludit.
Nulla boum tam lucida sacrificanda caterva
splendidiore incessu Phoebi Apollinis unquam,
aura lumine deaurata processit in aram.»
¿Qué te parece todo esto? Maurice Baring tradujo evidentemente el poema de Lobo de Lamadrid; éste a su vez recogió el anónimo ilustrado, añadiendo la imagen «por mitad de la aldea» (que Baring traduce por «street») pero abandonando otras, no desafortunadas, como el descenso «desde los montes» o la lentitud del retomo de las reses. El poeta dieciochesco, a su vez, había tomado del texto latino la idea de los montes («alta culmina») y de la reposada marcha del rebaño («lenta armenta», donde el humanista quiso —me figuro— recalcar fonéticamente la idea del despacioso y acompasado andar de los bueyes). Y añadió, como cosa propia, el sonido de los cencerros; el modelo latino había preferido el silencio («cuncta tacent»). Y todos mencionaron a Febo Apolo, precisamente así en esa doble denominación, cara a los clásicos, ya desde Homero.
Complacido como estaba por estas lecturas, me vino, claro está, a la mente el inevitable eco virgiliano. Ningún poeta renacentista estuvo ausente de la imitación (viniese o no a cuento) de los modelos de la Antigüedad. Precisamente conservarlos —«parta tueri»— fue una de sus tareas y el principal de sus méritos. Angelus Brunus no era una excepción. En estos pocos versos suyos hay ya un evidente calco de Virgilio, que a su vez escribió:
«Solis ad occasum, cum frigidus aëra vesper
temperat...»
(Geor. III)
He aquí como se cierra el curioso recorrido; los poetas se copian, se repiten o se dan a la inocente burla del ocio intelectual. En la corta biografía que precede a la edición de sus obras, se cuenta de Angelus Brunus que solía decir a sus amigos: «date iocos». Tal vez en esa frase (a su vez evocadora de famosos y melancólicos versos del Emperador Adriano) esté la clave de todo. Por ella se me hace simpático ese poeta renacentista, frívolo y erudito, imitador de Virgilio y adulador de Reyes.
Acepta un gran abrazo de tu siempre admirador y amigo
Miguel Ángel
Releyendo esta carta me pregunto si no erraría yo al afirmar que ya no quedan egregios bromistas cultos. Ochoa (lobo en vascuence), Lobo de Lamadrid, Brun, Angelus Brunus... Tal vez mi amigo sea el último de la larga serie de diplomáticos con buen oído. En cualquier caso —insólito azar o prodigio de la destreza literaria— se agradece carta tan portentosa, y más solis ad occasum.
(Este artículo se publicó en el ABC del 7 de Noviembre de 1987, y fue recogido en los libros El Guirigay Nacional (1988) y El Guirigay Nacional. Ensayos sobre el habla de hoy (2005))
Bibliografía de El Guirigay Nacional. Ensayos sobre el habla de hoy
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008
Fantástico artículo.
ResponderEliminarDe un lobo a otro.