Al español le va la marcha, al menos en el terreno de la hipérbole. Si no le golpean con fuerza la imaginación no reacciona. Cuando un inglés quiere decir que algo le resulta incomprensible, asegura it’s all Greek to me. Un francés va más lejos y dice c’est de l’hébreu pour moi. Pero un español, sin duda convencido de que el griego o el hebreo parecerían lenguas sencillas a su interlocutor, se ve en la obligación de afirmar para mí es chino.
Bien es verdad que la búsqueda de superlativos nuevos y cada vez más desaforados es fenómeno común a todas las lenguas. La noción de lo óptimo, por tomar un ejemplo, despierta en los franceses una insospechada vena surrealista y llegan a decir en argot de algo muy bueno que es vachement chouette (vacamente lechuza). Los ingleses se lo toman a la tremenda y dicen que es terrific (terrorífico). Son, sin embargo, los españoles los que más truculencia, pansexualismo y blasfemias —más imaginación pervertida, en suma— derrochan en los sinónimos de óptimo: brutal, bestial, cojonudo, de puta madre, la leche, la hostia. Aun sin caer en la grosería hay en el castellano popular mil maneras pintorescas de decir de alguien o algo que es excelente: fuera de serie (hace treinta años estaba en boga como sustantivo y en el sentido de superdotado; solía aplicarse a los empollones que sacaban más de una oposición, aunque después no hicieran otra cosa que vegetar), de película o de cine, chulísimo, guay o moloncio. Este adjetivo —como su verbo de origen, molar— es el último grito entre los jóvenes. Sus bisabuelos introdujeron as, probablemente por influjo del nombre dado a los grandes pilotos de la primera guerra mundial. De la misma época, aunque no estamos seguros, debe de ser el ya desusado superferolítico, que empezó siendo un tanto peyorativo (significaba delicado o fino en exceso) y terminó en alabanza.
Este proceso de exageración creciente en el encomio encierra una doble paradoja. En primer lugar que cuanto más extremoso y estrafalario sea el neologismo menos dura. Extraordinario lleva vigente cinco siglos, fetén se usó unos años. Por la ley del rendimiento decreciente la desmesura progresiva tiende a cansar. Y al ser cada vez más difícil superar la enormidad de moda aparece el Síndrome de la Hipérbole Inalcanzable Totalmente (SHIT). Algunos jóvenes de hoy, los más modernos, recurren —presas del SHIT— a la hipérbole moderada, y valga la contradicción. Califican cuanto los asombra de demasiado (demasié en cheli), grande, importante o total.
La segunda paradoja es que una lengua tan rica en términos de encomio pertenezca a un pueblo tan reacio a reconocer la excelencia. «Yo he observado en muchos españoles cierto desvío enojado a reconocer distancias infinitas entre unos hombres y otros de sabios, de héroes, de poetas», apuntó Ortega y Gasset. Don José apreciaba mucho a los egregios (una de sus palabras predilectas) y sufría con «esa manera celtíbera de sentir la democracia como nivelación universal». ¿Qué hubiera pensado de la nueva moda de usar elitista como insulto? Si elitista es quien aspira a la perfección en sí mismo y en los que lo rodean, ¿qué hay de malo en ello? El término empieza a emplearse como reproche en todo lo relacionado con la educación. Será que los que lo usan no desean, cuando acuden al dentista o a un restaurante, que los responsables de la faena hayan pasado respectivamente por escuelas de odontología y de cocina muy elitistas. Pero suena a recriminación hipócrita y en cierto modo recuerda a la que espeta un historiador marxista a otro que no lo sea, cuando éste alega hechos fehacientes que no convienen a aquél: «Ha caído usted en el objetivismo burgués».
Claro es que la culpa de estos embrollos dialécticos —mezcla de Kafka y Jardiel Poncela— la tienen quienes, acoquinados, no se atreven a contestar: «Sí, señor. Soy un elitista y he caído en el objetivismo burgués. Pero no he caído, como usted, en el SHIT».
«Das kommt mir Spanisch vor (eso se me antoja español) dicen los alemanes cuando algo les parece extraño, incomprensible o incluso sospechoso», me escribe doña Erika Holweg a propósito del primer párrafo de este artículo. Lo completa, creo, y hace pensar que los alemanes no sufren del SHIT, al menos cuando usan comparaciones tan realistas.
(Este artículo apareción en el ABC del 19 de Abril de 1986 y fue recogido en los libros El Guirigay Nacional (1988) y El Guirigay Nacional. Ensayos sobre el habla de hoy (2005))
Bibliografía de El Guirigay Nacional. Ensayos sobre el habla de hoy
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008
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Desde mi perspectiva aún juvenil he de señalar que los jóvenes de hoy hemos añadido al elenco del SHIT estas expresiones: qué fuerte y flipas entre otras (esta última es necesario acompañarla de unos ojos desorbitados y un tono pausado y monótono, lo que aporta dramatismo y contraste).
ResponderEliminarEl SHIT se renueva, caballeros.
Viene muy a la mano de esta entrada la expresión que utiliza Sancho en el episodio del caballero del bosque o de los espejos. Al probar el vino que le ofrece el escudero del caballero exclama (si no recuerdo mal): ¡¡Oh hideputa, bellaco, y que católico es!!
ResponderEliminarEsto da pie a un comentario sobre la utilización de expresiones tan recias como alabanza, de manera que Sancho quede tranquilo por haberlas utilizado antes el escudero respecto de Sanchica su hija...