Hubo un tiempo en que cavilé mucho sobre las diferencias entre el hedonista, el sibarita y el epicúreo. La verdad es que hoy los tres términos se emplean casi como sinónimos para definir a quien en la vida busca ante todo el placer. A duras penas encuentra uno, rastreando en diccionarios, leves distingos semánticos. Tal vez hedonista sea término más general, acaso sibarita evoque una idea de lujo, quizá epicúreo insinúe mayor refinamiento. Puede que al glotón de cocido convenga llamarlo hedonista, al obseso de caviar sibarita y epicúreo al aficionado a la sopita de verduras de exquisito condimento. En todo caso los matices se afianzan acudiendo a la etimología: hedonismo viene de hedoné (placer en griego), sibarita era el habitante de la antigua Síbaris, ciudad de la Magna Grecia reputada por su lujo y regalo, y epicúreo es el discípulo de Epicuro, filósofo ateniense del siglo III antes de Cristo, partidario del placer como bien supremo pero tan enemigo de la voluptuosidad que su ideal, dice don Julián Marías, «es de un gran ascetismo y, en sus rasgos profundos, coincide con el estoico».
No se le ocultará al astuto lector que cuanto antecede tenía un interés meramente académico. El hedonismo siempre estuvo mal visto en España y reservado a minorías hipócritas y felices. Los curas lo fustigaban, los políticos conservadores clamaban contra su efecto debilitante de las recias virtudes patrias, los ideólogos progresistas lo tachaban de egoísmo reaccionario. El propio pueblo español, ricos como pobres, deseaba en el fondo de su alma mesetaria el poder y el dinero más per se que como fuente de deleites. La douceur de vivre francesa es malamente traducible al castellano; confortable es anglicismo cursi que hubo de importarse violentando el sentido originario del viejo confortar, verbo que ya usaba Berceo. Y todavía no están lejos los tiempos en que algunos entusiastas deseosos de ir «por el Imperio hacia Dios» idearon aquella severa pintada advirtiendo que a los pueblos que se abandonan a la molicie los arrastra el torrente de la Historia. Cuenta mi amigo volteriano de derechas don Joaquín Pérez Villanueva que cada vez que se encontraba con Ridruejo, por entonces jerarca de la Falange, le decía: «Hombre, Dionisio, avisa a tus muchachos que miren bien antes de escribir esas cosas. El otro día pasé por Gumiel de Izán y vi a unas viejas de negro tomando el último rayo de sol invernizo al socaire de una pared de adobe, justo debajo del letrero contra la molicie.»
Hay que reconocer que todo esto está cambiando, por la izquierda y por la derecha. Tanto los que antes cantaban a la «famélica legión» como los que ensalzaban la escurialense austeridad empiezan a mostrarse proclives a los más enervantes placeres. Ni curas ni políticos se atreven ya a predicar la mortificación. Los medios de comunicación exhortan al hedonismo. Un marxista lo llamaría mensaje subliminal del capitalismo consumista, pero es probable que ese mismo marxista se haya apuntado a uno de esos nuevos clubes de enólogos que por un ojo de la cara venden surtidos de vinos mediocres, o frecuente una boutique del pan. La calidad de vida está de moda, y no sólo por motivos racionales, sino porque toda moda tiende a ser en sí un imperativo categórico, acelerado por la cursilería y frenado por la hipocresía.
Prueba de esto último es que El País, siempre fiel sismógrafo de estos movimientos telúricos, anuncia (12-2-87) el regreso triunfante de «los otros lenguajes». Se refiere al juego de los abanicos y de los pañuelos, al significado simbólico y social de perfumes y flores. Incluso alude a peinados y lunares pintados como signos insinuantes. Se olvidan del periclitado lenguaje burgués de los dobleces en tarjetas de visita, del lenguaje noble de la heráldica, del lenguaje arcano —y costoso— de las piedras preciosas. Pero ya los descubrirán y los pondrán de moda. Los bárbaros siempre terminan descubriendo mediterráneos. Por de pronto ya sabemos que «García Márquez deja gran parte de sus ingresos por derechos de autor para sufragar uno de sus caprichos más conocidos», pues para escribir «necesita tener sobre la mesa flores amarillas», a ser posible rosas. Parece más propio de un D’Annunzio que de un paladín de Fidel Castro, pero los bárbaros también siempre terminan contagiándose de los decadentes que suplantan.
Al final todo este nuevo hedonismo debe ir, como los anteriores, acompañado de una cierta hipocresía. «Defender hoy el cocido es tomar una posición progresista, democrática y hasta radical», asegura don José Esteban, citado por Las Artes-Crónica 3 (febrero 1987). Nuestros antepasados lejanos se atracaban de cocido porque les gustaba, como la gente de hoy, pero con otra excusa: que así demostraban ser cristianos viejos, sin miedo al tabú judío y musulmán del cerdo. Eran tan hipócritas como los progres modernos. Quizá es que para disfrutar a fondo haya que ser hipócrita.
(Este artículo se publicó en el ABC del 14 de Marzo de 1987, y fue recogido en los libros El Guirigay Nacional (1988) y El Guirigay Nacional. Ensayos sobre el habla de hoy (2005))
Bibliografía de El Guirigay Nacional. Ensayos sobre el habla de hoy
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008
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Es muy interesante su apreciación sobre el verbo confortar. Aparece con frecuencia en sermones y libros religiosos de los siglos XVI y XVII. Así en la oración Alma de Cristo, atribuida a san Ignacio de Loyola: "Pasión de Cristo, confórtame" o "Passio Christi, conforta me".
ResponderEliminarReciba usted los más cordiales saludos de su lector.