Me siento honrado porque los vecinos de la villa de Tamarón me encargaron el pregón de Navidad. Lo leí en la iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Asunción. Me atrevo a reproducir el texto a continuación porque gracias a la ayuda que recibí de Góngora, Lope de Vega, José Antonio Muñoz Rojas, Cela, José Hierro y, sobre todo, de los anónimos autores de tantos villancicos populares, el pregón no salió del todo mal. Así es que aprovecho la ocasión para agradecer a los ilustres poetas muertos y a los no menos generosos habitantes de Tamarón su apoyo y hospitalidad, prestada a través de su Alcalde, su Asociación Cultural y su Cura Párroco.
Queridos amigos todos de Tamarón:
Uno de los secretos mejor guardados hoy en día es el de los belenes de montaña. No es fácil ver en las nieves de las cumbres españolas el lugar abrigado entre piedras donde unos montañeros por estas fechas han empezado a colocar pequeñas figuras del Niño Jesús, de la Virgen María y de San José, y también, claro está, de la mula y el buey. Y a veces, pero no siempre, pues suele faltar sitio en los recovecos de los canchales, algún pastor, alguna oveja, algún ángel y tres Reyes Magos. El primero de esos modestos santuarios que descubrí en mi vida está –a 2.209 metros de altura– exactamente en la divisoria de aguas entre la cuenca del Tajo y la del Duero… o si ustedes prefieren en la raya entre Castilla la Vieja y Castilla la Nueva, y no se suele dar más pormenores… Los montañeros que colocan las imágenes en la mínima y Santa Cueva rehuyen decir dónde está, quizá porque cada vez se fían menos de la creciente impiedad de nuestros tiempos.
Sin embargo, el símbolo más potente de nuestra religión, de nuestra cultura y también de nuestra civilización es ese: la esplendorosa epifanía del Niño Dios. Sin la Navidad de forma patente o implícita, nuestro mundo sería un patético chiringuito, frío y desangelado, nunca mejor dicho.
Por eso no olvidaré jamás lo que vivió alguien a quien conozco mejor que a nadie. Su madre, de confesión anglicana, siempre había dicho que la historia más hermosa del mundo era la de la Natividad, y que era tan radiante y con tantos personajes inesperados que aunque sólo fuera por eso tenía que ser la más absoluta verdad; pues ninguna mente humana podría haberla inventado. La mezcla de Reyes Magos guiados por una estrella, con pastores y ovejas, y ángeles cantando, y el parto de una Virgen que da a luz a un Niño Dios refulgente, destinado ya al martirio para redimirnos, es una escena tan gloriosa que, decía aquella señora, tenía que ser verdad. Pues bien, cuando murió –tras recibir la extremaunción, por cierto, de un sacerdote católico romano– su familia procedió a organizar dos funerales, uno católico y otro anglicano. En ambos insistió mi amigo en incluir lecturas de los evangelios de San Mateo y San Lucas, que por sus relatos de la Natividad eran los preferidos de su madre. El sacerdote católico comprendió muy bien lo que se quería hacer y accedió en el acto. El sacerdote anglicano objetó dificultades, diciendo que no era costumbre mezclar la Navidad con un servicio religioso para difuntos, pero al final consintió, y creo recordar que incluso aceptó que se leyesen los textos en la versión antigua inglesa de la Biblia del Rey Jaime. Estoy seguro de que aquella señora y también sus amigos y familiares recibieron el consuelo de la belleza solemne y tierna del recuerdo de aquel pesebre en Belén.
Ese sentimiento está muy presente en la rica tradición española de los villancicos, tanto los más populares como los más cultos. Esa ternura poética que late en la copla anónima
La Virgen está lavando
y tendiendo en el romero,
los pajarillos cantando,
y el romero floreciendo.Pero mira como beben
los peces en el río,
pero mira como beben
por ver al Dios nacido.
Beben y beben y vuelven a beber,
los peces en el río
por ver a Dios nacer.(¿Sería andaluz el autor de esta rima entre río y nacío?)
Esa misma ternura se halla en el bellísimo villancico de Lope de Vega:
Temblando estaba de frío
el mayor fuego del cielo,
y el que hizo el tiempo mismo,
sujeto al rigor del tiempo.¡Ay, Niño tierno!
¿cómo, si os quema amor, tembláis de hielo?El que hizo con su mano
los discordes elementos,
naciendo está por el hombre
a la inclemencia sujeto.¡Ay, Niño tierno!
¿cómo, si os quema amor, tembláis de hielo?Resulta conmovedora y a la vez fascinante la mezcla de familiaridad, ternura y veneración que Lope de Vega muestra por el Niño Dios en el villancico anterior. En el siguiente, Góngora añade a la divina escena al otro personaje fundamental, la Virgen María, que aparece requebrada por el poeta con el nombre refulgente de Aurora:
Caído se le ha un Clavel
Hoy a la Aurora del seno:
¡Qué glorioso que está el heno,
Porque ha caído sobre él!Cuando el silencio tenía
Todas las cosas del suelo,
Y, coronada del yelo,
Reinaba la noche fría,
En medio la monarquía
De tiniebla tan cruel,Caído se le ha un Clavel
Hoy a la Aurora del seno:
¡Qué glorioso que está el heno,
Porque ha caído sobre él!De un solo Clavel ceñida,
La Virgen, Aurora bella,
Al mundo se lo dio, y ella
Quedó cual antes florida;
A la púrpura caída
Solo fue el heno fïel.Caído se le ha un Clavel
Hoy a la Aurora del seno:
¡Qué glorioso que está el heno,
Porque ha caído sobre él!El heno, pues, que fue dino,
A pesar de tantas nieves,
De ver en sus brazos leves
Este rosicler divino
Para su lecho fue lino,
Oro para su dosel.Caído se le ha un Clavel
Hoy a la Aurora del seno:
¡Qué glorioso que está el heno,
Porque ha caído sobre él!No hace falta añadir que si la hermosa Aurora es María, el Clavel bellísimo es Jesús. Está claro que en el Siglo de Oro de nuestra literatura era un recurso no sólo lícito sino aconsejable el prodigar requiebros a la Divinidad.
Y esta costumbre de tratar con familiaridad y ternura a los personajes de la Navidad persiste aún hoy, incluso en autores insospechados. Hace unos años se me ocurrió encargar para las tarjetas navideñas del Instituto Cervantes diversos villancicos a autores españoles consagrados. El que ahora leo me pareció especialmente conmovedor y no me lo esperaba así del autor, que luego les diré:
¿Quién es?
¿Quién es el que en la noche
negra y helada
se derrama oro a oro
sobre la escarcha,
llamita niña
manantial donde mana
la vida misma?El poemita es de José Hierro, que nunca dejó de ser comunista pero nunca tampoco perdió la sensibilidad para la tradición navideña.
El siguiente es de José Antonio Muñoz Rojas, que también entronca con el estilo más clásico del villancico entre culto y popular:
¿Quién ha visto la azucena
florecida con el frío?
¿Quién ha visto sin rocío
la noche y la yerbabuena?
¡Ay noche de Nochebuena!
¿Qué haces, ahí tan parada
como si no hubiera nada
armado en la tierra, cuando
está ya a tu fin tocando
en un portal la alborada?Por último, quiero recordar esta
Octavilla para el desayuno
del
Niño JesúsTraigo dulce de membrillo,
bienmesabes y alfandoques
de mírame y no me toques,
canto al son de la fanfarria
de un arcángel monaguillo
mientras destapo el puchero
que guarda el sabor primero
de las flores de la Alcarria.Quizá hayáis adivinado, por el elogio de la Alcarria y por lo goloso del instinto del autor, que éste no era otro que Camilo José Cela, dando dulce coba a Jesús.
Después de lo que han pregonado sobre la Navidad algunos de los mejores ingenios de este nuestro viejo Reino de España, incluido su pueblo anónimo, mal podría yo, aunque sea mi obligación esta mañana, terminar este pregón colectivo con otra cosa que no sea desear a todos unas muy felices Pascuas.
Que Dios os guarde.