“El porvenir
de España depende enteramente de vosotros los niños españoles. Y dentro de
vosotros, niños españoles, depende enteramente de que aprendáis o no aprendáis
una cosa. ¿Sabéis cuál? Esto que habéis de aprender y cultivar en vosotros
exquisitamente, niños españoles, es lo que en mayor grado faltaba a nuestros
padres y nuestros abuelos. ¿Sabéis qué es? ¡Ah!, una cosa que parece muy
sencilla. Esta: distinguir entre personas.
No ignoráis
que con el ejercicio y el adiestramiento consigue el hombre perfeccionar
incalculablemente su capacidad de distinguir. El pintor llega a notar la
diferencia entre colores que a los demás parecen iguales. El músico distingue
las más leves divergencias entre los sonidos. Para el que es catador de vinos,
como lo fue el padre de Sancho Panza, no hay dos vinos iguales. La palabra
"sabio" significó en un principio el que distingue de sabores.
Pues bien,
la vida de una sociedad y más aún la de un pueblo depende de que sus individuos
sepan bien distinguir entre los hombres y no confundan jamás al tonto con el
inteligente, al bueno con el malo.
Mirad: a la
hora en que escribo esto para vosotros hay en España, desgraciadamente, muy
pocos hombres inteligentes y de corazón delicado. Solo esos hombres puros,
espirituales, profundos y nobles podrían mejorar a la patria. Pero no logran
que se les atienda.
Porque los
españoles que ahora forman nuestra sociedad no saben distinguir entre hombres
y, acaso de buena fe, creen que son inteligentes los que son más necios, que
son buenos los que son más farsantes. Ya sabéis que hay enfermos de la visión
los cuales ven grises los objetos azules. Una cosa parecida nos acontece hoy a
los españoles: padecemos una perversión del juicio sobre personas. Se juzga
inteligentes a esos vanos charladores que llaman "políticos". Se cree
que es buen poeta, buen novelista, buen profesor el que más lugares comunes
dice, el que mejor halaga al público repitiendo las tonterías que este pensaba
veinte años hace.
Y en tanto
los mejores, los que verdaderamente valen son poco conocidos, nadie les hace
caso o, tal vez, se les combate en todas formas.
¿Veis cuán
importante seria que vosotros llegaseis a la madurez con una exquisita
sensibilidad para distinguir entre el valer verdadero y el falso?
A este fin
yo os recomendaría, entre otras, cuatro reglas o criterios:
1ª No hagáis
nunca caso de lo que la gente opina. La gente es toda una muchedumbre que os
rodea -en vuestra casa, en la escuela, en la Universidad, en la tertulia de
amigos, en el Parlamento, en el circulo, en los periódicos. Fijaos y
advertiréis que esa gente no sabe nunca por qué dice lo que dice, no prueba sus
opiniones, juzga por pasión, no por razón.
2ª Consecuencia
de la anterior. No os dejéis jamás contagiar por la opinión ajena. Procurad
convenceros, huid de contagios. El alma que piensa siente y quiere por contagio
es un alma vil, sin vigor propio.
3ª Decir de
un hombre que tiene verdadero valor moral o intelectual es una misma cosa con
decir que en su modo de sentir o de pensar se ha elevado sobre el sentir y el
pensar vulgares. Por esto es más difícil de comprender y, además, lo que dice y
hace choca con lo habitual. De antemano, pues, sabemos que lo más valioso
tendrá que parecernos, al primer momento, extraño, difícil, insólito y hasta
enojoso.
4ª En toda
lucha de ideas o de sentimientos, cuando veáis que de una parte combaten muchos
y de otra pocos, sospechad que la razón está en estos últimos.
Noblemente
prestad vuestro auxilio a los que son menos contra los que son más.”