Marqués de Tamarón || Santiago de Mora Figueroa Marqués de Tamarón: abril 2016

jueves, 28 de abril de 2016

Botones de muestra XXX


     Esta novela está llena de misterios, grandes y pequeños, relacionados con los espíritus, los hombres, los animales, las plantas, los elementos y los meteoros. Esos misterios plantean un caso de conciencia a quien escribe una reseña del libro. El crítico que despeje los misterios comete una impiedad, y además priva al lector del placer de moverse entre las sombras y explorar entre los fantasmas. El crítico que no desvele los misterios puede parecer que no se los toma en serio o que no quiere ayudar al lector menos avezado. Yo tengo que confesar que no despejo este cúmulo de misterios porque no sé cómo hacerlo y si lo supiese tampoco lo haría, por respeto.

     Pero si no puedo despejarlos, sí puedo señalarlos, con admiración y disfrute. Uno de ellos es la recia y extraña toponimia de esta comarca, la Tierra del Grajo, que aparece como parte del Maestrazgo Tauritano.
     “Cuando alguien, viniendo (Dios sabe por qué) del páramo de Guárdate, o del de Los Perros (o por intentar atajar desde Lutos de Amalia hasta el llano de La Amargura), pierde la huella y acaba en ese somontano cubierto de brezo blanco y de sabina negra […]. Desde ahí ya no se vuelve a ver el sol. La trocha transcurre entre pequeños canchales y lajas vencidas cubiertas por líquenes, y la única compañía que se tiene es la de los pocos troncos de carrasca, resecos, nudosos y retorcidos […]”. (Pg 220)
     A lo que antecede cabe añadir nombres de lugar que aparecen en un cuidadoso –y, es de suponer, fantástico- levantamiento topográfico, tales como Santos Culpables, Nuestra Señora de la Matanza, Sangrabobos, Sinsantos, Machos Corvos o Mascasombras. No es de extrañar que para el autor “Arte y Miedo son sinónimos”, como apunta en una auto-reseña.

     Y para completar el ambiente de conjuros pocas veces afables, casi siempre ominosos, emplea con maestría un recurso retórico que Ruskin describió a mediados del siglo XIX llamándolo falacia patética y censurando su uso en los grandes poetas románticos. Consiste en atribuir sentimientos o acciones a seres inanimados. Nunca estuve de acuerdo en esto con la reprobación de Ruskin pues no sólo los poetas románticos sino todos los poetas al menos desde los griegos hasta hoy acudieron a la personificación como recurso retórico; el secreto está en hacerlo bien, cosa difícil. José Antonio Martínez Climent sí lo sabe hacer. Así, por ejemplo:
     “Una sombra aserrada silenciosa baja por las torrenteras del Refraile, dejando tras de sí un zócalo de una densa oscuridad en el que, poco a poco, comienzan a aparecer densos cortinones de lluvia. En el otro extremo del horizonte, un delgado rayo anaranjado se desgaja del sol y cruza la meseta entera hasta encontrarse con las primeras y desflecadas nubes del bloque de la tormenta, y muere en un bello e inútil gesto que nadie ha visto. Los primeros goterones caen sobre el polvo de los tomillares, sobre las oscuras hojas de coscoja, en el morro de un conejo que (indeciso entre juzgar aquel aparato como otra operación de propaganda o huir a todo lo que den sus patas de aquella ladera) ventea el aire con su húmedo hocico y estira mucho las orejas para oír qué hay de verdad en ese trueno que retumba por los cantiles y que dice querer bajar a destruir el monte”. (Pg 210)
     Pues bien, el escenario de la novela abarca buena parte de Europa, desde Escocia hasta los Balcanes, aunque se concentra en el Este de la Península Ibérica. El tiempo parece comenzar a finales del siglo XIX y alargarse durante unos cien años. Los personajes dan a la acción una viveza extraordinaria. Los hay ricos y pobres, viejos y jóvenes, guapos y feos. El lector observa con curiosidad que el autor se ha encariñado con sus criaturas. Creo que eso es una buena señal: tan sólo los malos escritores rezuman odio contra algunos y dejan endiosarse a otros. En esta novela todos actores del largo drama tienen dignidad y encanto, incluso los Malos. Predominan, eso sí, en el elenco los que responden a una especie que el autor define en su glosario (pg 295) como hòme d’honor empagesit, hombre de honor de costumbres rústicas. No sólo existían en Mallorca y otras tierras del Levante sino, claro está, en el resto de Europa donde la nobleza rural ha persistido hasta hace muy poco, y puede que aún subsista atrincherada en lugares recónditos como los que aparecen en La tierra del grajo (pgs 216-217):
     “Quizá la vuelvas a ver, una o dos temporadas después, si tiras camino arriba del paraje que llaman La Pregunta, o del de Vuelacabras, o por Guárdate, y te llegas, por esas sendas de herradura, hasta el caserío de Belmorir”.

La tierra del grajo
José A. Martínez Climent
Editorial Verbum
Madrid, 2015

Enlaces relacionados: