Marqués de Tamarón || Santiago de Mora Figueroa Marqués de Tamarón: 2009

miércoles, 30 de diciembre de 2009

El Rompimiento de Gloria (cap. XXIII)

XXIII



Llegué a Inglaterra con pasaporte diplomático y un buen sueldo, pero ninguno me duró. No es que me los quitasen; renuncié yo a ambos cuando descubrí que no me los merecía puesto que no trabajaba. Y es que no me encargaban nada que hacer y yo, acostumbrado a la actividad frenética de los últimos años, no estaba para canonjías. Malviví dando clases particulares de español por las tardes y descargando de noche camiones en la lonja de pescado de Billingsgate. Perdí varios alumnos porque apestaba a pescado, pese a mis duchas frías de madrugada. Pero uno, que se llamaba Robin y estaba preparándose para el ingreso en la carrera diplomática, me dijo un día:

— Usted sabe bastante latín y griego y se ve que eso es lo que más le gusta y lo que se le da mejor. ¿Por qué no lo sigue estudiando en una universidad británica?

— Porque no tengo ni un penique —contesté con sequedad, pensando que había que ser señorito inglés, una especie de Bertie Wooster, para estar tan ciego ante la realidad social.

Pero la otra parte que trataba de la sociedad británica, el proletariado, me resultaba más ajena aún por la sencilla razón de que yo había aprendido con Elena y Miguel el King’s English y no entendía el habla cockney de mis compañeros de trabajo del East End, ni acento regional alguno. Este sí que es un país clasista, pensé, sintiéndome muy solo.

A esa crisis se añadió otra peor. Por fin pude recibir noticias de mi casa, y eran muy malas. Mi padre había muerto en Agosto de 1936, harto de esperarme y adivinando en qué bando luchaba yo. Me era imposible ir a ver a mi madre en la zona nacional. Me desesperé pensando en todas las ocasiones perdidas de ver a mis padres. Escribí a mi madre una carta, larga y cobarde, de descargo. La rasgué y escribí otra, corta y amarga. Me contestó perdonándome. Ya sólo quedaba una persona en el mundo que me importase y decidí traérmela a Inglaterra como fuese. Pensé en intentar recobrar mi trabajo en la Embajada de la República, e incluso pasarme a la otra Embajada, la oficiosa de Burgos, pero me sentí físicamente incapaz de adular o chaquetear. No fue entereza, fue una abdicación más. Había perdido la osadía, a los veinticuatro años estaba hecho un viejo.

Hasta que un día recibí carta de un abogado citándome para tratar un asunto de mi interés. El solicitor, con reticencias exasperantes, me comunicó que alguien cuya identidad había de permanecer secreta me quería hacer llegar, en nombre de un tercero también anónimo, una renta anual de doscientas libras durante dos años improrrogables, la cual renta quedaría anulada ipso facto e ipso iure si yo o alguien por encargo mío emprendía cualquier diligencia para averiguar la identidad de mi benefactor o mis benefactores.

Pese a las conminaciones intenté ponerme al habla con Robin, a todas luces convertido en Robín de los Bosques que robaba a los ricos para dárselo a los pobres como yo, pero acababa de pasar los exámenes y ya estaba camino de su destino en Pequín, sin duda por haber aprendido tanto español conmigo.

Me fui a Cambridge, donde pasé dos años tristes y provechosos. Conseguí llevar allí a mi madre y vivimos juntos con decorosa modestia. Nunca aprendió una palabra de inglés; yo la acompañaba a todos los sitios incluida la misa del Padre Gilbey, un cura medio español, reaccionario y simpático.

— Me paso el día rezando para que no te condenes; me das más trabajo que todos mis estudiantes marxistas de salón, pero tú al menos eres un rojo peludo en el pecho, ¿se dice así en castellano, no?

— Ya ni eso soy, don Alfred —le contesté sin pizca de broma.

Mi situación en Cambridge era a veces peregrina, un capitán rojo entre languideces juveniles. Mis compañeros, aunque sólo tenían un par de años menos que yo, me parecían muy niños. Algo, sin embargo, me quedaría de joven cuando pasé de Sátur —tan impronunciable para ellos como Saturnino— a Nino. Todo lo tomé con filosofía, hasta mis amoríos insulsos con la mujer de un dentista, más tonta que Madame Bovary y más histérica que la Regenta. Duró poco aquello, pero me hizo conocer el tedio infinito de la clase media inglesa, mucho más aburrida que la nuestra aunque mucho más sólida y útil. También a través de ella conocí a Paul Davidson, un estudiante que intentó sin éxito reclutarme para el Partido Comunista, como si yo no estuviese ya vacunado de casi todo.

— Ten cuidado con ese muchacho, que según el Padre Gilbey es de la cáscara amarga —me advirtió mi madre un día, tras una visita de Davidson.

— ¿Homosexual?

— No...

— Ah, bueno, entonces rojo como yo.

— No, tú no eres rojo, hijo mío, tú eres una bala perdida y ahora estás sentando cabeza.

Quizá tenía razón mi madre, pensé, pero qué difícil era ser una bala perdida y fracasada en todas las ilusiones propias de las balas. Y no estaba sentando cabeza del todo, estaba aprendiendo, sin entusiasmo pero con tesón, lo más inútil del mundo a los ojos de muchos, lenguas muertas, lenguas de los muertos puesto que ya no había inmortales.

— Sabe usted más de lo que yo creía. O entiende mejor. ¿Lo aprendió todo en la universidad de Madrid? —me preguntó un día mi tutor.

— No.

Como era inglés, no insistió. Descubrí que en Inglaterra hay pocos tontos, lo que pasa es que está mal visto parecer listo. Empecé a disfrutar de la compañía de algunos de aquellos gigantes aniñados, de vino brutal y ternura vergonzante, soñadores y prácticos.

Mi madre murió serenamente en el Otoño de 1938, apagada por las brumas británicas donde había encontrado refugio de la luz feroz de las sierras españolas. La lloré menos que a mi padre, aunque la quería más.

Se había roto mi última atadura a España. Se estaba además acabando la guerra, y la perdíamos. En eso, la verdad, pensaba menos pues mis compañeros habían ido muriendo o convirtiéndose en políticos. Yo iba echando nuevas raíces, por someras que fuesen, entre los líquenes y musgos que cubrían aquel canchal de piedras góticas y neogóticas, tudor y paladianas. Las bibliotecas eran muy buenas, la conversación menos convencional que en la Calle de San Bernardo y los compañeros de estudios me empezaban a tratar con afecto, nunca exento de un punto de curiosidad etnográfica, recíproca por lo demás.

— Nino, vamos a tomar una taza de té.

Yo me resignaba, pues el café allí era más vomitivo todavía.

Me quedaba menos de un curso en Cambridge, luego tendría que buscarme la vida sin las muletas de la generosa pensión, que por lo demás deseaba devolver en cuanto pudiese. Aproveché el tiempo, y no sólo aprendiendo cosas de memoria sino volviendo al griego y al latín como lenguas vivas, intentando de nuevo pensar con la mente de quienes hablaron y escribieron todo aquello. Conseguí quitar el polvo de las páginas vetustas y que desprendiesen la luz y el amor y el terror que encerraban. Eso volvió a abrir heridas mal cicatrizadas y más de una noche, en el silencio de mi cuarto en el colegio donde me alojaba desde la muerte de mi madre, tuve que dejar de leer a Homero o a Virgilio porque me parecía oír la voz de Elena velada por algo que no sabía identificar.

La familiaridad con los clásicos estaba bien vista en Cambridge y me dieron un First in Classics. Eso me abría varias puertas, pero yo no sabía cuál usar. Seguir en Cambridge y convertirme en un don erudito, bebedor y jovial me parecía fuera de lugar. En Londres habría otras posibilidades, pero tampoco me tentaba el bullicio de la capital imperial. Decidí tomarme un tiempo de reflexión y agarrando el macuto me fui a andar por las Tierras Altas de Escocia. Había montañas, muy distintas del lindo jardín suburbano que cubría el Sur de Inglaterra, y las montañas eran de granito, pero el granito estaba siempre mojado. Volví tan dubitativo como me había ido.

Una vez más, la inminencia de una guerra decidió por mí. Me ofrecieron un puesto en la BBC y lo acepté. Tenía mucho que agradecer a aquel país y ese trabajo era una manera, aunque blanda y bienpensante, de contribuir a la defensa de su peculiar civilización isleña. Pero pronto me aburrí, y además Londres empezó a transformarse, ya con la Phoney War. La retaguardia londinense no era aviesa como la madrileña, pero olía casi igual, a veces peor por la humedad: en lugar de fritanga y sudor rancio, manteca rancia y sudor rancio. Me daba claustrofobia y también sentía rabia de no poder combatir, pero yo era un ilota en la ciudad asediada.

Hasta que un día me llamó por teléfono un amigo del Padre Gilbey y me convidó a almorzar en su club. Aquello parecía un manicomio, estaba lleno de beodos, unos de uniforme y otros de paisano, hablando a voz en grito de derrotas en Europa, derrotas en Asia, derrotas en Oriente Medio, pero sin tono trágico, más bien como si discutiesen con vehemencia de la mala racha de su equipo de cricket. Descubrí una Inglaterra que yo no conocía, desprovista de flema británica, sin recato burgués, ni gravitas judicial, ni discreción burocrática ninguna. Era la clase alta inglesa, que se preparaba para la guerra a degüello como los salvajes, con una danza ritual celebratoria de los desastres pasados para exorcizarlos.

Mi anfitrión, sin hacer caso del alboroto, fue al grano.

— Sé todo sobre usted. Y ya ve, las cosas van mal para nosotros, diga lo que diga en público el Primer Ministro. Necesitamos encender hogueras en territorio ocupado por el enemigo. ¿Quiere usted ser incendiario?

— Depende dónde. Mi país...

— Su país ni es enemigo ni está ocupado. Olvídese de él. Piense en... no sé, Francia... O los Balcanes. Usted conoce bien el griego...

— Sí, pero el griego clásico, tan distinto del demótico como el Beowulf de lo que estamos hablando ahora.

— ¿Qué más da? —replicó, dejándome boquiabierto.

La guerra, la que me tocó hacer a mí, confirmó mi impresión inicial. Con esa ligereza brutal, que a su vez escondía una extraña eficacia y una voluntad de hierro, me enseñaron apresuradamente a tirarme en paracaídas y a manejar ciertas armas nuevas, se aseguraron de que el resto ya lo sabía hacer y luego me lanzaron, de noche, en una serranía agreste donde por cierto no se hablaba griego, ni antiguo ni moderno.

Me sacaron de allí al cabo de unas semanas, algo sorprendidos de que siguiera vivo, y me llevaron al Cairo. Desde allí desempeñé un par de misiones más de sabotaje en los Balcanes, y no debí de hacerlas mal porque me premiaron nombrándome Teniente. Eso me permitía entrar en el Shepheard’s Hotel en El Cairo y bailar con las chicas elegantes, aunque me llamasen Lieutenant Nino. El despacho de oficial era, sin embargo, una mera Honorary Commission y no The King’s Commission; supongo que ésta no querían dársela a un rojo español. Sí la prodigaron, en cambio, a comunistas ingleses como Davidson, con quien me crucé en Rustum Buildings, el Estado Mayor del Special Operations Executive, e hizo como si no me conociese. De hecho los militares de esas fuerzas especiales solían dividirse en dos grupos: los combatientes, casi siempre aventureros locos de familias conocidas, a menudo oficiales de la Guardia Real, tan sólo interesados por el combate, y por otro lado los del Estado Mayor, intelectuales obsesionados por la política, en general de izquierdas. Sí, ya sé que eso debería haberme complacido, pero vi incompetencias y hasta traiciones, y a un amigo mío no lo mataron precisamente los alemanes, así es que aprendí mucho y en cuanto vi al famoso Capitán Klugmann, con sus calcetines cortos, estorbar cierta operación, sospeché de él, y todavía siguen los ingleses discutiendo del asunto. Pero esa es otra historia y además hubo excepciones, como el brigadista aquél de mirada gélida, de quien no quise ser traductor en mi primera guerra. Murió a mi lado más que decorosamente, descanse en paz.

Hice lo que sabía hacer y no hice ascos a la faena. Pronto comprendí que todo aquello –sabotajes, secuestros, guerrillas- servía más que nada para levantar la moral de nuestros militares y evitar que se acostumbrasen a una guerra que durante demasiado tiempo se limitaba a operaciones defensivas y de retirada, en espera de las grandes contraofensivas, que tardarían años en llegar. Lo que siempre llegaba enseguida eran las represalias enemigas contra la población civil, pero eso era un precio que admitíamos de antemano, por más que algunos de los nuestros intentasen gallardamente bajarlo. Todavía recuerdo a dos compañeros asegurando (most emphatically, escribían) en una carta a los alemanes que la captura de su general la habían hecho sin ayuda de los cretenses, y lacrando el sobre con sus respectivos anillos de sello y además con sus insignias militares, lo cual me pareció una redundancia byroniana, pero me hizo gracia.

El caso es que volví a respirar el aire seco de las montañas. Allí recordé el aguante de los hermanos, y sus consejos, y los ojos de Elena. No sólo allí, también en el gran bosque polaco, llano e inabarcable, cuando cumplí una misión con un compañero temerario y borracho que se llamaba Peter Kemp, viejo enemigo mío en la anterior guerra, donde él había combatido primero en las filas del Requeté y luego de la Legión. Estuvimos en una fiesta celebrada en un castillo que al día siguiente iba a ser destruido. Los señores liquidaron la bodega y la despensa. Bailé con una muchacha de ojos azules. Seguimos bebiendo, se acercó su padre y al saber que yo era español, con esa ingenuidad centroeuropea de dar por hecho que todos los compatriotas se conocen, me preguntó por Miguel.

— Murió en la guerra de España. En el frente —puntualicé con cierto orgullo irracional.

— ¿Y Elena?

— Murió, también en el frente.

A todos les pareció normal que una mujer muriese en combate. Y yo me alegré de no haber tenido que mentir a sus amigos polacos, quienes por lo demás llevaban trazas de no sobrevivir tampoco a la guerra.



* * *




Bibliografía de El Rompimiento de Gloria
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008

jueves, 10 de diciembre de 2009

Felices Pascuas y próspero Año Nuevo



“¿Quiénes fueron los primeros en exclamar Navidad?
Pues ocurrió que todos eran animales.”


And then they heard the angels tell
“Who were the first to cry Nowell?
Animals all, as it befell,
In the stable were they did dwell!
Joy shall be theirs in the morning!”

Carol of the field-mice from The Wind in the Willows by Kenneth Grahame
Wood engraving by Eric Gill

lunes, 30 de noviembre de 2009

El Rompimiento de Gloria (cap. XXII)

XXII


Temprano por la mañana entró en mi cuarto, donde yo llevaba toda la noche fumando, un compañero con la buena noticia del asesinato de Calvo Sotelo; buena no porque no me pareciese un desatino, sino porque ahora la inevitable inminencia de la guerra me obligaba a pensar en otras cosas.

Me tiré a la calle como un sonámbulo. Pasaron cinco días frenéticos de mítines y reuniones casi permanentes de diversos comités políticos. Por la noche, ronco y con los ojos inyectados de sangre, volvía a mi cuarto con una botella de aguardiente para dormirme borracho y seguir sin pensar en lo otro, en lo importante.

Pero sí pensaba en aquello, al menos con una parte de mi mente, o con mi corazón. Mientras discutía de táctica revolucionaria, en mis adentros hacía cábalas y luego las desechaba: ella se había vuelto loca y había dado rienda suelta a sus fantasmas inconfesables, que carecían de fundamento en la realidad (pero entonces, ¿por qué él no me daba una explicación?), o los dos habían tramado la escena para despedirme cuando ya no les interesaba (pero, ¿por qué les había interesado alguna vez?). Un día llegué a interrumpir mi propio alegato en una reunión y me quedé mudo, al invadirme de pronto el recuerdo de sus ojos. Los compañeros atribuyeron mi fallo a las emociones del momento, y en cierto modo acertaban.

Al día siguiente, el Viernes 17, comprendí al despertarme que tenía que agarrar el toro por los cuernos aunque sólo fuese durante una hora y pensar cabalmente en el horror y en el vacío. Me encerré en mi cuarto, me tomé dos aspirinas y me senté con un tazón de café y una cajetilla de Ideales, acodado en la mesa de pino donde tanto solía trabajar, frente a la única ventana, que daba a un mísero patinillo interior. Tan sólo veía una cosa que no fuese sórdida, una mata de fresa que florecía en la sombra, arraigada en la bajante de aguas negras. Así había quedado mi vida; la única belleza de mi entorno nacía del cieno. Intenté no chapotear en la sensiblería autocompasiva, apuré el café amargo y me replanteé todo en el lenguaje del momento, ¿qué hacer? En rigor no cabía más que una contestación: nada. Hay revelaciones que son puntos finales, hay hierofanías que no admiten exégesis. Me engañé a mí mismo, sin embargo, y decidí cauterizar la herida hablando con ellos. Esa noche iría a su casa.

Pero esa tarde se corrió por Madrid como la pólvora la noticia de que los militares se habían sublevado en Melilla. Todo cambió, para todos los españoles y para siempre. A mí el torbellino me arrastró más que a muchos aunque menos que a algunos. Perdí el rastro de los hermanos. Hasta el Domingo por la noche no pude acercarme a la casa del Viso. Estaba vacía y saqueada; en la puerta habían clavado al gato negro. Me tragué la furia y el asco e hice averiguaciones aprovechando mi autoridad de miliciano. Aquello lo habían hecho los parientes de Manolito, en venganza de que los señoritos se habían llevado al niño al campo para torturarlo y el angelito había vuelto hecho un cristo, pero los fascistas aquellos habían huido ya cuando ellos llegaron a la casa.

Pensé que Miguel estaría en el Cuartel de la Montaña o en alguno de los cantones, pero pronto, tras ser reducidos los focos de la sublevación en Madrid, pude comprobar que no había estado en ninguno de ellos. En cuanto a Elena, era imposible encontrar la menor pista. Las monjas, que seguían con su trabajo como siempre, no sabían nada o no querían decírmelo. Paco el asistente había desaparecido también.

En mi mundo político empezaron a mirarme con otros ojos al cabo de una semana, cuando se vio que no me había equivocado al decir el día 17, y creo que incluso desde el 13, que no habría un pronunciamiento sino una guerra. La verdad es que lo decía porque lo creía y lo creía porque lo deseaba. Había dejado de interesarme la construcción de un nuevo mundo, justo y perfecto. En cambio me atraía, necesitaba, el fuego purificador de la guerra. Por desgracia la mayoría de mis compañeros daba la lucha por ganada y se interesaba más por la revolución en la retaguardia.

Me encomendaron misiones políticas fuera de Madrid, quizá para alejarme de los centros de decisiones. El azar me llevó a Talavera y me acerqué a la dehesa de San Francisco. Me encontré a don Gabriel de cuerpo presente, velado tan sólo por Jesús su factótum.

— Es una suerte que se muriera ayer. Hoy pensaban darle el paseo; en el pueblo decían que don Grabié se carteaba con los fascistas alemanes y que había venido aquí a darle órdenes un oficial alemán mandado por la Embajada. También decían que los que aparecieron en Mayo para arreglar la antena de radio eran del Regimiento de Transmisiones del Pardo, que ahora se ha pasado al enemigo, y que eso prueba que le montaron una emisora para participar en la conjura militar.

Saqué de la cárcel al cura tonto de la Ceda para que echase un responso al cadáver y mandé a mis milicianos cavar una fosa en el cementerio, mirando a Gredos, porque el sepulturero se había ido a Madrid. Con mi visita pensé que había asegurado la vida de Jesús, pero a las pocas semanas lo fusilaron los del otro bando, por rojo y sospechoso de haber matado a don Gabriel, según denuncia del sacristán, que era cazador furtivo y había sido apaleado por Jesús años atrás.

A mi regreso a Madrid pretendieron mandarme a Alcalá de Henares para dirigir unas requisas. Me negué y me fui a Guadarrama. Por entonces, en Madrid el frente era por definición el de la Sierra. Yo la conocía mejor que nadie y además tenía ganas de que me matasen, así es que debí de distinguirme en algunos combates, si bien de manera aparatosa y estúpida que ahora me da vergüenza relatar. Pero aprendí deprisa y recordé mucho de lo que me había enseñado Miguel, entre otras cosas que no suele uno caer cuando quiere morir sin alegría. Sobre todo, lo recordé a él y deseé con toda mi alma no encontrármelo enfrente para no matarlo. Otras veces sí deseaba verlo para abrazarlo y llorar.

Ninguno de los prisioneros que tuve ocasión de interrogar sabía nada de él. Solían ser soldados ignorantes que añadían confusión a la historia, de por sí confusa, de los primeros días de la guerra. Se habían enterado de muy poco del desarrollo de las operaciones y su imaginación atropellaba los acontecimientos con lances absurdos. Pero la guerra es confusa desde Homero por lo menos, y yo escuchaba las incoherencias con paciencia.

— ... y entonces llegaron dos tíos, pegando tiros como locos...

— ¿Nuestros o vuestros?

— No lo sé.

La segunda vez que me contaron un suceso similar, pero acaecido en un sitio distinto, sentí mucha curiosidad. Las apariciones coincidían en el número —dos combatientes uniformados— y en su corta duración. La tercera fuente, un chico más listo o con más miedo, me añadió el detalle más revelador: uno de los dos, el más alto, parecía llevar estrellas de capitán y el otro era un soldado raso. Ambos eran del bando sublevado y su intervención había sido fulminante y muy eficaz. Quedé convencido, con muy poca base, de que se trataba de Miguel y Paco. Todavía recibí otras dos informaciones parecidas, pero con pocos detalles. Lo que más me desconcertaba era que los informes, que en parte pude verificar con nuestras propias fuerzas, se referían a tres acciones distintas, muy próximas en el tiempo pero muy alejadas en el espacio. Los dos hombres habían intervenido el 19 de Julio en los combates de Somosierra, de manera decisiva, el 20 en una escaramuza en Navacerrada —el único susto que nos dieron los sublevados cuando ocupamos ese puerto— y el 21 y el 22 en el Alto del León. No se me alcanzaba cómo habían podido ir de un puerto a otro en horas, ni tampoco para qué. El para qué, la utilidad táctica, condicionaba además el cómo, la logística. No era imposible transitar por carreteras que bordeaban la cara Norte de la Sierra, más o menos en poder de los sublevados desde el primer día de las hostilidades, pero en el bando enemigo había mucha más disciplina que en el republicano y en cuanto alguien se incorporaba a una columna quedaba integrado en ella con todas sus consecuencias. El irse por su cuenta a otro sector del frente hubiese sido una deserción, aunque los interesados dispusiesen de sus propios medios de transporte, por ejemplo una motocicleta. O caballos como el que Miguel tenía en la umbría de la Sierra.

Estudié los planos para asegurarme de que no me traicionaba la memoria. Comprobé los escasos senderos a medias laderas, septentrional y meridional, y no me salían las cuentas de tiempos y distancias. En cuanto a crestear, el trayecto era más corto y más despejado el terreno, y teniendo en cuenta que el 18 de Julio había luna nueva, quizá de noche... Pero entre Navacerrada y el Alto del León habrían tenido que evitar el desvío hacia el Norte del camino que pasa por la Mujer Muerta... Y aun así todo me parecía casi imposible. Claro que Miguel era el hombre más adiestrado que yo había conocido en mi vida, pero... Y, sobre todo, quedaba sin contestar la pregunta táctica sobre la finalidad de la loca marcha agotadora, salpicada de acciones de gran arrojo y peligro. Como tampoco aquello parecía una misión de reconocimiento, no se le veía ninguna utilidad práctica que justificase la aventura. Y Miguel era muy práctico.

Desvió mi atención de aquellas indagaciones la urgencia en descartar la posibilidad de que Elena estuviese detenida u oculta en Madrid y corriendo graves riesgos. Me sumergí en el torvo mundo carcelario, pero los carceleros no sabían nada de la muchacha y los presos tampoco, o quizá desconfiaban de mis intenciones.

— La pájara ésa estará dándose la gran vida en alguna embajada extranjera y su hermano el señorito fascista, igual —me dijo un chequista.

Asqueado por aquella retaguardia, me esforcé en alejarme de Madrid y obtuve el traslado a un frente menos urbano. Empezaba a funcionar de manera más profesional el recién creado Ejército Popular de la República y en él me integré. Me sentía más a gusto con esa relativa disciplina que permitía alguna eficacia. Pero a veces caíamos en el defecto opuesto a la anarquía inicial. No digo que nos volviésemos ordenancistas, pero sí que perdimos la imaginación táctica. Me consolaba adivinando que en el Ejército Nacional pasaba tres cuartos de lo mismo: de otro modo no se explicaba que, dueños de dos de los tres puertos principales al Norte de Madrid, los sublevados no diesen algún golpe de mano sobre la llanura. ¿En qué estaba pensando Miguel, qué hacía? Seguro que tascaba el freno en alguna unidad poco importante y sin movimiento, donde lo habrían destinado los burócratas. ¿Y Elena? Pero en Elena seguía sin poder pensar.

Yo ya no quería morir, aunque tampoco tenía muchas ganas de vivir. Ni siquiera ponía especial empeño en matar; sí en doblegar con fuerza y astucia la voluntad del enemigo. Un enemigo al que rara vez desprecié y a menudo admiré, no por creer que aquel carajal sanguinario era la Guerre en Dentelles sino por elemental prudencia. Nunca sometí a mis hombres a riesgos inútiles, mas sí a muchos que eran necesarios.

Siempre tuve presente la norma de Miguel: hay que mirar a la vez lo cercano y lo lejano, hay que ver los árboles y el bosque, por muy cansado que se esté, de lo contrario lo matan a uno.

No me mataron pero me hirieron. En una operación necia, decidida por un comisario político para dar gusto a los corresponsales de la prensa extranjera, me pegaron un balazo en la pierna. No era grave pero fui a parar al hospital de sangre, junto con otro capitán, ése enemigo, herido en un brazo y hecho prisionero. Le ofrecí un cigarrillo.

— Gracias, capitán.

— ¡Hombre! Es la primera vez que un... uno de los suyos me reconoce mi grado y empleo militar —respondí con una media sonrisa que quería ser irónica y era en realidad agradecida.

— Ya sé que no es usted compañero mío de la Academia, pero sí de oficio. No sé cómo, pero lo ha aprendido bien; lo he observado a usted y a su compañía desde enfrente.

Como tardaban en evacuarnos y las heridas, aunque leves, dolían, nos habían dado calmantes y cazalla, que me soltaron la lengua.

— Tuve un buen maestro, un compañero de usted, de Caballería. Andábamos por el monte. Pero eso era en la Prehistoria.

El Capitán me miró con asombro.

— ¿No se llamará usted Sátur... Saturnino, por casualidad?

Noté su acento cordobés y comprendí que era Rafael, el tenientillo de Miguel, ahora madurado, fogueado y ascendido por un año de guerra. Era mi ocasión, quizás única, de saber lo ocurrido. Fue la segunda noche peor de mi vida. No por el dolor, que continuamos combatiendo con analgésicos y aguardiente. Rechacé dos intentos de evacuarnos al hospital de retaguardia, el segundo amenazando con mi revólver a los enfermeros. Hablamos varias horas y al final me desmayé. Aprovecharon para meternos en la ambulancia. Me desperté con los baches del camino y mandé parar en un lugar que conocía bien. Le señalé a Rafael por dónde podía volver a sus líneas antes del amanecer.

En el hospital estuve varios días entre la vida y la muerte. Medio en sueños oí hablar al médico del riesgo de gangrena y septicemia y de la necesidad de amputarme la pierna; reuní fuerzas para negarme aunque ya me habían quitado el revólver. Ahora sí que quería morirme cuanto antes.

Sin embargo mejoré. Durante la convalecencia vino a verme mi jefe inmediato, un Comandante de carrera, procedente de Academia.

— Has cometido una falta muy grave al liberar por tu cuenta a un oficial enemigo. Y ante testigos... Por menos se fusila a la gente. Voy a declarar que estabas enajenado. Pero te licenciarán por inútil total para el servicio. Adiós y suerte.

Necesitaba estar a solas para pensar. Conseguí que me permitiesen terminar la convalecencia en una choza en medio del campo, al cuidado de una pareja de viejos anarquistas.

— Tú tienes mala cara, muchacho, y no es sólo por la herida que te han hecho los fascistas. Tú come migas con ajo y ya verás como te curas —me dijo la vieja.

Pero seguí sobre todo el consejo de Elena. Era verdad que cuando algo le hacía a uno mucho daño no había que intentar olvidarlo enseguida, sino recordar primero todos los detalles. Me puse a ordenar y escribir cuanto había sabido por Rafael, o al menos todo lo que recordaba tras los dolores, la borrachera y la anestesia.

El Sábado 11 de Julio, Rafael, que era falangista, le dijo a Miguel que esa noche iba a tener una reunión política importante y que necesitaba entrevistarse con él después, a solas y en secreto. Miguel aceptó de mala gana y quedaron a medianoche cerca del Viso. La entrevista no tuvo mayor interés pues Miguel estaba al cabo de la calle sobre la actividad de las células de las MAOC comunistas en el cuartel, acerca de las que Rafael quería prevenirlo. Pero el caso es que no era puro delirio el recuerdo de Elena al día siguiente: se había despertado y su hermano no estaba allí, se lo hubiese o no avisado antes.

La noticia del asesinato de Calvo Sotelo hizo que Miguel —que a todo esto debía de mantenerse más sereno que yo, lo cual era natural pues lo revelado en la Sierra fue una sorpresa para mí pero no para él— desplegase toda su eficacia durante esa semana. Comprendió que iba a haber una guerra, que su unidad, muy trabajada por las MAOC, nunca se sumaría a la sublevación y que Madrid entero sería una ratonera para la gente como él. Incitó a la dispersión, sin éxito pues muchos se inclinaban a concentrarse en el Cuartel de la Montaña. Entonces ya se sintió tan sólo responsable de Elena, de Rafael y de Paco su asistente. Me mencionó a mí:

— Sátur seguirá otro camino, pero lo seguirá bien.

Dio permiso a Paco para volverse a su pueblo y el Viernes por la tarde, en cuanto supo lo de Marruecos, embarcó a Elena y a Rafael en la moto y el sidecar, dirigiéndose los tres al esquileo segoviano por el Puerto de Navafría, que intuían más expedito que los pasos principales. Antes de alcanzar el puerto tuvieron que abandonar la motocicleta, con las bielas fundidas. Siguieron a pié hasta el esquileo y el viejo rabadán les dio albergue en el caserón. Rafael decidió ir de allí a La Granja, donde tenía amigos veraneando y pensaba que podía ser útil.

— Entonces —interrumpí a mi enemigo herido —el otro que según todos los testigos acompañaba a Miguel no eras tú, ni tampoco Paco...

— No, era Elena. Se puso el uniforme de Paco y se recogió el pelo bajo el gorrillo cuartelero. Estaba muy guapa y con semblante alegre.

Me tapé la cara con las manos, como si me doliese mucho la pierna, pero seguí escuchando a Rafael.

— Intenté convencer a los hermanos para que se fuesen conmigo a La Granja, pero tenían otros planes, que no llegué a entender del todo. Ya sabes, Miguel siempre sostuvo que en circunstancias apuradas podían efectuarse pequeñas intervenciones repentinas que diesen un vuelco inesperado a la situación...

Deus ex machina.

— ¿Qué dices?

— Nada, sigue por favor.

— El rabadán les aconsejó que cogiesen una buena yegua que Miguel tenía allí, pero él dijo que llegarían más lejos a pie que los dos en un solo caballo, y se echó a reír citando a un capitán de quien yo no había oído hablar...

— ¿El Capitán Aldana?

-—Quizá, bueno, el caso es que yo me fuí a caballo hacia el Oeste y ellos, a pie y cresteando, hacia el Este. Según mis noticias intervinieron fugazmente en Somosierra el día 19; llegaron en el momento más oportuno para ayudar a los 42 chicos que había allí, asediados por unos ... bueno, por los tuyos, perdona.

— También a mí me llegaron esas noticias.

— En Somosierra hubo un cuerpo a cuerpo y ellos combatieron con armas cortas. En Navacerrada aparecieron el día 20 ya con fusiles, pero tan sólo pudieron paquear a los ocupantes republicanos; retrasaron su descenso por las Siete Revueltas, lo que no fue poco.

Imaginé a Elena en aquella enorme e impetuosa marcha, casi toda de noche, por los riscos de Peña Cabra, del Reventón, los Claveles, Peña del Aguila, llevando el máuser con toda la gallardía feroz de Atenea con su lanza, escrutando la oscuridad con sus ojos de ave de presa nocturna, riéndose con su hermano, como un par de animales montunos y soberbios.

— ... y en el Alto del León yo ya los vi actuar en la tarde del 22 —continuó Rafael con voz cada vez más cansada —pero un prisionero nos dijo que ya habían estado hostigando al enemigo en la madrugada anterior, cuando llegó la columna de Castillo. Desde luego lo que yo les vi hacer el 22 fue de Laureada. Pero, claro...

— ¿Pero qué? Explícate, te lo ruego. Ya comprenderás que en esto no somos enemigos —insté.

— Hombre, que todo aquello había sido una cabalgata enloquecida... No había habido misión ni órdenes...

— Pero fue eficaz. Y siempre se puede pensar en órdenes tácitas —repliqué, sin percatarme de lo absurdo de mi alegato a favor del enemigo más cruento.

— Sí, pero el reconocimiento de méritos así requiere un juicio contradictorio, muy estricto. Y lo peor es que... al decirse que el Capitán Cienfuegos iba con su hermana... pues se hubiesen recrudecido las habladurías... Ya sabes, se hubieran acordado de aquel duelo con motivo de una calumnia sobre Miguel y su hermana...

Rafael debía de estar muy borracho para hablar de eso creyendo que yo lo sabía todo. Yo también estaba borracho pero me despejé con las punzadas en la pierna y en el corazón.

— Entiendo —dije, con la cabeza gacha.

— Así es que se echó tierra al asunto y se dijo que las apariciones eran pura fantasía. Pero yo lo vi, yo lo vi, yo lo vi... —repetía Rafael con la voz quebrada.

Le apreté la mano.

— Por los clavos de Cristo, ¿qué viste?

Él me miró con sorpresa. Tenía los ojos llorosos.

— Pues eso, que salían de detrás de una peña... bayoneta calada... otro y yo nos habíamos quedado sin munición... llegaron unos guardias de Asalto, llevaban granadas... Miguel destripó a uno y Elena a otro... pero un tercero le disparó a Elena, a bocajarro. Ella se tronchó hacia atrás pero Miguel la sostuvo. Se la echó a cuestas y entonces a ella se le cayó el gorro cuartelero y el pelo se soltó... le dio el sol... ¿Te acuerdas del color de su pelo? —sollozó el chico.

— Sí, me acuerdo —respondí.

— Y entonces Miguel se retiró con ella hacia un barranco, pero al llegar al borde le dieron un balazo en la espalda, y los dos se despeñaron, abrazados... Yo lo vi, ¿sabes? Y el que estaba conmigo también, pero a él lo mataron cuando nos retiramos. El barranco quedó en tierra de nadie. Era muy hondo. Intenté bajar una noche. Imposible. Fue hace casi un año. No quedará nada de ellos... las alimañas...

Fue entonces cuando me desmayé de dolor y nos metieron en la ambulancia.

Pero ahora ya estaba curado, al menos de la pierna. En realidad la herida había sido poca cosa; lo malo fue la infección, y quizá lo otro influyó en mi larga postración. Salí del trance endurecido. La infinita variedad de sentimientos que me inspiraban los hermanos, juntos y cada uno de ellos por separado, se decantó en admiración, con algo de envidia, por ambos y amor por ella, sin celos de él. Elena y Miguel se habían querido durante toda su vida, sin separarse. Al final habían podido escoger la muerte del todo adecuada, sin que un amante dejase solo al otro, haciendo a la perfección aquello para lo que estaban prodigiosamente dotados, guerrear. Nec metu nec spe, pero con alegría, pues de lo contrario no hubiesen caído. Por eso no había muerto yo, por falta de alegría. Y yo seguía triste, y enamorado de Elena, pero al menos sin celos ya. ¿Cómo iba a sentir celos de Miguel? Él le había dado a ella lo que ni en mí ni en nadie hubiese Elena podido encontrar, su propia imagen en un espejo.

Lo único que turbaba mi tristeza —honda pero sin ambigüedades ya— era la pregunta de siempre, ¿por qué se habían metido en mi vida y, sobre todo, por qué me habían metido en la suya? Pero estaba tan agotado que al llegar ahí cerraba los ojos y procuraba pensar en otra cosa, por ejemplo en mis lecturas y estudios, abandonados hacía ya un año. Me entraron ganas de volver a ellos, quizá para sentirme más cerca de Elena, acaso también como único remedio a mi desmovilización militar. Del frente de batalla me echaban, la retaguardia me repugnaba. Había perdido todas las ilusiones políticas. Seguía creyendo que ganaríamos la guerra, pero en el fondo empezaba a darme igual. La post-guerra sería sórdida de todas formas, llena de imposturas y de imposiciones. Casi mejor que los desengaños se los llevasen los otros.

El problema inmediato estaba en que aquella guerra, civil pero total, no dejaba resquicio por donde respirar otros aires que no fuesen bélicos —vedados ahora para mí— o administrativos de la represión y de la penuria. Volví a Madrid. Rechacé puestos de chequista, de delegado de abastos y de intérprete de las Brigadas Internacionales, este último por no gustarme la cara gélida del inglés que me lo proponía. Al final surgió una salida inesperada. Un buen hombre que trabajaba en el Ministerio de Estado y que tenía empeño en darme las gracias en persona por haber yo salvado del paredón a un hermano suyo faccioso —de quien ni me acordaba— me ofreció un empleo, medio cultural, medio de propaganda republicana, en Londres.




* * *



Bibliografía de El Rompimiento de Gloria
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008

martes, 10 de noviembre de 2009

El Rompimiento de Gloria (cap. XXI)

XXI


— Dicen las monjas del hospicio que por qué no llevamos algún domingo a los niños a la Sierra. Se están asando allí encerrados y cada día parecen más verdosos. Las monjas aseguran que las madres de las criaturas ya no creen que somos unos sacamantecas, pero yo tengo mis dudas —dijo Elena una noche de mucho calor.

Miguel siguió absorto en Top hat, white tie and tails al piano, el gato saltó por la ventana para pasear en el jardín y yo me debatía en silencio entre el sentido común y el sentido político.

— Bueno, ¿qué pensáis? —preguntó Elena.

Miguel cerró el piano con un suspiro.

— Mañana preguntaré en el cuartel cuándo puedo robar el camión. Cuanto antes, mejor.

— ¿Crees que es prudente? Con la huelga de albañiles y todo eso... Las familias de los niños deben de andar revueltas, digan lo que digan las monjas —objetó Elena.

— De perdidos al río —replicó Miguel, encogiéndose de hombros.

Y al río nos fuimos, el domingo 12 de Julio. Al Jarama, que en su curso alto tenía buenas praderas y buena sombra de hayas, espesa y fresca, pero no tanta agua como para que corrieran peligro los niños. Miguel iba al volante del camión y en la cabina lo acompañábamos Elena y yo. Detrás, en bancos de madera, traqueteaba una veintena de hospicianos, vigilados por Paco el asistente, de uniforme y con una fusta en la mano.

— Es po - po - po- por si se desmandan, que están muy resabiados.

El día estaba hermoso, corría un poniente largo y yo sentía el muslo de Elena contra el mío en cada bache de la carretera. Los niños se desgañitaban cantando el Tápame, tápame:


En la playa se bañaba
una niña angelical
y acariciaban las olas
su figura escultural.
Al entrar en la caseta
y quedarse en bañador,
le decía a su bañero
con acento encantador:


Tápame, tápame, tápame,
tápame, tápame, que estoy helada.
Para mí será taparte
la felicidad soñada.
Tápame, tápame, tápame,
tápame, tápame, que tengo frío.
Si tu quieres que te tape
ven aquí cariño mío.



Seguro que las monjas les tienen prohibida esa copla en el hospicio, pensé. Iba contento, pero los hermanos parecían preocupados. Luego, en el prado junto al arroyo, todos nos reímos organizando juegos y manteniendo el orden.

— Pablito, ponte el sombrero —le dije a un bizco que bizqueaba más que de costumbre con el sofoco.

— Es que tengo calor.

— Pues por eso. Póntelo ahora mismo o te daré un fustazo.

— Sí, don Sátur, lo que usted mande.

— Veo que le has cogido gusto a la disciplina del Arma de Caballería, Sátur. Y eso que no has hecho todavía la mili —observó Miguel.

— En cuanto la haga perderé el gusto por las órdenes. Si es que la hago... —repliqué, pensando no en algún cataclismo social sino en mis esperanzas de que la Junta de Ampliación de Estudios me enviase al extranjero.

Pero dejé de pensar en el porvenir al ver a Elena vadeando el arroyo con las faldas subidas a medio muslo.

— Por aquí debe de haber nutrias, pero esta tropa que traemos las habrá ahuyentado.

— Pues podemos nosotros tres buscarlas río arriba y llegar hasta el manantial, detrás de ese pico, a unos dos mil metros. Paco se basta para lidiar con los chicos hasta que volvamos —sugerí.

— Ni hablar —contestó Miguel —Cuando se es responsable de la gente no la puede uno abandonar. Nunca. Nos jorobamos una de las últimas excursiones y ya está.

— Os vais a Hungría en Agosto, ¿no?

— Supongo. Sabe Dios...

Mi único proyecto era ir a León, pero tampoco eso lo veía claro, tal como estaban las cosas. Miré a los hermanos tumbados en la sombra. Aun taciturnos como hoy, y de seguro refractarios a la marcha de la Historia, me inspiraban ternura. Y el muslo de Elena era perfecto y ella, cerca de mí, olía a hierba. Continué pensando en voz alta.

— El futuro es que ésos —y señalé a la caterva de adefesios —sean un día como vosotros, no que vosotros dejéis de ser.

— Eso dependerá de la gente como tú, Sátur.

— Somos muchos.

— No, no me refiero a tus conmilitones sino a la gente de tu índole. Y la gente de tu índole es escasa. Siempre fuimos pocos y ahora somos menos todavía —terminó Miguel, bostezó y se durmió en el regazo de su hermana.

Elena me miró en silencio largamente, con ojos de interrogación, pero como yo no sabía qué me estaba preguntando, permanecí también callado. El tiempo se paró y dejé de oír los chillidos estridentes. La tarde quedó honda y serena.

Llegó la hora de irse. Las piernecitas flacas de los niños estaban cubiertas de arañazos, sus caras sonreían, algunas con expresión idiota, unos pocos cojeaban y todos parecían felices.

— ¿Estáis todos? —pregunté.

— ¡Sííí!

— Venga, a formar y a numerarse —ordenó Miguel.

— ¡Uno!

— ¡Dos!

— Deprisa, ¿quién tiene el número tres?

— Manolo —contestaron varios.

— ¿Cuál de los Manolos?

— Manuel Pérez Expósito.

— ¿Y dónde está?

— Se fue a orinar.

— ¿Cuándo?

— Hace un buen rato.

Lo llamamos todos a voz en grito y con la bocina del camión, pero Manolo no aparecía ni contestaba.

— Cuidado que les dije que no se apartaran sin avisarme, ni para mear. ¡Estos pu- puñeteros niños! - repetía Paco con rabia.

Pero al cabo la ira se convirtió en preocupación de los mayores y desasosiego de los niños, que se apiñaron inquietos alrededor de Elena. Por fin Miguel, que se había alejado un trecho, encontró huellas del niño en la ribera.

— Voy a buscarlo arroyo arriba. Habrá remontado el curso porque estaba cerca de nosotros cuando hablamos de las nutrias y sentiría curiosidad por verlas y quizá por descubrir el nacimiento del río.

— Te acompaño —dijo Elena con vehemencia.

— No, quedaos todos aquí y cuidad de los niños. Haced una hoguera de ramas verdes, para que se vea el humo, y cuando anochezca, de ramas secas, para que se vea el fuego. En cuanto sea noche cerrada, si no he vuelto, llevaos a los niños al hospicio y volved mañana temprano con la Guardia Civil.

— Por favor, Miguel, deja que vaya contigo —insistió Elena.

— No, te he dicho que eres más útil aquí.

Elena bajó la voz y su tono se hizo suplicante.

— Es que he tenido un presentimiento.

— Y yo otro; el chiquillo está allá arriba en las peñas y lo traeré sano y salvo. Adiós —zanjó Miguel.

Elena inclinó la cabeza como una niña castigada y se sentó en una piedra, con la mirada fija en la dirección por donde había desaparecido su hermano. Ahí siguió mientras Paco y yo repartíamos órdenes, consuelo y onzas de chocolate. Al final nos pareció más seguro subir a los niños en la batea del camión, para mantenerlos bien concentrados.

Encendí un pitillo y me fui a sentar con Elena.

— No te preocupes, que Manolo aparecerá.

Ella me miró con ojos apagados.

— ¿Quién es Manolo?

— Mujer, ¿quién va a ser? El chaval que se ha perdido.

Comprendí que en esa situación el niño le importaba un bledo.

— Y Miguel se mueve por el monte como un lobo, de día o de noche. Bien lo sabes tú.

Pero no me escuchaba, y me inquietó reconocer en su rostro, a la vez tenso e ido, la misma expresión que le había visto aquella vez en que hablamos de Aldana. Renuncié a razonar con una visionaria; le besé la mano, que estaba fría, y la frente ardiente. Le eché una manta sobre los hombros.

— Abrígate, que el crepúsculo es muy traicionero.

Paco empezaba a arrojar ramas secas al fuego, para que se viese desde lejos en el lubricán. Me llamó para cuchichear.

— Dentro de media hora tendremos que irnos. Pero la Señorita no querrá.

— Pues nos quedaremos un rato más.

— Pero las órdenes del Capitán...

En efecto, Elena ni siquiera escuchó nuestros ruegos cuando cayó la noche honda y sin luna. Siguió inmóvil con la mirada perdida en la oscuridad.

— Podemos colocar el camión con el morro un poco en alto y mirando hacia el Norte, y encender los faros —se me ocurrió.

Pero Elena salió de su letargo para quejarse con un hilo de voz:

— Con ese ruido no oigo, con esa luz no veo...

Abandonamos el intento y me senté con ella a escudriñar la negrura lejana. El fuego sólo iluminaba los primeros árboles, en el silencio sólo resaltaba el ulular del búho real.

— ¡Es él! ¡Lo oigo! —gritó Elena.

— ¡Cálmate por Dios, Elena! Es un búho.

— ¡Es él, me está llamando! ¡Está cantando triste!

Antes de que pudiera detenerla corrió hacia la linde del bosque. La seguí pero nos paramos los dos al aparecer Miguel entre los troncos. La incierta luz de la hoguera lo teñía todo de rojo, salvo la cara, negra de chorreones de sangre. Llevaba a cuestas al niño, inerte.

Elena se abalanzó sobre su hermano y lo besó en la boca entre sollozos. Con voz ronca gemía palabras incoherentes.

— Vida mía, mi amor... yo sabía que ibas a morir, anoche lo soñé, te vi así, con la cara ensangrentada... y me desperté y te busqué a mi vera en la cama pero no te encontré, mi vida... pero la cama estaba todavía caliente de tu cuerpo fuerte y del mío y de habernos abrazado... y no estabas, vida mía, ¿te habías muerto ya, te habías muerto?

Miguel, muy derecho y con la cara desencajada, me entregó al niño, cogió a su hermana por los hombros y se internó con ella en la espesura, murmurándole:

— Ya pasó, vida mía, ya pasó... Estoy muy bien, esto es sólo un rasguño, acompáñame a lavarlo en el arroyo... tú me lavarás... Beberemos agua.

Me volví al camión con Manolito, que lloriqueaba medio dormido. Paco se hizo cargo de él. El soldado no parecía haber oído nada y los niños, alborotados, menos.

— Sólo tiene un desguince y el susto. Ahora mismo hay que irse, antes de que sea demasiado tarde —me dijo sin sonreír y sin tartamudear.

Volví a Madrid en la batea del camión, con Paco y con los niños. Pedí que me dejaran en una boca del Metro, pero ya no había servicio y llegué a casa andando y llorando.




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Bibliografía de El Rompimiento de Gloria
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008

lunes, 2 de noviembre de 2009

VENALIS POPULUS

A los tiempos que corren, el mejor y más amargo comentario sería el de Petronio citado por Feijóo:
VENALIS POPULUS, VENALIS CURIA PATRUM.
Dejémoslo en la decente oscuridad de una lengua clásica.

lunes, 19 de octubre de 2009

El Rompimiento de Gloria (cap. XX)

XX



Por aquellas fechas de Marzo de 1936 y coincidiendo con el celo de las nubes y las ansias de los mirlos, todo en mi vida empezó a volverse cada vez más rápido y más intenso. La política también, aunque hasta finales de la Primavera pensé que cuanto pasaba en la vida pública española seguía siendo cosa de la República burguesa. Pero había que preparar otro estado de cosas, más recio y esperanzado, y con ese fin redoblé mi participación en mítines y reuniones. Con frecuencia fui agrio en los debates y muy poco conciliador, como si la prisa frenética que tenía en todo lo demás no encontrase más cauce expedito que la política. Un día reñí con los compañeros.

— Ahí os quedáis. Avisadme cuando os dejéis de dilaciones.

Y en efecto me avisaron a principios de Junio para ayudar a fraguar la fusión de las Juventudes Socialistas con las Juventudes Comunistas.

Pero yo no quería tan sólo hacer la Revolución sino besar a Elena, ver y oler todas las montañas y aprender a fondo el griego y el latín, además del inglés, todo ello antes del Verano.

Como tampoco podía prescindir de mi sueldecillo y tenía que seguir yendo al Monte de Piedad, acabé durmiendo muy poco y me hallaba en un estado de perpetua excitación. De hora en hora pasaba de la furia a la euforia, fumaba como una chimenea y encima pretendía ganar a los hermanos peñas arriba. Supongo que si no enfermé fue porque el atavismo de los Montes de León no tiene previsto enfermar, sólo morirse cuando llega la hora.

Cuando busco recomponer esos meses —cosa que intento a diario desde hace más de medio siglo— los recuerdos me vienen a la mente en completo desorden. Conservo las notas, que nunca dejé de tomar, movido quizá por afán exorcista de ciertos sentimientos o por la fascinación de ciertas imágenes que eran como fogonazos, pero se había acabado el cuaderno de tapas de hule y empecé a escribir a toda prisa en cuartillas sin fecha y sin gramática, aunque con exactitud a veces dolorosa, como un notario loco pero fidedigno. Aun sin notas, los recuerdos hubieran sido confusos mas nunca borrosos; las luces y las sombras eran tan fuertes que conservo las imágenes en la memoria con absoluta nitidez, como si fuesen de ayer.

Los colores también. Leche y miel, los cuerpos de los hermanos. Habíamos quedado en encontrarnos un Domingo, a media mañana, en aquel valle glaciar donde nos habíamos conocido un año antes. Ellos llegaron el Sábado para dormir al raso; yo no pude salir de Madrid hasta el Domingo por la mañana, por un compromiso político. Al alcanzar el valle por la vereda que faldeaba desde Poniente lo encontré vacío aunque había pertrechos arranchados junto a un galayo. Grité pero no me contestaron. Deambulé respirando el olor a vainilla de los piornos y me acerqué al borde del valle por donde se despeñaba ruidoso el arroyo. Oí voces entre los murmullos del agua y asomándome vi a mis pies, bajo el chorro de una mínima cascada, a Elena y a Miguel, desnudos. Jugaban y chillaban como niños.

— ¡Uy, qué fría está el agua!

-—¡Tonto, cobardica! Si ni siquiera es agua de deshielo...

— ¡No me empujes, que las piedras resbalan!

Iba a llamarlos pero, deslumbrado y tímido, me quedé mirándolos en silencio. Y esa mirada no fue de deseo; todo era demasiado hermoso e íntimo, la luz era demasiado fuerte, el agua demasiado fría, sus cuerpos eran perfectos y vigorosos, sus juegos eran de una inocencia edénica. Contemplé la escena durante unos instantes incalculables y la seguiré contemplando mientras viva. No sentí lujuria pero sí amor. Y amor, cosa rara, por los dos, como se siente amor rendido de admiración ante la perfección gemela de dos columnas o de una pareja de águilas o de dos versos inseparables. La piel de ambos tenía casi el mismo color de miel en las partes del cuerpo tostadas por el sol; si acaso los brazos o el rostro de Miguel tenían un tono de miel algo más oscuro y los de Elena algo más dorado. Los torsos de ambos tenían tonos de blanco más distintos, blanco lechoso él y blanco de mármol un punto rosado ella. No, no fui voyeur. Las hierofanías no producen voyeurismo, y menos las teofanías. Pero me aparté de la escena ruborizado, no por haber visto esos cuerpos desnudos sino por vergüenza de comparar el mío, cetrino y achaparrado, con los suyos. Me sentí acalorado pero no quise quitarme la ropa, y me metí vestido en la laguna arroyo arriba, en medio de la nava.

Allí me descubrieron al remojo los hermanos y se rieron de mí, pero más tarde Elena me miró fijamente y me dijo:

— Nadie debe avergonzarse de su cuerpo, y tú menos; tu cuerpo es recio y nervudo.

— ¿Y tú que sabes?

— Lo conozco muy bien, te lavé cuando pasaste aquellas fiebres en casa.

Tampoco olvidaré su sonrisa al decirme eso.

Con ese recuerdo me hundí en la siesta, pero salí de ella desabrido por fuera e intolerante por dentro. Me dormí pensando en la Arcadia y me desperté con ansias de Utopía, en uno de mis bandazos, como los llamaba Elena, que desatendían sus consejos de realismo.

— Me tengo que ir; esta noche temprano hay una reunión de los compañeros.

— Si esperas un rato te llevamos en el sidecar y hasta llegarás antes.

— No gracias.

— Bueno, hombre, pues buen viaje.

En realidad yo quería estar a solas un rato, aunque fuese en el tren, y pensar en lo que ahora me parecía mi traición a los propios instintos. ¿Por qué no había mirado a Elena con ojos carnales? Porque había abdicado de mis apetitos más naturales, había dejado de ser un hombre para volver a párvulo embobado ante la maestra. ¿Y qué demonios ganaba la maestra, o ganaban los maestros, con esta situación absurda? El puro halago de su vanidad oligárquica, el sentirse superiores al seducido, un muchacho del pueblo. Enseguida me arrepentí de mi ruindad, recordando su sonrisa al contarme que había lavado mi cuerpo enfebrecido. Tanto daba, las cosas no podían seguir así; en Septiembre tendría que cortar a cualquier precio una relación tan malsana como ésta.

Y en verdad la pasión política era entonces tan fuerte y honda para mí como la pasión amorosa. Esa noche se me saltaron las lágrimas cantando la Internacional y cuando me acosté recordé con tanta emoción el cuerpo hermoso de Elena como las hermosas miradas desafiantes de mis compañeros de viaje hacia la Utopía.

Pero otra noche la pasé en blanco pensando en mi promesa incumplida de volver al pueblo para ver a mis padres. Entre una cosa y otra no había dispuesto de los escasos días necesarios para el viaje. Pero a las cuatro, hora fatídica en que el demonio de la madrugada nos hace ver la Abominación de la Desolación, se me ocurrió que acaso yo no había querido volver a la aldea porque aquel mundo estrecho se me antojaba demasiado pobre para ser Arcadia y demasiado caduco para ser revolucionario. Y yo era un miserable petimetre descastado. En el acto escribí una carta larga y cariñosa a mis padres, anunciándoles mi visita para Agosto, a fin de cuentas tan sólo al cabo de unas semanas. Después sentí la necesidad de pedir perdón ante un altar.

El único santuario que convenía al caso me lo habían descubierto los hermanos poco antes en la Sierra. Allí volví, solo, dormitando en el primer tren de la mañana. Luego anduve tres horas sin ver un alma, subiendo por un valle entre dos laderas, una verde y boscosa y otra pedregosa y árida. En esta última, a media falda del secarral, encontré lo que buscaba: un mínimo manantial oculto por un brezo, un enebro, un rosal grande y una madreselva entrelazada con los arbustos. En el agua crecía una matita de nomeolvides y a un palmo de distancia florecía una orquídea rosada, de las que llaman satirión. Había exactamente esas plantas y no más, un individuo de cada especie. Cada planta tenía su personalidad, todas eran modestas y a la vez bellísimas. El sol, a esos casi dos mil metros, era glorioso y soberano; ellas eran humildes pero igual de gloriosas en su poquedad vulnerable. El rincón minúsculo era en sí un milagro y cualquier griego le habría asignado una deidad tutelar menor. Me puse de bruces y bebí mucha agua. Sentí perdonada, lavada mi impietas. Volví despacio al llano, maravillado y preguntándome cómo había podido Pascal pensar que el hombre era superior al junco pues pensaba. Como si todas las plantas no sintiesen, como si no hubiese juncos sagrados capaces de perdonar a los viles roseaux pensants.

La verdad es que, incluso en mi juventud marxista y aun en mi infancia de ortodoxia cristiana, yo nunca compartí la creencia general en que la dignidad es atributo exclusivo del género humano. Ese exclusivismo me parecía y me sigue pareciendo tan interesado como ridículo. Por ejemplo —pensé ese mediodía, ya cerca del apeadero, viendo un cernícalo primilla— ¿qué dignidad tienen Chapaprieta o Martínez Barrio? Ninguna. ¿Y qué dignidad tiene ese pájaro que busca una lagartija para sus crías? Toda. El ave permanecía suspendida en el aire, inmóvil, proa al viento, para luego caer en picado, con espléndido garabato, sobre alguna presa modesta, quizá no más que un escarabajo, pero suficiente para subsistir y para perpetuar una especie más gallarda y digna que el hombre: el cernícalo de vuelo airoso y herrumbrosa color.

Ya en el tren de vuelta, más tranquilo y a punto de dormitar otra vez, pensé en el misterio de los colores, que nunca chocan en la Naturaleza, aun en combinaciones que si fuesen escogidas por el hombre resultarían intolerables de puro artificiosas. El azul cobalto del nomeolvides y el rosa purpúreo del satirión, que acababa de ver juntos en perfecta armonía, no había pintor que se hubiese atrevido a juntarlos, y con razón. Claro que los ojos indecibles de Elena y los de Miguel, del color del myosotis, también habrían desesperado a un pintor que hubiese tenido que retratar a la pareja. ¿Gainsborough? No, no se hubiera arriesgado, y eso que la belleza de los jóvenes habría sido muy apreciada en la Inglaterra del siglo XVIII. ¿Bronzino? Sí, quizá se hubiera atrevido a pintarlos, pero cubiertos de brocados suntuosos para no asustar al espectador; nunca los hubiese escogido para una escena mitológica, pues sus desnudeces nada mórbidas y tonos de piel tan vivos requerían la realidad montaraz y no el amaño del lienzo.

Claro que en ocasiones el monte ofrece ejemplos casi burgueses de cordura cromática, pero es una rara condescendencia, una ironía pánica, presagio de algún exceso inminente. Así, descubro una nota suspicaz entre mis papeles de entonces: “Fin Junio pradera Poniente. Cardo, cantueso, rapónchigo, diente de oveja. Todos juntos en un grupito azul entonado. Algo tramarán”.

Y es que unas semanas antes había observado con atención las extrañas compañías de los colores violáceos en las sierras. En Gredos, a donde volví con los hermanos, éstos me señalaron con aplauso una orgía abigarrada en el sotobosque de un robledal: el fuerte azul amoratado del cantueso en flor se mezclaba sin freno con el verde tierno de los helechos jóvenes.

— ¿Ves, Sátur? Pan no conoce el recato.

También durante esa Primavera, una tarde en el Valle del Lozoya, descubrí el secreto del color indefinible del rebollar. Ya de niño me había llamado la atención el tono leonado pardo de aquellos bosques de melojos, o rebollos como los llamábamos en el pueblo. Al no perder las hojas con los fríos, ese color animal duraba hasta la Primavera, cuando empezaban a salir las hojas nuevas, de un delicado verde pálido, como de pistacho. Durante un tiempo convivían las hojas viejas con las jóvenes, y de lejos el efecto era raro; diríase que faltaba algo para entenderlo del todo. Era como probar un guiso sabroso y no saber qué condimento le daba el sabor peculiar.

— No comprendo esa ladera de enfrente. Sé que ahora los rebollos tienen hojas de color rastrojo y hojas de color lechuga aporcada, pero el conjunto tiene además otro tono en la mezcla —dije una tarde durante un alto, para no dormirme.

Miguel entreabrió los ojos, alargó la mano perezosamente y arrancó una hoja verde de la rama que le servía de apoyo.

— Mira con cuidado... no, hombre, antes quítate las gafas de sol... Esta hoja no es toda verde pálido. Tiene un toque cárdeno, ¿ves? Por eso desde lejos el rebollar es indescriptible. Porque es incomprensible. Como todo.

— ¿Qué quieres decir?

— Que en la vida lo más difícil es ver a la vez la hoja, el árbol y el bosque. Es un problema de enfoque óptico. Y de los demás sentidos, porque para percibir bien una cosa viva hay que olerla y sentir la temperatura y la humedad o la sequedad. Si no, se queda uno con la parte pero sin el todo.

Me vino a la memoria haber leído en un libro que las hojas tempranas del rebollo eran glaucas. Quizá el autor se había armado un lío entre la hoja y el árbol, quizá el color glauco era la mezcla pálida del rubio, el verde y el violeta, quizá acertaban sin saberlo quienes traducían glaukopis por glauco, quizá ese era el color de los ojos de Elena. Pero la muchacha dormía y no me atreví a despertarla para comprobarlo.

Hubo asimismo dos días de vislumbres —y deslumbres— en Gredos. El sol estaba ya tan alto al mediodía que cualquier sombra —de bosque, de árbol, de hoja o de roca— parecía una fresca mancha negra rodeada de oro fundido. La salamandra, por espíritu de contradicción, era el mundo al revés: toda ella negra azabache, con manchas doradas. La trucha exhibía sus lunares rosa-chillón, la mariposa pavo real sus falsos ojos insondables, la orquídea maculada sus máculas eclesiásticas, y hasta un mochuelo diurno mostraba sus motas como un señorito cala- vera luce de día sus galas nocturnas. La cordillera nos regalaba sus bromas, sus locuras y sus hierofanías a manos llenas, y todas eran variopintas y abigarradas. Fue aquello una Tregua de Dios en mis luchas.

— Prométeme que algún día traducirás a Hopkins —me dijo Elena al oído, en el tren.

Asentí con una sonrisa sonámbula y seguí durmiendo. Olvidé la promesa y aun el nombre del poeta, pero mucho después descubrí Pied beauty y traduje aquel himno a “todo lo peregrino, singular; cuanto de raro y vario ha sido hecho”. Hasta entonces no entendí del todo las dappled things.

Pero hubo días implacables, sin sombras ni contrastes, como si ya hubiese llegado el verano irremediable. En plena canícula atravesamos un manchón enorme de tojo; no se sabía qué era más hostil, si sus púas o su amarillo uniforme y sulfuroso. Llegados al rebollar recién piconeado encontramos polvo negro, poca sombra y muchas peonías en flor, mustias y sangrientas. Tras ese día insoportable contrarrestamos los colores y calores feroces yéndonos por la noche a ver una película en blanco y negro, como todas entonces, pero tan fresca y sorprendente como la noche estrellada sobre nuestras cabezas en aquel cine al aire libre, en una azotea de la Gran Vía. Era Top hat; daba gloria ver bailar a Fred Astaire y Ginger Rogers sin acalorarse. Yo hubiera preferido ir a ver El acorazado Potemkin, más acorde con mis preocupaciones del momento, pero tuve que reconocer que también Irving Berlin tenía su magia, aunque blanca.



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Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008

lunes, 5 de octubre de 2009

Laudatio de Hugh Thomas

El pasado 11 de Febrero de 2009, el historiador británico Hugh Thomas, Barón Thomas de Swynnerton, recibió de manos de la Infanta Doña Margarita, Duquesa de Soria, el VIII Premio de Periodismo Rafael Calvo Serer, que concede la Fundación Diario Madrid. Me encargaron la Laudatio, cosa que siempre da gusto hacer cuando el elogiado tiene sentido del humor. Hugh Thomas lo tiene, y en gran cantidad, así es que esto fue lo que dije de él:



Señora, con la venia de Vuestra Alteza Real.

Es un honor el hacer una laudatio de alguien que no la necesita, porque es de sobra conocido y de sobra se merece esa laudatio. Además como nuestro presidente y amigo Antonio Fontán ha hecho una excelente narración lineal de su vida y de su obra voy a centrarme en hablar de las muchas virtudes, algunas quizá no tan conocidas como podrían serlo, que tiene el tan justamente premiado y aquí presente Lord Thomas, Hugh Thomas, Barón Thomas de Swynnerton, para hacer las traducciones que a ti, Hugh, tanto te gusta hacer.

Aparte de eso querría añadir algunas fechas, porque al tomar las notas descubrí algo que, en tu afición que en algún momento demuestras en tus libros por ciertas tendencias neoplatónicas del Renacimiento y del Barroco, supongo que habrás notado.

Hugh Thomas nació en Windsor en el año 1931, en el 1961 publicó la primera edición de su obra sobre la guerra civil española. En 1971 publicó la primera edición de su libro sobre Cuba. En el 1981 fue nombrado Barón Thomas of Swynnerton y no he encontrado, y tampoco se me ha ocurrido preguntársela, la fecha en que se casó con Vanessa, pero no sé si terminaba en uno, también en todo caso fue un año fausto, cualquiera que fuese.

Querría insistir también en que la variedad de géneros que ha cultivado Hugh Thomas es verdaderamente insólita hoy en día, quizá en otros tiempos era menos insólita. Y querría insistir también en su condición de excelente periodista, que además encaja plenamente con el motivo del premio que se le ha dado a Hugh Thomas.

No digo que haya leído los centenares de artículos y reseñas que ha publicado Hugh Thomas pero sí he leído muchos y no me he aburrido nunca, lo cual yo creo que de un periodista es quizá lo más importante que se puede decir, y en una laudatio lo más laudatorio quizá que se pueda decir, pero no es lo único.

Como historiador está en el conocimiento general su vasta capacidad de análisis y de síntesis y de comprensión, pero volveré a ello luego. Como biógrafo también ha hecho obras muy notables. Ha escrito novelas, cosa que se conoce menos, pero que son libros que en mi opinión habría que reeditar.

Y luego ha actuado como un gran pensador político, ha sido el alma de un centro de estudios, el Centre for Policy Studies, que tanto ayudó a Margaret Thatcher y tantas ideas le facilitó y que Hugh Thomas dirigió entre 1979 y 1991, es decir, mientras además lograba escribir toda suerte de obras a la vez.

Es un pensador político con una gran imaginación que no sólo usa para prever el futuro, sino para entender el presente y para imaginar el pasado. En otras palabras es un pensador político para el que su condición de historiador es la mayor facilidad que puede necesitar.

Es un magnífico orador académico, como vais a comprobar y hemos visto en otras ocasiones, y además es un magnífico orador parlamentario. Sí, Hugh, recuerdo un discurso tuyo, una intervención en la Cámara de los Lores sobre Gibraltar, a la que asistí como Embajador de España porque el Barón Thomas de Swynnerton me invitó a que fuese, fuí con cierta preocupación pero luego comprendí que es lo mejor que podía habernos ocurrido a los españoles en un debate así, y ya bastantes años después te felicito y te doy las gracias.

Pero yendo a ciertas virtudes que como historiador, escritor y pensador tiene nuestro premiado me gustaría, si se me permite, citar lo que dice Feijoo del padre Mariana, porque es la mayor y mejor descripción que se puede hacer de cómo debe ser un historiador. Y como creo que Hugh tiene todos los requisitos y todas las virtudes que Feijoo atribuye a Mariana lo voy a leer.

Dice Feijoo hablando de Mariana, que naturalmente era muy anterior a él, “sobre los demás talentos —que tenía el padre Mariana—, sobre los demás talentos necesarios para la historia era sumamente sincero y desengañado”. Me parece muy bien el ser tanto sincero como desengañado.

Y luego cita a su vez lo que decía del propio Mariana el cardenal Baronio. Dice: “el padre Juan de Mariana, amante fino de la verdad, excelente sectario de la virtud, español en la patria pero desnudo de toda pasión, con estilo erudito dio la última perfección a la historia de España”.

Me parece que dentro del estilo muy medido de Feijoo y del cardenal este conjunto de cualidades atribuidas a Mariana constituyen algo extraordinariamente moderno y muy necesario y cada vez quizás más difícil de practicar, pero que Hugh Thomas ha ejercido con gran eficacia.

Pero no acaban ahí sus virtudes, y uso la palabra virtud en el sentido antiguo de la palabra, y no voy a entrar en ello pero creo que Hugh sabe muy bien a qué me refiero. La otra gran virtud que tiene además de ser sectario de la verdad es que vive la historia, es lo contrario de Fukuyama. Fukuyama cree que la historia se ha acabado, Hugh sabe que no se ha acabado, probablemente Fukuyama por desgracia para todos nosotros se ha enterado ya de que no se acabó la historia. Pero Hugh no necesitó esperar a vivir varias catástrofes, como la crisis económica que actualmente nos amenaza o ya ha empezado, para enterarse de que la historia no se había acabado.

Al leer a Hugh recuerdo a veces la frase aquella que se atribuía a un americano que vino a Europa y luego volvió y dijo: “¿saben ustedes una cosa? He descubierto que el pasado no está muerto, de hecho el pasado no está ni siquiera pasado”, lo cual para bien o para mal es un hecho cada día más evidente.

Cualquiera que haya tenido ocasión de pasear con Hugh Thomas, de charlar con él, de verlo no sólo en su propio ambiente londinense o inglés sino también en Madrid, sabe hasta qué punto para él la Historia es algo vivo.

Más de una vez cuando he ido a almorzar con él al Athenaeum, su club en Londres, y hemos visto el gran retrato de Federico el Grande en el zaguán en la entrada, todo eso ha dado lugar a una serie de consideraciones que tan sólo alguien que sabe que la Historia sigue viva para bien o para mal, es capaz de hacer. O al pasar por delante de la que fue embajada alemana en Carlton House Terrace donde lo único que queda de la Embajada Alemana, quiero decir, del paso de su función como embajada alemana, cosa que ya no es, es la tumba de un perrito, con una lápida que no han quitado los ingleses y que tiene la inscripción en alemán. Ayer le pregunté a Hugh si estaba seguro de que estaba en alemán y en efecto el epitafio está en alemán…

Y Hugh naturalmente recuerda que allí fue donde Harold Nicolson, otro gran diplomático, llevó el ultimátum en la noche del 3 de agosto de 1914 y se lo entregó al Príncipe Lichnowsky, Embajador Alemán, el cual le dijo al joven diplomático que se lo entregaba: “¿sabe usted, Nicolson? Este es el final de la civilización”.

Palabras de las que se hizo eco sin saber probablemente lo que había dicho el Embajador Alemán, al día siguiente me parece, o dos días después Sir Edward Grey, cuando vio cómo se apagaban las luces desde su balcón, las luces de Londres en previsión de bombardeos y dijo: “se están apagando las luces en toda Europa, nunca más volveremos a verlas encendidas”.

Ese lado melancólico que produce la historia Hugh sabe mitigarlo porque tiene otra gran virtud muy poco corriente pero muy necesaria para los historiadores. Me refiero al sentido del humor.

En el verano de 1994, en un seminario que organizamos en Santander, Hugh Thomas dio una magnífica conferencia. Era sobre la próxima entrada en la Unión Europea de los países nórdicos. Fuimos a cenar después de la conferencia de Hugh Thomas con unos señores, uno era político, otro era diplomático, de países nórdicos, y uno de ellos le dijo a Hugh: “Entonces, usted está trabajando ahora sobre las atrocidades de los españoles en Méjico”. Ya no recuerdo quién lo dijo pero me acuerdo muy bien de lo que se dijo, que fue: “De verdad, de verdad, si usted cree que los aztecas eran socialdemócratas suecos, descendientes de Rousseau, me temo que está equivocado”. Hay que decir en honor del que dijo aquello de las atrocidades, o sea del sueco, que se echó a reír y dijo: “pues es verdad, bien mirado”.

La conclusión de este punto sería cómo el sentido del humor es bastante útil para entender la realidad histórica.

Tiene otra virtud todavía más fundamental, se corrige a sí mismo, lo cual a casi nadie le gusta hacer. Hugh lo hace con absoluta naturalidad: si se cotejan las diversas versiones de los libros suyos que han tenido varias ediciones, se ve que él no ha tenido ningún empacho en cambiar las cosas cuando él había cambiado de opinión o los datos nuevos que habían llegado a su conocimiento le aconsejaban hacerlo.

Y luego algo todavía más básico: está completamente desprovisto de ese feo vicio extendido por todo el mundo pero que sólo tiene nombre en alemán, que es la Schadenfreude, el alegrarse del mal ajeno. No he leído ni una línea de Hugh Thomas donde se alegre del mal que le ocurra a ninguna nación o a ningún personaje histórico. Por supuesto tampoco se alegra de los males que acontecen a su país, pero es que ni siquiera se alegra de los males de los enemigos en cualquier momento de su país. Eso creo que da idea de una talla moral insólita también en cualquiera que comenta la Historia.

Así es que en el fondo y en resumen lo que ocurre es que Hugh Thomas no sólo es un hombre erudito, es un hombre sabio, es un hombre culto, y quizá más importante aún, es un hombre bueno.

Él dice que hubiera querido ser..., dice muchas cosas pero la última que le he oído decir es que hubiera querido ser un culto humanista en la corte de Carlos V, y para eso, y él lo sabe, hace falta ser valeroso, y lo señala muy bien Antonio Fontán en su último libro sobre príncipes y humanistas.

Estoy seguro de que Hugh Thomas hubiera sido un magnífico, culto humanista en una corte del siglo XVI o XV y que hubiera empleado el valor que emplearon algunos como Vives o como otros. Estoy seguro de que Hugh Thomas lo hubiera hecho porque estoy seguro de que Hugh Thomas, como he dicho, es y puede ser llamado por cualquiera de nosotros profesor, barón, amigo; creo que el apelativo que en España te dirigiríamos sería el de maestro, y como sabe el profesor Thomas, en España maestro es quizá el título más noble y a la vez más democrático que existe, porque se da al catedrático, se da al maestro albañil cuando se lo merece, no siempre, se da a quien por ser hombre de saberes – cualquier clase de saberes – y de corazón se merece ser llamado así. Así es que enhorabuena, maestro, por el premio.

jueves, 24 de septiembre de 2009

El Rompimiento de Gloria (cap. XIX)

XIX



La primavera empezó un día de Marzo, y no precisamente el 21, sino cuando le dio la gana de cantar a un mirlo en el modesto jardín del Viso. Cantó con tan ciega esperanza que tenía que ser su primer celo y aun su primer trino. No era una tarde muy templada y ni siquiera lucía el sol, pero el mirlo, por lo que fuese, estalló en una melodía torpe y desgarradora al principio, luego obsesiva y dulce.

Me levanté y sin pedir permiso a Elena, que seguía absorta en sus papeles, abrí la ventana para oír mejor al mirlo. Luego me senté en otra butaca desde donde veía mejor a Elena. Ella hizo como si no se diese cuenta de mi maniobra. La devoré con la mirada, la imaginé desnuda, me turbé y cerré los ojos sin dejar de escuchar aquellos trinos de un vigor violento pese a su mínimo origen. Sentí mareo, instintivamente entreabrí la boca para respirar mejor y apreté los puños, hasta que me salvó la voz grave de la muchacha.

— No te preocupes, es natural. Se te pasará. Intenta volver a leer el libro.

La mirada de Elena no era maternal ni compasiva ni de curiosidad distante, pero me pareció que algo tenía de todo eso. A la oleada del deseo siguió una de ira, la miré a los ojos y para no naufragar en ellos me agarré al sarcasmo como a un salvavidas.

— Sí, claro, volveré al libro, que viene como pedrada en ojo de boticario... Es un estudio sobre el tópico de carpe diem. Pero si yo lo aprovechara para suplicarte que no dejases pasar la ocasión, que por muy suficiente que te creas estás sola y fría y seca y yo puedo darte calor, seguro que me contestarías con un desdén también de Horacio, Odi profanum vulgus et arceo, ¿a que sí?

— Pues a ver si aprendes de una vez a no caer en el orgullo del mediopelo, que es el masoquismo. Lo que pensaba contestarte es Multa fero, ut placem genus irritabile vatum. Te iba a llamar poeta aunque picajoso.

— ¡ Por Dios, mujer, qué poeta ni qué niño muerto! Si es que sigo enamorado de ti, ¿o no lo entiendes? —grité apretándole las manos.

— Lo sé, Sátur, lo sé —me contestó con voz cansada —Pero continúa con Horacio hasta encontrar Quidquid delirant reges plectuntur Achivi...

— ¿Y qué?

— Pues eso, hombre, que por cada locura de sus príncipes los griegos reciben latigazos.

— Pero yo no soy príncipe.

— No, tú todavía no eres poeta ni príncipe, eres griego de a pie. Pero algún día...

— ¿Me vas a repetir otra vez que algún día lo entenderé?

— No te iba a decir eso, pero también es verdad.

Elena se soltó suavemente de mis manos, cerró la ventana y se puso un chaleco grueso de lana.

— Hace frío, pero vamos al jardín a esperar a Miguel.

Allí seguimos oyendo al mirlo, cada vez más experimentado y melancólico, hasta que lo ahuyentó el petardeo de la moto.

— Chicos, qué día hoy en el cuartel, los caballos estaban caprichosos y difíciles de montar. Será cosa del tiempo revuelto.

Eso era un sábado, el domingo fue peor. En la Sierra, el tiempo cambiaba cada cuarto de hora. Granizo en el valle, llovizna a media ladera, nieve en las cumbres, todo ello con intervalos de sol picante y recio. Eché de menos las gafas de sol; los hermanos se conoce que no pues casi nunca entornaban los ojos, que les brillaban con colores más indecibles que nunca. Yo tan sólo me fijaba en los de ella.

— Elena, ya sé lo que les pasa.

— ¿A quién?

— A tus ojos. Tienen reflejos amarillos como las hojas de los chopos en abril cuando ya verdean, no como el dorado estricto del Otoño.

— ¿No quedamos en que eran glaukopis, de lechuza? Venga, dame esa lata de sardinas que la abra yo; te vas a cortar un dedo.

Por aquellas fechas me pareció que Elena empezaba a echar agua en el vino de su sensualidad natural, como si temiese que siendo ella sin más yo no resistiría el suplicio de Tántalo y caería en algún delirio, regio o proletario.

Pero el suplicio estaba ahí y lo exacerbaba cualquier cosa. Las nubes por ejemplo, que habían empezado a comportarse de una manera rara. Tan pronto corrían alocadas y se convertían en andrajos de mendigos levantiscos, recordándome mis deberes revolucionarios, como contoneaban despaciosas unas curvas opulentas de blancas mujeres desnudas de Rubens. Lo extraño es que el paisaje, aparte de la luz en cambios vertiginosos, seguía siendo invernizo. Los árboles desnudos, los prados ralos y pardos, el cierzo frío engañaban a todos menos a algunos narcisos nivales, a los pájaros y a mí. Y a los hermanos, supongo, puesto que les brillaban tanto los ojos.

Luego dicen que las mujeres son lábiles, pero yo aquel día y durante los meses que siguieron me sentí como una veleta loca, incapaz de marcar un rumbo fijo durante más de un instante.

— Desmayarse, atreverse, estar furioso, áspero, tierno, liberal, esquivo... —recitaba yo como un poseso.

— No sigas, que los varios efectos del amor ya nos los sabemos... al menos según Lope —añadía Elena, prudente.

— Eres la pirómana bombera —me atreví a replicarle.

Miguel se echó a reír pero Elena frunció el ceño.

— Te voy a demostrar que no y pondré por testigo a la nieve.

Subimos hasta los dos mil metros donde había mucha nieve bastante blanda, y nos tumbamos los tres boca abajo.

— ¿Ves? Tú has hecho una marca más honda.

Era verdad, pero las caras de ellos dos dejaron durante unos instantes improntas como de máscaras fúnebres. No duró, sin embargo, mi sobresalto macabro, como no duraba ningún estado de ánimo en aquel torbellino marceante. Ahora comprendo todas las locuras de Marzo, la Luna roja, la danza de la liebre y el asesinato de César. Quizá sea que los jóvenes, para quienes el tiempo pasa tan despacio, se olvidan de un año para otro de los tornasoles, tiritonas y otros presagios de la Primavera. En cambio para los viejos todo es previsible, hasta los equinoccios; esa falta de sorpresas contribuye a nuestra melancolía. Sólo nos puede salvar la liturgia, que da sentido mágico a la repetición. Una vez que se comprende que la tristeza de las estaciones y la locura de las lunas son recurrentes, hay que descubrir la condición sacra del eterno retorno para hacerlo soportable.

Miguel detuvo con un gesto nuestra marcha. Ibamos bajando por una ancha pista forestal, a media ladera. Había caído un chaparrón y enseguida había salido el sol, fuerte y nervioso. El parduzco camino mojado exhalaba vapor blanco.

— Parece una mula de artillería sudando en invierno —dijo Miguel.

— O un montón de estiércol en el corral —apunté yo.

— No, no huele a mula ni a estiércol. Huele a pinaza mojada y quizá incluso a resina. El pinar huele por primera vez desde el Otoño —concluyó Elena.

La hierofanía fue efímera, como todas. Las nubes, que ahora parecían grupas tordas rodadas de caballos obesos e improbables, caracoleando en una escena de batalla barroca, ocultaron el sol. Los vapores espectrales desaparecieron y se esfumó el aroma del despertar de la tierra. Había vuelto el Invierno.

Pero no en Madrid. Casi de noche ya, regresó el mirlo al jardín del Viso. En un día había aprendido mucho de canto y de amores. Demasiado, al menos para mí. Sus trinos, mucho más elaborados que en la víspera, me parecían tanto más patéticos. Elena lo notó y me sonrió.

— Sátur, cuando algo te dé mucha pena no intentes olvidarlo. Recuérdalo con todo detalle. Es el único exorcismo que vale.

— Ni eso conseguiré. Cada mirlo canta a su manera. De éste recordaré el maldeamores, el porqué, no el cómo.

Elena garrapateó algo en una cuartilla y me la entregó.

— Guárdalo, cualquiera te lo puede tocar al piano. En la tonalidad de mi mayor, mi do repetido, acabando en mi, fa, do. Y luego vuelta a empezar. Ese mirlo es muy insistente.

— Como cualquier tonto despechado —contesté yo entre lúgubre y rencoroso.

— Venga, Sátur, no seas cenizo. Verás cómo los trinos adaptados al piano suenan más alegres —terció Miguel y puso manos a la obra.

Pese a jazzear la melodía con talento, no consiguió quitarle su fondo melancólico. Viendo que yo seguía mohíno, los hermanos pasaron a Cole Porter, que solía animarnos a todos.

— ¿Sabes lo que quiere decir I get a kick out of you?

— Que me vais a dar un puntapié.

— No, hombre, aquí quiere decir algo así como “me vuelves loco”. Escucha:


Some get a kick from champagne.
Mere alcohol doesn’t thrill me at all,
so tell me why should it be true
that I get a kick out of you.

Some get a kick from cocaine.
I’m sure that if I took even one sniff
that would bore me terrifically true.
Yet I get a kick out of you.

I get a kick every time
I see you standing there before me.
I get a kick though it’s clear to me
you obviously don’t adore me.



Pero ni por esas me animé; aquello se parecía demasiado a mi propia frustración y aunque la música era alegre resultaba, más que festiva, sarcástica y aun siniestra la alusión a la cocaína. ¿Y si yo me hubiese librado del opio del pueblo para caer en el amor imposible, que es la cocaína del romántico? Ni siquiera me interesó saber que Porter había tenido que cambiar


I get no kick in a plane
I shoudn’t care for those nights in the air
That the fair Mrs Lindbergh goes through



por flying too high with some guy in the sky en vista del famoso e infame secuestro del hijo de Lindbergh, circunstancia deplorable pero que dió pie a una triple rima interna, bastante atractiva, en el verso. Años después recordé a menudo la maldita estrofa cuando tuve que hartarme de volar en avión, con tanta incomodidad y tedio que ni aun la luz ominosa de los reflectores enemigos me sacaba de la postración.

Total, que me volví a la casa de huéspedes dando zancadas y parándome de vez en cuando para boxear con el aire. Me crucé con un sereno viejo, que rezongó apoyado en el chuzo:

— ¡Borracho gilipollas!

— Si ni siquiera he bebido...

— Pues entonces peor.

Tenía razón y me eché a reír. Esa noche todavía aproveché una hora de estudio, leyendo a Séneca en la cama. No entendí nada.


* * *




Bibliografía de El Rompimiento de Gloria
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008

jueves, 17 de septiembre de 2009

¿Cleptocracia o pulcrofobia? ¿O simple amnesia colectiva?


Los errores – o delitos – urbanísticos suelen ser irreparables. Más de un alcalde español conseguiría destruir Venecia en sus cuatro años de mandato, y lo peor es que podría hacerlo con la mejor voluntad del mundo, ebrio de insobornable contemporaneidad.

Pues bien, el Parlamento Europeo no parece estar de acuerdo con la forma de ver las cosas que predomina en algunas partes de España y aprobó por muy amplia mayoría, hace casi medio año, el Informe Auken (así llamado por el nombre de su ponente, la señora Margrete Auken, diputada danesa de los Verdes) que critica los abusos urbanísticos en España y señala la alarmante falta de confianza de los denunciantes en el sistema judicial español.

El informe se centra en tres puntos que suscitan las principales denuncias recibidas en la Comisión de Peticiones del Parlamento Europeo: el incumplimiento de la normativa europea sobre medio ambiente (urbanizaciones en plena Red Natura 2000, falta de evaluaciones de impacto ambiental, etc.), la mala gestión del agua y las expropiaciones abusivas de terrenos.

Pero lo más triste y revelador es que el asunto prácticamente no ha suscitado interés en España. Diríase que al igual que los eurodiputados de los principales partidos españoles votaron en contra de este informe o se abstuvieron, los medios de información de nuestro país antepusieron otras consideraciones a los principales intereses nacionales e incluso internacionales, que incluyen respetar el medio ambiente en España. Por no hablar de una especie también en peligro de extinción llamada el Estado de Derecho.

Además, el informe recuerda ominosamente que la Comisión puede suspender a un estado miembro los fondos estructurales y el Parlamento Europeo puede colocar en reserva los fondos destinados a políticas de cohesión. Pero pese a todo eso, y al hecho de que esta es la tercera vez que el pleno de la Eurocámara toma posición sobre este asunto, fascina ver hasta qué punto en España el asunto interesó poco en su día y ahora ya no interesa nada a nadie. Incluso las oenegés ecologistas, con pocas y honrosas excepciones, pronto se desentendieron de esta cuestión.

¿Será posible que todas las fuerzas vivas de un país sucumban a la amnesia colectiva?


Enlace con la nota de prensa del Parlamento Europeo: http://www.europarl.europa.eu/news/expert/infopress_page/021-52627-082-03-13-902-20090325IPR52626-23-03-2009-2009-false/default_es.htm


Enlace con el Informe Auken:
http://www.europarl.europa.eu/sides/getDoc.do?pubRef=-//EP//TEXT+REPORT+A6-2009-0082+0+DOC+XML+V0//ES


Enlace con el resultado de la votación (a partir de la página 16 de este documento):
http://www.europarl.europa.eu/sides/getDoc.do?pubRef=-//EP//NONSGML+PV+20090326+RES-RCV+DOC+WORD+V0//ES&language=ES


El siguiente enlace da la lista completa de los diputados españoles en esa legislatura del Parlamento Europeo, con lo cual al cotejarla con los votos se puede ver no sólo quiénes votaron a favor o en contra, o se abstuvieron, sino también los muchos que al parecer estuvieron ausentes, cosa quizá digna de meditación:
http://www.europarl.es/resultados_lista_alfabetica_2004.php?opcion=4

miércoles, 2 de septiembre de 2009

El Rompimiento de Gloria (cap. XVIII)

XVIII




— Don Grabié está muy ocupado. ¿No quieren los señores ir antes a sus habitaciones y pasar por el cuarto de baño?

Acabábamos de llegar a San Francisco, un caserón perdido en medio de la dehesa, ya de noche, después de tres horas de tren y una de tartana, sucios, despeinados y hambrientos. Era natural que nos mirase con poco aprecio aquel hombre menudo, cetrino y muy pulcro en su traje de pana castaña.

— No, queremos ver a mi tío ahora —replicó Elena.

— Como gusten.

Seguimos al criado a través de varias estancias bien iluminadas con reverberos y cada una con su chimenea encendida. Al llegar a una puerta de cuarterones cerrada, el hombre titubeó con la mano en el picaporte. Dentro un vozarrón colérico gritaba:

— ¡ Paco, so hijoputa, me las vas a pagar! ¡Y tú, Curro, eres un cabrón! Y tú, Quico, ¿qué? Eres un suave ladino, eso es lo que eres, el peor de todos. ¡Hacerme eso a mí, a vuestro amo, que os ha sacado de la miseria! ¡Os voy a moler a palos!
Nadie contestaba al amo energúmeno. Yo anuncié fríamente que me volvía a Madrid, pero en ese momento el criado abrió la puerta con un suspiro de resignación.

— Don Grabié tiene su genio.

Vimos a un hombre enorme, rubicundo, empuñando un periódico enrollado con el que gesticulaba delante de un sofá vacío. Bajo el mueble, seis ojillos brillaban con el reflejo del fuego del hogar. En cuanto su amo se volvió para recibirnos, tres chuchos indescriptibles salieron en un torbellino de brincos y ladridos de alegría. Con su natural inteligencia, los mil leches habían comprendido que si aprovechaban para escaparse tarde o temprano les llegaría el castigo, pero si hacían fiestas la tormenta pasaría. Eran todos de color canela, cortos de patas, prógnatas y algo bizcos. Uno de ellos, más joven, intentó enseguida fornicar con la pierna de Elena.

— ¡Quieto, salido, o te mato!

— ¿Se llama Salido?

— No, todos se llaman Francisco. He escrito al Kennel Club en Londres para inscribir su casta. La voy a llamar Franciscan Pure Thoroughbred Mongrel. Aunque ya no sé, de un tiempo a esta parte me dan muchos disgustos. Ahora tienen la manía de comerse el Country Life, les atrae el olor. Por su culpa me he quedado sin saber quién ganó el Test Match de cricket en Australia.

Nuestro anfitrión, vestido de pana parda y camisa blanca de cuello cerrado, parecía, pese a la indumentaria idéntica a la de su sirviente, un militar retirado inglés por su aspecto físico y por sus gustos. Durante la cena estuvo galante con su sobrina, paternal con su sobrino —de quien había sido jefe— y afable conmigo.

— Mi comandante, no debiste dejar el ejército en el 31 —le dijo Miguel.

—¿Y ya qué pintaba yo allí? Sin Rey en España, ni guerra en Marruecos, ni caballos en mi regimiento... ni nada...

— Ya, pero... ¿está el campo tranquilo por aquí?

— Sí. Bueno, nunca se sabe, pero a mí ya poco me pueden hacer. El médico me ha dicho que me quedan tres meses de vida. Por eso le avisé a Elena de que debíais venir pronto por aquí.

Miré de reojo a los asistentes, pero todos, incluido el criado, tomaban con gran naturalidad la situación. Al cabo de unos instantes de silencio, Elena le tomó una mano a su tío y se la besó, y Miguel levantó la copa sonriente.

— Aquí o en otro sitio volveremos a vernos, mi comandante.

— De eso sí que estoy seguro, mira tú. Bueno, Jesús, venga, llévanos corriendo el café y los licores y los puros a la biblioteca.

— ¡Pero si todo eso se lo tiene a usted prohibido el médico, don Grabié! —levantó la voz el criado, por una vez saliendo de su impavidez.

— ¡No discutas, Jesús, que más prohibido todavía me tienen el sulfurarme!

Más tarde, en una biblioteca enorme donde sólo había libros sobre el campo, la caza y los caballos, don Gabriel siguió hablando, hundido en un butacón que compartía con dos o tres perros y envuelto en una nube de humo azul.

— Se ha exagerado mucho la importancia de morirse. Me da la lata el cura, pero yo siempre rezo un padrenuestro por la noche y ya está. Además el cura quiere que vote por la Ceda, yo, que nunca he votado en mi vida. Qué disparate. Los Franciscan Thoroughbred Mongrels volverán a su ser natural, que es vivir a salto de mata, salvo que antes les arregle los papeles en Londres y entonces se volverán respetables y quizá burgueses. Lo único que me preocupa es qué va a ser de Jesús. Ya me he acordado de él en el testamento, pero, claro, por aquí hay mucho envidioso y además la gente es jaranera; Jesús en cambio es de Ronda y taciturno. Y me salvó la vida una vez en Marruecos, como sabéis. En fin, os ocupareis un poco de él, ¿verdad?

— Sí —contestaron los hermanos, y yo también aunque no era asunto mío, así es que me sonrojé pero a nadie pareció chocarle mi intromisión.

— La otra cosa que me gustaría antes de morirme es tener instalada la antena de radio para oír por la BBC las carreras de caballos y el cricket.

— Pues por eso que no quede. Yo te mandaré a un compañero del Regimiento de Transmisiones que te la instalará.

— Gracias, hijo. Bueno, y ahora a dormir, que mañana os espera un día duro. ¡Qué envidia me dais! Fijaos bien en todo y contádmelo luego por la noche. Ya habrá narcisos, aunque no estará en flor todavía el pseudo narcissus confusus hispanicus, que es el que más me gusta, sobre todo por su nombre. ¡Menuda redundancia! Falso, narcisista, confuso, hispánico... Parece una descripción de Unamuno.

Don Gabriel se fue por un pasillo, riéndose, hacia su cuarto. Nosotros subimos al piso de arriba, donde estaban nuestras habitaciones. Nos quedamos un rato de charla en la de Elena, que era la mejor, con una buena estufa de leña y las paredes cubiertas de acuarelas desvaídas que representaban castillos adustos y niños risueños.

— Era escocesa y muy guapa —dijo Elena.

— ¿Quién?

— La pintora. Este era su cuarto. Estuvo casada un año con tío Gabriel y murió de parto. El hijo también.

— ¡Pobre don Gabriel! ¿Qué hizo entonces?

— Lo normal. Irse a la guerra e intentar que lo matasen. Lo malhirieron pero lo salvó su asistente, Jesús, llevándoselo a cuestas hasta el puesto de socorro. Casi siempre ocurre algo así —musitó Miguel como hablando consigo mismo.

— ¿Qué quieres decir?

— No sé bien por qué, pero he visto un par de casos parecidos. Creo que en la guerra es imposible morirse de pena. Hace falta una cierta alegría, aunque sea desesperada, para atraer el rayo. Tío Gabriel estaba sombrío y la sombra lo protegió. Jesús me contó que su jefe estuvo varios días sin hablarle, hasta que una tarde, aprovechando que la monja había salido de la enfermería, le gritó: “So animal, tenías que haber dejado que me desangrase, ¿no entiendes?” Y se hartó de llorar y luego se limpió los mocos y se echó a reír. Y hasta ahora. Cada día más reconciliado con la vida y disfrutando de más cosas. Y ahora se morirá —concluyó Miguel encogiéndose de hombros.

Elena estaba tumbada en la cama con las manos cruzadas bajo la nuca y mirando al baldaquín. Su pecho se movía al compás apacible de la lenta respiración. Miguel se había sentado en el suelo, al pie de la cama. Tenía el don de ponerse cómodo en las posturas más molestas; supongo que cualquiera que sabe estar cómodo a caballo es capaz de estarlo en las situaciones más difíciles de la vida. Ambos eran la viva imagen de la fuerza serena y contenta.

— Chicos, ¡qué raros sois!

— ¿Tú crees? —me replicó Elena incorporándose un poco en la cama, como con leve curiosidad.

— Sí. Habláis de la muerte próxima de un hombre a quien supongo que queréis sin darle mayor importancia.

— Él mismo se la quitaba esta noche durante la cena.

— Es que don Gabriel también es raro. Será cosa de familia. O de casta. Esa indiferencia...

— No es indiferencia, Sátur. Es un intento sensato de separar lo principal de lo accesorio y de mitigar lo mitigable. No sabemos lo que le ocurre a quien se muere, “what dreams may come”... Pero sabemos muy bien lo que le pasa a quien sobrevive. Se empobrece. Por eso echa de menos al muerto, por eso se siente solo. Pero todo ello es mitigable si se toma a tiempo la precaución de aprender de los mortales, de recoger de sus manos y de sus bocas lo esencial de sus saberes, sus destrezas, sus emociones. Lo que se transmite no muere y tampoco quien lo transmite muere del todo. La traditio no es más que eso en latín, entrega. Por eso Virgilio no está muerto del todo, ni Hans el viejo guardabosques que me enseñó a imitar el canto de la alondra, ni Luna, la podenca que sabía mordisquear la oreja sin hacer daño y yo lo ensayé con Miguel pero le dolió y me dio un cate en el culo, ni Pepa la cocinera tuerta de quien aprendí a reír cuando algún guiso se echaba a perder en la cocina después de horas y horas de trabajo. Así es que como tío Gabriel nos ha entregado mucho, el guiño, el coraje y la ternura, pues ya...

Elena, apoyada con un codo en la cama, hizo un gesto con la mano que indicaba fatalismo y gratitud.

— Y también nos enseñó unas aleluyas —interrumpió Miguel— para distinguir siete matas de flor amarilla que la gente llama retama sin más precisiones.


Echa pringoso retoño
el cambroño.
Un primo suyo más tieso
es codeso.
La cuneta lleva rama
de retama.
Alto crece y retozón
escobón.
Bien apartado del ojo
el tojo.
Corta peor que una daga
la aulaga.
Y con olor a vainilla
amarilla
llega el piorno serrano
en verano.


— ¿Y todas son la zarza ardiente?

— No, todas no... —me contestó Elena medio dormida— Algún día lo comprenderás.

Con las buenas noches le di un beso en la mejilla, procurando acercarme al cuello. Olía a sueño tibio, quizá a piornal en verano.

Antes del amanecer estábamos en el comedor ante un desayuno de migas, fiambres, alfajores, café y aguardiente. Jesús, inquieto, nos interrogaba.

— ¿Seguro que no quieren los señores que los acompañe? Conozco bien las veredas.

— No gracias - contestó Elena apurando el café.

— Pues no se entretengan ahí arriba, que los días son todavía cortos. Calculen por lo menos ocho horas de marcha —advirtió Jesús con el tono de quien ha pasado su vida entre la Serranía de Ronda, el Rif y Gredos.

— Yo he hecho ese recorrido una vez en seis horas y hoy no tenemos por qué tardar más. Descansaremos en el llano, a la vuelta —zanjó Miguel.

— Como usted mande, mi capitán —masculló Jesús mirando compasivamente a Elena.

Fue una marcha áspera y casi tan agotadora para mí como la de aquel día, muchos meses atrás, en que fui puesto a prueba por los hermanos. Había poca agua pues bajar a las gargantas de los arroyos hubiese supuesto retrasos considerables. La única comida que llevábamos era algo de chocolate y unos puñados de higos secos y orejones. El tiempo estaba tristón y aburrido; si hubiese tenido algo de particular —sol de justicia, niebla espesa, lluvia o nieve— los dos mil metros de subida y luego de bajada, todo ello sin apenas descanso, habrían sido una proeza arriesgada, un reto más que un calvario. Pero echar los bofes entre nubes plomizas y sin perfiles, por cuestas pedregosas e interminables, era tan penoso como frustrante resultó no ver casi el paisaje desde la cima, envuelta en los mismos vapores tristes y grises que cubrían los cielos. Ni siquiera hicieron falta los crampones; unos días de blanduras insólitas habían dejado las cumbres con muy poca nieve salvo en las umbrías. Eso sí, el ascenso me puso como nunca a prueba el pecho y el descenso las rodillas.

No así la mente, absorta en la tarea urgente y banal de evitar el desfallecimiento del cuerpo. Cruzamos pocas palabras hasta que, de regreso al llano, hicimos alto junto a una fuente rodeada de fresnos ya cubiertos de yemas y renuevos.

— No era una broma, ¿verdad? —pregunté mientras ponía al remojo las mataduras de los pies.

— No —contestó Miguel —Y aunque has aguantado bien el esfuerzo, te habrían podido matar varias veces. No te percataste de nada durante toda la marcha. ¿A que no viste al pastor que nos miraba desde unas peñas, al poco de empezar la subida?

— Pues no.

— ¿Y una mancha de narcisos pálidos en la pinaza, a media ladera?

— Tampoco.

— ¿Y un macho montés a la derecha del camino de vuelta? ¿Y el águila imperial?

— No, no vi nada de eso... Además, con tantas fatigas, ¿para qué demonios iba a escrutar cualquier cosa pálida o parda a lo largo del camino?

— Porque la muerte siempre es pálida o parda y algún día te acechará junto al camino —me replicó Elena mirándome fijamente y sin sonreír.

Me encogí de hombros y gruñí alguna ironía, pero durante lo poco que nos quedaba por andar me fijé en todo lo que me rodeaba y no sólo en dónde ponía mis doloridos pies para evitar una torcedura. Tomé buena nota taquigráfica, como al dictado rápido, de vislumbres fugaces: el gesto alegre de Elena desabrochándose tres botones de la camisa en cuanto salió el sol, su ademán resignado abrigándose al volver las nubes a cerrarse, el vuelo afanoso de la cigüeña, recién llegada de Africa y ya acarreando leña menuda para rehacer su nido en un chopo desmochado, los montoncitos de tierra fresca en la yerba, señal de que el topo redoblaba su humilde briega, unas volutas de humo lejanas. Por primera vez me sentí más a gusto en el valle que en la montaña. Ese día la montaña me había parecido inhóspita, más que por su enormidad o su dureza por su condición inescrutable y un punto desdeñosa. Algo de razón tenían los hermanos, había que aprender no sólo a mirar sino a ver. Pero eso era a todas luces, hasta en el lubricán, más fácil en el llano que entre precipicios. Me volví para explicarles mi descubrimiento, pero ellos una vez más me habían madrugado y saludaban con la mano hacia lo lejos, donde en efecto acababa de aparecer el caserón de San Francisco en un altozano.

Don Gabriel nos esperaba sentado en el gran balcón de su torre con un telescopio pequeño. Cubierto con una soberbia pelliza y gorro de pieles parecía una mezcla de Atila y Copérnico.

— ¡Chicos, qué rapidez, habéis tardado seis horas menos un minuto! Ni que os estuvieseis entrenando para el maratón. ¿De verdad habéis subido hasta el Pico de Almanzor? Yo quería seguiros con este trasto, pero había calinas y no se veía nada. Ahora os bañáis y cuando estéis limpitos merendamos y luego me contáis lo que habéis visto —nos gritó desde su atalaya.

Durante la merienda, que empezó con morcilla y terminó con torrijas, don Gabriel nos asaeteó a preguntas sobre los signos precursores de la primavera, en plantas y aves, a todas las alturas de la solana de Gredos. Necesitaba datos para completar el informe que periódicamente enviaba al Instituto Meteorológico de Berlín con sus observaciones fenológicas. Sabía que éste sería el último informe de su vida y quería hacerlo muy detallado.

Miguel y Elena estaban de humor lacónico pero dieron cumplida noticia de mil pormenores que a mí se me habían escapado por agotamiento, desde los cantos del cuco y del críalo hasta los bandos de grullas. Lo que más interesaba a don Gabriel eran los fenómenos individuales y anómalos, el florecimiento precoz de tal narciso de roca a tantos metros o la aparición de un quebrantahuesos divagante, como si estuviese a la espera de un portento.

— Pues yo vi antier un águila culebrera con una víbora hocicuda en el pico —intervino Jesús, tocando la madera de la biblioteca con disimulo.

— Muy temprano es para que haya llegado esa águila y más aún para que se hayan despertado las víboras —murmuró don Gabriel, pensativo —¿Y cómo sabes que no era una culebra?

— Porque yo llevaba los prismáticos esos tan grandes que me regaló el Señor Príncipe, don Adán.

— ¿Y tú crees que lo que has visto es bueno o es malo?
Jesús tardó en contestar.

— Digo yo que será bueno para el águila y malo para la víbora.

Al día siguiente, en el tren, descargué mi preocupación.

— Oye, ¿no habéis sido poco expresivos con vuestro tío? El hombre debe de sentir agobio.

—¿Agobio? No creo... Más bien curiosidad. Va a morirse y sabe o cree saber que lo que le espera es bueno. Va a volver a abrazar a su mujer, va a desentrañar misterios que a él le importan mucho como el aspecto del oso de las cavernas o el sabor de la carne de mamut. Su cielo, apenas cristianizado, sigue siendo el de los bárbaros. Tío Gabriel no es lamentable, es envidiable - concluyó Elena.

— Y entonces, ¿por qué os empeñáis en enseñarme a escapar de la pallida Mors?

— Porque a ti todavía te queda mucho por hacer, pedazo de marmolillo. Por ejemplo entender, no traducir, entender el libro que tienes en las manos.

Me hundí de nuevo en la Odisea, evitando ver los ruines adobes de Talavera.


* * *




Bibliografía de El Rompimiento de Gloria
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