Marqués de Tamarón || Santiago de Mora Figueroa Marqués de Tamarón: octubre 2009

lunes, 19 de octubre de 2009

El Rompimiento de Gloria (cap. XX)

XX



Por aquellas fechas de Marzo de 1936 y coincidiendo con el celo de las nubes y las ansias de los mirlos, todo en mi vida empezó a volverse cada vez más rápido y más intenso. La política también, aunque hasta finales de la Primavera pensé que cuanto pasaba en la vida pública española seguía siendo cosa de la República burguesa. Pero había que preparar otro estado de cosas, más recio y esperanzado, y con ese fin redoblé mi participación en mítines y reuniones. Con frecuencia fui agrio en los debates y muy poco conciliador, como si la prisa frenética que tenía en todo lo demás no encontrase más cauce expedito que la política. Un día reñí con los compañeros.

— Ahí os quedáis. Avisadme cuando os dejéis de dilaciones.

Y en efecto me avisaron a principios de Junio para ayudar a fraguar la fusión de las Juventudes Socialistas con las Juventudes Comunistas.

Pero yo no quería tan sólo hacer la Revolución sino besar a Elena, ver y oler todas las montañas y aprender a fondo el griego y el latín, además del inglés, todo ello antes del Verano.

Como tampoco podía prescindir de mi sueldecillo y tenía que seguir yendo al Monte de Piedad, acabé durmiendo muy poco y me hallaba en un estado de perpetua excitación. De hora en hora pasaba de la furia a la euforia, fumaba como una chimenea y encima pretendía ganar a los hermanos peñas arriba. Supongo que si no enfermé fue porque el atavismo de los Montes de León no tiene previsto enfermar, sólo morirse cuando llega la hora.

Cuando busco recomponer esos meses —cosa que intento a diario desde hace más de medio siglo— los recuerdos me vienen a la mente en completo desorden. Conservo las notas, que nunca dejé de tomar, movido quizá por afán exorcista de ciertos sentimientos o por la fascinación de ciertas imágenes que eran como fogonazos, pero se había acabado el cuaderno de tapas de hule y empecé a escribir a toda prisa en cuartillas sin fecha y sin gramática, aunque con exactitud a veces dolorosa, como un notario loco pero fidedigno. Aun sin notas, los recuerdos hubieran sido confusos mas nunca borrosos; las luces y las sombras eran tan fuertes que conservo las imágenes en la memoria con absoluta nitidez, como si fuesen de ayer.

Los colores también. Leche y miel, los cuerpos de los hermanos. Habíamos quedado en encontrarnos un Domingo, a media mañana, en aquel valle glaciar donde nos habíamos conocido un año antes. Ellos llegaron el Sábado para dormir al raso; yo no pude salir de Madrid hasta el Domingo por la mañana, por un compromiso político. Al alcanzar el valle por la vereda que faldeaba desde Poniente lo encontré vacío aunque había pertrechos arranchados junto a un galayo. Grité pero no me contestaron. Deambulé respirando el olor a vainilla de los piornos y me acerqué al borde del valle por donde se despeñaba ruidoso el arroyo. Oí voces entre los murmullos del agua y asomándome vi a mis pies, bajo el chorro de una mínima cascada, a Elena y a Miguel, desnudos. Jugaban y chillaban como niños.

— ¡Uy, qué fría está el agua!

-—¡Tonto, cobardica! Si ni siquiera es agua de deshielo...

— ¡No me empujes, que las piedras resbalan!

Iba a llamarlos pero, deslumbrado y tímido, me quedé mirándolos en silencio. Y esa mirada no fue de deseo; todo era demasiado hermoso e íntimo, la luz era demasiado fuerte, el agua demasiado fría, sus cuerpos eran perfectos y vigorosos, sus juegos eran de una inocencia edénica. Contemplé la escena durante unos instantes incalculables y la seguiré contemplando mientras viva. No sentí lujuria pero sí amor. Y amor, cosa rara, por los dos, como se siente amor rendido de admiración ante la perfección gemela de dos columnas o de una pareja de águilas o de dos versos inseparables. La piel de ambos tenía casi el mismo color de miel en las partes del cuerpo tostadas por el sol; si acaso los brazos o el rostro de Miguel tenían un tono de miel algo más oscuro y los de Elena algo más dorado. Los torsos de ambos tenían tonos de blanco más distintos, blanco lechoso él y blanco de mármol un punto rosado ella. No, no fui voyeur. Las hierofanías no producen voyeurismo, y menos las teofanías. Pero me aparté de la escena ruborizado, no por haber visto esos cuerpos desnudos sino por vergüenza de comparar el mío, cetrino y achaparrado, con los suyos. Me sentí acalorado pero no quise quitarme la ropa, y me metí vestido en la laguna arroyo arriba, en medio de la nava.

Allí me descubrieron al remojo los hermanos y se rieron de mí, pero más tarde Elena me miró fijamente y me dijo:

— Nadie debe avergonzarse de su cuerpo, y tú menos; tu cuerpo es recio y nervudo.

— ¿Y tú que sabes?

— Lo conozco muy bien, te lavé cuando pasaste aquellas fiebres en casa.

Tampoco olvidaré su sonrisa al decirme eso.

Con ese recuerdo me hundí en la siesta, pero salí de ella desabrido por fuera e intolerante por dentro. Me dormí pensando en la Arcadia y me desperté con ansias de Utopía, en uno de mis bandazos, como los llamaba Elena, que desatendían sus consejos de realismo.

— Me tengo que ir; esta noche temprano hay una reunión de los compañeros.

— Si esperas un rato te llevamos en el sidecar y hasta llegarás antes.

— No gracias.

— Bueno, hombre, pues buen viaje.

En realidad yo quería estar a solas un rato, aunque fuese en el tren, y pensar en lo que ahora me parecía mi traición a los propios instintos. ¿Por qué no había mirado a Elena con ojos carnales? Porque había abdicado de mis apetitos más naturales, había dejado de ser un hombre para volver a párvulo embobado ante la maestra. ¿Y qué demonios ganaba la maestra, o ganaban los maestros, con esta situación absurda? El puro halago de su vanidad oligárquica, el sentirse superiores al seducido, un muchacho del pueblo. Enseguida me arrepentí de mi ruindad, recordando su sonrisa al contarme que había lavado mi cuerpo enfebrecido. Tanto daba, las cosas no podían seguir así; en Septiembre tendría que cortar a cualquier precio una relación tan malsana como ésta.

Y en verdad la pasión política era entonces tan fuerte y honda para mí como la pasión amorosa. Esa noche se me saltaron las lágrimas cantando la Internacional y cuando me acosté recordé con tanta emoción el cuerpo hermoso de Elena como las hermosas miradas desafiantes de mis compañeros de viaje hacia la Utopía.

Pero otra noche la pasé en blanco pensando en mi promesa incumplida de volver al pueblo para ver a mis padres. Entre una cosa y otra no había dispuesto de los escasos días necesarios para el viaje. Pero a las cuatro, hora fatídica en que el demonio de la madrugada nos hace ver la Abominación de la Desolación, se me ocurrió que acaso yo no había querido volver a la aldea porque aquel mundo estrecho se me antojaba demasiado pobre para ser Arcadia y demasiado caduco para ser revolucionario. Y yo era un miserable petimetre descastado. En el acto escribí una carta larga y cariñosa a mis padres, anunciándoles mi visita para Agosto, a fin de cuentas tan sólo al cabo de unas semanas. Después sentí la necesidad de pedir perdón ante un altar.

El único santuario que convenía al caso me lo habían descubierto los hermanos poco antes en la Sierra. Allí volví, solo, dormitando en el primer tren de la mañana. Luego anduve tres horas sin ver un alma, subiendo por un valle entre dos laderas, una verde y boscosa y otra pedregosa y árida. En esta última, a media falda del secarral, encontré lo que buscaba: un mínimo manantial oculto por un brezo, un enebro, un rosal grande y una madreselva entrelazada con los arbustos. En el agua crecía una matita de nomeolvides y a un palmo de distancia florecía una orquídea rosada, de las que llaman satirión. Había exactamente esas plantas y no más, un individuo de cada especie. Cada planta tenía su personalidad, todas eran modestas y a la vez bellísimas. El sol, a esos casi dos mil metros, era glorioso y soberano; ellas eran humildes pero igual de gloriosas en su poquedad vulnerable. El rincón minúsculo era en sí un milagro y cualquier griego le habría asignado una deidad tutelar menor. Me puse de bruces y bebí mucha agua. Sentí perdonada, lavada mi impietas. Volví despacio al llano, maravillado y preguntándome cómo había podido Pascal pensar que el hombre era superior al junco pues pensaba. Como si todas las plantas no sintiesen, como si no hubiese juncos sagrados capaces de perdonar a los viles roseaux pensants.

La verdad es que, incluso en mi juventud marxista y aun en mi infancia de ortodoxia cristiana, yo nunca compartí la creencia general en que la dignidad es atributo exclusivo del género humano. Ese exclusivismo me parecía y me sigue pareciendo tan interesado como ridículo. Por ejemplo —pensé ese mediodía, ya cerca del apeadero, viendo un cernícalo primilla— ¿qué dignidad tienen Chapaprieta o Martínez Barrio? Ninguna. ¿Y qué dignidad tiene ese pájaro que busca una lagartija para sus crías? Toda. El ave permanecía suspendida en el aire, inmóvil, proa al viento, para luego caer en picado, con espléndido garabato, sobre alguna presa modesta, quizá no más que un escarabajo, pero suficiente para subsistir y para perpetuar una especie más gallarda y digna que el hombre: el cernícalo de vuelo airoso y herrumbrosa color.

Ya en el tren de vuelta, más tranquilo y a punto de dormitar otra vez, pensé en el misterio de los colores, que nunca chocan en la Naturaleza, aun en combinaciones que si fuesen escogidas por el hombre resultarían intolerables de puro artificiosas. El azul cobalto del nomeolvides y el rosa purpúreo del satirión, que acababa de ver juntos en perfecta armonía, no había pintor que se hubiese atrevido a juntarlos, y con razón. Claro que los ojos indecibles de Elena y los de Miguel, del color del myosotis, también habrían desesperado a un pintor que hubiese tenido que retratar a la pareja. ¿Gainsborough? No, no se hubiera arriesgado, y eso que la belleza de los jóvenes habría sido muy apreciada en la Inglaterra del siglo XVIII. ¿Bronzino? Sí, quizá se hubiera atrevido a pintarlos, pero cubiertos de brocados suntuosos para no asustar al espectador; nunca los hubiese escogido para una escena mitológica, pues sus desnudeces nada mórbidas y tonos de piel tan vivos requerían la realidad montaraz y no el amaño del lienzo.

Claro que en ocasiones el monte ofrece ejemplos casi burgueses de cordura cromática, pero es una rara condescendencia, una ironía pánica, presagio de algún exceso inminente. Así, descubro una nota suspicaz entre mis papeles de entonces: “Fin Junio pradera Poniente. Cardo, cantueso, rapónchigo, diente de oveja. Todos juntos en un grupito azul entonado. Algo tramarán”.

Y es que unas semanas antes había observado con atención las extrañas compañías de los colores violáceos en las sierras. En Gredos, a donde volví con los hermanos, éstos me señalaron con aplauso una orgía abigarrada en el sotobosque de un robledal: el fuerte azul amoratado del cantueso en flor se mezclaba sin freno con el verde tierno de los helechos jóvenes.

— ¿Ves, Sátur? Pan no conoce el recato.

También durante esa Primavera, una tarde en el Valle del Lozoya, descubrí el secreto del color indefinible del rebollar. Ya de niño me había llamado la atención el tono leonado pardo de aquellos bosques de melojos, o rebollos como los llamábamos en el pueblo. Al no perder las hojas con los fríos, ese color animal duraba hasta la Primavera, cuando empezaban a salir las hojas nuevas, de un delicado verde pálido, como de pistacho. Durante un tiempo convivían las hojas viejas con las jóvenes, y de lejos el efecto era raro; diríase que faltaba algo para entenderlo del todo. Era como probar un guiso sabroso y no saber qué condimento le daba el sabor peculiar.

— No comprendo esa ladera de enfrente. Sé que ahora los rebollos tienen hojas de color rastrojo y hojas de color lechuga aporcada, pero el conjunto tiene además otro tono en la mezcla —dije una tarde durante un alto, para no dormirme.

Miguel entreabrió los ojos, alargó la mano perezosamente y arrancó una hoja verde de la rama que le servía de apoyo.

— Mira con cuidado... no, hombre, antes quítate las gafas de sol... Esta hoja no es toda verde pálido. Tiene un toque cárdeno, ¿ves? Por eso desde lejos el rebollar es indescriptible. Porque es incomprensible. Como todo.

— ¿Qué quieres decir?

— Que en la vida lo más difícil es ver a la vez la hoja, el árbol y el bosque. Es un problema de enfoque óptico. Y de los demás sentidos, porque para percibir bien una cosa viva hay que olerla y sentir la temperatura y la humedad o la sequedad. Si no, se queda uno con la parte pero sin el todo.

Me vino a la memoria haber leído en un libro que las hojas tempranas del rebollo eran glaucas. Quizá el autor se había armado un lío entre la hoja y el árbol, quizá el color glauco era la mezcla pálida del rubio, el verde y el violeta, quizá acertaban sin saberlo quienes traducían glaukopis por glauco, quizá ese era el color de los ojos de Elena. Pero la muchacha dormía y no me atreví a despertarla para comprobarlo.

Hubo asimismo dos días de vislumbres —y deslumbres— en Gredos. El sol estaba ya tan alto al mediodía que cualquier sombra —de bosque, de árbol, de hoja o de roca— parecía una fresca mancha negra rodeada de oro fundido. La salamandra, por espíritu de contradicción, era el mundo al revés: toda ella negra azabache, con manchas doradas. La trucha exhibía sus lunares rosa-chillón, la mariposa pavo real sus falsos ojos insondables, la orquídea maculada sus máculas eclesiásticas, y hasta un mochuelo diurno mostraba sus motas como un señorito cala- vera luce de día sus galas nocturnas. La cordillera nos regalaba sus bromas, sus locuras y sus hierofanías a manos llenas, y todas eran variopintas y abigarradas. Fue aquello una Tregua de Dios en mis luchas.

— Prométeme que algún día traducirás a Hopkins —me dijo Elena al oído, en el tren.

Asentí con una sonrisa sonámbula y seguí durmiendo. Olvidé la promesa y aun el nombre del poeta, pero mucho después descubrí Pied beauty y traduje aquel himno a “todo lo peregrino, singular; cuanto de raro y vario ha sido hecho”. Hasta entonces no entendí del todo las dappled things.

Pero hubo días implacables, sin sombras ni contrastes, como si ya hubiese llegado el verano irremediable. En plena canícula atravesamos un manchón enorme de tojo; no se sabía qué era más hostil, si sus púas o su amarillo uniforme y sulfuroso. Llegados al rebollar recién piconeado encontramos polvo negro, poca sombra y muchas peonías en flor, mustias y sangrientas. Tras ese día insoportable contrarrestamos los colores y calores feroces yéndonos por la noche a ver una película en blanco y negro, como todas entonces, pero tan fresca y sorprendente como la noche estrellada sobre nuestras cabezas en aquel cine al aire libre, en una azotea de la Gran Vía. Era Top hat; daba gloria ver bailar a Fred Astaire y Ginger Rogers sin acalorarse. Yo hubiera preferido ir a ver El acorazado Potemkin, más acorde con mis preocupaciones del momento, pero tuve que reconocer que también Irving Berlin tenía su magia, aunque blanca.



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Bibliografía de El Rompimiento de Gloria
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008

lunes, 5 de octubre de 2009

Laudatio de Hugh Thomas

El pasado 11 de Febrero de 2009, el historiador británico Hugh Thomas, Barón Thomas de Swynnerton, recibió de manos de la Infanta Doña Margarita, Duquesa de Soria, el VIII Premio de Periodismo Rafael Calvo Serer, que concede la Fundación Diario Madrid. Me encargaron la Laudatio, cosa que siempre da gusto hacer cuando el elogiado tiene sentido del humor. Hugh Thomas lo tiene, y en gran cantidad, así es que esto fue lo que dije de él:



Señora, con la venia de Vuestra Alteza Real.

Es un honor el hacer una laudatio de alguien que no la necesita, porque es de sobra conocido y de sobra se merece esa laudatio. Además como nuestro presidente y amigo Antonio Fontán ha hecho una excelente narración lineal de su vida y de su obra voy a centrarme en hablar de las muchas virtudes, algunas quizá no tan conocidas como podrían serlo, que tiene el tan justamente premiado y aquí presente Lord Thomas, Hugh Thomas, Barón Thomas de Swynnerton, para hacer las traducciones que a ti, Hugh, tanto te gusta hacer.

Aparte de eso querría añadir algunas fechas, porque al tomar las notas descubrí algo que, en tu afición que en algún momento demuestras en tus libros por ciertas tendencias neoplatónicas del Renacimiento y del Barroco, supongo que habrás notado.

Hugh Thomas nació en Windsor en el año 1931, en el 1961 publicó la primera edición de su obra sobre la guerra civil española. En 1971 publicó la primera edición de su libro sobre Cuba. En el 1981 fue nombrado Barón Thomas of Swynnerton y no he encontrado, y tampoco se me ha ocurrido preguntársela, la fecha en que se casó con Vanessa, pero no sé si terminaba en uno, también en todo caso fue un año fausto, cualquiera que fuese.

Querría insistir también en que la variedad de géneros que ha cultivado Hugh Thomas es verdaderamente insólita hoy en día, quizá en otros tiempos era menos insólita. Y querría insistir también en su condición de excelente periodista, que además encaja plenamente con el motivo del premio que se le ha dado a Hugh Thomas.

No digo que haya leído los centenares de artículos y reseñas que ha publicado Hugh Thomas pero sí he leído muchos y no me he aburrido nunca, lo cual yo creo que de un periodista es quizá lo más importante que se puede decir, y en una laudatio lo más laudatorio quizá que se pueda decir, pero no es lo único.

Como historiador está en el conocimiento general su vasta capacidad de análisis y de síntesis y de comprensión, pero volveré a ello luego. Como biógrafo también ha hecho obras muy notables. Ha escrito novelas, cosa que se conoce menos, pero que son libros que en mi opinión habría que reeditar.

Y luego ha actuado como un gran pensador político, ha sido el alma de un centro de estudios, el Centre for Policy Studies, que tanto ayudó a Margaret Thatcher y tantas ideas le facilitó y que Hugh Thomas dirigió entre 1979 y 1991, es decir, mientras además lograba escribir toda suerte de obras a la vez.

Es un pensador político con una gran imaginación que no sólo usa para prever el futuro, sino para entender el presente y para imaginar el pasado. En otras palabras es un pensador político para el que su condición de historiador es la mayor facilidad que puede necesitar.

Es un magnífico orador académico, como vais a comprobar y hemos visto en otras ocasiones, y además es un magnífico orador parlamentario. Sí, Hugh, recuerdo un discurso tuyo, una intervención en la Cámara de los Lores sobre Gibraltar, a la que asistí como Embajador de España porque el Barón Thomas de Swynnerton me invitó a que fuese, fuí con cierta preocupación pero luego comprendí que es lo mejor que podía habernos ocurrido a los españoles en un debate así, y ya bastantes años después te felicito y te doy las gracias.

Pero yendo a ciertas virtudes que como historiador, escritor y pensador tiene nuestro premiado me gustaría, si se me permite, citar lo que dice Feijoo del padre Mariana, porque es la mayor y mejor descripción que se puede hacer de cómo debe ser un historiador. Y como creo que Hugh tiene todos los requisitos y todas las virtudes que Feijoo atribuye a Mariana lo voy a leer.

Dice Feijoo hablando de Mariana, que naturalmente era muy anterior a él, “sobre los demás talentos —que tenía el padre Mariana—, sobre los demás talentos necesarios para la historia era sumamente sincero y desengañado”. Me parece muy bien el ser tanto sincero como desengañado.

Y luego cita a su vez lo que decía del propio Mariana el cardenal Baronio. Dice: “el padre Juan de Mariana, amante fino de la verdad, excelente sectario de la virtud, español en la patria pero desnudo de toda pasión, con estilo erudito dio la última perfección a la historia de España”.

Me parece que dentro del estilo muy medido de Feijoo y del cardenal este conjunto de cualidades atribuidas a Mariana constituyen algo extraordinariamente moderno y muy necesario y cada vez quizás más difícil de practicar, pero que Hugh Thomas ha ejercido con gran eficacia.

Pero no acaban ahí sus virtudes, y uso la palabra virtud en el sentido antiguo de la palabra, y no voy a entrar en ello pero creo que Hugh sabe muy bien a qué me refiero. La otra gran virtud que tiene además de ser sectario de la verdad es que vive la historia, es lo contrario de Fukuyama. Fukuyama cree que la historia se ha acabado, Hugh sabe que no se ha acabado, probablemente Fukuyama por desgracia para todos nosotros se ha enterado ya de que no se acabó la historia. Pero Hugh no necesitó esperar a vivir varias catástrofes, como la crisis económica que actualmente nos amenaza o ya ha empezado, para enterarse de que la historia no se había acabado.

Al leer a Hugh recuerdo a veces la frase aquella que se atribuía a un americano que vino a Europa y luego volvió y dijo: “¿saben ustedes una cosa? He descubierto que el pasado no está muerto, de hecho el pasado no está ni siquiera pasado”, lo cual para bien o para mal es un hecho cada día más evidente.

Cualquiera que haya tenido ocasión de pasear con Hugh Thomas, de charlar con él, de verlo no sólo en su propio ambiente londinense o inglés sino también en Madrid, sabe hasta qué punto para él la Historia es algo vivo.

Más de una vez cuando he ido a almorzar con él al Athenaeum, su club en Londres, y hemos visto el gran retrato de Federico el Grande en el zaguán en la entrada, todo eso ha dado lugar a una serie de consideraciones que tan sólo alguien que sabe que la Historia sigue viva para bien o para mal, es capaz de hacer. O al pasar por delante de la que fue embajada alemana en Carlton House Terrace donde lo único que queda de la Embajada Alemana, quiero decir, del paso de su función como embajada alemana, cosa que ya no es, es la tumba de un perrito, con una lápida que no han quitado los ingleses y que tiene la inscripción en alemán. Ayer le pregunté a Hugh si estaba seguro de que estaba en alemán y en efecto el epitafio está en alemán…

Y Hugh naturalmente recuerda que allí fue donde Harold Nicolson, otro gran diplomático, llevó el ultimátum en la noche del 3 de agosto de 1914 y se lo entregó al Príncipe Lichnowsky, Embajador Alemán, el cual le dijo al joven diplomático que se lo entregaba: “¿sabe usted, Nicolson? Este es el final de la civilización”.

Palabras de las que se hizo eco sin saber probablemente lo que había dicho el Embajador Alemán, al día siguiente me parece, o dos días después Sir Edward Grey, cuando vio cómo se apagaban las luces desde su balcón, las luces de Londres en previsión de bombardeos y dijo: “se están apagando las luces en toda Europa, nunca más volveremos a verlas encendidas”.

Ese lado melancólico que produce la historia Hugh sabe mitigarlo porque tiene otra gran virtud muy poco corriente pero muy necesaria para los historiadores. Me refiero al sentido del humor.

En el verano de 1994, en un seminario que organizamos en Santander, Hugh Thomas dio una magnífica conferencia. Era sobre la próxima entrada en la Unión Europea de los países nórdicos. Fuimos a cenar después de la conferencia de Hugh Thomas con unos señores, uno era político, otro era diplomático, de países nórdicos, y uno de ellos le dijo a Hugh: “Entonces, usted está trabajando ahora sobre las atrocidades de los españoles en Méjico”. Ya no recuerdo quién lo dijo pero me acuerdo muy bien de lo que se dijo, que fue: “De verdad, de verdad, si usted cree que los aztecas eran socialdemócratas suecos, descendientes de Rousseau, me temo que está equivocado”. Hay que decir en honor del que dijo aquello de las atrocidades, o sea del sueco, que se echó a reír y dijo: “pues es verdad, bien mirado”.

La conclusión de este punto sería cómo el sentido del humor es bastante útil para entender la realidad histórica.

Tiene otra virtud todavía más fundamental, se corrige a sí mismo, lo cual a casi nadie le gusta hacer. Hugh lo hace con absoluta naturalidad: si se cotejan las diversas versiones de los libros suyos que han tenido varias ediciones, se ve que él no ha tenido ningún empacho en cambiar las cosas cuando él había cambiado de opinión o los datos nuevos que habían llegado a su conocimiento le aconsejaban hacerlo.

Y luego algo todavía más básico: está completamente desprovisto de ese feo vicio extendido por todo el mundo pero que sólo tiene nombre en alemán, que es la Schadenfreude, el alegrarse del mal ajeno. No he leído ni una línea de Hugh Thomas donde se alegre del mal que le ocurra a ninguna nación o a ningún personaje histórico. Por supuesto tampoco se alegra de los males que acontecen a su país, pero es que ni siquiera se alegra de los males de los enemigos en cualquier momento de su país. Eso creo que da idea de una talla moral insólita también en cualquiera que comenta la Historia.

Así es que en el fondo y en resumen lo que ocurre es que Hugh Thomas no sólo es un hombre erudito, es un hombre sabio, es un hombre culto, y quizá más importante aún, es un hombre bueno.

Él dice que hubiera querido ser..., dice muchas cosas pero la última que le he oído decir es que hubiera querido ser un culto humanista en la corte de Carlos V, y para eso, y él lo sabe, hace falta ser valeroso, y lo señala muy bien Antonio Fontán en su último libro sobre príncipes y humanistas.

Estoy seguro de que Hugh Thomas hubiera sido un magnífico, culto humanista en una corte del siglo XVI o XV y que hubiera empleado el valor que emplearon algunos como Vives o como otros. Estoy seguro de que Hugh Thomas lo hubiera hecho porque estoy seguro de que Hugh Thomas, como he dicho, es y puede ser llamado por cualquiera de nosotros profesor, barón, amigo; creo que el apelativo que en España te dirigiríamos sería el de maestro, y como sabe el profesor Thomas, en España maestro es quizá el título más noble y a la vez más democrático que existe, porque se da al catedrático, se da al maestro albañil cuando se lo merece, no siempre, se da a quien por ser hombre de saberes – cualquier clase de saberes – y de corazón se merece ser llamado así. Así es que enhorabuena, maestro, por el premio.