Marqués de Tamarón || Santiago de Mora Figueroa Marqués de Tamarón: junio 2020

sábado, 20 de junio de 2020

Quijotes y Yupis


Artículo de 1992 por el Marqués de Tamarón
Ilustración de Diego Mora-Figueroa

Contra lo que creen los ingenuos amigos y enemigos de España, éste no es un país de quijotes sino de yupis. La primera prueba de ello es que fue en España y no en otro lugar donde se escribió la sátira más despiadada y eficaz del idealismo caballeresco, es decir El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. La segunda prueba es que el protagonista - que no héroe - epónimo ha dado origen etimológico en español a nombres comunes con ribetes despectivos (Quijote, quijotada, etc.) mientras que en las otras lenguas europeas ha originado palabras de significado admirativo, fundadas en malentendidos románticos. La tercera prueba es que en España y desde hace un par de siglos mandan los yupis, y así nos va.
No me alargaré en la primera parte del razonamiento, por ser de sobrada evidencia. Quien haya leído el Quijote estará de acuerdo en que se trata de una burla sangrienta de todo impulso noble y generoso. Quien no lo haya leído estará probablemente inficionado por la exégesis al uso, según la cual Cervantes se enternece con su personaje, por quien siente secreta simpatía. Nada más lejos de la realidad. Don Quijote hace siempre el ridículo físico y moral mientras Cervantes se regodea con su prodigiosa pluma. El autor disfruta humillando al hidalgo altruista. Hace que le lluevan palos y hasta el vómito de su escudero. Peor aún, sus afanes son inútiles o, las más de las veces, contraproducentes. Recuérdese el insoportable episodio de Andrés, el mozo a quien su amo villano azota y no paga el sueldo. Don Quijote lo socorre y castiga al amo, pero en cuanto se da media vuelta éste redobla con saña su atropello. Cuando Andrés vuelve a encontrarse con don Quijote le dice:
«Por amor de Dios, señor caballero andante, que si otra vez me encontrare, aunque vea que me hacen pedazos, no me socorra ni ayude, sino déjeme con mi desgracia; que no será tanta que no sea mayor la que me vendrá de su ayuda de vuestra merced, a quien Dios maldiga, y a todos cuantos caballeros andantes han nacido en el mundo». Y añade Cervantes, ufano del lance cruel, «quedó corridísimo don Quijote».
El mensaje está claro, todo desfacedor de entuertos es un pobre idiota. Diríase que Cervantes hace una parodia blasfema de la Pasión del Redentor donde -supremo sacrilegio- quienes aciertan son los que se mofan de la corona de espinas, del manto y del cetro ridículos -o la bacía y la celada irrisorias- del justo que quiere redimir a los desvalidos. No sé si este trasunto impío ha sido señalado por algún cervantista, porque no he leído a ninguno, pero sí he leído a Cervantes y salta a la vista que está del lado de los poderosos, como aquellos anónimos duques tan horteras y tan burlones. Hoy hubiese estado del lado de los yupis.
La versión popular antes citada -Cervantes tiene cariño por don Quijote- ha prevalecido contra todo sentido común por su condición de indispensable salvaguardia del amor propio nacional. Admitir que el libro más leído en España durante siglos es moralmente abyecto hubiese sido tanto como poner en duda la catadura moral de nuestra nación. Ha hecho falta una mentira piadosa para reconciliamos con nosotros mismos. Pero la mentira vulgar queda desmentida por el habla popular. En ésta, Quijote -el nombre de guerra que Alonso Quijano toma de la pieza del arnés que cubre el muslo- ocasiona bastantes palabras alusivas al caballero de la Triste Figura, todas con ecos peyorativos. En cualquier diccionario, y en especial en el DRAE, se puede comprobar cómo predomina el tono desdeñoso en toda la familia de palabras quijote - quijotada - quijotería - quijotesco - quijotil - quijotismo. De la voz principal, quijote, se dan estas acepciones: «1 - Hombre exageradamente grave y serio. 2 - Hombre nimiamente puntilloso. 3 - Hombre que pugna con las opiniones y los usos corrientes, por amor a lo ideal. 4 - Hombre que quiere ser juez de causas nobles aunque no le atañan». Así pues, de cuatro acepciones tres son negativas y una es neutra tirando a positiva. Negativos también son los dos significados de quijotismo: «1 - Exageración en los sentimientos caballerosos. 2 - Engreimiento, orgullo». Más o menos lo mismo ocurre con las demás palabras españolas derivadas del nombre propio de don Quijote. Resumiendo la cuestión, María Moliner apostilla en su diccionario, a propósito de quijote, «generalmente no se emplea con sentido admirativo, y puede tenerlo despectivo».
Muy distinta es la semántica quijotil en otras lenguas. Como -por fortuna o por desgracia- los extranjeros no suelen entendernos, debieron de creer que la novela de Cervantes era un panegírico de la loca gallardía de un héroe desdichado. En inglés, según el OED, se empezó muy pronto a acuñar palabras alusivas a don Quijote, denotando admiración romántica por el personaje. Quixote se usa como nombre común, con diversas variaciones ortográficas, desde 1648. El citado diccionario lo define como «an enthusiastic visionary person like Don Quixote, inspired by lofty and chivalrous but false or unrealizable ideals». Quixotism surge con sentido similar a finales del siglo XVII y en 1702 la facilidad inglesa para inventar verbos, unida a la popularidad del hidalgo manchego, da lugar a to quixote, convertido un siglo después en to quixotize. Quixotism arranca de 1688, quixotry de 1718, y así hasta nueve palabras reseñadas, un treinta por ciento más que en español. El adjetivo quixotic, quizá la más usada de aquéllas desde que apareció en 1815, viene definido así en el OED: «Resembling Don Quixote; hence, striving with lofty enthusiasm for visionary ideals».
 Menos fortuna que en Inglaterra, aunque bastante más que en su propia patria española, tuvo en Francia el último caballero andante. Según el diccionario de Robert, desde 1782 existe el substantivo don Quichotte, «homme généreux et chimérique qui se pose en redresseur de torts, en défenseur des opprimés», y desde 1835 se usa el término donquichottisme. En italiano también hay el nombre común donchisciotte y el adjetivo donchisciottesco, ambos con ecos valientes y generosos.
 En suma, se nos ofrecen dos contrastes, claros y chocantes. De un lado está la contradicción entre lo que los españoles dicen (que don Quijote les cae simpático) y lo que hacen (usar palabras hostiles al personaje). Y por otro lado está la diferencia entre el léxico alusivo español y los extranjeros. Mientras nosotros subrayamos en el lenguaje el engreimiento y el carácter entrometido de don Quijote, los ingleses se fijan en su caballerosa altura de miras, los franceses en su generosidad y los italianos en su valor. Aun hay una tercera paradoja, y es que en nuestro vocabulario no se refleja la locura de don Quijote y en las lenguas extranjeras sí. En definitiva, la llamada lengua de Cervantes presenta a su personaje universal como un pobre diablo que se mete en camisas de once varas mientras las otra s lenguas europeas retratan a un héroe romántico, de corazón garboso aunque cuerpo desgarbado y mente extraviada.
Por supuesto somos nosotros los que acertamos y son los extranjeros quienes se equivocan. Los españoles permanecemos fieles - literal ya que no literariamente - a la intención genial y perversa de Cervantes: destruir las ilusiones mostrando que nobleza es locura. Los extranjeros mantienen el mito literario con la semántica heroica. Los españoles demostraron ya en 1605, cuando se publicó la primera parte del Quijote y comenzó el éxito fulgurante de la novela, que ansiaban que dejasen de mandar los quijotes. El resto de los europeos, al no entender el libro pero leerlo con avidez, dio pruebas de seguir admirando a los quijotes. Naturalmente que allí como aquí y entonces como ahora la mayoría de la gente era y es sanchopancesca y no quijotesca. Pero aquí el iberoide sanchopancesco se moría de ganas de sacudirse el yugo hidalgo hace ya tres siglos, cuando sus congéneres ultrapirenaicos todavía no habían pensado en ello. Los sanchopanzas no quieren mandar ellos, pero a la larga tampoco quieren que les manden los quijotes. A quien de verdad hubiese querido servir Sancho Panza no es a don Quijote sino a Godoy, a Salamanca o a Romanones: a un protoyupi que le hubiese dado miajas, y no de gloria sino de pan. Sus descendientes lo consiguieron al cabo de un par de siglos, antes que los sanchopanzas británicos o germánicos.
En esto no se ha cumplido la teoría de los frutos tardíos españoles. Hemos sido precursores en la invención del tipo humano universal del yupi. El Príncipe de la Paz inauguró la serie ya a finales del siglo XVIII, veinte años después el modelo se había reproducido en incontables individuos de la camarilla del Deseado y desde entonces hasta ahora no nos han faltado monjas milagreras, generales bonitos, financieros avispados e intelectuales orgánicos. Yupis todos, a fin de cuentas.
Otra cosa es que la palabra hoy de moda en el mundo entero sea de origen americano y muy reciente. Yuppie (o yuppy, o yumpie, o yumpy) surgió en 1984 como abreviatura de young urban professional o de young upwardly mobile person. Así es que el término encierra su propia definición: un joven trepa. Trepa y no arribista porque el arribista -como el advenedizo- ha llegado, y el yupi por definición nunca ha llegado del todo sino que biológicamente está obligado a seguir acumulando y trepando, incansable como la ardilla heráldica de Fouquet con su cínico lema Quo non ascendam?. Por eso tampoco le corresponde al yupi la traducción de listillo y aprovechadete, pues ningún sufijo diminutivo haría justicia al atlético empeño ascendente del trepa.
 No, el trepa rampante, el yupi en todo su esplendor es una fuerza de la Naturaleza y habrá que temerla y respetarla más de lo que Cervantes respetó a un pobre hidalgo de pueblo, loco de amor por el ideal caballeresco de amparar al desvalido, defender a la viuda y al huérfano, mantener la palabra dada. No son precisamente ésos los valores del yupi. Por eso manda hoy.


Artículo publicado en la Nueva Revista, Febrero 1992.
Reproducido en El Guirigay Nacional, ensayos sobre el habla de hoy, 2005. 



jueves, 11 de junio de 2020

Panóptico



  La Nueva Normalidad que se avecina suena a broma siniestra, como el Brave New World de Aldous Huxley. Este último fue traducido como Un Mundo Feliz. 

 Ambos recuerdan la Nueva Política Económica de Lenin. Cabe preguntarse por qué las utopías procuran usar el adjetivo Nuevo, y con mayúscula, antes de convertirse en distopías. 

 Aunque habría que resucitar el eufónico apelativo de cacotopía. Quiere decir lo mismo que distopía, pero lo acuñó Bentham en 1818, mucho antes de que John Stuart Mill inventase, en 1868, distopía

  Sugiero, pues, ir preparándonos para la Nueva Cacotopía. O Nueva Kakotopía, que suena más seria aún y se usa en inglés con más énfasis.

  Y como hasta en lo más proceloso anida la ironía, hay que sonreír recordando que ese gran ilustrado  y amante del Progreso que fue Jeremías Bentham y que advirtió contra la maldad que podía encarnarse en una distopía, fue nada menos que el inventor del panóptico. Se trataba de una cárcel circular con una torre en el centro desde donde el Director podía vigilar a todos los presos y guardianes allí confinados. Viajó a Rusia, donde era muy admirado, y allí se edificó un panóptico, pero poco respetuoso con el ambicioso proyecto ilustrado. En España también hubo admiradores del progreso, como el arquitecto Elías Rogent que construyó en 1851 en Mataró (Barcelona) un admirable panóptico - prisión. Hoy se conserva como Bien de Interés Cultural (BIC) así como Bien Cultural de Interés Nacional de Cataluña

   Así pues, es de justicia dirigir a la sombra errabunda de Bentham la exquisita pregunta de nuestro vate Bécquer: 

   ¿Y tú me lo preguntas? Distopía... eres tú.