Marqués de Tamarón || Santiago de Mora Figueroa Marqués de Tamarón: junio 2009

martes, 30 de junio de 2009

El Rompimiento de Gloria (cap. XV)

XV

Al releer mis diarios y papeles de esa época ─que milagrosamente sobrevivieron a ulteriores guerras, destierros y mudanzas─ compruebo que durante aquel invierno gocé en el fondo de una cierta serenidad. Me abrumaban a veces las obligaciones del estudio y del trabajo, no siempre fáciles de compaginar, pero a fin de cuentas yo tenía buena memoria, capacidad de concentración y tan poca necesidad de sueño como mucha de sueños, así es que iba saliendo adelante. El dolor que me producía el alejamiento de mis padres lo calmaba prometiéndome un próximo viaje de reconciliación, aunque luego nunca llegase el momento oportuno para emprenderlo y lo que hacía era escribirles cartas frecuentes, cariñosas y sucintas, una especie de diario censurado que decenios más tarde encontré en una caja de carne de membrillo idéntica a la que guardaba las figuritas cojas y mancas del belén. Mi reflexión ideológica había quedado en suspenso puesto que creía haber alcanzado la verdad y tan sólo podía ya esperar a que las circunstancias políticas españolas aconsejasen actuaciones decisivas; ni siquiera las elecciones de Febrero me parecieron la coyuntura esperada. Y en lo principal, mi amor por Elena, había alcanzado un equilibrio inestable entre la resignación y la esperanza.

Elena no estaba enamorada de mí ni llevaba camino de estarlo, pero tampoco de otro. Las atenciones de Adam, más amistosas que amorosas, habían dejado de preocuparme. Si acaso, me producían de tarde en tarde un asomo de envidia pero no de celos, e incluso la envidia se esfumaba a medida que descubría en Adam un hombre de carne y hueso detrás del odiado arquetipo que había creído ver al principio. Sobre todo, estaba claro que Elena sentía cariño por mí, ya que no amor, y la intimidad que ese afecto creaba entre nosotros podía conducir a otra cosa a fuerza de paciencia. De modo que por primera vez en mi vida fui paciente.

El invierno me ayudaba en ese propósito y también mi curiosidad sincera por aprender con Elena lo que los libros de filología no enseñan. Con los días tan cortos, nuestras caminatas se habían vuelto rápidas, esforzadas y breves. Andábamos con polainas impermeables por los ventisqueros, bregando a cada paso para sacar el pie de la nieve o no resbalar en el hielo, lo cual me daba unas agujetas insólitas en músculos cuya misma existencia yo hasta entonces había ignorado. A mis protestas, Miguel contestaba que aquello era una marcha de endurecimiento.

─ ¿Endurecimiento de qué y para qué?

─ Eso el mando no lo sabe ni le importa, y la tropa menos. Ya se verá.

Almorzábamos en pocos minutos y de pie, pues no había donde posar el trasero sin helárselo o mojárselo, y volvíamos pronto a Madrid. La velada, con merienda cena junto a la chimenea, era larga y la conversación resultaba menos polémica desde que yo fumaba. Había descubierto el tabaco por culpa de Adam, que nos había mandado sendos regalos "en desagravio del desastre de Año Nuevo y para que disfrutéis de aromas menos mágicos y peligrosos que el de la zarza ardiente": un frasco de L' Heure Bleue para Elena, jabón de afeitar inglés para Miguel y una lata enorme de cigarrillos turcos para mí. Cuando acabé con el lujoso tabaco exótico ya estaba enviciado y me pasé a los proletarios Ideales, también llamados Caldo de Gallina en burlona metáfora popular. Elena fue imparcial en su condena:

─ Da igual que fumes de una clase o de otra, todos los pitillos huelen mal y sobre todo te ahogarás subiendo las cuestas.

No ocurrió tal cosa y el único cambio que noté fue que empecé a discutir sin acalorarme. Como Elena siguió sin fumar y sin perder la pasión discutidora, quedó satisfecha de mi nuevo talante razonable, o sea aquiescente, y me perdonó el vicio. Hasta logramos introducir algún método en nuestras controversias y dedicamos varias tardes a enderezar el mal uso habitual de las citas clásicas. Todo arrancó del desafortunado comienzo de una frase mía:

─ Te aseguro, Elena, que le he dado muchas vueltas, sin ira y con reflexión, o sea, como dirían tus admirados romanos, sine ira et studio...

─ ¿Qué rebuznas, majadero? Ningún romano hubiera querido decir con esas palabras más que lo contrario, " sin ira ni parcialidad". Y tú repites esas tonterías porque frecuentas demasiado a los filólogos, gente erudita pero inculta.

─ Bueno, la verdad es que esa expresión se la oí ayer a un catedrático de Historia.

─ Pues peor, un historiador debería al menos leer y entender a Tácito. En general tienes que desconfiar de cualquier latinajo dicho por uno de esos que llamáis intelectuales: o traducen mal o se equivocan en las concordancias o las dos cosas a la vez, y no digamos cuando la frase es griega. Además nunca han leído el contexto de la cita. ¿A que alguna vez un profesor de Filosofía os ha exhortado en tono santurrón a considerar como propio todo lo humano, las artes, las ciencias, el sufrimiento ajeno, el pensamiento más exótico? ¿A que os lo ha resumido todo declamando con sonrisa paternal y algo melancólica Homo sum, humani nil a me alienum puto?

─ Sí ─contesté algo inquieto, acordándome de una clase meliflua de don Robustiano ─¿Cómo lo sabes?

─ ¿Y a que os conmovió un poco, como algunos sermones cuando erais niños, pero también os avergonzó el lado sensiblero y os dio risa lo de puto?

─ Sí, mujer, sí. Pero ¿qué tiene de malo todo eso?

─ Pues que Terencio pone esas palabras inmortales, "hombre soy y nada humano me es ajeno", en boca de un personaje que es un entrometido, un padre desalmado que abandonó a su hija recién nacida, y encima un imbécil. Así es que tus profesores o son tan farsantes como Rousseau o no tienen sentido de la ironía clásica ─zanjó Elena arrojando un leño al fuego.

Nos quedamos en silencio, yo algo avergonzado y ella con el ceño fruncido, más pensativa que enojada. Le besé la mano.

─ Gracias por la lección y olvida tu justa cólera, Elena.

─ Es que no sé si has comprendido. No se trata de ser puntillosos en la traducción sino de dejar de traicionar a los antiguos. Mi pariente Acton decía que la mayor falacia histórica es juzgar el pasado con ideas del presente. Fíjate en el caso de Julio César. ¿Qué dijo al morir?

Et tu, Brute? No me digas ahora que cito mal.

─ Citas a Shakespeare, que puso de moda la frase en latín. Pero Suetonio dice que según algunos testigos César habló en griego a Bruto, preguntándole: ¿Tú también, hijo?, Kai su teknon... Lo que ocurre es que eso resulta inaceptable para los modernos, que ven en César un nacionalista romano mediopelo, una especie de Bonaparte avant la lettre, incapaz, por remilgos patrióticos, de morirse hablando una lengua extranjera. Pero César no era nada de eso, era un patricio romano y para él, como para Bruto, el griego aprendido de niño con el pedagogo era lo mismo que el inglés de la nanny para Adam o para mí, algo que puede salir con naturalidad en el trance de la agonía.

Miguel, que acababa de entrar y había oído a su hermana, le preguntó con media sonrisa:

─ ¿Y tú en que hablarás al morir?

─ Depende de quien me acompañe. O de quién me mate ─contestó ella sin sonreír.

Pero Miguel torció el gesto ante la deriva fúnebre que él mismo había impulsado y nos obligó a cambiar de tono.

─ Ya está bien de lucubrar, vamos a beber vino tinto con sifón, como en el cuplé.

Bebimos y terminamos, ya de buen humor y en franca vena popular, cantando aquella jota de zarzuela que declara :

¡Te quieroooo!
Como se quiere a una madre,
como se quiere a la gloria,
¡como se quiere al dineeroooo!


─ Hoy en día tan sólo un baturro se atreve a confesar esa barbaridad ─comentó no sin cierta admiración Miguel, que tenía un maestro herrador de Barbastro en su regimiento ─¡Brindemos por los redaños de los maños!

Brindamos y yo encendí un ideal para no pensar demasiado en Julio César y en aquellos puñales que le hincaron en los ojos y en la boca, según Plutarco.

Pero otro día fumé más aún, y eso que eran Superiores al Cuadrado, unos cigarrillos fuertes de picadura que había que deshacer y volver a liar, lo cual entretenía los dedos, aquietaba el ánimo y estimulaba la mente; se sentía uno como un oriental con su narguilé y su rosario. Esa tarde Elena arremetió contra la cursilería romántica de quienes presumen de un pasado bucólico usando como lema Et in Arcadia ego, mal traducido por "yo también estuve en la Arcadia".

─ Para empezar son unos ignorantes y no saben que el verbo implícito en una oración elíptica como ésta no puede ir en un tiempo pretérito, así es que no se les ocurre la traducción más sencilla, que es la correcta: " Yo también estoy en la Arcadia".

─ Pero eso no quita que el muerto esté en la Arcadia y por tanto haya estado allí cuando vivía y pueda jactarse melancólicamente, aunque sea a título póstumo, de su pasado pastoril...

─ ¡No! Si miras el cuadro de Guercino, donde aparece la frase de marras por primera vez, verás que... Espera.

Elena hurgó en un cajón hasta que encontró una postal sepia y algo borrosa que exhibió triunfante.

─ ¡Mira! Los pastores se encuentran una calavera, hasta con una mosca y un ratón carroñeros, para que el símbolo esté claro: no se trata de un muerto sino de la Muerte. Y es Ella quien habla; ego es la Muerte y avisa que aún a la Arcadia acaba por llegar, et in Arcadia ego. Se trata de un memento mori bastante atroz, no de una dulce elegía.

─ Pero luego Poussin y después los poetas románticos y hasta los modernos...

─ Sí, claro, cambiaron el sentido del lema. Los petimetres se olvidaron de Ovidio, de los tremendos símbolos cristianos y del macabro barroco. Lo que era un trallazo moral lo convirtieron en cosquillitas ñoñas. Para eso tuvieron que cargarse la gramática latina y el sentido común.

─ ¿Por qué el sentido común?

─ Porque todos sabemos que sólo los dioses son inmortales; los pastores y sus idilios, por muy arcádicos que sean, son perecederos.

─ ¡Lástima! A veces la melancolía elegíaca consuela.

─ Es mejor la melancolía sin melindres ni mentiras. Aprende a ser estoico, Sátur. Y a usar el cenicero, que vas a quemar el sofá.

Elena se levantó bruscamente y se fue a la cocina para ayudar a Miguel, señal de que la clase había terminado. Yo me quedé inmóvil en mi nube de humo barato, hasta que aparecieron con una sopa de ortigas que me animó bastante, pero esa noche dormí mal y soñé con moscas.

El lunes me pasé por la biblioteca del Ateneo y consulté las fuentes del mito arcádico. Elena tenía razón, para los griegos la Arcadia era un pedregal inhóspito y los árcades unos rústicos muy primitivos cuya única gracia era la música, acaso aprendida de Pan. Ovidio los veía como una tribu antiquísima, anterior al nacimiento de Júpiter y a la creación de la Luna, una gente que vivía como las fieras, vita ferae similis. En cambio Virgilio idealizó aquel país y fue el primero que le atribuyó una naturaleza fértil, una eterna primavera, unos habitantes dedicados al amor... Pero el ruido en el caserón de la Calle del Prado no me dejaba seguir leyendo; los intelectuales debían de tener uno de sus aquelarres. El griterío era grande y me irritaba porque me parecía vano y desligado de la realidad, lo contrario de los mítines obreros. Además aquello apestaba, y no es que oliese a minero rojo o a pastor de cabras arcádicas, sino mucho peor, a ropa burguesa sin lavar, a cuello duro grasiento y a eructo de banquete literario. No olía a humanidad sino a intelectualidad.

─ ¡Joder, qué tropa! El cojo Romanones tenía razón, no se puede uno fiar de ellos. Nosotros tampoco deberíamos contar con los intelectuales para hacer la revolución, menudos son ─murmuré mientras recogía mis papeles, sin pararme a pensar que a los ojos de Lenín yo era precisamente eso, un intelectual burgués, compañero de un trecho sólo del viaje a la Arcadia futura, que no pretérita.

Subiendo por la Carrera de San Jerónimo de vuelta a casa recordé de pronto la frase de Elena sobre el trallazo moral de Et in Arcadia ego. Era la primera vez que le oía decir la palabra moral, aunque fuese como adjetivo. ¿Cuál o cómo sería la moral de los hermanos? Yo por aquel entonces veía muy clara la clasificación de las morales: moral católica (superada), moral burguesa (hipócrita), moral revolucionaria (científica), moral nietzscheana (fascista, pues todavía Sartre no había dado su versión políticamente correcta). Pero también se me alcanzaba la imposibilidad de encajar a Elena y Miguel en cualquiera de esos sistemas. Yo sabía o creía saber lo que ellos pensaban y lo que sentían, sus conocimientos, sus gustos y hasta sus caprichos, pero desconocía su norma de vida, si coincidía con la vida que de hecho llevaban y si la consideraban una regla general, para todos, o tan sólo para ellos. Elena me había exhortado al estoicismo la noche antes, pero eso no quería decir necesariamente que ella misma aspirase a cumplir con una moral estoica, y ni siquiera que me la recomendase para todo, sino tal vez sólo para templar la melancolía y darle un punto de reciedumbre que contrapesase cualquier asomo de nostalgia blandengue. Me vino a la mente su tono desdeñoso al explicarme unas semanas antes lo que era la literatura larmoyante y reparé en la paradoja de que la indudable feminidad de Elena resultaba lo menos afeminado del mundo. Claro que si pudiese leerme ahora se sulfuraría: "No hablas con propiedad ni con sentido. Al igual que un francés no puede ser afrancesado, una mujer no puede ser afeminada. Y si te refieres a los dengues, también los tienen algunos hombres y son tan despreciables en ellos como en ellas". Pero, en fin, a todo eso quizá se añadía un deseo de ocultarme su lado vulnerable, que tendría como todo ser humano ─a menos que no lo fuese─ y que acaso dejaba ver tan sólo a Miguel.

Cuando llegué a la pensión y después de mucho cavilar estaba tan poco seguro de todo esto como siempre pero, no sé por qué ─sería el frío tonificante─ me sentía tranquilo y confiado en mis diversos destinos contradictorios: aprendiz, galán y revolucionario.


* * *


Bibliografía de El Rompimiento de Gloria
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008

miércoles, 10 de junio de 2009

El Rompimiento de Gloria (cap. XIV)

XIV


Los golpes imperiosos a la puerta, tan de mañana, podían ser de Mefistófeles o de Beethoven, germánicos en cualquier caso. Y en efecto oí entre sueños un vozarrón declarar, con fuerte acento alemán y tono de ultimátum:

─ Señora, esta carta es de Su Alteza el Príncipe de Werneck. Espero fuera la respuesta.

Elena abrió sin prisas el sobre en la cocina y nos leyó en voz alta:

"Queridos amigos, os convido a dos cosas. Primero, a una cena de Nochevieja en mi casa; seríamos una veintena de amigos, escritores, políticos y gens du monde. Segundo, a almorzar lo que quede del foie gras y del Château Yquem, al día siguiente en la Sierra. A la excursión sólo iríamos vosotros y yo; vosotros incluye a Sátur, que naturalmente también está invitado a la cena de Nochevieja. Vuestro fiel amigo, Adam."

Me pareció ─sin razón─ que "naturalmente" estaba dicho con ironía o condescendencia. Desconfiado, pregunté:

─ ¿Qué es eso de gens du monde?

─ Condes republicanos, supongo ─ me aclaró Miguel encogiéndose de hombros.

─ Adam suele mezclarlos con catedráticos ex-republicanos, para ver qué pasa ─añadió Elena.

─ ¿Y qué ocurre?

─ No lo sé, nunca he ido a esos saraos. Me imagino que terminan coreando todos el "No es esto, no es esto" de don José Ortega. De todas formas nosotros, a fin de año, siempre nos acostamos antes de medianoche. Es la mejor forma de entrar con buen pie en el año nuevo, ¿no es verdad, mi Capitán? ─dijo Elena, dándole a su hermano un tirón de orejas cariñoso.

─ Sí señora ─contestó Miguel─ pero también puede traernos suerte a la mañana siguiente empezar el 1936 bebiendo Sauternes allá en lo alto. Y, sobre todo, quedamos bien con Adam.

─ Yo no sé si podré acompañaros... ─dije, sin saber qué se me hacía más cuesta arriba, si ir a mi pueblo y pedir perdón a mis padres o compartir exquisiteces decadentes con alguien que me seguía pareciendo un intruso en nuestro mundo montuno y, peor aún, a veces me hacía pensar que el intruso era yo en el mundo aristocrático de ellos tres.

─ Quizá deberías ir a León, ¿no, Sátur?

Elena tenía razón, pero bastaron sus palabras para decidirme en el sentido contrario.

─ No, a fin de cuentas será mejor que espere a la Semana Santa para volver a ver a mis padres. El día primero de Enero iré a la Sierra con vosotros. Tendré una resaca proletaria y Adam otra principesca, así es que los dos estaremos maltrechos y quedaremos igual de mal a vuestros ojos puritanos.

Era mentira que tuviese prevista una Nochevieja con bacanal proletaria. Conocía a poca gente en los barrios obreros, los estudiantes de izquierdas cada día me aburrían más con su pedantería ignara y mis compañeros del Monte de Piedad se me antojaban arquetipos enanoburgueses, palabreja neo-marxista que aprendí por aquel entonces y que dejé de usar en cuanto caí en la cuenta de que tanto Marx como yo pertenecíamos a esa supuesta clase social. Pasé solo, pues, las últimas horas de 1935, traduciendo procacidades de Marcial para no pensar en mis padres, y me acosté pronto consolado al saber que mis amigos también se estarían yendo ya a la cama.

Todavía deambulaban los borrachos por las calles cuando me encaminé a casa del alemán, que no quedaba lejos de la mía. Me pasó con Adam lo mismo que en ocasiones anteriores: el personaje me caía antipático pero la persona terminaba cayéndome simpática. Impecable en unos tweeds escoceses, pálido y ojeroso del trasnocho, tomaba café en su cómoda biblioteca con los ojos entornados como si no pudiese soportar ni la incierta luz del alba. Parecía la caricatura del señorito calavera, del plutócrata decadente que yo había jurado eliminar. Pero luego su sonrisa ancha, el firme apretón de manos, el torrente de comentarios y preguntas, lo transformaban en un tipo abierto y cordial.

Un criado colocó cuidadosamente en el maletero del automóvil un par de cestas repletas de tarteras, botellas, servilletas de hilo y estuches de cuero con vasos de plata. A mi mirada de desaprobación muda, Adam contestó alegremente:

─ Ya sé que todo esto es más propio de una jira campestre a la antigua, en mulas, que de una marcha de montaña. Pero yo llevaré casi todo a cuestas; esta vez los españoles son mis invitados a todos los efectos.

Y así fue. Recogimos a los hermanos y Adam puso rumbo al Norte más como un marino prudente a través de las brumas que como el automovilista temerario del viaje a Gredos. La neblina sucia de Madrid se volvió niebla limpia en el campo, hasta que, mediada la subida al puerto, estalló repentina la luz del sol reverberante en la nieve. Era tan brusco el contraste que golpeaba todos los sentidos y no sólo la vista. Adam se puso gafas ahumadas y nos entregó tres paquetes pequeños envueltos en papel de seda.

─ Estos son regalos de Navidad retrasados o de Reyes adelantados. Que los disfrutéis con saludes, ¿se dice así?

Eran gafas de sol muy buenas y calculo que muy caras; no alteraban los colores, tan sólo mitigaban su natural fiereza. Los tres nos deshicimos en elogios y agradecimientos, pero Miguel y Elena no se las dejaron puestas. Ahora que lo pienso, jamás los vi llevar gafas de ninguna clase, ni tampoco entornar los ojos deslumbrados, ni mostrar inicios de las inevitables patas de gallo que todos los montañeros tenemos desde muy jóvenes. Los dos hermanos miraban el mundo con esa alternancia rápida de curiosidad e indiferencia propia de los animales, quizá porque, como éstos, se ayudaban mucho de los demás sentidos.

Dejamos el coche en el puerto y echamos a andar trabajosamente por la nieve, siguiendo un sendero hacia Poniente. Adam no permitió que lo ayudásemos a llevar las dos enormes cestas de merienda y al poco de empezar la caminata lo vimos romper a sudar, jadeante pero sin aflojar el paso.

─ Así elimino las toxinas de anoche.

Una hora después llegamos, faldeando, a un pequeño valle glaciar. En medio brillaba una lagunilla, poco más que una charca. Estaba completamente helada pero las yerbas acuáticas lucían verdes y lozanas, como incrustadas en un pisapapeles de cristal de roca. Nos paramos a descansar y me senté junto a Elena. Mientras Miguel intentaba convencer a Adam de que le dejase llevar parte de la carga, yo me recreé mirando a la muchacha. Estaba arrebolada; supongo que todos lo estábamos pero yo tan sólo recuerdo su cara y el leve vaho blanco de su respiración y sus ojos brillantes, y recuerdo que ella sola bastaba para dar vida y espíritu a aquella inmensidad blanca y helada. Quizá es que siempre hacía de puente entre lo enorme y lo pequeño. Estaba mirando con una sonrisa plácida esos pocos metros cuadrados de superficie brillante.

─ ¿Te acuerdas de esta laguna en verano, llena de ranas? A mí me consuela pensar que dentro de unos meses volverán a croar y a procrear...

─ Y tú volverás a hacer retruécanos...

─ ¡Tonto, el retruécano me ha salido por casualidad! Y además los retruécanos y los renacuajos están vivos y hasta la nieve cuando se derrite... así...

Con un solo brazo me tumbó de espaldas y con la otra mano me metió nieve a puñados por el cuello de la camisa. El sobresalto y el forcejeo no me impidieron apreciar, fascinado, su vigor y la expresión algo salvaje de su rostro, a un palmo del mío. Perdió el gorro de lana, y el sol, justo detrás de su cabeza, le formó una aureola leonada. Me sentí vencido por la hierofanía.

─ ¡Me rindo!

Elena levantó al instante la rodilla que me aplastaba el pecho y preguntó, con un asomo de inquietud:

─ ¿Te he lastimado, chiquillo?

─ No, sólo me has abrumado con tus argumentos... Oye, tienes cara de leona arrepentida de haber maltratado a su cachorro jugando.

─ Algo de eso hay.

─ ¿ Tan débil me crees, so boba perdonavidas? ¿A que llego yo antes que tú allí arriba del todo, cada uno con una canasta?

Esta vez gané yo, por poco pero gané. O ella me dejó ganar, aunque no lo creo pues hubiese ido contra su sentido olímpico y primitivo de las reglas del juego. Los dos llegamos echando los bofes y nos sentamos en unas piedras a mirar a los otros, que subían sin prisas y por un camino más fácil. Los vimos alcanzar la cumbre un poco a nuestra derecha, acercarse a unas rocas y allí Adam se arrodilló en la nieve santiguándose y Miguel se descubrió respetuosamente.

─ ¿Habrán encontrado a un muerto? ─pregunté.

─ Creo que es lo contrario. Vamos a ver.

Era un belén, de figuras muy toscas, colocado en un hueco entre las piedras que sustentaban un vértice geodésico prepotente y cientifista. Elena se santiguó pero no se arrodilló y yo, sin saber qué hacer, la imité.

─ Han debido de ponerlo los aldeanos de ahí abajo, porque los próceres de la ex-Real Sociedad Peñalara, casi todos krausistas, dudo que hayan sido ─dijo Miguel.

─ Eso del krausismo parece una broma ─comentó Adam ─En Alemania nadie ha oído hablar de Krause y en el resto del mundo tampoco, salvo aquí en España donde es el faro de todos los intelectuales.

─ De todos no, es cosa de burgueses ─salté yo.

─ En eso estamos todos de acuerdo ─terció Elena mientras, siempre práctica, limpiaba de nieve al Niño ─pero la verdad es que ahora el tal Krause nos queda muy lejos. Ayudadme a poner una piedra grande aquí para que la ventisca no sepulte el portal.

Luego caímos en la cuenta de que no había estrella que guiase a los Reyes Magos y pergeñamos una con papel de plata del chocolate suizo de Adam. Terminada la faena nos volvimos a santiguar y salimos en busca de un sitio a propósito para el almuerzo.

Tardamos en encontrarlo en aquella meseta helada. El aire estaba en calma, pero las borrascas debían de ser tan fuertes allí que ni siquiera era espesa la nieve en el pedregal, tan sólo cubierto de dura escarcha. Al fin dimos con una hondonada que tenía un poco de vegetación, algo protegida del cierzo por unas rocas. A su abrigo nos sentamos, rodeados de pinos raquíticos y contorsionistas, piornos desmedrados y enebros rastreros, todos ellos transfigurados en pura y dura belleza ígnea por obra y gracia del hielo y el sol.

─ Mirad, parece la zarza que arde y no se consume ─dijo Adam señalando un piorno escarchado que centelleaba glorioso.

─ En Junio volverá a incendiarse, con flores amarillas. Y además olerá a... bueno , el olor es indefinible. Los libros dicen que se parece a la vainilla, pero no es verdad. Es más recio y espiritoso, como una bodega llena de amontillado ─explicó Miguel al alemán.

─ Pero entonces ya no será la zarza ardiente que vio Moisés. La Biblia no dice que el ángel de Yavé exhalase ningún aroma.

─ ¡Qué poca imaginación religiosa tenéis los alemanes! ─interrumpió Elena ─ Incluso los que sois católicos parecéis luteranos, de puro romos. Yo leo poco las Escrituras, pero creo que en algún sitio dicen que el olor de los sacrificios agradaba a Dios, así es que si Dios tiene olfato, ¿cómo no va a asignar un aroma a sus ángeles?

Nada cabía oponer a ese argumento, y Adam se quedó callado, pero yo me atreví a susurrar a la mujer, sin mucha originalidad:

─ Por eso tú hueles a gloria, Elena.

Los dos hombres lo oyeron y se echaron a reír.

─ Eso sí que es digno del Cantar de los Cantares ─dijo Adam.

─ Bueno, pues ya está bien de cantar y vamos a comer. Tú, Sátur, acerca las canastas ─ordenó Elena.

Al mover las dos cestas a la vez descubrí que la que ella había subido pesaba mucho más que la que me tocó a mí, descubrimiento que chafó mi recuerdo triunfal de la carrera cuesta arriba. Me consolé bebiendo sauternes, que hasta entonces nunca había probado. Es un vino tan opulento que al sorberlo, incluso antes de saborearlo, ya su olor cautiva la nariz sin remedio, aunque uno con la razón sepa que aquello tan dulce tiene que ser irreal; cuando el sauternes es del Château Yquem, entonces ni siquiera a la larga empalaga, produce Fe, Esperanza y Caridad. Sentí todo eso y osé preguntar:

─ Oye, Miguel, ¿no será este olor, más que el del amontillado, el aroma del piorno? ¿Y el de la zarza ardiente?

Los tres me miraron con curiosidad y sorpresa, como los doctores al niño en el templo.

─ Pues es verdad ─ econoció Adam─ que el ángel de Yavé debe de oler así... Por cierto, Sátur, ¿qué le parece que nos tuteemos?

Una vez más, la lógica de Adam era insólita pero rigurosa. Venía a decir: " Nunca pensé que un estudiantillo rojo fuese tan clarividente en cosas de vinos y dioses; seamos amigos pese a todo lo demás". Ante las sonrisas burlonas de los hermanos, me resigné a entrar en el Valhala de la nobleza germánica de la mano de un ángel judío.

─ Gracias por tu propuesta casi morganática, Adam.

Reímos, brindamos, bebimos y comimos muchísimo. El mundo era hermoso y armónico, y en aquellas alturas donde moraba el misterio helado había ángeles, no demonios.

Pero de pronto, mientras tomábamos café prodigiosamente caliente de un termo ultramoderno, empezó a soplar el viento del Norte y todo cambió. Llegó una muchedumbre de nubes bajas y poco espesas que apenas quitó luz pero la volvió lechosa y maligna, una luz sin sombras ni contrastes que suprimía las distancias y enrarecía los volúmenes. Hacía más frío aunque no creo que el termómetro lo hubiese confirmado; era cosa del viento y de la humedad insidiosa, que nos empujaron a apiñarnos en un movimiento atávico. Vimos, inquietos, cómo los arbustos dejaban de ser joyas luminosas para convertirse en informes bultos blanquecinos, casi ectoplasmas meneados por el viento.

─ Parecen medusas bamboleándose ─dijo Miguel.

─ Peor que eso. Es el bosque de Birnan que avanza contra el castillo de Macbeth ─replicó Adam muy serio, empezando a recoger las cosas de las cestas ─Tenemos que irnos enseguida.

─ Tampoco es para tanto. Recuerda que Macbeth aguantó a pie firme, y eso que era el malo.

─ Adam tiene razón ─dijo Elena─ Dentro de diez minutos aquí no se verá nada. ¿No hueles la niebla que se acerca? Estamos rodeados de barrancos y la bajada puede ser difícil.

La niebla es el fenómeno más angustioso en la montaña. Los rayos, la nieve o la lluvia pueden ser más peligrosos o más desagradables, pero a veces estimulan los ánimos y nunca los abaten tanto como la bruma espesa. El miedo en la oscuridad es miedo a lo desconocido y segrega adrenalina, pero el miedo a la niebla es miedo a la nada y por eso turba el alma hasta paralizar la voluntad. Además el miedo a la niebla es como el vértigo: si se tiene, no hay nada que hacer. Yo lo tenía y Adam también. Al principio creí que él no, recordando que nos había conducido muy sereno en coche esa misma mañana brumosa, así es que le sugerí que fuese cabeza de fila, pero contestó con voz firme:

─ Lo de esta mañana eran veladuras; lo que nos espera ahora es una pesadilla de esas que atan las piernas. Yo no puedo guiaros.

─ Pues yo lo haré ─dijo Elena─ pero vámonos ya, deprisa.

Miguel tenía unos metros de cordel para agarrarnos; a mí la cordada me pareció una precaución excesiva hasta que se nos echó encima el gran pulpo blancuzno de la niebla. Pronto dejamos de ver al compañero que iba delante y seguimos a ciegas, atendiendo a la tensión del cordel y procurando adivinar de dónde venía la voz tranquilizadora de Elena, por más que el sonido resultase cada vez más sordo y difuso. Supongo que ella seguía las huellas que habíamos dejado en la nieve al subir, pero aun eso debió de hacerse difícil un rato después, al espesarse la niebla todavía más.

─ No os apartéis ni un palmo a la derecha. Ahora estamos bordeando un precipicio.

─ ¡Elena! No vayas tan deprisa, por favor... ¿Y cómo sabes lo que hay a la derecha, si no se ve nada? ¿No sería mejor pararnos hasta que aclare? ─imploré más que pregunté.

─ Si nos paramos nos cogerá la noche y entonces... Además sé muy bien dónde estamos. Vosotros callaos y seguidme. Dentro de poco entraremos en el bosque y la ladera estará menos pendiente.

Adam no decía nada y Miguel silbaba de vez en cuando, no sé si para animarnos al alemán y a mí o para mostrar a su hermana que confiaba en ella. Yo intentaba aliviar mi terror razonando sobre lo que había ocurrido. Sin duda el viento del Norte había empujado las nubes bajas de Castilla la Vieja hasta que rebosando por encima de las montañas cayeron hacia el Sur como la rebaba venenosa de un caldero de brujas. Ahora el blanco empezaba a grisear, pero era inútil intentar saber dónde se estaba poniendo el sol; no había sol ni cielo, ni siquiera tierra bajo la nieve mullida y traicionera. Pensé que si cerraba los ojos un momento tendría menos miedo y no dejaría de ver nada importante puesto que nada se veía en aquel magma frío.

─ ¡Cuidado con la rama!

Oí el aviso de Elena, sentí un dolor fuerte en la sien y luego nada. Tras un rato incalculable, supongo que corto, empecé a recobrar el sentido. Primero oí la voz intranquila de Adam.

─ Miguel, déjalo un momento en el suelo para ver cómo sigue.

─ Ya te he dicho que no tiene nada grave. He visto mil casos así, después de una caída de caballo. Lo que pasa es que los de Infantería sois unos mandrias.

─ ¿Mandrias? Was ist das?

─ Nada. Tú anda más deprisa, ahora que se ve mejor.

No me atreví a abrir los ojos pero conseguí balbucear:

─ Dejadme seguir por mi propio pie...

─ Ni hablar. ¿Te duele mucho la cabeza?

─ No, me duele más el cuerpo por donde tú lo aguantas.

─ Coño, pues haz tú un poco de fuerza y yo apretaré menos.

La verdad es que no entiendo cómo Miguel había podido llevar a cuestas durante todo ese trecho mi cuerpo exánime. Iba muy agachado para que yo no me resbalase de su espalda; se enderezó un poco en cuanto pude agarrarme a él. A través de la ropa noté sus músculos tensos y un leve jadeo. Por fin me aventuré a mirar alrededor. La niebla, conseguido su propósito malévolo de humillar a los humanos, se estaba desvaneciendo y dejaba paso a un crepúsculo triste y banal. La nieve estaba muy hollada; aquí y allá se veían mondaduras de naranja, papeles de estraza grasientos y algún periódico desechado. Estábamos ya en el puerto, habíamos pasado del cielo refulgente, el infierno caliginoso y el limbo insensible al mundo diario, siempre algo sórdido.

Miguel me colocó con cuidado en el asiento trasero del coche. Me tomaron el pulso, me obligaron a beber el resto del sauternes a guisa de cordial y me pusieron un pedazo de hielo en el chichón. Adam encendió un cigarrillo y luego, tras un titubeo, me alargó su pitillera.

─ Ya sé que no fumas, pero es costumbre después de una batalla.

─ Ésta no ha sido muy gallarda que digamos ─contesté cogiendo un cigarrillo.

─ Bueno, hemos sobrevivido gracias a los dioses y también tiene su mérito granjearse la ayuda divina, como en la Ilíada ─ concluyó Adam mirando sonriente a Miguel y a Elena.

Pero ellos guardaron un silencio taciturno. Parecían exhaustos, como agobiados por un cansancio más mental que físico.

─ Todo esto nos pasa por hablar demasiado de esas cosas allá arriba ─dijo por fin Elena con voz queda.

Volvimos a Madrid callados todos, yo con las orejas gachas y la cabeza dolorida, Adam muy atento a la carretera y los hermanos absortos en sabe Dios qué agüeros del año recién nacido.

* * *


Bibliografía de El Rompimiento de Gloria
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008

miércoles, 3 de junio de 2009

El Rompimiento de Gloria (cap. XIII)

XIII


Poco me duró el propósito, tan sólo la mañana del Día de Inocentes. Por la tarde llamó a la puerta de mi cuarto la patrona. Traía una carta urgente en la mano, y en la cara esa expresión de felicidad que tienen los bellacos cuando intuyen que son portadores de malas noticias.

─ A lo mejor es una inocentada ─me dijo con sonrisa santurrona.

No lo era, era una carta larga y triste de mi padre. Más que reproche parecía un descargo de conciencia. "Tenía mucho que decirte y no lo hice porque te vi con prisas y como impaciente con nuestro mundo pueblerino. Comprendo que se te haya quedado estrecho y que a veces te parezca ridículo. Yo también tuve tu edad y también hice estudios, aunque ya sé que ponerse como meta el ser un buen veterinario es tener poca ambición. Pero me pareció que sería provechoso en la comarca si traía adelantos modernos a estas gentes tan atrasadas. Luego acabé haciéndome a la vida de estas gentes, que por lo demás son nuestras gentes, tuyas y mías. De todas formas fui el primero con estudios en nuestra familia, como tú serás, Dios mediante, el primero en abrirte camino en el ancho mundo. Pero quizá no he sabido hacerte ver que este mundillo tan tosco y tan humilde también tiene su dignidad. Alguna vez habré dejado traslucir un cierto hastío ante las simplezas de aquí; me arrepiento pues esa actitud, además de injusta , ha podido ser un mal ejemplo para ti." Se refería luego a mi madre con mucha admiración ─más de la que solía denotar su trato en familia─ y me encarecía que me ocupase de ella pasase lo que pasase. "Esta mañana, al rato de irte tú, la vi llorar y me dijo que no habías reparado en el belén que ella había puesto, como todos los años, en el recoveco que hay yendo hacia la cocina y que no habías visto una figurita nueva de barro que le había encargado al pastor ése que es una bala perdida, pero tan mañoso, y que había hecho una cabrita con los cuernos muy bien puestos... En fin, hijo mío, ya comprenderás que es una pequeñez, pero el caso es que me quedé pensando que la culpa era mía por no haberte avisado, sabiendo que tu madre tiene su pequeño orgullo, y por eso te escribo esta misma noche, ya muy tarde, para pedirte que si algún día yo ya no puedo avisarte de las cosas, intentes tú adivinarlas. Y otra cosa también quería haberte dicho, y luego me dio vergüenza porque quizás te parezca cosa de poca monta, pero lo he pensado mucho en mi trabajo de veterinario, y algún médico me ha dicho lo mismo. Verás, nosotros en el trabajo tenemos que hacer daño para curar o para matar a los animales. No conozco a nadie que se recree en el dolor ajeno, ni siquiera en el de una bestia, ni siquiera los cazadores o los toreros. Pero sí conozco a quienes disfrutan sintiéndose superiores a los que sufren, los médicos con los hombres y los veterinarios con los animales. Y eso está mal, es un contradiós. Tú algún día tendrás poderío, y habrás de dominar, de punzar y sajar. No te digo que seas indeciso, pues entonces harás aún más daño, pero sí que procures siempre no causar más dolor del imprescindible". Luego la carta se refería al frío y a los sabañones y a no sé que asunto de lindes. Al final mi padre me mandaba su bendición y un abrazo.

Pero había una posdata. "Por una corazonada acabo de bajar a la cuadra y me he encontrado a Corregidor muerto. Esta mañana estaba ya mal y por eso no salió a despedirte cuando oyó el trajín de tu partida. También la culpa es mía; yo tenía que haberte dicho que estaba achacoso cuando llegaste, antes de que se te ocurriera un paseo como el de anoche. Escríbele a tu madre. Recordarás que ella lo crió con biberón porque nos lo dieron destetado antes de tiempo. Total, que se convirtió en el único mastín faldero que he conocido. Los aldeanos no solíamos encariñarnos con los animales y ahora comprendo por qué. Se sufre sin necesidad."

Me eché a la calle. Calculé que en menos de una hora podía estar en casa de los Cienfuegos. Hasta entonces, me juré a mí mismo, no pensaría en nada. Apreté el paso y luego ya me puse a correr, pero aun así me asaltaban imágenes insoportables de mi madre llorosa, mi padre con cara amargada, mi perro ahogándose, todos por mi culpa, por culpa de mi puta vanidad. Estaba tan alterado que ya no sabía distinguir entre el jadeo, los sollozos y la lluvia y el viento que me azotaban. Al cruzar una calle casi me atropelló un taxi. Aproveché para meterme dentro.

─ Vamos a la Colonia del Viso.

─ Bien... oiga, ¿a usted le pasa algo?

─ Sí. ¿Usted cree que se sufre sin necesidad?

─ No. Bueno, de joven sí, pero yo ya no sufro más que cuando me duele algo. Le pregunté por si necesitaba ir a la Casa de Socorro.

No contesté a la involuntaria ironía del buen samaritano y recorrimos en silencio las calles desiertas, mientras yo apretaba los puños y cerraba los ojos para que no se me notase demasiado la zozobra. Tuve que morderme los labios para no gritar cuando se me ocurrió que acaso los hermanos habrían salido. Pero había luz en las ventanas de la casa, de la verdadera Casa de Socorro. Abrió la puerta Elena y al verme la cara me abrazó sin decir palabra. Su olor no me turbó esta vez sino que me dio valor y sosiego para llorar a raudales.

─ ¡No me sueltes, Elena!

─ No, ven al sofá.

Allí me acurruqué contra ella y seguí llorando en silencio. De vez en cuando Elena me secaba las lágrimas y me limpiaba la nariz con su pañuelo. Me sentía niño pero no ridículo.

─ Soy un hijoputa...

─ Todos nos sentimos así a veces.

─ He matado a mi perro.

─ Seguro que no. Sería el Invierno. Los mastines mueren en Invierno.

─ Y voy a matar a mis padres a disgustos.

─ Los padres se dejan morir en cuanto notan que nos han traspasado el fardo.

─ ¡No entiendes! Soy un hijoputa... Mira ─y le di la carta que llevaba en el bolsillo.

Seguí con la cabeza apoyada en su hombro mientras ella leía la carta de mi padre. Entonces entró Miguel pero no nos movimos ni él dijo nada; se sentó también en el sofá, a mi otro lado, y luego su hermana le pasó la carta. Al cabo de un rato Miguel me puso la mano en la rodilla y la apretó con un gesto cariñoso.

─ Mira, muchacho, estas cosas pasan. Pero tú tienes la suerte de que tu padre te lo ha explicado todo muy bien.

─ Yo soy un hijoputa y mi padre no se da cuenta.

─ Tu padre se da cuenta de todo mucho mejor que tú ─replicó Miguel con voz grave ─y eso se ve en su carta de despedida.

─ ¿Despedida? Pero si mi padre está muy bien; quien no lo está es mi madre.

─ No lo sé, pero está claro que tu padre cree que no va a volver a verte. Esta carta es su testamento. Te quiere, te admira y tan sólo te pone en guardia contra la impiedad. Él la llama contradiós, pero es lo mismo. Es el fruto del orgullo del mediocre, o sea de la hubris.

─ Eso, eso es lo que me pasa, que soy un monstruo de orgullo y mediocridad...

─ Calla, Sátur, no seas chiquillo ─interrumpió Elena tapándome la boca suavemente con los dedos ─y deja de presumir de malo. No eres más que un atolondrado que a veces no mide el alcance de sus acciones. Ve al grano y cuéntanos qué has hecho durante estos días.

Les conté mi doble peregrinación, al pasado rural leonés y al futuro fabril asturiano, explicándoles mi exaltación en el viaje de vuelta, mientras Miguel me preparaba un brebaje de té con whisky y Elena encendía la chimenea.

─ Venga, quítate los zapatos mojados y túmbate en el sofá.

─ ¿Qué pasa, que ahora creéis en el diván de Freud?

─ No, ahora creemos en tus fiebres reumáticas.

Temblé recordando mis pasadas calenturas del Otoño pero pronto me sentí acunado por los vapores del té y el humo resinoso del hogar. Moví los dedos de los pies para desentumecerlos y en voz alta volví a soñar mis sueños revolucionarios. Me dejaron hablar hasta que mi voz se volvió pastosa.

─ Para de dar bandazos entre la Arcadia y la Utopía, Sátur. La realidad es menos cerebral de lo que tú crees, duerme ahora un rato ─me ordenó Elena alisándome el pelo.

Una hora después me despertó ella misma tocando el piano.

─ ¿Cómo te sientes?

─ Fatal. Tengo resaca, agujetas y remordimientos.

─ Todo es lo mismo. Pura ética judeo-cristiana. Tienes que aprender a pechar con tus culpas sin torturarte. Por de pronto el estómago te lo arreglaremos con callos a la madrileña; Miguel los está guisando.

Sentí náuseas y se me notaron.

─ No te asustes, primero tienes que beber bastante vino peleón, de mucho tanino. En América beben una cosa que se llama coca cola, también quita las arcadas pero sabe a zarzaparrilla con Campoamor.

─ Será con Campari.

─ No, con Campoamor: da regüeldos de Antonio Machado. Y Manuel . Bueno, no discutas y bebe tinto.

Bebí. Es notable cuánto bebíamos en aquel entonces. Y no digamos durante la Guerra Civil; los nacionales dicen que la ganaron gracias al coñá tres cepas, los republicanos que la perdieron porque se agotó el cazalla. En cuanto a la Segunda Guerra mundial, al menos en las operaciones especiales que a mí me tocaron entre el Báltico y el Egeo, todos carburábamos con la docena de aguardientes que hay por ahí, desde el schnaps del Norte hasta el raki del Sur. Quizá por eso yo ya sólo bebo cuando subo al monte; un poco de vino tinto y aún así a veces se me saltan las lágrimas, cosas de viejo.

En fin, aquella noche bebimos mucho y no tan morapio como había anunciado Elena. Primero cantamos villancicos con la zambomba junto al belén. Durante un instante me sentí traidor a la aldea, por no haber hecho allí otro tanto, y al momento siguiente traidor al futuro, por caer en la superstición.

─ ¿No criticabas tú antes la ética judeo-cristiana, Elena?

─ La ética sí, pero el resto no. Además todo esto tiene que ser verdad. Un Niño Dios en medio de una turbamulta de Reyes y pastores y animales y estrellas, eso es tan glorioso que nadie puede haberlo inventado. Es el episodio menos terribly middle-class de la Historia, que diría la tia Muriel.

Miguel abundó, canturreando:


Para calar pronto
si viene el Señor ,
cuídate ser Mago
si no eres pastor.

Luego me miró fijamente y añadió con voz pausada:

─ Pero tú ansías otra epifanía, Sátur. No quieres ser pastor ni mago, quieres ser ingeniero o al menos fogonero en el Gran Experimento. Ayudarás a precipitar la llegada de lo que más detestas, sin darte cuenta. En fin, es tu sino, y el amor fati no es deshonroso aunque lleve a la catástrofe.

─ ¿Qué llamas tú la catastrofe?

─ El alambre de espino.

Iba a replicarle que la inacción es complicidad con la injusticia cuando nos interrumpió Elena levantando de golpe la tapa del piano. Empezó a tocar y a cantar una canción que nunca le había oído, triste y melodiosa. Parecía antigua y carecía de la chispa y la malicia de su repertorio habitual. La letra era tan sencilla que no tuve que pedir aclaraciones, aunque tampoco me hubiese atrevido a hacerlo viendo su expresión y la de Miguel.


If you were the only boy in the world
and I were the only girl ,
nothing else would matter in the world today ,
we could go on loving in the same old way.


La canción seguía, a dos voces o alternándolas, y en su inocencia patética añoraba lo imposible ─a Garden of Eden just made for two─ y prometía lo inefable ─I would say such wonderful things to you─ hasta evocar una melancolía casi desesperada. Luego supe que la tonadilla se había hecho popular durante la Gran Guerra y vi cómo volvía a la moda durante la Segunda Guerra Mundial; no era una canción de marcha sino de vivaque y de cafetín de retaguardia y de campo de prisioneros. Era la simple nostalgia de lo que nunca había sido ni sería. Aquella noche, al oírla por primera vez, cantada por Elena y Miguel sin miedo ni esperanza, la tomé por un detente contra el mesianismo. Luego pensé que era otra cosa, y ahora ya no sé qué pensar.

Así, tomando un planto amargo por nana, mecido por palabras suaves pero no dulces, los ojos se me fueron cerrando de nuevo. Noté que me cubrían con una manta y que echaban un leño al fuego, y oí el susurro de Elena a su hermano:

─ A veces eres tan niño como Sátur... ¡Anda que volver a hablar de política! El chico necesita reposo, tiene los nervios deshechos. Y sabes que a mí no me gusta la política.

─ No era política, eran presagios.

─ Peor... Vamos, es hora de irse a la cama.

* * *


Bibliografía de El Rompimiento de Gloria
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008