Marqués de Tamarón || Santiago de Mora Figueroa Marqués de Tamarón: febrero 2015

viernes, 13 de febrero de 2015

Democracia, régimen, república

Aristóteles contemplando el busto de Homero, por Rembrandt, 1653
Metropolitan Museum of Art, Nueva York

          Quedamos en que la evolución del español moderno no hace sino oscurecer conceptos muy fundamentales (por ejemplo, Demagogia y populismo) atribuyéndoles nombres que ya estaban asignados a otras realidades. La confusión resultante es a menudo cómica, a veces trágica y siempre peligrosa.

Volviendo a la noble y esperanzadora idea griega de la Politeia (πολιτεία), vimos cómo las traducciones modernas de Aristóteles la convierten abusivamente en Democracia. Pero en otras ocasiones la traducen por República, pasando por el latín. Es el caso de la República de Platón. Sin embargo, la propia palabra república ya ha perdido todo nexo con su origen griego, politeia. Se ha convertido en bandera de un régimen político. Y, por cierto, la misma palabra Régimen (llegada a través del francés y procedente del latín regimen, o sea, dirección o mando) también ha cambiado de sentido en pocos años. Ahora se califica de régimen cualquier gobierno que no nos gusta, del presente o del pasado. La confusión es cómica porque basta con leer los diarios de Azaña para admirar la fuerza de sus argumentos encomiásticos a favor de la república que él presidía. En la época de Franco, por supuesto, sus gobiernos nunca usaron peyorativamente el término régimen, y sí meliorativamente, al menos al aplicarlo a su propio gobierno. Y antes de 1931 naturalmente se hablaba del régimen monárquico sin asomo de menosprecio.

 Recuérdese que la misma voz griega politeia fue traducida a veces por régimen de gobierno o constitución, o incluso estado de derecho, y se comprenderá la magnitud del problema, la angostura de la aporía. Tan sólo se me ocurre un remedio: el muy tradicional de releer a Ortega. A veces saca al lector de dudas, a veces lo hunde más en la incertidumbre. En este caso nos ayudaría a salir de las ambigüedades interesadas de la postmodernidad pasar media hora leyendo sus Ideas de los castillos, en Notas del vago estíoEl espectador - V (1926). Allí, el maestro de la ironía socrática se atreve a declarar que democracia y liberalismo no sólo son siempre bien distintos sino con frecuencia antitéticos: 
   
 "Pues acaece que liberalismo y democracia son dos cosas que empiezan por no tener nada que ver entre sí, y acaban por ser, en cuanto tendencias, de sentido antagónico. 
Democracia y liberalismo son dos respuestas a dos cuestiones de derecho político completamente distintas. 
La democracia responde a esta pregunta: ¿Quién debe ejercer el Poder público? La respuesta es: [...] la colectividad de los ciudadanos.
El liberalismo, en cambio, responde a esta otra pregunta: ejerza quien quiera el Poder público, ¿cuáles deben ser los límites de éste? [...] el Poder público, ejérzalo un autócrata o el pueblo, no puede ser absoluto, sino que las personas tienen derechos previos a toda injerencia del Estado. 
 [...] Se puede ser muy liberal y nada demócrata, o viceversa, muy demócrata y nada liberal. 
 [...] Sería, pues, el más inocente error creer que a fuerza de democracia esquivamos el absolutismo. Todo lo contrario. No hay autocracia más feroz que la difusa e irresponsable del demos. Por eso, el que es verdaderamente liberal mira con recelo y cautela sus propios fervores democráticos y, por decirlo así, se limita a sí mismo".

Hasta aquí Ortega en sus funciones de moderado optimista que aspira a serenar predicando los ideales de la democracia moderada por los principios liberales, presentes en todo Estado de Derecho. Es decir, que Ortega es partidario de la politeia (πολιτεία), mucho más que de la democracia (δημοκρατία). Es consciente de que la democracia se asienta sobre la igualdad y el liberalismo sobre la libertad. La democracia absoluta es tan irrespirable como el oxígeno puro. Lo único que evita que la democracia sea invivible es mitigarla con las precauciones de un Estado de Derecho. 

Por cuanto antecede resulta inexcusable la creciente sinonimia en usos periodísticos y políticos entre democracia y estado de derecho. No son la misma cosa; nunca lo han sido. Ni lo eran para Aristóteles. Ni siquiera en la oficialmente llamada por los historiadores democracia ateniense (del 508 al 322 a.C.) votaban más de uno de cada diez habitantes. 

Asunto distinto es si debemos o no seguir acudiendo a don José Ortega y Gasset como maestro cuando escribe sobre la democracia deprimido por los acontecimientos de ciertos momentos históricos. En 1917, en su artículo titulado Democracia morbosa, escrito a los 34 años, dice: 

"En el orden de los hábitos, puedo decir que mi vida ha coincidido con el proceso de conquista de las clases superiores por los modales chulescos. Lo cual indica que no ha elegido uno la mejor época para nacer. Porque antes de entregarse los círculos selectos a los ademanes y léxico del Avapiés, claro es que ha adoptado más profundas y graves características de la plebe. [...]

Toda interpretación soi-disant democrática de un orden vital que no sea el derecho público es fatalmente plebeyismo. [...]

La época en que la democracia era un sentimiento saludable y de impulso ascendente, pasó. Lo que hoy se llama democracia es una degeneración de los corazones. [...]

Periodistas, profesores y políticos sin talento componen, por tal razón, el Estado Mayor de la envidia, que, como dice Quevedo, va tan flaca y amarilla porque muerde y no come. Lo que hoy llamamos «opinión pública» y «democracia» no es en grande parte sino la purulenta secreción de esas almas rencorosas".

No hace falta recordar que eso fue escrito en el mismo año de la Revolución Bolchevique, 1917. Y que pocos años después, en 1930, el mismo Ortega escribió su artículo Delenda est Monarchia, que tanto influjo tuvo en la llegada de la República a España, tras la cual, pocos meses después, publicó Un aldabonazo, para insistir en "no es esto, no es esto" ante los excesos del nuevo régimen. Pero la cumbre de su rechazo del concepto de democracia desvirtuado en la práctica la alcanzó en 1949, en la Universidad Libre de Berlín, auténtica "isla en el Mar Rojo", donde en una conferencia ante una multitud de estudiantes dijo:

"La palabra democracia, por ejemplo, se ha vuelto estúpida y fraudulenta. Digo la palabra, conste, no la realidad que tras ella pudiera esconderse. La palabra democracia era inspiradora y respetable cuando aún era siquiera como idea, como significación algo relativamente controlable. Pero después de Yalta esta palabra se ha vuelto ramera..."

En fin, que puestos a añorar utopías, tal vez para Ortega la mejor hubiese sido la Politeia con sendos ramalazos de las otras dos utopías aristotélicas, la Monarquía y la Aristocracia. Y hubiera querido olvidarse de las tres distopías tan presentes en esta nuestra sobornable contemporaneidad: tiranía, oligarquía y democracia (o demagogia, si prefieren ustedes los eufemismos de la corrección política, que Aristóteles desconocía). 

Claro que tampoco conocía esos dos útiles neologismos helenistas alumbrados veinte siglos más tarde en la brumosa Albión, utopía y distopía. 


     

jueves, 5 de febrero de 2015

Demagogia y populismo


Aristóteles, Palazzo Altemps, Roma
   
     Hoy en día se usa más populismo que demagogia. Me refiero, claro está, a las palabras, a los términos, porque lo que es la acción demagógica y la acción populista se usan y abusan por igual. Tal vez, incluso, porque son la misma cosa. ¿O no?

     Cabe preguntarse a qué se debe la decadencia lingüística de la demagogia y el auge paralelo del populismo.

     ¿Será para fastidiar a los llamados partidos populares en Europa? Me extrañaría, pues creo poco en la teoría conspirativa de la historia, como la llamaba Karl Popper. Sobre todo porque para las conjuras hace falta más inteligencia y constancia de lo habitual en el mundo político y periodístico.

     ¿O quizá para proteger el término sagrado de Democracia? Sería raro, aunque posible. Demos y Populus son sinónimos; el primero quiere decir Pueblo en griego y el segundo Pueblo en latín. Pero tampoco es probable que muchos periodistas lo sepan.

     ¿O será por una inconsciente y heroica exhibición de fidelidad a sus fuentes? Fundada, por supuesto, en la atracción fonética que conduce a una etimología cruzada o asociativa pseudocientífica. Y es que el gran parecido de populismo con botulismo puede llevar al error feliz y fértil de pensar en una relación causal y en todo caso conceptual entre ambas voces. Ocurre que la peligrosa enfermedad del botulismo sobreviene a menudo por comer embutidos en mal estado. De ahí que el nombre dado venga de botulus, salchicha o chorizo. Un paso etimológico más lleva a la atrevida posibilidad de que en la mente de algunos se asocie el populismo con el botulismo, en el sentido supuesto de este último de abundancia o preeminencia de los chorizos.

     En todo caso no está de más preguntarse por qué en la 22.ª edición del Diccionario de la Real Academia Española no aparece la palabra populismo y sí la palabra demagogia. Puede que el populismo ya se haya incorporado en todo su esplendor a la 23.ª edición del DRAE, pero esa todavía no se puede consultar en la red y no me he decidido a gastarme cien euros para salir de esta duda. En cambio sí aparece en la 22.ª edición el término populista: adj. Perteneciente o relativo al pueblo. Partido populista. Así, en tono neutral y no de censura. Y sí aparecen en tonos vibrantes de rechazo las siguientes palabras:

demagogia.
(Del gr. δημαγωγία).
1. f. Práctica política consistente en ganarse con halagos el favor popular.
2. f. Degeneración de la democracia, consistente en que los políticos, mediante concesiones y halagos a los sentimientos elementales de los ciudadanos, tratan de conseguir o mantener el poder.

demagogo, ga.
(Del gr. δημαγωγός).
1. adj. Que practica la demagogia. U. t. en sent. fig.
2. m. y f. Cabeza o caudillo de una facción popular.
3. m. y f. Orador revolucionario que intenta ganar influencia mediante discursos que agiten a la plebe.

demagógico, ca.
(Del gr. δημαγωγικός).
1. adj. Perteneciente o relativo a la demagogia o al demagogo.

     Cabe además señalar que, acudiendo al nunca bastante ponderado Diccionario Crítico Etimológico Castellano e Hispánico, de J. Corominas y J. A. Pascual, el único diccionario que podemos usar como diccionario histórico de la lengua española, vemos que democracia viene del griego y quiere decir gobierno del pueblo (primer uso en castellano, 1640), mientras que demagogo es un compuesto de pueblo y conducir, y parece entrar en nuestra lengua en el siglo XIX, probablemente a través del francés.

     Pero no termina ahí la cosa. En un escandaloso ejercicio de hipocresía, casi todos los que hoy citan la Política (III. 7) de Aristóteles dicen que el maestro de Alejandro Magno (y de todos nosotros) demostró su hondo y moderno espíritu democrático diciendo que las tres formas de gobierno y sus respectivas formas corrompidas son: la monarquía, que puede degenerar en tiranía; la aristocracia, que puede convertirse en oligarquía; y la democracia, que puede caer en demagogia. Lamento, sin embargo, informar a los lectores de que tal versión es un burdo engaño, por muy políticamente correcto que sea. Lo que dice Aristóteles es que la tercera forma de gobierno (se entiende forma encomiable) es la politeia y que su degeneración es la democracia. Para nada habla de la demagogia. La politeia es una especie de protoestado de derecho mesocrático. Aristóteles considera la democracia algo lo bastante corrupto per se como para no necesitar otra palabra que subraye su condición decadente.

     Llegado a este punto, confieso mi curiosidad. ¿Quién sería el primer traductor de Aristóteles a una lengua moderna que ideó la superchería para salvar la democracia? Por ahora el más antiguo sacerdote de la corrección política que he encontrado es Jules Barthélemy-Saint-Hilaire (1805-1895). Se decía que era hijo de Napoleón, pero (o por eso) se opuso a Napoleón III. Fue Ministro de Asuntos Exteriores de la Tercera República y favoreció la anexión de Túnez. Pero a lo que dedicó más tiempo fue a traducir a Aristóteles, desde 1837 hasta 1892. Este prócer republicano demuestra cierta sinceridad al reconocer, en nota a su traducción en 1874 de la Política, lo siguiente:

     "La demagogia. He traducido la palabra democratia por demagogia cada vez que Aristóteles ha usado democratia echándola a mala parte, como aquí. La palabra «democracia» está en nuestros días desprovista de toda idea desfavorable, y no habría en absoluto traducido el pensamiento del filósofo griego. [...] Por lo demás hay que observar que Aristóteles siempre toma la palabra «pueblo» como la parte más pobre y más numerosa de los ciudadanos, del cuerpo político...". En resumen, este erudito político republicano se escuda en que el demos griego era a los ojos de Aristóteles algo tan deplorable como le peuple de la república burguesa en Francia.

     Pero seguiré buscando las raíces y los frutos de este árbol tan señero en el bosque de la corrección política.

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