Marqués de Tamarón || Santiago de Mora Figueroa Marqués de Tamarón: enero 2009

domingo, 18 de enero de 2009

El Rompimiento de Gloria (cap. V)

V

─ ¿Por qué no pasas aquí el mes de Agosto? Te ahorrarías un mes de pensión y tendrías menos calor.
─ Pero me sentiría un intruso. Vuestra intimidad...
─ Lo que tú llamas nuestra intimidad no estará aquí, nos la llevaremos a la otra punta de Europa durante esas semanas, como sabes. Además estaremos más tranquilos pensando que tú cuidas de la casa. No hay nada que robar, pero eso los rateros no lo saben, y una vez dentro... Anda, quédate. Nos harías un favor.

Miguel era maestro en el arte, ya desaparecido, de simular que recibía un favor cuando lo estaba haciendo él. Sigo sin saber si era pudor o cortesía anticuada.

Acepté su ofrecimiento. Pensaba ir a mi pueblo cinco días —más era imposible, allí no me dejaban estudiar ni escribir— y luego encerrarme en la pensión con los libros y papeles. Pero aquello era un horno maloliente en verano. La casita del Viso me parecía un oasis y además allí resultaría más llevadera la ausencia de Elena. No fue así, como era de prever, pero a los veintiún años nada es previsible y menos aún el vértigo.

La primera noche en la casa la pasé escuchando discos y curioseando en los libros. Durante todos los días que allí estuve no abrí un cajón ni un armario, aunque me moría de ganas. Pero lo que estaba a la vista era suficiente para descubrir mucho sobre Miguel y Elena. Los detalles aislados, las pistas inconexas, terminaban componiendo una historia bastante comprensible. El primer libro que hojeé, una hermosa edición de la Iliada en francés, llevaba una dedicatoria fechada en 1921 à mon jeune camarade de guerre Michel Cienfuegos. Pensé que se trataría de uno de los innumerables parientes de Miguel, pero luego encontré, haciendo de marcapáginas en una historia de la primera invasión bolchevique de Polonia, una fotografía de mi amigo a caballo, con cara de niño, vestido de oficial de caballería polaca, con la peculiar gorra de los lanceros. Así es que Miguel ahora, en 1935, no podía tener menos de treinta años. ¿Y qué demonios hacía, con diecisiete o dieciocho, en aquella sangrienta guerra báltica entre rojos y blancos?

Las sorpresas continuaron durante toda la noche. Aparecieron fotografías de Miguel en la guerra de Marruecos, de Elena vestida de enfermera no se sabe dónde, encontré un árbol genealógico del que deduje que Miguel tenía treinta años y Elena veinticinco. Eran huérfanos desde niños: su madre había muerto al dar a luz a Elena y su padre en Marruecos, donde le concedieron la Laureada a título póstumo, así es que el eterno agregado de Embajada y gentilhombre del Rey no se había limitado a ser un militar mundano.

Al final, casi amanecido el día, me atreví a entrar en el cuarto de Elena. Olía limpio y tibio; me pareció menos indiscreto abrir la ventana y más decoroso sentarme en el suelo. Vi cómo la luz gris iba revelando cien fotografías pobremente enmarcadas y colgadas de la pared. Me empezaron a danzar ante los ojos escenas de esquí, de bailes, de caza del zorro, desfiles de húsares, retratos de mastines, de cocineros, de coroneles viejos y tenientes jóvenes, cosacos con caftán, escoceses con kilt y legionarios con chilaba, a pie, a caballo y en avión, vistas de castillos, parques y huertos, nevados y floridos, señoras con diadema o con cofia de la Cruz Roja, y la imagen de una cabra, dedicada con letra grande y picuda De Amaltea para Elena, y ya ves que no te di fiebres de Malta. Sin saber si estaba ya soñando o en vela, me quedé dormido.

Me despertó un gato maullando en el jardín. Era negro, estaba maltrecho y maganto; le di leche y lo dejé dormir, exangüe, en la cocina. Yo me tumbé en el catre que había puesto en el salón —acostarme en la cama de Miguel hubiera sido una osadía, pese a su ofrecimiento— y tuve pesadillas, que por desgracia mi severo racionalismo de entonces me impidió detallar en el diario.
Sí apunté, en cambio, las cábalas que se agolparon en mi cabeza durante los días siguientes. ¿Por qué los hermanos tenían tan pocos amigos, al menos en España? Nadie podía ser indiferente a su atractivo y a su simpatía, así es que el aislamiento de Miguel y Elena había de obedecer a su propia voluntad. Pero ¿por qué? Mis ideas políticas me inclinaban a atribuirlo al justo recelo de mis amigos hacia la maldad esencial de la oligarquía, pero el sentido común me obligaba a abandonar esa explicación. Si ellos se sentían a gusto con los poderosos en el resto de Europa, ¿por qué no iban a estarlo en España? Es cierto que la reclusión no era absoluta; en ocasiones asistían a bautizos o funerales, a veces hablaban de días pasados en alguna casa perdida al pie del Pico Almanzor o en las marismas del Guadalquivir, e incluso de una peregrinación a caballo a Santiago de Compostela, con algunos compañeros de Miguel. De estos oficiales de Caballería conocí a varios unas semanas después, ya en Otoño, tomando unas copas en casa de los hermanos. Uno se llamaba Gonzalo Fernández de Córdoba, otro Rodrigo Ponce de León y hasta apareció un Pérez de Guzmán el Bueno... Me desconcertó aquella hueste de fantasmas enjutos y nervudos, indiferentes a la ley Azaña; creí que me miraban con altanería y seguramente era con curiosidad, pues ellos, medio parientes casi todos de su compañero de armas, debían de hacerse las mismas preguntas que yo.

Y es que el misterio en el fondo no era qué hacían los hermanos sino qué demonios hacía yo allí, por qué me habían admitido en su vida. En mi ingenuidad, pasaba de la obsesiva fe en la igualdad de todos los hombres al no menos craso error de creer que un aldeano tímido como yo no podía tener nada en común con los vestigios de la nobleza del Antiguo Régimen. Nunca me paré a pensar que acaso un lado de ellos, el primitivo, se hallaba más próximo a un montuno leonés que a alguno de sus pares en apariencia y que mi infancia en chozas era tan arcaica y tan irrepetible como la de ellos en castillos.

Pero aunque hubiese reparado en esa hipotética afinidad, ello no hubiera bastado para explicar otras cosas, como su paciencia con mi dogmatismo ideológico. Tal vez no se lo tomaban en serio. Yo debía de ser insufrible con mis teorías, pero ellos no creían en ninguna teoría. Tan sólo les interesaban los grandes mitos y los hechos menudos: la Comunión de los Santos y la fecha en que se oía el primer cuco del año, la transmigración de las almas y la migración de las ánades, la Música de las Esferas y cómo afinar el piano. Ahora supongo que no debían de escuchar con mucha atención mis grandes declaraciones programáticas, aunque en rigor hubiesen podido fortalecer su afable pesimismo y su fe pétrea en la estupidez suicida del Nuevo Hombre. O quizá creían que tarde o temprano afloraría en mí el recio fondo maragato y que en los guijarros del Páramo terminarían agostándose las flores endebles del pensamiento moderno. En esto último sí que acertaron, pero como carecían de todo espíritu de catequesis, estaba claro ya entonces que su amistad no obedecía a ningún ánimo proselitista.

En todo caso quedaba sin despejar la mayor incógnita: ¿Elena era tonta o era desalmada? Si no se había dado cuenta de mi pasión por ella es que era idiota en el sentido más griego y puro de la palabra. Si se había percatado de mis sentimientos, su trato desenfadado, casi coqueto, era una crueldad innecesaria, puesto que de manera contradictoria dejaba a la vez bien claro el carácter amistoso o fraternal de la aparente coquetería. Si alguna vez me atrevía a lanzarle una mirada de súplica muda, la contestación tácita era siempre un chiste o una pirueta, como si me estuviera diciendo: "¿No te consideras tan moderno? Pues acepta la camaradería entre sexos, que es lo progresista y está de moda". Pero yo me sentía cada día menos moderno y empezaba a zozobrar en la ansiedad, a sabiendas de que cualquier movimiento mío en falso, cualquier precipitación, echaría por tierra mis frágiles esperanzas. La desproporción entre el deseo y la esperanza siempre ha embrollado mi vida.

Tampoco veía nada claro el motivo del afecto que me mostraba Miguel, pero eso ya me importaba menos. Llegué a atribuirlo a una nueva conjura militar, que necesitaría información sobre las fuerzas contrarias, en una de las cuales yo militaba. Enseguida, sin embargo, descarté la posibilidad, que insultaba por igual a la mirada franca de Miguel y a mi propia inteligencia: cada vez que yo hablaba de política práctica los hermanos bostezaban o me replicaban con un mito glorioso y burlón.

Una mañana, abrumado por tanta conjetura estéril e incapaz de centrarme en el estudio, tomé un tren y me fui a la Sierra. Pasé el día junto a una cascada, entrando y saliendo del agua frígida. En el camino de vuelta oí la ladra del corzo y cogí berros en una fuente, buenos presagios. Al llegar a casa de los hermanos me encontré con una tarjeta postal de ellos, mandada desde los Cárpatos. Representaba una especie de incongruente palacio veneciano en medio de los abetos alpinos, obra sin duda de algún potentado excéntrico; era muy fácil ser excéntrico con mucho dinero, pensé. Mientras el gato negro olisqueaba desdeñoso los boñigos de vaca pegados a mis botas, leí:

Hemos conocido a un rumano que se llama Mircea no sé qué y dice que la Terreur de l'Histoire sólo es soportable con una percepción cíclica del Tiempo.
Miguel
Así es que recuerda al poeta inglés y dedícate a su traducción y exégesis para cuando volvamos:
I cannot give the reasons,
I only sing the tunes :
The sadness of the seasons,
The madness of the moons.
Elena

Primero me atormentó un rato la mención del tal Mircea; seguro que era un guapo príncipe Sturdza o Cantacuzeno, un voivode feudal pero cosmopolita, uno de esos fanariotas con siglos de crueldad y refinamiento en su árbol genealógico, en suma, un beau ténébreux que estaría tirándole los tejos a Elena. Y seguro que por eso ellos, que ni siquiera habían leído a Spengler, me arrojaban a la cara en mofa esa idea retrógrada de un neopagano arrogante. ¿Cómo podía yo, un materialista dialéctico, competir con las dulces y turbias heces del cáliz de la Historia? Sé que pensaba así de barroco porque así lo escribí en mi diario, y además tuve el valor de enseñárselo años después a Mircea Eliade cuando el pobre intelectual rumano, feo y modesto, pasó por Cambridge en su destierro errabundo. Al buen profesor se le saltaron las lágrimas de risa y a mí de pena.

Luego leí con atención la cuarteta y me calmé. Venía a decir lo mismo que el sofista balcánico, pero era más fácil de perdonar porque la poesía siempre es más fácil de perdonar; en rigor será eso lo que llamamos la licencia poética, el guiño cómplice del poeta que pide indulgencia y desarma nuestro desacuerdo de fondo merced a su soberano buen hacer en la forma. La alusión de Elena a la exégesis era una broma sobre mi manía de analizar los textos hasta el agotamiento, pero estos versos eran tan simples que aún en inglés los encontraba límpidos. Cierto es que su fondo resultaba inaceptable para mi doctrina, basada en razones y no en canciones, mas sin éstas yo no podía entender las lunas, ni el verano o el invierno, ni la locura ni la melancolía.
Me volví, pues, a la Sierra al día siguiente y pasé allí la noche envuelto en una manta. Dormí poco, miré la luna reflejada en el arroyo y me dio miedo su frialdad demente, escuché a la lechuza y no entendí lo que decía; los mil ruidos nocturnos —el hozar lejano del jabalí, el corzo bebiendo, la huida del ratón, el susurro de alas invisibles— no se comprendían sin la clave de la canción, y yo tan sólo conocía unas cuantas notas.

El gris también tiene sus momentos de gloria, y la grisalla más gloriosa y fugaz es el amanecer en la montaña. Aparté la manta de un puntapié, hundí la cabeza en el agua y aproveché el momento sagrado y quedo del relevo de la guardia de los pájaros de la noche por los del día para jurarme que si había de perder a Elena y también a Miguel, al menos antes aprendería de ellos la música de las estaciones y la locura de las lunas.

* * *