Cuando Dios, ataviado con un guardapolvo y un sombrero hongo color café, volvió a la Tierra (en «La
tournée de Dios», de Jardiel Poncela), lo primero que hizo fue ordenar que lo llamasen «
Señor y de tú, como en el Padrenuestro». Cuentan también que Alfonso XIII morigeró a un ciudadano que lo había tratado de usted, diciéndole: «Hombre, me suelen hablar en tercera persona. Algunos prefieren el
vos, y hasta hay quienes me tutean, pero nunca me habían hablado de
usted». Bueno, pues ahora gracias al caos lingüístico y de tratamientos —del que todos somos algo responsables, empezando por el propio Alfonso XIII— es posible oír cualquier cosa.
Se puede, por ejemplo, leer a don Luis Solana dirigiéndose al Rey (en una carta abierta,
Diario 16, 28-7-81) de
usted (en lugar de
Vuestra Majestad) pero usando
Majestad como vocativo (en lugar de
Señor). Su simpaticona frase «comprendo, Majestad, que es una lata, pero no tiene usted más remedio que ir a Santiago» es una lata gramatical más aún que protocolaria. En cambio, los mismos políticos deponen toda campechanería en cuanto les conviene. Así, uno de los defectos de forma que alegó el Senado para denegar el suplicatorio para procesar al senador del PNV don Joseba Elósegui (presunto autor del robo de una
ikurriña en el Museo del Ejército) fue que el juez había tratado de
señor don al senador cuando éste debía ser tratado de
excelentísimo señor, según el reglamento del Senado.
Lo paradójico del caso es que en un país como el nuestro, que, contra lo que creen los extranjeros, lleva un par de siglos desconociendo o desconfiando de sus raíces históricas, el Senado se acordase, al elaborar su reglamento en 1982, de una tradición del siglo XIX que hizo extensivo a todos los senadores el tratamiento de excelentísimo señor, en un principio reservado a aquellos que a la vez eran Grandes de España. Pero lo cierto es que, gracias a su capacidad autonormativa, nuestra Cámara Alta se ha mantenido dentro de la legalidad al atribuir tantas excelencias a sus miembros. Más dudoso es el caso del Congreso, cuyos diputados parecen ser excelentes sólo por remedo de los senadores. Y lo más curioso es que los demás tratamientos que se dan en España suelen carecer de base legal sólida: se fundan en disposiciones antiguas de discutible vigencia o en la mera costumbre. Nadie ha pensado o se ha atrevido a hacer una recopilación completa y actualizada, como tampoco hay una norma general para las precedencias.
No es de extrañar, pues, que cada cuál use para sí o para los demás el tratamiento o apelativo que le venga en gana. El pasado 17 de noviembre pudimos oír, por ejemplo, cómo la emisora de radio
Antena 3 declaraba alborozada: «El
Príncipe de Borbón acaba de llegar a
Muscat.» Primero pensamos con zozobra que hablaban de algún pueblo catalán ocupado por otro Duque de Angulema. Luego comprendimos que se referían a lo que siempre se ha llamado en español Mascate, hoy capital del sultanato de Omán. Por último, caímos en que el ilustre viajero no era otro sino el Príncipe de Asturias, que representaba muy dignamente a su Soberano en las fiestas del aniversario de la coronación del Sultán. Pero entonces, ¿por qué llamarlo Príncipe de Borbón, como si fuera un francés? Además de llamarlo como está mandado, Príncipe de Asturias, podían haberle dado, con mayor o menor grado de corrección legal o histórica, el apelativo de Infante don Felipe, Heredero de la Corona, Príncipe de España (hay precedentes y no sólo próximos) e incluso, si les daba gustirrín republicano, Don Felipe de Borbón a secas. En aras de la brevedad podría llamársele el Príncipe, sin más, y ello sería correcto, porque en España se considera tradicionalmente que no hay más príncipe que el de Asturias, y los demás miembros de la Familia Real pueden ser o no Infantes de España, tener un título del Reino o no tenerlo, gozar de tratamiento de
Alteza Real o no.
Por cierto que, puestos a dar a cada cual lo suyo, bien podríamos recordar que el completo apelativo propio de los Infantes es
Su Alteza Real el Serenísimo Señor Infante de España don... Aunque sólo sea porque el Príncipe debe (de) ser por lo menos tan sereno como excelentes los señores senadores.
(Este artículo se publicó en el
ABC del 23 de Noviembre de 1985 y luego fue recogido en los libros
El Guirigay Nacional (1988) y
El Guirigay Nacional, ensayos sobre el habla de hoy (2005))
Bibliografía de El Guirigay Nacional. Ensayos sobre el habla de hoyBibliografía del Marqués de Tamarón (c) Marqués de Tamarón 2008