En Septiembre de 1975 –ya después del indulto general de 1971 y antes del nuevo indulto general de Noviembre de 1975– fueron ejecutados dos asesinos de la ETA y tres del FRAP. Hubo una campaña en muchos países protestando por la condena y ejecución de los terroristas.
En la Embajada de España en Copenhague el Embajador se fue
inmediatamente a España. Yo me quedé como Encargado de Negocios. El otro
diplomático, aunque hombre de ideología izquierdista, insistió en quedarse
conmigo. El canciller de la Embajada
(cargo burocrático de poca altura), hombre sencillo y bueno, de espléndida
sonrisa gracias a una bomba de mano soviética que no estalló pero le rompió la
dentadura, luego reemplazada por una vistosa pieza postiza, también se quedó. Hubo
manifestaciones ruidosas ante la Cancillería
de la Embajada. Me llegó el aviso de algún miembro de la colonia española: “que
tenga cuidado el Encargado de Negocios porque le podemos dar un disgusto con su
hijo, el rubio” (que tenía entonces siete años). Me llamó por teléfono un amigo y compañero de la Universidad
de Madrid, Alejandro Royo-Villanova, insistiendo en que le mandara a mis hijos a su casa. Mi hijo se negó.
Me llamó otro amigo y colega en Copenhague, el Encargado de Negocios de Israel,
país con el que España todavía no tenía relaciones diplomáticas. Se llamaba –y
espero que siga vivo y activo– Eli Tabori. También me dijo que en su casa mis
hijos estarían del todo a salvo y en compañía de los suyos. Pero mi hijo volvió
a rechazar el ofrecimiento. Al fin, el Embajador de Irlanda, que vivía en la
misma calle que nosotros, me ofreció llevar todas las mañanas a mis hijos con los suyos al Colegio
Francés.
Aquel
lance me enseñó que la naturaleza y el corazón de algunos, de tan diversa condición
e ideas, eran buenos y valientes y otros malos y cobardes. Que nos pregunten a mi mujer y a mí, entre otros millones de gentes.
Quien crea que ya no existe el buen
samaritano, se equivoca. Y quien crea que todos los samaritanos son buenos
también se equivoca.