Prólogo a la Segunda Edición
por el Marqués de Tamarón
W.H.Riddell, circa 1930 |
Resumo, antes de tiempo, el libro que el
lector tiene ahora en sus manos: demuestra que su autor está de acuerdo con el
Rey David, autor del Salmo CIV de la Biblia. Si el lector tiene buena vista le
bastará con escudriñar el cuadro de William Hutton Riddell y leer el versículo
15 de dicho Salmo, clavado con una chincheta en la pared encalada. Traducido,
reza: Y el vino que alegra el corazón del
hombre, Y el aceite que hace lucir el rostro, Y el pan que sustenta el corazón
del hombre.
Está claro que mi primo Beltrán Domecq
Williams y mi tío abuelo Bill Riddell coinciden con el salmista y muy en
concreto aplican su exhortación al vino de jerez contenido en el catavino,
junto a la damajuana, las aceitunas y el cabero de una telera de pan moreno.
A partir de esa convicción el autor
desgrana sus recuerdos, desde su infancia hasta su madurez actual, con el
corazón alegre y a la vez sabio tras dedicar medio siglo al estudio, a la
crianza y a la bebida del vino. Y no tan sólo el jerez sino también los vinos
franceses, como nos explica en este libro que huele a bodega vieja, a madera de
la tonelería y el trabajadero, a viejos oficios, saberes y sabores.
Aunque digna de Sísifo, merece la pena la
tarea imposible de prologar con recuerdos un libro de recuerdos, máxime cuando
los recuerdos se solapan. La copa de amontillado tiene tantos efectos sobre la
memoria como la magdalena de Proust.
Uno de mis recuerdos más lejanos, siempre
renovado al ver cierta hermosa foto, es la boda de los padres del autor. Me tocó
ir de paje, con Consuelito Santurce. No mucho después comenzó mi destierro. Mis
padres, mi hermano y yo nos fuimos a vivir a Madrid. Además, por primera vez,
fui a un colegio. Volvíamos siempre en vacaciones a Jerez o a Arcos, pero ya no
era lo mismo. Había sido expulsado del Edén y ni siquiera sabía cuál había sido
mi pecado original. Comprendí la raíz de mi tristeza cuando en una de las
primeras temporadas que volví a pasar en Jerez, me senté en el mismo banco de
mi jardín donde había descubierto la pasión y la entrega absoluta a la lectura.
Lo hice para contemplar el trabajo habilidoso y rápido que hacía una gitana
liando cigarrillos de picadura para mi padre. Sin dejar de trabajar me miró de
reojo y me espetó:
— Tú ya no
estás aquí, ¿verdad?
— No, estoy
en Madrid.
— ¿Y
aquello te gusta?
— No, no
me gusta nada.
— Claro,
hijo, a ti te gusta más tu tierra que el extranjero, ¿verdad?
Asentí y desde
entonces he seguido preguntándome en qué consiste la condena al exilio. Una
decena de mudanzas después de la primera y más dolorosa, la de Jerez a Madrid,
sigo de acuerdo con la frase de Saint-Exupéry, “la patria verdadera del hombre
es su infancia”. También con Shakespeare cuando habla del “pan amargo del
destierro”. Y es que lo primero que eché de menos al irme de Jerez fueron las
teleras, las roscas, las bobas y los picos, y hasta los chuscos que recordaba
del prolongado racionamiento después de la guerra, que en casa mi padre
obligaba a cumplir a rajatabla, esos chuscos negros que cuando era todavía más
niño me sabían a gloria.
Le faltaban a
uno tantas cosas en pasando Despeñaperros, tantos olores, sabores, colores y
hasta palabras. Yo no sabía por qué, pero ahora comprendo que al estar Madrid
en medio de una estepa reseca, ardiente o helada, casi no había olores, ni
siquiera malos. Sin humedad en el aire hasta la espléndida y cursi rosaleda del
Parque del Oeste estaba desprovista de aromas. En Jerez todo olía: los
jazmines, los nardos y las damas de noche en verano, el brasero en invierno
(“niño, échale una firmita a la copa con la badila”), los cagajones de los
caballos de los coches peseteros todo el año. Y lo mejor, el perpetuo olor a vino
en las umbrías bodegas.
— ¿Aquí en
Madrid no hay bodegas?
— No, aquí
no hay bodegas.
— Vaya por
Dios.
Y eso que yo no
bebía más que un poquito de oloroso en el caldo, y a veces cuando estaba en
casa de Beltrán en Jerez o en la Barrosa con tío Guido media copita de fino,
como cuenta Beltrán en sus recuerdos. Pero mi iniciación al vino de mesa tuvo
lugar más tarde, quizá a mis quince años, con vino tinto. Celebro que mi
iniciador fuese mi tío Beltrán Domecq González.
— Prueba esto
con la comida.
— Si yo no
bebo.
— Tú
pruébalo.
Me tragué una
copa, supongo que para demostrar mi hombría.
— ¡No,
hombre, así no! Toma un sorbito y paladéalo.
No he dejado
desde entonces de paladear, procurando, a veces sin éxito, no excederme. Ya
cerca del final del trayecto, estoy convencido de lo justo de las apreciaciones
tradicionales que acaba de reiterar un filósofo, Roger Scruton, sobre el
fundamento de las triples raíces de nuestra cultura occidental –griegas,
romanas y judeocristianas–, tan hondas y tan fructíferas como las raíces de una
vieja cepa. Cuenta Scruton que uno de sus principales maestros en el arte de
beber, por cierto un tío lejano de Beltrán, Monseñor Gilbey, excelente capellán
católico en Cambridge, le explicaba:
— Dos
sonidos, más que ningún otro, nos pueden hacer atractivo este valle de
lágrimas: el latir de los beagles cuando persiguen un rastro fresco y el
descorchar del burdeos.
No hace falta
aclarar que Alfred Gilbey era tan aficionado a la caza del zorro como al
burdeos, y esto último era muy propio de un hombre nacido en una familia de
vinateros. Pero añadía que el papel del vino en el simposio de los griegos,
como el in vino veritas de los romanos, era tan importante
como el vino en la Pascua judía, y de una manera distinta, sin la Presencia
Real, como el vino del Cristianismo. A fin de cuentas, sin vino no hay
civilización digna de ese nombre. Por eso Roger Scruton titula su reciente
libro Bebo, luego existo, en una pirueta alusiva al Pienso,
luego existo de Descartes. En realidad no está Scruton en mala
compañía para defender su opinión, pues además de tener como aliado a Monseñor
Gilbey tiene al Santo Rey David en el antes citado salmo 104.
He seguido
viendo a Beltrán Domecq – mi primo, aclaro, pues acaba de nacer el cuarto
Beltrán Domecq, su nieto – toda mi vida. Siempre he admirado su tenacidad y
dedicación, su capacidad de trabajo en circunstancias diversas y no siempre
fáciles. Lo vi en Madrid, cuando estaba en el colegio y venía a mi casa los
domingos. Siempre pensé que tenía una vocación tan clara y una formación tan
concienzuda en química y enología que llegaría muy lejos en su campo de
trabajo, pues él, como excelente vinatero que es, no distinguía entre la
curiosidad intelectual, el trabajo y el disfrute de algo que ha llegado a
conocer mejor que nadie hoy.
Cuando descubrí
que mi pasión escondida era la filología y la lingüística, tomé la costumbre de
escribirle o llamarlo por teléfono (en la prehistoria anterior a la Red) para
consultarle palabras en dos especialidades distintas que Beltrán conoce por
igual: la enología y la ornitología.
A él acudí para
preguntarle cuáles eran sus favoritos en el glosario que incluye en la anterior
edición de este libro, y cuáles de ellos subsistían. He aquí algunos de los
términos que más eco despiertan en nuestra mente y en nuestro paladar:
Un vino está
triste cuando se ve turbio.
Y tiene nube cuando le pasa eso, que se le ve una nube en la copa.
Un vino está a rompecopas de puro limpio.
Un fino está desmayado cuando tiene crianza en flor excesiva que provoca cierto olor avinagrado.
Hay que abrigar este vino es que es menester reforzar el contenido de alcohol.
Y tiene nube cuando le pasa eso, que se le ve una nube en la copa.
Un vino está a rompecopas de puro limpio.
Un fino está desmayado cuando tiene crianza en flor excesiva que provoca cierto olor avinagrado.
Hay que abrigar este vino es que es menester reforzar el contenido de alcohol.
Me aclaró entonces
que todos esos términos seguían en vigor pues él se ocupaba de usarlos en las
catas. De nuevo da la razón al filósofo Scruton y a Monseñor Gilbey: Cultura y
Vinicultura son complementarias y casi sinónimas.
A veces, en
cambio, las palabras muy hermosas o sugerentes terminan cansando con sus
encantos, igual que algunas personas. Bienteveo es una. Todos los
poetas nacidos en Andalucía durante los dos últimos siglos han sucumbido ante
el universo poético evocado por ese sombrajo en zancos que monta guardia en las
viñas para que no roben la uva. Por desgracia, si bien subsiste el bienteveo como
metáfora poética, amorosa o metafísica, la cosa ha desaparecido, me aseguran.
Será que ya nadie roba uvas.
Mirando el
mundo del jerez y de Jerez con cierta distancia histórica, llama la atención el
fondo conservador de la actividad vinatera –que también es así en Burdeos o en
Oporto– y cómo se combina en ciertos ámbitos con un espíritu innovador. El lado
conservador predomina, como hemos visto, en el habla de cuantos trabajan para
conseguir vinos perfectos, cada cual en su tipo, desde los viñadores hasta los
catadores. Pero ese instinto conservador, propio de quienes tienen oficios que
nacieron milenios atrás, se complementa con el gusto por la innovación
científica. Éste permite conocer los riesgos y posibilidades de la crianza del
vino, las plagas terribles que estuvieron a punto de acabar con las viñas de
toda Europa, como la filoxera, y hace que los laboratorios de las bodegas estén
siempre abiertos a estudiar las novedades buenas o malas que puedan producirse.
Pero cuando
recuerdo a Beltrán como parte integrante de mi infancia me viene a la mente un
pequeño episodio en Madrid, nada insignificante. Mi madre nos suplicó, por
orden de edad a mí (de unos 15 años), a Luis mi hermano, a Beltrán (de unos 11)
y a Marcos su hermano, que la acompañáramos a ver la Rosaleda del Parque del
Oeste. Una vez allí mi madre procedió a su habitual tarea de enseñar su oficio
a cualquiera que se le pusiese delante. Se puso a cortar con unas tijeras las
rosas muertas de los mil rosales. Llegó el guarda y educadamente le llamó la
atención. Mi madre respondió altanera. Luis, Marcos y yo salimos corriendo.
Beltrán se quedó junto a su tía apretando los puños. Ya para siempre mi madre
nos decía, en inglés, little Beltrán is a
true gentleman.
Sirva de
colofón esa frase, fiel retrato de Beltrán Domecq y Williams, a quien Dios
guarde muchos años.
Santiago de
Mora-Figueroa y Williams,
Marqués de
Tamarón
El jerez y sus misterios, Cata y degustación
Beltrán Domecq y Williams
Segunda Edición de Nido de Ratones, S.C., 2019
para el Consejo Regulador de Vinos de Jerez y Manzanilla de Sanlúcar
ISBN: 978-84-09-12964-5