Este artículo puede resultar provocativo. Algunos - sobre todo franceses - se quejarán de la Pérfida Albión. Otros, incluídos muchos españoles y más de un inglés, dirán que son sueños crepusculares del imperialismo británico. Todos ellos se equivocan, tanto como se equivocan los británicos, estadounidenses, australianos, neozelandeses y canadienses de robusto optimismo anglosajón. Más bien acertarían en su análisis los cientos de millones de ciudadanos de la India que piden que el inglés sea declarado lengua vehicular preeminente para el uso político y comercial en su país.
En fin, creo que desde hace muchos años he intentado explicar las ventajas e inconvenientes de poseer una lengua propia que también sea lingua franca, en la práctica un bien mostrenco. «Qué ironía si la respuesta a Babel fuese el papiamento y no Pentecostés», dijo hace mucho George Steiner. Al pie de esta entrada pueden ustedes encontrar enlaces con dos ensayos míos sobre este asunto.
Y entretanto quédense con este artículo hondo, pragmático y con un punto de ironía casi socrática. Por eso lo dejo en inglés. Por eso y por pereza.
Perdónenme ustedes.
Y para verlo mejor pinchen sobre él.
The Economist, June 15th 2019 |
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Hace unos años, más de los que uno quiere admitir, el portero de unos lavabos públicos holandeses entabló con el que firma una conversación informal sobre lo helado del invierno, el retraso de los trenes, sobre las propinas, que al cabo se alargó y terminó entrando en territorios librescos. Lo agradecí de corazón, porque el frío exterior tenía mordiente y la niebla de aquel bajo país era densa esa mañana. Hombre flemático y exquisitamente educado, tenía una pila de libros junto a su taquilla, y unas gafas que delataban su hábito. Dado lo inexistente de mi holandés, hablamos en inglés. Su acento cabría describirlo, en las palabras del arriba citado articulista, como de élite; exquisitamente elitista, añadiría uno, pero desprovisto de las tonalidades forzadas propias de los arribistas al labio superior rígido. Sombras de Laurence Olivier, chispas de Evelyn Waugh, tierra firme de Somerset Maugham. Con toda facilidad, y creyendo que uno podría seguirle, cambió varias veces al francés y al alemán, y cuando alabó a cierto torero gaditano lo hizo en un español sinuoso pero sin lo regates sónicos de Cruyff. Su tesauro era poco menos que prodigioso, y no escatimó para desdecirse de Cortázar, para espantar a Castro, para bendecir a Tácito. Al cabo de una hora, todo hay que decirlo, se abrió la puerta y por ella se descalabró un jovenzuelo cargado con mochilas que, seguramente por la urgencia, se olvidó de saludar. Mi contertulio detuvo su absorbente parrafada, algo sobre la democracia y los museos, bajó la cabeza y pareció recordar que tenía una toalla entre las manos. Esperé. Esperé un poco más. Levantó de nuevo el rostro, se acercó medio paso, y en tono de confidencia me dijo: “¿Sabe usted por qué Europa está perdida sin remedio? Lo sabría si escuchara el inglés con el que hablan los chicos del Erasmus.”
ResponderEliminarEra holandés. De un pueblecito con molino y urraca. Había pisado suelo británico, sí, de viaje de novios, o en busca de un amor, divina juventud. Su inglés lo había adquirido en lecturas invernales, escuchando la BBC, quién sabe si consiguió a aquella chica. Sin duda había leído a Steiner, o lo había anticipado. Puede que también a Tamarón, pero no me atrevo a afirmarlo.
Qué gusto de leer a González Climent, de quien nada sabía desde los tiempos de Antonio Mairena y el Morao.
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