jueves, 28 de julio de 2011
Botones de muestra (III)
El jerez y sus misterios, de Beltrán Domecq y Williams, es un libro que se puede ver y disfrutar –y casi oler y paladear- de dos maneras. Por un lado y tal como reza el subtítulo, es una guía excelente para la cata y degustación del vino de Jerez. Su autor (y no voy a esconder que es primo mío) es un sabio vinatero con tantos conocimientos teóricos como prácticos en enología. Pero también da al libro un glorioso glosario repleto de viejas y sonoras palabras, tan disfrutables como los vinos a los que alude. Por ejemplo:
Quitasueños: rotura que se produce en un aro [hierro circular que se utiliza en la construcción de la bota] y que deja levantado un pico.
Pedro Ximénez: Esta variedad de vid, que hoy se emplea como injerto en la comarca jerezana, produce un vino muy dulce, oscuro y que se envejece en botas por el sistema de soleras. Pedro Ximénez no es más que la hispanización del nombre de un tal Peter Siemens, soldado del Emperador Carlos V que trajo el vidueño de las orillas del Rin a las del Guadalete.
Tabanco: En Jerez, taberna popular donde se sirven vinos bajos llamados “de medio tapón”.
En fin, esta lectura me ha recordado mi infancia y mocedad, compartida a menudo con el autor del libro, Beltrán Domecq, en la playa de la Barrosa. Por eso he colocado esta acuarela de dos golondrinas dáuricas (hirundo daurica), pintada en la casa familiar en esa playa atlántica por mi tío abuelo W. H. Riddell (1880-1946). Por entonces la golondrina dáurica escaseaba en Andalucía. Cuando vino al Coto de Doñana el Mariscal Lord Alanbrooke, pasó por la Barrosa, donde el abuelo de Beltrán Domecq y tío abuelo mío, Guy Williams, le consultó el problema que provocaban las golondrinas comunes llegando antes algunos años a la casa y robando los nidos a sus primas más elegantes, las golondrinas dáuricas.
- ¿Qué podemos hacer? – preguntó Guy Williams al Mariscal ornitólogo.
- Shoot the bastards! (Maten a los hideputas).
Enlaces relacionados:
Recuerdos de Jerez y del jerez a mediados del siglo pasado
Botones de muestra (V)
Botones de muestra (IV)
Botones de muestra (II)
Botones de muestra
miércoles, 20 de julio de 2011
Fiat lux
Nunca aconsejaría a progres ni a pacatos leer el comienzo del Génesis. La alternancia de tinieblas y relámpagos cegadores produce una belleza estremecedora, apenas contemplable. Comprendiéndolo, las diversas iglesias cristianas se han dedicado en estos últimos tiempos a descafeinar éste y otros textos bíblicos, para no turbar con el mysterium tremendum los recitales de guitarra eléctrica que los curillas de chandal dan a sus amables feligreses, la hermosa gente.
La tajante concisión del latín hacía, por supuesto, de la Vulgata la versión más dramática y deslumbrante. Fiat lux. Et facta est lux (Génesis, I, 3), esas seis palabras cosmogónicas dichas precisamente así y así puntuadas, tienen tal fuerza, misterio y belleza que George Steiner efectuó el ejercicio literario de compararlas con sus respectivas traducciones al inglés, francés, italiano y alemán. Ninguna alcanza el sobrio esplendor del latín de San Jerónimo, tan fiel, por lo demás, al original hebreo. En francés (Que la lumière soit; et la lumière fut) resulta demasiado intelectual, en inglés (Let there be light: and there was light) la desaparición del punto resta dramatismo, en italiano (Sia luce. E fu luce) aunque más lapidario aún que en latín —cinco palabras en lugar de seis— la fonética vuelve musical lo que debería ser imperioso... En cuanto al español, que Steiner no menciona, yo he cotejado siete versiones castellanas y cuanto más modernas peores parecen. Sea la luz. Y fue la luz (Biblia de Ferrara, 1553) se acerca a la formulación ideal de la Vulgata. Sea hecha la luz. Y la luz quedó hecha (Torres Amat, siglo XIX) es feo y prolijo. «Haya luz»; y hubo luz (Nácar Colunga, 1951) podría haber sido la mejor versión gracias a que prescinde del artículo, pero es la peor por culpa del entrecomillado de las palabras propiamente divinas —moda reciente también en inglés y francés— y porque la substitución del punto por un débil punto y coma, sin duda para dar inmediatez al efecto taumatúrgico, destruye el pasmo pavoroso, la pausa seguida del trallazo que buscaba el punto.
Cuando hace años, se anunció en Inglaterra el proyecto de «actualizar» el lenguaje religioso (para «hacerlo más asequible al pueblo») abandonando la vieja y rica prosa del Book of Common Prayer (de 1552) y de la versión del Rey Jacobo I de la Biblia (1611), los más prestigiosos escritores ingleses —de derechas y de izquierdas, creyentes, agnósticos o ateos— firmaron un curioso manifiesto en el que se oponían a tal medida alegando que privaría al proletariado británico de su único contacto habitual con la belleza artística: el espléndido inglés litúrgico. So pretexto de acercar la religión al pueblo se arrebataba a éste buena parte de su cultura, acercando el día ominoso de la implantación del Basic English de mil palabras.
Nadie, en cambio, lamentó en España por motivos lingüísticos la desaparición de los catecismos de Astete y Ripalda. La mayoría de los españoles ni siquiera sabía que ambos jesuitas —el P. Gaspar Astete (1537-1601) y el P. Jerónimo Martínez de Ripalda (1535-1618)— eran autores de nuestro Siglo de Oro. Hubiera, sin embargo, bastado para adivinarlo con reparar en su estilo elegante y preciso: «¿Qué cosa es envidia?» «Tristeza del bien ajeno» (Ripalda). Un moderno escritor mediocre habría dicho: «Desear lo que es de otro». Quizá la Inquisición no lo hubiese quemado por confundir codicia con envidia; yo sí por imprecisión y torpeza de estilo.
Pues bien, de vaguedades verbosas y torpezas está repleto el catecismo escolar hoy vigente (Pueblo de Dios, Editorial de la Conferencia Episcopal Española, 1983). Es unas cinco veces más extenso que el Ripalda, sin contar las fotos progres y folclóricas (en una de ellas se ve a unos borrachos pitando con matasuegras y debajo se lee: «La Iglesia tiene un futuro: el Reino de Dios»). A veces dice cosas tan inconsecuentes que hace sospechar que hoy en los seminarios no sólo no se enseña gramática, sino tampoco lógica. Por ejemplo: «Las palabras signo y símbolo las usamos indistintamente, pero con un matiz diferente».
Todo esto está muy lejos del verbo cortante y puro de San Jerónimo. Si la cosa es como para que un agnóstico se eche a llorar, ¿qué no tendría que hacer un cristiano practicante?
(Publicado en el ABC del 3 de Mayo de 1986)
Un año más tarde, en 1987, se publicó en Madrid el libro Catecismo de Astete y Ripalda, edición crítica preparada por Luis Resines. Este parece poco consciente de que está manejando dos textos clásicos de insólita hermosura y exactitud. Pero es de agradecer su labor; nos permite de nuevo acceder a estas obras maestras.
(Este artículo fue recogido en los libros El Guirigay Nacional (1988) y El Guirigay Nacional, ensayos sobre el habla de hoy (2005))
N.B.: Pues bien, por fortuna o por desgracia desde 1986 se ha inventado un artilugio llamado Internet, repleto de buscadores. Supongo que es un instrumento divino para mostrarnos que somos falibles y más bien tontos; para obligarnos a la humildad. Rehago el cotejo de versiones y la Máquina me dice que la Vulgata no reza Fiat lux. Et facta est lux, sino fiat lux et facta est lux. Desaparece el punto y con él la piedra angular de este argumento, es decir, la concisión lapidaria. Bueno, desaparece por ahora. Espero un día de estos averiguar por qué mi admirado George Steiner en After Babel alude a esa versión inverificable. O si uno de ustedes, queridos lectores, puede enmendarnos la plana o confirmárnosla a Steiner o a mí, le quedaremos muy agradecidos. Al menos yo.
Bibliografía de El Guirigay Nacional. Ensayos sobre el habla de hoy
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008
La tajante concisión del latín hacía, por supuesto, de la Vulgata la versión más dramática y deslumbrante. Fiat lux. Et facta est lux (Génesis, I, 3), esas seis palabras cosmogónicas dichas precisamente así y así puntuadas, tienen tal fuerza, misterio y belleza que George Steiner efectuó el ejercicio literario de compararlas con sus respectivas traducciones al inglés, francés, italiano y alemán. Ninguna alcanza el sobrio esplendor del latín de San Jerónimo, tan fiel, por lo demás, al original hebreo. En francés (Que la lumière soit; et la lumière fut) resulta demasiado intelectual, en inglés (Let there be light: and there was light) la desaparición del punto resta dramatismo, en italiano (Sia luce. E fu luce) aunque más lapidario aún que en latín —cinco palabras en lugar de seis— la fonética vuelve musical lo que debería ser imperioso... En cuanto al español, que Steiner no menciona, yo he cotejado siete versiones castellanas y cuanto más modernas peores parecen. Sea la luz. Y fue la luz (Biblia de Ferrara, 1553) se acerca a la formulación ideal de la Vulgata. Sea hecha la luz. Y la luz quedó hecha (Torres Amat, siglo XIX) es feo y prolijo. «Haya luz»; y hubo luz (Nácar Colunga, 1951) podría haber sido la mejor versión gracias a que prescinde del artículo, pero es la peor por culpa del entrecomillado de las palabras propiamente divinas —moda reciente también en inglés y francés— y porque la substitución del punto por un débil punto y coma, sin duda para dar inmediatez al efecto taumatúrgico, destruye el pasmo pavoroso, la pausa seguida del trallazo que buscaba el punto.
Cuando hace años, se anunció en Inglaterra el proyecto de «actualizar» el lenguaje religioso (para «hacerlo más asequible al pueblo») abandonando la vieja y rica prosa del Book of Common Prayer (de 1552) y de la versión del Rey Jacobo I de la Biblia (1611), los más prestigiosos escritores ingleses —de derechas y de izquierdas, creyentes, agnósticos o ateos— firmaron un curioso manifiesto en el que se oponían a tal medida alegando que privaría al proletariado británico de su único contacto habitual con la belleza artística: el espléndido inglés litúrgico. So pretexto de acercar la religión al pueblo se arrebataba a éste buena parte de su cultura, acercando el día ominoso de la implantación del Basic English de mil palabras.
Nadie, en cambio, lamentó en España por motivos lingüísticos la desaparición de los catecismos de Astete y Ripalda. La mayoría de los españoles ni siquiera sabía que ambos jesuitas —el P. Gaspar Astete (1537-1601) y el P. Jerónimo Martínez de Ripalda (1535-1618)— eran autores de nuestro Siglo de Oro. Hubiera, sin embargo, bastado para adivinarlo con reparar en su estilo elegante y preciso: «¿Qué cosa es envidia?» «Tristeza del bien ajeno» (Ripalda). Un moderno escritor mediocre habría dicho: «Desear lo que es de otro». Quizá la Inquisición no lo hubiese quemado por confundir codicia con envidia; yo sí por imprecisión y torpeza de estilo.
Pues bien, de vaguedades verbosas y torpezas está repleto el catecismo escolar hoy vigente (Pueblo de Dios, Editorial de la Conferencia Episcopal Española, 1983). Es unas cinco veces más extenso que el Ripalda, sin contar las fotos progres y folclóricas (en una de ellas se ve a unos borrachos pitando con matasuegras y debajo se lee: «La Iglesia tiene un futuro: el Reino de Dios»). A veces dice cosas tan inconsecuentes que hace sospechar que hoy en los seminarios no sólo no se enseña gramática, sino tampoco lógica. Por ejemplo: «Las palabras signo y símbolo las usamos indistintamente, pero con un matiz diferente».
Todo esto está muy lejos del verbo cortante y puro de San Jerónimo. Si la cosa es como para que un agnóstico se eche a llorar, ¿qué no tendría que hacer un cristiano practicante?
(Publicado en el ABC del 3 de Mayo de 1986)
Un año más tarde, en 1987, se publicó en Madrid el libro Catecismo de Astete y Ripalda, edición crítica preparada por Luis Resines. Este parece poco consciente de que está manejando dos textos clásicos de insólita hermosura y exactitud. Pero es de agradecer su labor; nos permite de nuevo acceder a estas obras maestras.
(Este artículo fue recogido en los libros El Guirigay Nacional (1988) y El Guirigay Nacional, ensayos sobre el habla de hoy (2005))
N.B.: Pues bien, por fortuna o por desgracia desde 1986 se ha inventado un artilugio llamado Internet, repleto de buscadores. Supongo que es un instrumento divino para mostrarnos que somos falibles y más bien tontos; para obligarnos a la humildad. Rehago el cotejo de versiones y la Máquina me dice que la Vulgata no reza Fiat lux. Et facta est lux, sino fiat lux et facta est lux. Desaparece el punto y con él la piedra angular de este argumento, es decir, la concisión lapidaria. Bueno, desaparece por ahora. Espero un día de estos averiguar por qué mi admirado George Steiner en After Babel alude a esa versión inverificable. O si uno de ustedes, queridos lectores, puede enmendarnos la plana o confirmárnosla a Steiner o a mí, le quedaremos muy agradecidos. Al menos yo.
Bibliografía de El Guirigay Nacional. Ensayos sobre el habla de hoy
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008
lunes, 4 de julio de 2011
Más sobre Sir Patrick Leigh Fermor
El siguiente artículo apareció en el diario ABC el 2 de Julio del 2011. Tan sólo he corregido una errata mía y otra del periódico (decía dieciséis años después, en su entierro y debía decir y ahora dice once años después, en su entierro).
Por el Marqués de Tamarón
Gracias a no haber ido a la universidad, Patrick Leigh Fermor llegó a ser uno de los mejores escritores ingleses del siglo XX. Todo comenzó porque lo expulsaron del colegio al ser descubierto cogido de la mano con la hija del tendero de ultramarinos. Luego se empeñó en ir andando hasta Constantinopla (no quería decir Estambul) y ahí empezó a completar la nada desdeñable educación secundaria recibida. Emprendió el camino con 18 años, en 1933, y dos años después llegó a Constantinopla. Dormía en albergues de jóvenes, en un pajar o en los castillos de la nobleza centroeuropea, que brindó generosa hospitalidad y amistad –y amor en más de una ocasión– a aquel guapo y simpático muchacho inglés. Después prolongó el viaje por Grecia, donde participó en una carga de caballería contra un golpe de estado republicano y, más importante aún, conoció a la Princesa Balasha Cantacuzeno, una rumana hermosísima bastante mayor que él. Se enamoraron en el acto y pasaron dos años juntos viviendo en castillos remotos, mientras ella pintaba y él traducía libros. Hasta que estalló la Segunda Guerra Mundial y Patrick Leigh Fermor volvió apresuradamente a Inglaterra para alistarse, primero en la Guardia Real y luego en el Special Operations Executive. Se había disipado para siempre el peligro de ir a la universidad y aprender a hacer auditorías o el uso del aoristo. Podía seguir aprendiendo a ver, a vivir y a escribir, sin asomo de jactancia.
Su educación fue pues verdadera y honda: enriqueció y adiestró sus ojos, su mente y su corazón. Le sedujo el mosaico de lenguas, paisajes y arquitecturas que entonces aún sobrevivían en Europa, y sus gentes, tribus y naciones. Como era generoso brindó sus recuerdos y saberes, de palabra y por escrito, a propios y extraños.
Cuando celebramos sus 85 años en Londres se pudo comprobar por el ambiente durante la cena y por la subsiguiente oratoria de manteles que la imagen que todos tenían de su viejo o nuevo amigo (las edades de los comensales oscilaban entre los cien y los treinta cinco años) coincidían en varios rasgos: su alegría y su generosidad, y también su simpatía en el sentido más hondo, etimológico de la palabra. Curiosamente once años después, en su entierro, los comentarios fueron muy parecidos. Aquella noche en Londres el primero que habló, su amigo Jellicoe, dijo de él que la virtud que en grado menos relevante lo adornaba era la castidad. El anfitrión recalcó la generosidad de Paddy (ya para entonces nadie en Inglaterra llamaba de otra manera al distinguido escritor y héroe de guerra) recordando su insólita capacidad de querer y apreciar a todos los grupos nacionales o sociales que en general se detestaban entre ellos. Paddy admiraba a griegos y turcos, magiares y rumanos, judíos y alemanes, incluso a sus propios enemigos en tiempo de guerra, como el General Kreipe al que hizo prisionero en Creta y con quien recitó la oda I.ix. Ad Thaliarchum de Horacio contemplando las nieves del Monte Ida, en latín, claro. El propio anfitrión, siempre inquieto por el riesgo de pasar la eternidad en el cielo mal colocado al lado de algún pelmazo, le advirtió a Paddy que su virtud se vería recompensada doblemente, puesto que ya en el paraíso debían de estar esperándolo tantos amigos que él cita en sus viajes y tan distintos como los turcos viejos en la isla danubiana de Ada Kaleh, o las dos muchachas campesinas en Transilvania que descubrieron a Paddy y a su amigo nadando desnudos en el río y luego retozaron felices tras un pajar, o el Hermano Peter con quien jugó a los bolos, o los rastafarios caribeños con quienes habló sobre Haile Selassie, o el sabio danubiano de Persenbeug, o Dom Gabriel Gontard, septuagésimo octavo Abad de Saint-Wandrille.
Pero quien mejor definió en aquella larga y alegre sobremesa el carácter y el estilo de Patrick Leigh Fermor fue Norwich, cantando su peculiar versión de You´re the top aplicada a Paddy, que parodiaba a la vez al popular Cole Porter y al culto Browning con versos aliterativos y de rima interna tales como You´re the bubbling bard who finds it hard to stop / which is why we murmur, Fermor, you´re the top!
Sin embargo y con ser todo esto por completo verdadero además de risueño, no era toda la verdad. Dentro de este conversador brillante, ameno y alegre había un trabajador infatigable que corregía pruebas hasta agotar a su editor. Tenía la convicción – acertada por lo demás – de que el ritmo de la prosa requería cambiar varias palabras si se cambiaba una sola, con lo cual se producían unas cascadas de longitud incalculable. Cuando se vió aquejado por esa desesperante dolencia que es la sequía de la pluma del escritor – calculo que en su caso, como en otros, eso ocurrió cuando abandonó los cigarrillos, esos mismos que lo llevaron a la tumba hace unos días – y cada vez que le preguntaban por el volumen pendiente sobre su caminata a Constantinopla se enfadaba o entristecía, y a veces se refugiaba en mentiras inocentes, como cuando algunos amigos le sugerían que no intentase, por una vez, escribir con todos los esplendores barrocos de su prosa habitual, y que fuese menos ambicioso en este su probable último libro. Pero desarmaba a todos contestando con manso y modesto orgullo: “Es que yo no sé escribir de otra manera. No puedo”. No era verdad; nunca es verdad cuando un escritor viejo dice eso. Paddy escribía maravillosas cartas llenas de humor y de amor, ambos expresados con sencillez al final de su vida. Y nunca perdió la gracia, en todos los sentidos de la palabra. Por dos veces, en estos últimos y tristes días después de su muerte, una vieja y querida amiga suya que expresamente desea ser citada, Debo Devonshire, me dijo “cuando escribas sobre Paddy cuenta cuánto hemos reído [what fun we had]”. Dicho queda, o al menos apuntado.
Eterno caminante por la Via Pulchritudinis, buscó la belleza en lo pequeño y en lo grande. El mismo adolescente que acompañaba sus primeros pasos por los caminos fríos de Alemania a principios de 1934 con una reserva cuantiosa de poesía en la memoria, recitaba a veces a Lewis Carroll y otras el Stabat Mater o el Dies Irae. Y el mismo muchacho, ochenta años después, fue despedido en un funeral de honda belleza, ordenado por él en música y textos que incluían el Protoevangelio de Santiago. El cura anglicano terminó el oficio de cuerpo presente con un “Descansa en Paz y levántate en la Gloria”. En exacto paralelo -Muerte y Resurrección- un corneta de su antiguo Regimiento de la Guardia Irlandesa acompañó la inhumación con los dos toques de ordenanza, Silencio y Diana.
El entierro coincidió con un rompimiento de gloria.
(Fotografía de Sir Patrick en Dumbleton, el 31 Enero del 2010)
Otras entradas relacionadas:
He's the Top
Sir Patrick Leigh Fermor
SIR PATRICK LEIGH FERMOR
Por el Marqués de Tamarón
Gracias a no haber ido a la universidad, Patrick Leigh Fermor llegó a ser uno de los mejores escritores ingleses del siglo XX. Todo comenzó porque lo expulsaron del colegio al ser descubierto cogido de la mano con la hija del tendero de ultramarinos. Luego se empeñó en ir andando hasta Constantinopla (no quería decir Estambul) y ahí empezó a completar la nada desdeñable educación secundaria recibida. Emprendió el camino con 18 años, en 1933, y dos años después llegó a Constantinopla. Dormía en albergues de jóvenes, en un pajar o en los castillos de la nobleza centroeuropea, que brindó generosa hospitalidad y amistad –y amor en más de una ocasión– a aquel guapo y simpático muchacho inglés. Después prolongó el viaje por Grecia, donde participó en una carga de caballería contra un golpe de estado republicano y, más importante aún, conoció a la Princesa Balasha Cantacuzeno, una rumana hermosísima bastante mayor que él. Se enamoraron en el acto y pasaron dos años juntos viviendo en castillos remotos, mientras ella pintaba y él traducía libros. Hasta que estalló la Segunda Guerra Mundial y Patrick Leigh Fermor volvió apresuradamente a Inglaterra para alistarse, primero en la Guardia Real y luego en el Special Operations Executive. Se había disipado para siempre el peligro de ir a la universidad y aprender a hacer auditorías o el uso del aoristo. Podía seguir aprendiendo a ver, a vivir y a escribir, sin asomo de jactancia.
Su educación fue pues verdadera y honda: enriqueció y adiestró sus ojos, su mente y su corazón. Le sedujo el mosaico de lenguas, paisajes y arquitecturas que entonces aún sobrevivían en Europa, y sus gentes, tribus y naciones. Como era generoso brindó sus recuerdos y saberes, de palabra y por escrito, a propios y extraños.
Cuando celebramos sus 85 años en Londres se pudo comprobar por el ambiente durante la cena y por la subsiguiente oratoria de manteles que la imagen que todos tenían de su viejo o nuevo amigo (las edades de los comensales oscilaban entre los cien y los treinta cinco años) coincidían en varios rasgos: su alegría y su generosidad, y también su simpatía en el sentido más hondo, etimológico de la palabra. Curiosamente once años después, en su entierro, los comentarios fueron muy parecidos. Aquella noche en Londres el primero que habló, su amigo Jellicoe, dijo de él que la virtud que en grado menos relevante lo adornaba era la castidad. El anfitrión recalcó la generosidad de Paddy (ya para entonces nadie en Inglaterra llamaba de otra manera al distinguido escritor y héroe de guerra) recordando su insólita capacidad de querer y apreciar a todos los grupos nacionales o sociales que en general se detestaban entre ellos. Paddy admiraba a griegos y turcos, magiares y rumanos, judíos y alemanes, incluso a sus propios enemigos en tiempo de guerra, como el General Kreipe al que hizo prisionero en Creta y con quien recitó la oda I.ix. Ad Thaliarchum de Horacio contemplando las nieves del Monte Ida, en latín, claro. El propio anfitrión, siempre inquieto por el riesgo de pasar la eternidad en el cielo mal colocado al lado de algún pelmazo, le advirtió a Paddy que su virtud se vería recompensada doblemente, puesto que ya en el paraíso debían de estar esperándolo tantos amigos que él cita en sus viajes y tan distintos como los turcos viejos en la isla danubiana de Ada Kaleh, o las dos muchachas campesinas en Transilvania que descubrieron a Paddy y a su amigo nadando desnudos en el río y luego retozaron felices tras un pajar, o el Hermano Peter con quien jugó a los bolos, o los rastafarios caribeños con quienes habló sobre Haile Selassie, o el sabio danubiano de Persenbeug, o Dom Gabriel Gontard, septuagésimo octavo Abad de Saint-Wandrille.
Pero quien mejor definió en aquella larga y alegre sobremesa el carácter y el estilo de Patrick Leigh Fermor fue Norwich, cantando su peculiar versión de You´re the top aplicada a Paddy, que parodiaba a la vez al popular Cole Porter y al culto Browning con versos aliterativos y de rima interna tales como You´re the bubbling bard who finds it hard to stop / which is why we murmur, Fermor, you´re the top!
Sin embargo y con ser todo esto por completo verdadero además de risueño, no era toda la verdad. Dentro de este conversador brillante, ameno y alegre había un trabajador infatigable que corregía pruebas hasta agotar a su editor. Tenía la convicción – acertada por lo demás – de que el ritmo de la prosa requería cambiar varias palabras si se cambiaba una sola, con lo cual se producían unas cascadas de longitud incalculable. Cuando se vió aquejado por esa desesperante dolencia que es la sequía de la pluma del escritor – calculo que en su caso, como en otros, eso ocurrió cuando abandonó los cigarrillos, esos mismos que lo llevaron a la tumba hace unos días – y cada vez que le preguntaban por el volumen pendiente sobre su caminata a Constantinopla se enfadaba o entristecía, y a veces se refugiaba en mentiras inocentes, como cuando algunos amigos le sugerían que no intentase, por una vez, escribir con todos los esplendores barrocos de su prosa habitual, y que fuese menos ambicioso en este su probable último libro. Pero desarmaba a todos contestando con manso y modesto orgullo: “Es que yo no sé escribir de otra manera. No puedo”. No era verdad; nunca es verdad cuando un escritor viejo dice eso. Paddy escribía maravillosas cartas llenas de humor y de amor, ambos expresados con sencillez al final de su vida. Y nunca perdió la gracia, en todos los sentidos de la palabra. Por dos veces, en estos últimos y tristes días después de su muerte, una vieja y querida amiga suya que expresamente desea ser citada, Debo Devonshire, me dijo “cuando escribas sobre Paddy cuenta cuánto hemos reído [what fun we had]”. Dicho queda, o al menos apuntado.
Eterno caminante por la Via Pulchritudinis, buscó la belleza en lo pequeño y en lo grande. El mismo adolescente que acompañaba sus primeros pasos por los caminos fríos de Alemania a principios de 1934 con una reserva cuantiosa de poesía en la memoria, recitaba a veces a Lewis Carroll y otras el Stabat Mater o el Dies Irae. Y el mismo muchacho, ochenta años después, fue despedido en un funeral de honda belleza, ordenado por él en música y textos que incluían el Protoevangelio de Santiago. El cura anglicano terminó el oficio de cuerpo presente con un “Descansa en Paz y levántate en la Gloria”. En exacto paralelo -Muerte y Resurrección- un corneta de su antiguo Regimiento de la Guardia Irlandesa acompañó la inhumación con los dos toques de ordenanza, Silencio y Diana.
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(Fotografía de Sir Patrick en Dumbleton, el 31 Enero del 2010)
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