Marqués de Tamarón || Santiago de Mora Figueroa Marqués de Tamarón: El Rompimiento de Gloria (cap. XII)

lunes, 27 de abril de 2009

El Rompimiento de Gloria (cap. XII)

XII

Volví a mi pueblo para pasar la Nochebuena con la familia. Me quedé pocos días y cada uno de ellos fue una mezcla insoportable de suplicios y delicias. Me irritaba mi padre ─cientifista pero menos, miembro del Círculo Agrario Católico, callado y sonriente─ por su optimismo conservador, me irritaba mi madre con su pesimismo reaccionario, me irritaba el señor cura con su carlismo jovial y hasta me irritaba el rojo de la aldea, un cabrero anarquista que no sabía nada del materialismo dialéctico aunque mucho de perchas para pájaros, lazos de conejo y cepos de lobos. Me irritaban todos ellos porque no entendían lo que se estaba preparando en España; ahora creo que en efecto no lo comprendían pero lo intuían muy bien y no les gustaba ni un pelo, salvo al anarquista, que estaba deseando empezar a repartir estopa y que, cosas de la vida, fue a morir un par de años después peleando como miliciano de la FAI contra los comunistas en Barcelona.

Y a la vez todos ellos me conmovían con sus callos y sus canas y sus expresiones anticuadas, como me enternecía el olor a espliego y a cera de mi cuarto, hasta el tufo a estiércol que entraba cuando abría la ventana al corral. Me acongojaba saberme el orgullo y la esperanza de mis padres y casi de la aldea entera, por mi fama de chico estudioso y ya capitalino. Pero lo que más me irritaba era mi propia irritación contra ellos. Ya se me alcanzaba que era una puerilidad, pero no la podía remediar. Dominé, eso sí, mi rebeldía en la Nochebuena y acompañé a mis padres a la Misa del Gallo, pero por pundonor no fui a comulgar y la cena después con el señor cura de invitado fue triste. Luego no me podía dormir, me vestí y fui a la cuadra a recoger al mastín para dar un paseo. El perro no tenía ganas de salir porque estaba viejo y mal de los cuartos traseros como todos los mastines, pero lo convencí hablándole muy bajo, igual que Miguel a la yegua.
La luna estaba en cuarto menguante pero alumbraba mucho en aquella noche frígida y calma. Dimos una vuelta despaciosa a la aldea y el perro fue animándose con los olores y ruidos que sólo él percibía. Al llegar a la ermita del cerro contemplé el villorrio a mis pies, dormido como un niño pobre sin pasado ni porvenir. La única chimenea que aún echaba humo era la de mi casa, pero en el aire inmóvil la tenue columna blanquecina se erguía en vertical perfecta y pronto, agotada, se estancaba formando una placa delgada y horizontal; a la altura de mis ojos parecían las dos líneas de un patíbulo. Iba a volverme a casa cuando el mastín gruñó, arrimándose a mí amedrentado. Un instante después noté que el paisaje empezaba a apagarse a medida que una sombra cubría la luna. La lobreguez se hizo opresiva además de triste. Luego el perro volvió a agitarse, pero esta vez parecía contento y movía la cola. Oí la voz de mi padre en las tinieblas.

─ ¿Tú también has salido a ver el eclipse, Sátur? No sabía que leías el Calendario Zaragozano. Pensé que lo considerarías oscurantista.

Aprovechando la negrura que nos volvía invisibles hice un gesto de exasperación con los hombros.

─ No me esperaba un eclipse. Quería pasear a solas.

Me arrepentí nada más decirlo, pero ya no tenía ánimo de mitigar la aspereza con una frase amable. Hubo un silencio, roto al fin por mi padre con voz triste.

─ Bueno, pues te dejo en paz. Y me llevo a Corregidor; está viejo y tiene ahogos con el frío.

Me quedé allí arriba hasta que pasó el eclipse, consolándome con la certidumbre de que todas las desapariciones históricas y sociales eran tan inevitables y tan previsibles científicamente como los movimientos celestes. El mundo de la aldea debía por desgracia desaparecer; el cariño familiar pasaría por un eclipse. Pero pronto la aurora roja nos calentaría de nuevo a todos en un abrazo universal y fraterno. No me lo creía por completo , pero las cosas no podían seguir así en España y en el mundo; el orden caduco era cada vez más agobiante y ya ni siquiera lograba salvaguardar la belleza que había producido cuando aún tenía vigor para procrear. No veía más salida que hacer tabla rasa del pasado, aunque lastimase a gentes tan débiles como las de mi aldea y a dioses tan vulnerables como los de la casita del Viso, aunque me hiriese a mí mismo. Mañana buscaría algún pretexto para adelantar mi salida y me alargaría hasta Asturias para ver a los compañeros de allí antes de volver a Madrid. Tomadas esas decisiones conseguí dormirme, pero soñé que me despeñaba; es curioso cómo los montañeros rara vez tenemos vértigo despiertos y sí a menudo en sueños.

Me despedí con prisas y sin mirar mucho a mis padres a la cara. Luego me hundí sin titubeos en el mundo minero y fabril del Norte. Apenas si recuerdo aquel torbellino de veinticuatro horas, que por precaución política no dejó huella en mi diario. Presentaciones, desconfianza inicial de ellos, discusiones, mala comida y peor bebida, hollín, sudor y tabaco, mucho tabaco hasta que el aire se podía cortar con un cuchillo. Y luego un mitin apasionado y patético, con toses silicóticas y voces desgarradas que gritaban su cólera, sin sutilezas y con entrega a algo que nos superaba a todos. Por primera vez, al cantar la Internacional, comprendí el alcance de la llamada a la famélica legión. Aquello no era una tertulia de intelectuales sino algo terrible y hermoso y hondo. Uno de los compañeros me ofreció su casa para pasar lo poco que quedaba de noche y entramos de puntillas procurando no despertar a la familia que vivía hacinada allí. Dormí en la cocina, envuelto en una manta. Me despertó Maruja, la mujer, bella y triste como una virgen gótica.

─ ¿No irá usted a marcharse sin comer algo?

No supe negarme y me temo que dejé a los niños con hambre. Durante el interminable viaje de vuelta, dormitando traqueteado en las tablas de tercera, recordé las caras ojerosas de los niños, el mal aliento del padre, la hermosura descorazonada de la madre, la sombría dignidad de todos ellos, de todos los compañeros de infortunio. Mis compañeros. Yo los ayudaría a dar un vuelco a sus vidas, a salir de la sordidez material en que estaban, y con ellos redimiríamos a los demás. Aquel tránsito por la meseta inhóspita fue mi rito de purificación, la vela de armas que alumbró mi juicio y fortificó mi voluntad de acción. Recordándolo ahora, cuando ya no me queda ni una de las convicciones y ni uno de los propósitos allí forjados, cuando ya sé que el sueño de la razón produce monstruos, me aterro pero no me avergüenzo.

Tampoco me asombro. Era natural, a mi edad, sentir esas ansias de entrega. La revolución socialista o la fascista era para muchos de nosotros ─no para todos, por desgracia, pues menudeaban los oportunistas y aun los asesinos─ el equivalente moderno de la entrega religiosa, de la negación del yo al servicio del otro o del Otro, con o sin mayúscula sacra. Era la vieja abnegación de servir al doliente, pero ahora, ya sin fe religiosa, dejaba de ser un medio para acercarse a Dios y se convertía en un fin en sí. Con ello abríamos la puerta sin saberlo al enemigo, el odio, que entraba en nuestras almas. Yo tuve suerte y pronto me di cuenta del horror. Otros cultivaron ya siempre en su corazón la simiente inmunda y por eso mataron y murieron suciamente.

Pero aquella tarde la dura luz del invierno castellano producía espejismos tan nítidos y fulgentes como el Sáhara. Estaba solo en el compartimento, bajé la ventanilla, respiré hondo el aire puro y contemplé la llanura adusta con manchones de nieve. La meseta ibérica se convirtió en la estepa rusa, el quejoso tren correo era un tren blindado bolchevique rumbo al futuro, no había límites a la acción decidida, el acontecer histórico estaba a nuestro favor.

─ Oiga, ¿quiere usted helar el coche entero, o qué?

El revisor era viejo, bizco y aguardentoso. Lo iba a mandar a la porra cuando sentí la punzada de la carbonilla en un ojo. Cerré la ventanilla con violencia desdeñosa y, resignado a las miserias cotidianas, intenté quitarme la carbonilla con la punta del pañuelo. Pero entonces sentí otra punzada. ¿Y si tuviesen razón Elena y Miguel, y si el progreso no existiese? Mis convicciones revolucionarias no serían más que hojarasca generosa, un mesianismo laico más efímero aún que las anteriores revelaciones trascendentes. Peor todavía, ¿y si Miguel y Elena no tuviesen razón? ¿Podría yo desear en conciencia que el viento de la Historia los barriese? Es más, ¿tendría yo los redaños de hacerlo si me tocase esa papeleta? Estaba claro que no. Es triste tener alma de revolucionario sin tener madera de Robespierre. Pero, en fin, las revoluciones modernas no tenían por qué ser sanguinarias. Bélicas, quizá, pero no sanguinarias. El mismo Lenín había sido en el fondo un ilustrado y tan sólo la propaganda capitalista podía inventarse historias macabras como las que a veces salían en los periódicos de derechas. Tenían que ser mentiras, puesto que docenas de intelectuales burgueses habían vuelto entusiasmados de sus visitas a la Unión Soviética. ¿Por qué demonios Miguel y Elena no se parecían a don Antonio Machado o a otros por el estilo, gente progresista pero culta y hasta exquisita? De repente quedé sobrecogido por la estupidez de mi propia pregunta. Pedir que mis dos arcángeles se pareciesen a un cursi feo y que no se lavaba era una cuadratura del círculo francamente indeseable.

Con los ojos cerrados por temor a que me doliese la llaguita de la carbonilla, me esforcé en reconstruir mi argumento. Resultaba evidente que el ci-devant Conde de Fonseca, Capitán de Caballería, y su hermana doña Elena Cienfuegos eran tan distintos de Vladimiro Ilich Lenín y Rosa Luxemburgo como yo de Greta Garbo. Ahora bien, ocurría que a mí, Saturnino Prieto, me atraía el proyecto político de los dos últimos y todo lo demás de los dos primeros. No sólo estaba enamorado de Elena sino fascinado por ella y por su hermano y por cuanto representaban, suponiendo que representasen algo. Y ahí estaba el corte perfecto del nudo gordiano: Elena y Miguel no eran la antítesis de los revolucionarios porque no eran liberales ni conservadores ni fascistas, eran reaccionarios. Y no eran reaccionarios políticos como los carlistas o los de Acción Española, eran reaccionarios químicamente puros como Merlín o el Hada Morgana, o como los Masai o las Clarisas Descalzas o el Dalai Lama. Eran criaturas fabulosas y por tanto inofensivas. Claro que no todo el mundo los vería así, pues no los conocían como yo. Sus mismos aliados objetivos de clase terminarían marginándolos o lo habían hecho ya. Pero el caso es que si llegase antes lo que debía llegar los hermanos tendrían problemas con mis compañeros. Bueno, pues yo los protegería. Aunque, bien mirado, protegerlos era como pretender proteger a la aurora boreal.

Me asaltó una última duda. Acababa de leer el comentario de un viajero yanqui a su vuelta de Moscú: I've seen the future and it works. Sería verdad, aunque a mí desde luego en la Revolución me importaba más la justicia que el futurismo. Sin embargo, ¿merecería la pena acelerar la llegada del futuro? Tendría que ser a costa del presente, que a todas luces merecía sumirse en el olvido, pero también de los rescoldos de cierto pasado que yo empezaba a descubrir de la mano de Elena y Miguel y que a veces me reconfortaba extrañamente. El futuro... Mi madre nunca usaba esa palabra, prefería decir el porvenir, al menos en sus raros momentos de optimismo. Es cierto que futuro sonaba a gramática o a H.G. Wells, era algo abstracto, quizá inquietante. Pero el orden futuro sería justo y eficaz. Acaso pecaría un poco de aburrido. No sería como una catedral gótica, ni un palacio barroco, ni una gran caverna llena de estalactitas, no tendría misterio, sería algo así como una... eso, como una clínica aséptica y bien iluminada, donde por fin el género humano pudiese disfrutar de un cierto desahogo.

No me quedé muy satisfecho de la metáfora hospitalaria. Intenté buscar argumentos en el paisaje, pero al abrir los ojos vi que había anochecido y el cristal me devolvía la luz amarillenta del vagón. Me seguía doliendo el ojo lastimado por la ceniza y cerré de nuevo los párpados. Entonces vi el rostro pesaroso de Maruja, con sus arrugas de desesperanza. Descubrí que se parecía a Elena, a una Elena imposible, sufrida y envejecida. Necesitaban mi ayuda, Maruja y los suyos. Había que traer un futuro justo, a costa de lo que fuese, para evitar otro futuro infame, el de Juan March, que por lo demás terminaría siendo igual de inicuo con Elena, con todo lo noble y delicado.

Y es que aunque parezca raro más de uno se hizo rojo por caballerosidad. Los viejos ideales de defender al débil, el espíritu de sacrificio, la camaradería, todo eso se había esfumado de la sociedad española y algunos, por pundonor, siguieron buscándolo hasta creer encontrarlo en el Requeté, en la Falange, en las Juventudes Socialistas, en la F.A.I. o debajo de las piedras de los cuarteles o las iglesias. A veces pienso que nuestra guerra empezó porque de cada diez españoles cuatro tenían miedo, otros cuatro resentimiento y dos tenían vergüenza torera. Pero, claro, eso lo pienso ahora. Aquella noche de alma exaltada y cuerpo entumecido tan sólo pensaba en lo necesario y difícil que sería alejarme un poco de Elena.

* * *

Bibliografía de El Rompimiento de Gloria
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008

3 comentarios:

  1. El más brillante de todos los capítulos publicados hasta ahora, y también el más ambiguo y melancólico. Es curiosa esa interpretación romántica de algunos revolucionarios modernos, en el fondo eran unos byronianos a destiempo. Casi todos se desengañaron, pero no todos. Me pregunto el curso que seguirá Saturnino, aunque me interesa mucho más su futuro amoroso que su futuro ideológico.

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  2. No es esto, no es esto, lo que pasa es que Tamarón puede respetar al rojo - y aun admirarlo - pero siente desprecio por el progre. De ahí su desdén por la "insobornable contemporaneidad". Y quizá su simpatía por la generosidad y la entrega, equivocada o no, del que sufre por su hermano. Eso también es ser reaccionario, de cierta manera. Eso es reaccionar.

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  3. Los párrafos finales son la mejor evocación del idealismo que alentaba a buena parte de quienes combatieron (o murieron lejos del campo de batalla) en nuestra última Guerra. Nobleza de ideales y entusiasmo romántico, que, en el caso del fundador de Falange, debía de ser contagioso, irresistible, poderosamente magnético. El diplomático chileno Carlos Morla Lynch, en su libro "En España con Federico García Lorca", recientemente reeditado, cuenta así un encuentro con José Antonio Primo de Rivera en 1.933:
    "(...) me voy a un cocktail party mundano que tiene lugar en Baknik, el bar que está de moda.
    Me encuentro allí, en un ambiente elegante y aristocrático, con José Antonio Primo de Rivera, por quien tengo la mayor estimación. Es un muchacho de una entereza y noble caballerosidad a toda prueba; valiente, vertical siempre y seguro de sí mismmo. Como creo haberlo dicho ya, contrasta con estas condiciones viriles de hombre fuerte, un rostro y una expresión cautivadora de niño.
    -Tienes la suerte -le digo- de que te quieren hasta tus enemigos.
    Noto que esta declaración sincera lo conmueve, y, después de repetir la frase pausadamente -"hasta mis enemigos"-, como para penetrarla bien, se queda pensativo".

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