XI
La siguiente salida al monte también fue peculiar, pues no se trataba de andar a pie sino a caballo. Miguel tenía que ver unas yeguas por encargo de su dueño, un compañero destinado lejos que las había encomendado a un ganadero segoviano. Éste vivía en un esquileo de la ladera septentrional de la Sierra, y allá fuimos el primer día de Invierno, que ese año coincidió con lo previsto por el calendario. Salimos de Madrid al amanecer, encorvados los tres en la moto decrépita que bregaba contra el viento áspero y seco del Norte, y ya en el puerto nos esperaba la nieve. Esta vez conducía Elena y nos hizo una exhibición de destreza opuesta a la de Adam en Gredos: con exquisita prudencia y sorteando ventisqueros, charcos y ramas caídas nos llevó hasta un caserón perdido entre robles.
Llegamos con los ojos llorosos por el aire frío y nos recibió un viejo enjuto y suspicaz, rodeado de mastines algo menos hoscos que él. Ladraban con esa voz grave y casi desdeñosa, sine ira et studio, propia de los perros más olímpicos de la creación. Nos bajamos de la moto y el sidecar ante la sorpresa creciente del viejo al ver que la conductora era una real hembra con bellos ojos arrasados en lágrimas y embutida en un pantalón de montar. Los mastines, aunque guardando las distancias, debieron de notarnos un olor amistoso porque menearon cachazudos el rabo con campechanía displicente.
Entonces pude ver a Miguel ejerciendo a fondo sus dotes de mando y de seducción. El viejo no se esperaba la visita ni sabía quiénes éramos, pero en cosa de minutos, convencido de que no éramos perceptores de impuestos ni anarquistas ni cuatreros, nos estaba ayudando a ensillar los caballos mientras daba órdenes a su mujer para que nos preparase un almuerzo.
─ Esa pradera está como la palma de la mano, no tiene piedras ni agujeros bajo la poca nieve que ha caído. Pero usted, mi Capitán, tenga cuidado con la Jacarandosa, que esa yegua tiene su genio.
Las tres eran yeguas cruzadas de capa torda oscura, unos animales hermosos. Yo no estaba acostumbrado a la silla inglesa y no me atrevía a lucirme ante Elena, aunque en mi pueblo me tenían por buen jinete. Además, hubiera sido imposible competir con Miguel, que mandaba con las piernas, casi sin tocarle la boca a la yegua nerviosa. La fue tanteando, al paso primero, luego al trote y al final al galope corto seguido de galope largo, hasta que quedó tranquila. Miguel parecía tan absorto a caballo como Adam al volante en la cuesta abajo vertiginosa de Gredos, pero sin ninguna tensión. Diríase que montaba con una autoridad modesta, como respetuoso con el animal. De vez en cuando le hablaba, pero no sé lo que le decía pues se había adelantado a nosotros, como si quisiese estar a solas con Jacarandosa.
Nos dimos los tres un paseo largo por el llano, anchuroso y espolvoreado de nieve. Las nubes se habían quedado enganchadas en las cumbres, pero allí abajo lucía un solecillo pálido.
─ Tienes buena planta a caballo, Elena.
─ Pues no lo creo porque rara vez monto. Me gusta, pero no a la amazona. Y así, a horcajadas, tengo entendido que escandalizo... Quien cae muy bien a caballo es Miguel.
Su hermano tenía, en verdad, muy buena vitola. Parecía completar su gallardía natural con algo difícil de definir, como si cultivase a caballo el arte de conseguir el efecto óptimo con la mínima violencia. Cogía las riendas con firmeza suave y no sé por qué me acordé de un gran cirujano de quien se contaba que cada vez que asía una taza de café o un lápiz procuraba hacerlo con el mínimo de fuerza, para adiestrarse en el manejo del bisturí. Caí en la cuenta de que los hermanos, que a menudo derrochaban una vitalidad casi dionisíaca corriendo, bailando o cantando, cambiaban la vehemencia por energía mesurada cuando ejercían destrezas manuales, al guisar, por ejemplo, o al coser. Me pregunté cómo serían en el amor, si fogosos o pausados, pero enseguida deseché el pensamiento por impío, y hasta sentí que me sonrojaba, como un mirón púdico. Ya la equitación era misterio suficiente, mezcla de instinto y reflexión. ¿Y la guerra? A fin de cuentas ése era el oficio de Miguel. ¿Cómo la haría? ¿Como un húsar impetuoso o como un jugador de ajedrez?
─ Ya verás la imprudencia ─me cuchicheó Elena, preocupada─ En cuanto se haya hecho con la yegua, querrá saltar. Y nunca la ha montado hasta hoy...
Estábamos volviendo al prado junto a la casa, cercado con una valla alta de piedra seca. Miguel puso a la Jacarandosa a un galope reunido y al llegar a la cerca animó a la yegua a saltar ayudándose tan sólo de un leve chasquido de la lengua. Aquel salto tan limpio, sin fusta ni espuelas, que ni llevaba, me pareció un acto noble, de corazón y de voluntad y de inteligencia, no una temeridad.
─ ¿Tú crees? ─me replicó Elena mientras yo echaba pie a tierra para abrir el portillo─ Bueno, quizás. Pero también es un acto de seducción. Otro corazón de hembra subyugado. Esta vez de hembra equina.
Ya en la cuadra, Miguel insistió en darle de beber a Jacarandosa y en secar con un puñado de paja a la yegua sudada para luego abrigarla con una vieja manta zamorana. Se despidió de ella con palmadas en la tabla del cuello y palabras incomprensibles y tiernas.
Luego pasamos del inocente vaho de la cuadra ─estiércol, orines y zotal─ a otro olor igual de dulce e inefable, el de la cocina de campo. Tan pronto husmeó la caldereta, Miguel se arrimó a la gorda desdentada que sonreía junto al hogar y discutió animadamente con ella sobre yerbas y condimentos del guiso.
─ En esta casa preferimos la caldereta de cabrito, que no la de cordero. El cabrito es más gustoso, ¿no es verdad? Una sabe que los señoritos de Madrid son poco aficionados a la carne cabruna; dicen que huele a fato. Pero ya cuando vi la traza de los señores barrunté que no eran remilgados como otros, y entonces me decidí por el cabrito. ¿Qué le parece?
Miguel, con su larga experiencia de centenares de pruebas de rancho, sabía que el rito es serio. Sacó una navaja del bolsillo y pinchó un trozo de carne. Lo masticó despacio y, con la debida gravedad, anunció:
─ Esto está de verdad sabroso.
Fueron llegando los hijos, hasta siete, mocetones recios y tímidos que entraban en la casa del padre con la boina en la mano y murmurando:
─ A la paz de Dios, señores.
Dos estaban casados; sus mujeres eran tan candorosas como ellos pero más atrevidas.
Encandiladas por Elena, osaron acercársele aunque sin llegar a dirigirle la palabra. Ella, que tenía el mismo don de gentes que su hermano, debía de estar cansada o no quería ejercerlo; el caso es que se limitó a sonreír afable a las mozas, las cuales la miraban con los ojos muy abiertos.
Entonces una de ellas, la más jovencita, como un niño que viendo la nieve por primera vez al fin se atreve a tocarla, levantó la mano y le arregló un mechón de cabello despeinado. Se puso muy colorada pero se echó a reír, y Elena también, como saliendo de un trance. Las tres muchachas, hablando a la vez, se fueron al lar y Elena apartó suavemente con la cadera a Miguel y restableció el buen orden campesino al dejar que las nueras ayudasen a la vieja en el trajín de la cocina.
No hubo cucharada y paso atrás. Aquello no era una gañanía. Comimos muy bien y con todo el decoro rústico propio de la casa de un rabadán importante. Pensé que así vivirían los ya desaparecidos labradores honrados y los caballeros pardos, sin pretensiones nobiliarias ni refinamientos burgueses, pero con dignidad y modesto desahogo. El viejo, que se llamaba Juan Guzmán, bendecía la mesa, partía el pan y servía el vino; Consolación, la vieja, hacía todo lo demás y de vez en cuando recibía órdenes mudas de los ojillos azules de su marido. Éste había servido al Rey en África y quería saber cómo estaban las cábilas.
─ Es que esa gente, bien mandada, puede ser útil, pero como se desmande... En fin, mi Capitán, usted sabe mucho más que yo.
Miguel lo escuchaba con atención y luego le dio unas explicaciones bastante completas, más quizá que las que hubiese dado a Adam. A cambio, le hizo muchas preguntas sobre la vieja trashumancia y sobre los tiempos ─que Guzmán había alcanzado a conocer─ en que el aullido del lobo helaba la sangre de los que pasaban por los puertos de esas sierras. Ahí sí creí notar las diferencias de genio entre el pastor y el que ya no tiene grey que proteger: aquél era partidario del rebaño y éste del lobo. Miguel no decía nada al respecto, claro, pero cuando preguntaba por los lugares más infestados de lobos y luego escuchaba sonriente y entornando los párpados, yo no lo atribuía a la modorra del orujo.
─ Un día se aprendió La mort du loup de memoria, por una apuesta ─me dijo Elena en un aparte─, y todavía la recita a veces, cuando está solo y de buen humor.
─ ¿De buen humor? ¡Pero si es un poema tristísimo!
─ Por eso.
─ Tu hermano es una mezcla de romántico y estoico, cosa rara y peligrosa.
─ ¿Peligrosa para quién?
─ Para él. Y para ti... y para el resto del género humano.
─ Pero es que él prefiere al género lobero. Es menos dañino.
─ Pues para ser un misántropo congenia muy bien con los humanos. Míralo ahora.
─ Ahora está a gusto porque se siente con gente montuna.
Miguel escuchaba absorto al viejo, otro gran seductor. Este liaba con parsimonia un cigarro mientras con su honda voz de bajo ruso contaba una historia que probaba la fabulosa maldad de un arriero maragato, probablemente endemoniado, que él había conocido en una de sus andanzas de mozo. Daba la casualidad de que yo había oído hablar de ese arriero malvado en casa de mis abuelos. Noté en el cerebro esa sensación física, como un clic, que produce el déjà vu, pero no era paramnesia sino que toda la realidad presente encajaba con un recuerdo de mi infancia: el medroso nombre mencionado de Eufemio el Látigo, la mesa brillante y gastada de roble, las caras embobadas de los muchachos, el silbido del viento fuera, el aroma de chimenea y cocina, hasta la peste a carburo cuando se enciende la lámpara, todo eso lo había vivido yo quince años antes en León, a cientos de kilómetros de allí, en otro lubricán mágico de invierno, acurrucado contra mi abuela. Un rato antes ideaba yo comparaciones librescas entre esa casa y los labradores honrados del antiguo régimen; ahora comprendía que el antiguo régimen abarcaba desde el descubrimiento del fuego hasta la invención de la electricidad. Cualquier infancia pre-eléctrica, y la mía lo habia sido, era una infancia del antiguo régimen, con duendes y héroes. Lo que el Siglo de las Luces no había conseguido ─acabar con las Tinieblas del Pasado─ lo estaba consiguiendo nuestro Siglo de la Bombilla. Sentí un pellizco de pena; como revolucionario me atraía la idea del Progreso arrollador que sacudía tronos y altares con su grandiosa fuerza histórica, pero no el ruín escepticismo de la bombilla y la radio galena.
Antes de despedirnos, el viejo nos enseñó el esquileo. La enorme sala cavernosa llevaba años vacía y flotaba en ella un frío melancólico como de iglesia sin culto. Se fue, sin embargo, poblando de fantasmas y de ecos de balidos y tijeretazos a medida que Juan Guzmán nos relataba sus esfuerzos hasta principios de este siglo por mantener en uso el esquileo. Un mal año comprendió que esa primavera sería la última en que se harían las cosas de toda la vida, cuando el Conde de Prádena le dijo:
─ Esto se acaba, amigo Juan. Estamos arruinados. Los catalanes no quieren la lana de nuestras ovejas. Les sale más barato traerla de Australia.
Por última vez, todo se hizo como Dios manda, y cada uno cumplió con su obligación puntillosamente. Los ganaderos, mayorales y zagales quisieron oír, sombríos, la misa dicha en el oratorio abierto hacia la pieza del rancho, donde los esquiladores continuaban su labor interrumpiéndola tan sólo en el momento de la consagración, que acompañaban, en fantástica liturgia, con el repique de las tijeras. Luego, la nave quedó silenciosa ya para siempre. El viejo la mantenía limpia y ordenada, como si creyese que la historia daría un salto atrás, pero él mismo reconocía que los tiempos iban por otros caminos y parecía resignado a su condición venida a menos, de dueño de un rebaño pequeño, de ganado estante. No le faltaba un buen pasar, pero rezumaba añoranza de las noches al raso y la gran polvareda trashumante de sus años mozos.
Llorando otra vez de frío llegamos a Madrid. El aire seco y gélido me había despejado los vapores aguardentosos de la cabeza, pero no el amargo sabor de boca de la despedida. Acepté merendar unas nueces con miel antes de volver a la pensión. Miguel prendió la chimenea mientras Elena encendía algunas velas; ninguno de nosotros quería luz eléctrica esa noche. Buscando el cascanueces, Elena encontró el Manifiesto Comunista de Marx y Engels, que yo había dejado allí por olvido unas semanas antes.
─ ¿A que no se os ha ocurrido leerlo?
─ Yo sí lo he leído ─replicó Elena ─Es corto y está bien escrito.
─ Yo también ─bostezó Miguel ─y es un plomo.
─ Pues debería al menos gustarte su crítica de los valores burgueses.
─ Quien parece no haberlo leído eres tú, Sátur. A Marx le indigna la explotación burguesa, pero admira sin rodeos el papel modernizador de la burguesía, que según él ha salvado a mucha gente de la idiotez de la vida rural, o algo así.
Yo no recordaba esa frase, que tanto me haría cavilar después, durante años, así es que no supe qué contestar. Elena, en cambio, debía de haberle dado vueltas a la desdeñosa suficiencia urbana de Marx, pues añadió, dubitativa:
─ Habría que ver lo que dijo Marx en alemán... A lo mejor usó la palabra Idiotismus, que para un hombre de educación clásica como él tendría ecos muy ajenos a la tontería...
─ Muy bien, pues entonces mandadle el panfleto a la familia Guzmán, la del esquileo, y ya veréis como todos se apuntan al partido de Sátur ─interrumpió Miguel.
Yo no protesté, Elena no se rió y el gato no dejó de mirar con hastío los copos de nieve que el viento aplastaba contra la ventana. Todos nos quedamos ensimismados, hasta que por fin Elena se levantó y se fue a la cocina por una botella.
─ ¡Ea, ya está bien de pesares! ¡Vamos a emborracharnos y a cantar!
Pero el vino nos dio triste y terminamos cantando:
Ya se van los pastores,
ya se va el rumbo,
ya se va la alegría
de todo el mundo.
No quise que Miguel me llevase a casa en moto, quería estar solo con mis cuitas y anduve por las calles desiertas y heladas. Pero, en fin, a esa edad hasta la melancolía termina volviéndose gustosa así es que, olvidada la Filosofía de la Historia, abrí mi sórdido portal cantando:
Lucerito que alumbras
a los pastores:
dale luz a la prenda
de mis amores.
* * *
Bibliografía de El Rompimiento de Gloria
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008
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