Sigamos elaborando un disparatorio o necedario con las principales temas —latiguillos mágicos— de nuestros modernos formadores de opinión. Destaca entre estas ideas fijas la manía de usar adverbios modales terminados en mente. Así, nadie importante dice hoy en día está claro que. Hay que decir obviamente. Salvo raras excepciones —don Miguel Herrero de Miñón dice en un alarde de concisión es claro que, pero aún no sabemos qué será de su carrera política si sigue empeñado en hablar de forma que se entienda— nuestros hombres públicos andan encandilados con estos fetiches. Primero descubrieron evidentemente, y ahora el Santo y seña para reconocerse entre iniciados es obviamente, traducción consciente o inconsciente del «obviously» inglés. No importa que en español la be y la uve seguidas sean casi impronunciables. Obviamente viste mucho.
Dos son los inconvenientes de estos adverbios modales. El primero y principal es de orden práctico: el sufijo -mente tiene tal peso fonético (mucho más que el ingrávido -ly inglés o el borroso -ment francés) que estorba a la transmisión del pensamiento que pretende recoger la frase. Alguien —¿Borges?— dijo que el énfasis de esas dos sílabas finales distrae de las anteriores, y termina uno oyendo o leyendo solo «mente» y no las precisiones que se pretendía dar. En todo caso es cierto que nadie con prisas y ganas de ser claro dice «ve rápidamente a casa, abre completamente las ventanas y vuelve directamente aquí» sino «ve corriendo a casa, abre de par en par las ventanas y vuelve derecho aquí».
En general el engorro citado se evita usando una preposición (las preposiciones suelen tener talante menos prepotente y ruidoso) seguida de un substantivo. ¿No resulta más vigoroso por completo o con energía que completamente o enérgicamente? ¿No suena más tierno con ternura que tiernamente?
El segundo inconveniente de los citados adverbios es que son feos. Destrozan con su pesadez todo ritmo en el lenguaje, escrito o hablado. No hay literatura posible con esos ciempiés culilargos. Recordemos el delicioso madrigal de Gutierre de Cetina que empieza Ojos claros, serenos,/ si de un dulce mirar sois alabados,/ ¿por qué si me miráis, miráis airados? Pues bien, sólo con introducir dos de las macizas desinencias hoy en boga, sin cambiar ninguna raíz, queda este adefesio: Si sois alabados por mirar dulcemente/ ¿por qué, si me miráis, miráis airadamente?
Si la poesía no sobrevive a semejantes palabrejas, tampoco las soporta la elegancia lacónica de un epigrama. La necedad siempre entra de rondón, que todos los necios son audaces (Gracián) se convertiría en la necedad habitual mente se introduce inopinada y abusivamente, ya que todos los necios obran audazmente. Claro que los formadores de opinión ya han advertido que lo que quieren es cambiar nuestra cultura y nuestra sociedad, así es que acaso encuentren vulgar el sonó la flauta por casualidad de Iriarte y quieran cambiarlo por sonó la flauta aleatoriamente. Desde luego esta última palabra es uno de sus fetiches.
Ya sabemos que ni la claridad ni la belleza importan mucho a los formadores de opinión. Pero, ¿y la vergüenza? ¿No les dará azaro a veces pensar que pueda escucharlos su abuela del pueblo, que sin saber lo que era un adverbio modal hablaba en cristiano y se le entendía? ¿O no tendrán abuela? Porque lo que está claro es que el pueblo que tanto invocan (bueno, si son políticos lo evocan por gozar de otro fetiche verbal) se ríe del galimatías en —mente. En los años cuarenta, época del racionamiento, corría un chiste que decía: «con la Monarquía realmente se tomaba café, con don Miguel Primo de Rivera generalmente se tomaba café, con la República ordinariamente se tomaba café, ahora francamente no se toma café». Uno sospecha que la gente no se reía sólo de la malta y las bellotas, sino también del retumbar vacuo y pomposo de aquellos adverbios extraños —tan sucedáneos de los términos tradicionales como la cebada tostada lo era del café— que empezaban a proliferar en boca y pluma de las entonces llamadas jerarquías, padres de los formadores de opinión de ahora.
Lo malo, como siempre, no es el uso aislado de estos adverbios monótonos, sino su abuso. En proporción de más de uno por página parece que empachan. Además los hay pésimos (como obviamente), los hay malos y los hay hasta graciosos. Entre estos últimos podríamos incluir dos de los más antiguos, viejas palabras venidas a menos en la sociedad, rancios términos que hoy suenan paletos, pero no cursis: mayormente (el Manual de Estilo de TVE dice que «es poco elegante y debe evitarse»; Cervantes no siguió este consejo del Sr. Calviño) y mismamente. No estarán tan mal cuando nuestros formadores de opinión no los usan y sus abuelas de pueblo sí.
(Este artículo apareció en el ABC del 13 de Julio de 1985 y fue recogido en los libros El Guirigay Nacional (1988) y El Guirigay Nacional. Ensayos sobre el habla de hoy (2005))
Bibliografía de El Guirigay Nacional. Ensayos sobre el habla de hoy
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008
viernes, 27 de enero de 2012
miércoles, 18 de enero de 2012
Botones de muestra (VII)
Empecé a leer este libro con cierta duda inquieta que un antiguo nunca hubiera entendido: ¿era una novela? ¿o un ensayo histórico? ¿o quizá un ensayo antropológico sobre el recuerdo y el olvido? Un antiguo se hubiera limitado a constatar que La chica que dejamos atrás es una crónica con elementos épicos, líricos y religiosos, es decir un mito. Claro que en todas las civilizaciones la literatura –oral e incluso escrita– empieza con el mito. La diversificación de los géneros literarios viene mucho después; esa distinción puede muy bien interpretarse como el primer signo de decadencia en cualquier cultura humana. Pero ocurre que Rafael Garranzo, el autor de este trozo vivo de la historia reciente –o quizá intemporal– de la América del Norte, es antropólogo de formación y diplomático de profesión, con lo cual sabe muy bien que cuanto más pueda uno acercarse a los orígenes y a las raíces de un mito histórico mejor entenderá el incendio del que siempre queda algún rescoldo. Sabe incluso que ningún incendio en la historia se apaga del todo; siempre quedan brasas. Y son brasas que queman. Nadie puede removerlas con impunidad.
El método narrativo empleado se adapta muy bien a la realidad mítica -huelga decir que no son términos antitéticos- que describe. Se presenta como una obra coral y en el coro se mezclan los personajes y los narradores más variopintos, pero ninguno traído caprichosamente. La historia está contada por Buffalo Bill y Calamity Jane, por blancos y por indios, hombres y mujeres, muertos y vivos, perros, militares y escritores y pintores, y el Dr Jekyll y Mr Hyde, y hasta Robert Louis Stevenson aparece en alguna escena. Sobre todo, claro está, el principal narrador es es autor del libro, por más que no busque protagonismo y quiera dejárselo todo, con generosidad de auténtico escritor, a los memorialistas, historiadores, aventureros, héroes y malvados que cruzan las vastas praderas del Oeste. Rafael Garranzo, antropólogo seguidor de Lévi-Strauss (pero no rousseauniano, puesto que no cree en la inane dicotomía Hombre Bueno/Sociedad Mala), relata con vigor el drama de las guerras entre indios y colonos y soldados en los Estados Unidos. Garranzo es a la vez un contador de cuentos, como llamaban a Robert Louis Stevenson los polinesios, y un antropólogo que al final del día comprende el fondo del drama: a veces el olvido es el único remedio. No siempre el recuerdo sirve para el exorcismo de los demonios del pasado. T.S. Eliot no andaba descaminado al decir “humankind cannot bear very much reality”.
Por último, qué buen título el de este libro, que condensa la ironía de la historia, o quizá de toda la Historia. La chica que dejamos atrás (The girl I left behind) es el título de una vieja canción, considerada como una de las señas de identidad de los Estados Unidos. Pero resulta que, según nos asegura la Wikipedia, sus orígenes son ingleses o irlandeses. Luego la llevaron las tropas británicas a América y allí la adoptó el ejército de la revolución americana. Así es que también habrá que olvidar los orígenes de las canciones de marcha (también Lili Marleen y La Madelon) para ir incorporándolas a las señas de identidad de un bando o de otro. O, quizá, de los dos.
La chica que dejamos atrás
Ediciones Atlantis
Madrid, Septiembre 2011
Enlaces relacionados:
Botones de muestra (VI)
Botones de muestra (V)
Botones de muestra (IV)
Botones de muestra (III)
Botones de muestra (II)
Botones de muestra
jueves, 5 de enero de 2012
Feliz Noche de Reyes
La adoración del Niño Dios por los Reyes Magos –y por los pastores y por los animales y por los ángeles y la Estrella, y la persecución por Herodes– conforman un conjunto tan mágico y tan increíble que tiene que ser verdad. Nadie puede inventar algo así. Eso decía, hace muchos años, alguien muy próximo a mí. Luego, cuando murió, costó Dios y ayuda convencer al cura anglicano para que incluyese el evangelio de la Natividad en su funeral ("no es costumbre"). En cambio en su funeral católico el cura no tuvo inconveniente en mezclar la vida con la muerte. Comprendió además que no se trataba de un credo quia absurdum. No, era credo quia magicum. Para eso los Reyes eran magos, y acaso los demás también.
De todos los pintores que han reproducido la escena gloriosa y humilde, acaso sea Botticelli el que le dio un sesgo más misterioso. La Sagrada Familia desprende bondad, pero una bondad melancólica en el caso del Niño y de la Virgen, mientras que San José se muestra meditabundo. Los tres Reyes, al igual que la Familia, transmiten la gravedad propia de los Magos, que intuyen el trágico final de la encarnación divina en el Niño pobre, desnudo y lleno de luz. Pero lo más notable es la actitud del resto de los personajes, que se supone que forman parte del séquito de los Reyes Magos. No inspiran la menor confianza. Casi todos los que miran al pintor tienen una expresión francamente odiosa: son guapos, chulos y quizá criminales. Diríase que los acompañantes de los Magos, al llegar al humilde portal de Belén, se empeñaban en mostrar desprecio y ver qué beneficio podían sacar de todo ello. Sorprende leer que uno de los personajes menos siniestros (pero no del todo fiable), el vestido de color naranja, es el propio Botticelli.
Seguro que me equivoco y que en media hora el sabio y amable Mr Google me sacaría del error y me explicaría el porqué de esas caras torvas en algunos casos y tristes en otros. Quizá quien encargase el cuadro quiso reprender de manera indirecta a ciertos italianos renacentistas muy principales. Pero hoy no es día para entrar en esas cábalas. Mejor será buscar lo divino in verbis in herbis et lapidibus –o sea, en las palabras, en las plantas y en las piedras, que decía Paracelso– y no en las miradas esquinadas de los humanos.
Observemos, pues, un detalle pétreo y tierno a la vez del cuadro:
La planta que crece en ese rincón del Portal se llama Ombligo de Venus (Umbilicus rupestris). Sin entrar en sus cualidades medicinales, ni tampoco en simbologías confusas, merece la pena ir a las palabras y admirar la inventiva derrochada en todas las lenguas para dar nombre a esta planta. Además del suyo principal –religioso a fin de cuentas por pagano que sea– el sabio botánico Pío Font Quer reseña en su libro Plantas medicinales, el Dioscórides renovado los siguientes sinónimos en castellano:
Ombliguera, orejas de abad, de monje o de fraile, basilios, vasillos, escudetes, sombreritos o sombrerillos, gorros de sapo, angüejo, zumillo, hierba de bálsamo.
En portugués y gallego, y también en catalán, reaparecen los mismos nombres, en cambio en vascuence pasa a llamarse orma belarr (“hierba de hielo” por su frescura) y begarri belarr.
De todos estos nombres cabe sacar una conclusión: el nombre venusino, grácil y hermoso, no gusta a la mayoría. Esta parece tentada por el feo pecado de la pulcrofobia y enseguida cambia los encantos de la diosa por grotescas orejas y por sapos.
Pero esta noche recordemos que un pintor de mirada limpia y luminosa (todavía no había enloquecido por culpa de Savonarola) quiso poner junto al Niño Dios esa humilde hierba, que no desmerece de las testas coronadas y mágicas de los adoradores.
Enlaces relacionados:
In verbis in herbis
Felices Pascuas
De todos los pintores que han reproducido la escena gloriosa y humilde, acaso sea Botticelli el que le dio un sesgo más misterioso. La Sagrada Familia desprende bondad, pero una bondad melancólica en el caso del Niño y de la Virgen, mientras que San José se muestra meditabundo. Los tres Reyes, al igual que la Familia, transmiten la gravedad propia de los Magos, que intuyen el trágico final de la encarnación divina en el Niño pobre, desnudo y lleno de luz. Pero lo más notable es la actitud del resto de los personajes, que se supone que forman parte del séquito de los Reyes Magos. No inspiran la menor confianza. Casi todos los que miran al pintor tienen una expresión francamente odiosa: son guapos, chulos y quizá criminales. Diríase que los acompañantes de los Magos, al llegar al humilde portal de Belén, se empeñaban en mostrar desprecio y ver qué beneficio podían sacar de todo ello. Sorprende leer que uno de los personajes menos siniestros (pero no del todo fiable), el vestido de color naranja, es el propio Botticelli.
Seguro que me equivoco y que en media hora el sabio y amable Mr Google me sacaría del error y me explicaría el porqué de esas caras torvas en algunos casos y tristes en otros. Quizá quien encargase el cuadro quiso reprender de manera indirecta a ciertos italianos renacentistas muy principales. Pero hoy no es día para entrar en esas cábalas. Mejor será buscar lo divino in verbis in herbis et lapidibus –o sea, en las palabras, en las plantas y en las piedras, que decía Paracelso– y no en las miradas esquinadas de los humanos.
Observemos, pues, un detalle pétreo y tierno a la vez del cuadro:
La planta que crece en ese rincón del Portal se llama Ombligo de Venus (Umbilicus rupestris). Sin entrar en sus cualidades medicinales, ni tampoco en simbologías confusas, merece la pena ir a las palabras y admirar la inventiva derrochada en todas las lenguas para dar nombre a esta planta. Además del suyo principal –religioso a fin de cuentas por pagano que sea– el sabio botánico Pío Font Quer reseña en su libro Plantas medicinales, el Dioscórides renovado los siguientes sinónimos en castellano:
Ombliguera, orejas de abad, de monje o de fraile, basilios, vasillos, escudetes, sombreritos o sombrerillos, gorros de sapo, angüejo, zumillo, hierba de bálsamo.
En portugués y gallego, y también en catalán, reaparecen los mismos nombres, en cambio en vascuence pasa a llamarse orma belarr (“hierba de hielo” por su frescura) y begarri belarr.
De todos estos nombres cabe sacar una conclusión: el nombre venusino, grácil y hermoso, no gusta a la mayoría. Esta parece tentada por el feo pecado de la pulcrofobia y enseguida cambia los encantos de la diosa por grotescas orejas y por sapos.
Pero esta noche recordemos que un pintor de mirada limpia y luminosa (todavía no había enloquecido por culpa de Savonarola) quiso poner junto al Niño Dios esa humilde hierba, que no desmerece de las testas coronadas y mágicas de los adoradores.
Enlaces relacionados:
In verbis in herbis
Felices Pascuas
Suscribirse a:
Entradas (Atom)