Da gusto - aunque sea un gusto inconfesable - leer una reseña generosa e inmerecida como ésta, que reproduzco tal cual me la envió su autor, José Antonio Martínez-Climent. Ya ha aparecido publicada en su página, Humilladero, cruces de término de la literatura.
Reseña a Por gusto, de Santiago de Mora-Figueroa,
Marqués de Tamarón
De bien
pequeño, mi madre, que en Gloria esté, me enseñó que era de muy mal gusto
comentar los gustos ajenos. Ahora, al otro extremo de ese rizo literario que es
la vida, se ve uno ante la imposible disyuntiva de escribir la reseña de un
libro titulado Por gusto. Así las cosas, quizá la única manera de
excusar esta nota sea recordar cómo Eliot justificó las suyas sobre
Shakespeare: admitiendo que «sólo podemos aspirar a equivocarnos de nueva
manera».
Decía Hume
que ante cualquier delicadeza de gusto podemos estar seguros de que encontrará
aprobación. Uno cree que el filósofo no podía andar más errado. Antes bien,
todo aquello que es delicado, raro, esquivo, bello encuentra refrendo entre
unos pocos y rechazo entre los muchos. Conste que no lo digo para hacer de Por
gusto uno de esos libros que la más bien triste intelligentsia
española, imitando a su pálido modelo anglosajón, llamaba un libro de culto,
lo que servía para justificar las pocas ventas y un par de dudosos artículos de
suplemento dominical. Todo lo contrario. Diría que se trata de un libro alegre,
diurno, poco amigo de escondrijos; expansivo incluso, en el que el Marqués de
Tamarón compendia algunas de las maravillas literarias con las que se ha ido
encontrando a lo largo de su vida. Eso ya es algo inaudito, porque vivimos en
tiempos en los que, ante todo, un escritor busca ser original, que es
precisamente lo que ningún escritor puede ser. Las fronteras entre el genio
propio y la deuda de lectura son tan difusas como notables, y el fuero que las rige
va desde la púdica imitación hasta el plagio abierto, que, como nos recuerda
Salvador Dalí, son formas a las que todos nos vemos obligados así cogemos el
lápiz, el pincel, el buril, la plomada o las llaves de nuestro pequeño negocio.
Pero Por gusto va más allá del reconocimiento debido a los eslabones que
componen una cierta tradición: es un cofre del tesoro.
Un libro de
tesoros mal compuesto puede convertirse en un desierto lleno de ruinas: véanse
los catálogos de casi todos los museos de Europa, aquejados de amontonamiento y
didactismo. Digo esto porque los glosadores suelen esparcirse en
consideraciones académicas plagadas de asteriscos y pies de página hasta el
punto de que el lector comprende que los textos glosados son una molestia para
el lucimiento ilustrado del crítico. La lectura de un libro así resulta
tediosa. Los comentarios que encontramos en Por gusto, al contrario, son
livianos, quizá beneficiados por un aire de conversación en la escritura en vez
del habitual tono edificante. Uno tiene la impresión no de leer, sino de estar
escuchando a Tamarón como si estuviéramos tomando un vino en la terraza un día
de verano y la charla nos llevara lejos. Las acotaciones así ofrecidas van
desde la broma sagaz a la nota elegante, pasando por la picardía andaluza, la
ironía necesaria o la hondura inefable. Porque el libro incluye un capítulo
dedicado a lo inefable, que es, como decía Maugham, lo que posee «el mérito de
no tener respuesta». En un tiempo de excesiva iluminación, se agradece este
rincón donde uno puede «tomar lecciones de abismo».
Ni la lista
completa ni el top-ten de los reseñados los voy a nombrar aquí porque
eso sería destripar el libro, pero sí diré, porque ya lo dijo el propio autor,
que en él hay lazos misteriosos que unen al rey Salomón con nada menos que Cole
Porter; o la coplilla sureña con audaces telegramas de la Guerra Fría. No
faltará quien diga que echa de menos a tal o cuál autor, ésta u otra cita, que
en vez de esto de éste él hubiera puesto… Siempre hay bobos que ante la belleza
de Nefertiti no pueden más que señalar que al busto le falta un ojo.
En tiempos
más civilizados, un libro de tesoros tendría sitio en la educación; y no me
refiero a las escuelas, que por lo general corrompen la literatura, sino a la
de la madre que lee a su hijo antes de dormir o a la del chaval que en el libro
de mates esconde a Julio Verne. Tengo la ridícula esperanza de que algún
jovenzuelo, harto de leer cosas con valores, pizca ahíto de que su
colección de Salgari venga corregida por un comité de igualdad y masticada por
un especialista, se anime a coger este libro del regazo de su padre, que
dormita con las gafas caídas, y le eche una mirada. Puede que le quede algo
grande, pero, ay, ¡y el brillo! ¡y la curiosidad! ¡y el misterio! Quizá por eso
Tamarón haya dedicado éste su penúltimo trabajo a sus nietos. Sea como fuere,
la dedicatoria no deja de ser una hermosa carga de profundidad lanzada contra
tiempos en los que las generaciones priman sobre las estirpes.
Y en medio
de estas cosas variadas o berrendas, que diría Hopkins, he de decir que una de
mis páginas preferidas es más bien terrible. Es la número ciento cuatro. Ya
verán ustedes por qué. Si la censuran, tiraremos de copia clandestina.
Vamos a
dejarlo aquí, porque una reseña larga aburre y suele caer en un penoso
lucimiento. Diré con Lichtenberg que la crítica literaria es una enfermedad
infantil que padece todo libro recién publicado; aunque a la vez sabemos por
Steiner que «un crítico es el eunuco de un escritor», lo que una vez más deja
al que suscribe en una situación imposible: porque ni quiere uno ser médico de
libros ni menos aún convertirse en crítico capón. Sólo cabe esperar que Tamarón
comprenda que esta reseña se hizo con admiración por su libro.
Fdo.: José Antonio Martínez Climent
En Valladolid, a 30 de julio de 2021
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