La primavera empezó un día de Marzo, y no precisamente el 21, sino cuando le dio la gana de cantar a un mirlo en el modesto jardín del Viso. Cantó con tan ciega esperanza que tenía que ser su primer celo y aun su primer trino. No era una tarde muy templada y ni siquiera lucía el sol, pero el mirlo, por lo que fuese, estalló en una melodía torpe y desgarradora al principio, luego obsesiva y dulce.
Me levanté y sin pedir permiso a Elena, que seguía absorta en sus papeles, abrí la ventana para oír mejor al mirlo. Luego me senté en otra butaca desde donde veía mejor a Elena. Ella hizo como si no se diese cuenta de mi maniobra. La devoré con la mirada, la imaginé desnuda, me turbé y cerré los ojos sin dejar de escuchar aquellos trinos de un vigor violento pese a su mínimo origen. Sentí mareo, instintivamente entreabrí la boca para respirar mejor y apreté los puños, hasta que me salvó la voz grave de la muchacha.
— No te preocupes, es natural. Se te pasará. Intenta volver a leer el libro.
La mirada de Elena no era maternal ni compasiva ni de curiosidad distante, pero me pareció que algo tenía de todo eso. A la oleada del deseo siguió una de ira, la miré a los ojos y para no naufragar en ellos me agarré al sarcasmo como a un salvavidas.
— Sí, claro, volveré al libro, que viene como pedrada en ojo de boticario... Es un estudio sobre el tópico de carpe diem. Pero si yo lo aprovechara para suplicarte que no dejases pasar la ocasión, que por muy suficiente que te creas estás sola y fría y seca y yo puedo darte calor, seguro que me contestarías con un desdén también de Horacio, Odi profanum vulgus et arceo, ¿a que sí?
— Pues a ver si aprendes de una vez a no caer en el orgullo del mediopelo, que es el masoquismo. Lo que pensaba contestarte es Multa fero, ut placem genus irritabile vatum. Te iba a llamar poeta aunque picajoso.
— ¡ Por Dios, mujer, qué poeta ni qué niño muerto! Si es que sigo enamorado de ti, ¿o no lo entiendes? —grité apretándole las manos.
— Lo sé, Sátur, lo sé —me contestó con voz cansada —Pero continúa con Horacio hasta encontrar Quidquid delirant reges plectuntur Achivi...
— ¿Y qué?
— Pues eso, hombre, que por cada locura de sus príncipes los griegos reciben latigazos.
— Pero yo no soy príncipe.
— No, tú todavía no eres poeta ni príncipe, eres griego de a pie. Pero algún día...
— ¿Me vas a repetir otra vez que algún día lo entenderé?
— No te iba a decir eso, pero también es verdad.
Elena se soltó suavemente de mis manos, cerró la ventana y se puso un chaleco grueso de lana.
— Hace frío, pero vamos al jardín a esperar a Miguel.
Allí seguimos oyendo al mirlo, cada vez más experimentado y melancólico, hasta que lo ahuyentó el petardeo de la moto.
— Chicos, qué día hoy en el cuartel, los caballos estaban caprichosos y difíciles de montar. Será cosa del tiempo revuelto.
Eso era un sábado, el domingo fue peor. En la Sierra, el tiempo cambiaba cada cuarto de hora. Granizo en el valle, llovizna a media ladera, nieve en las cumbres, todo ello con intervalos de sol picante y recio. Eché de menos las gafas de sol; los hermanos se conoce que no pues casi nunca entornaban los ojos, que les brillaban con colores más indecibles que nunca. Yo tan sólo me fijaba en los de ella.
— Elena, ya sé lo que les pasa.
— ¿A quién?
— A tus ojos. Tienen reflejos amarillos como las hojas de los chopos en abril cuando ya verdean, no como el dorado estricto del Otoño.
— ¿No quedamos en que eran glaukopis, de lechuza? Venga, dame esa lata de sardinas que la abra yo; te vas a cortar un dedo.
Por aquellas fechas me pareció que Elena empezaba a echar agua en el vino de su sensualidad natural, como si temiese que siendo ella sin más yo no resistiría el suplicio de Tántalo y caería en algún delirio, regio o proletario.
Pero el suplicio estaba ahí y lo exacerbaba cualquier cosa. Las nubes por ejemplo, que habían empezado a comportarse de una manera rara. Tan pronto corrían alocadas y se convertían en andrajos de mendigos levantiscos, recordándome mis deberes revolucionarios, como contoneaban despaciosas unas curvas opulentas de blancas mujeres desnudas de Rubens. Lo extraño es que el paisaje, aparte de la luz en cambios vertiginosos, seguía siendo invernizo. Los árboles desnudos, los prados ralos y pardos, el cierzo frío engañaban a todos menos a algunos narcisos nivales, a los pájaros y a mí. Y a los hermanos, supongo, puesto que les brillaban tanto los ojos.
Luego dicen que las mujeres son lábiles, pero yo aquel día y durante los meses que siguieron me sentí como una veleta loca, incapaz de marcar un rumbo fijo durante más de un instante.
— Desmayarse, atreverse, estar furioso, áspero, tierno, liberal, esquivo... —recitaba yo como un poseso.
— No sigas, que los varios efectos del amor ya nos los sabemos... al menos según Lope —añadía Elena, prudente.
— Eres la pirómana bombera —me atreví a replicarle.
Miguel se echó a reír pero Elena frunció el ceño.
— Te voy a demostrar que no y pondré por testigo a la nieve.
Subimos hasta los dos mil metros donde había mucha nieve bastante blanda, y nos tumbamos los tres boca abajo.
— ¿Ves? Tú has hecho una marca más honda.
Era verdad, pero las caras de ellos dos dejaron durante unos instantes improntas como de máscaras fúnebres. No duró, sin embargo, mi sobresalto macabro, como no duraba ningún estado de ánimo en aquel torbellino marceante. Ahora comprendo todas las locuras de Marzo, la Luna roja, la danza de la liebre y el asesinato de César. Quizá sea que los jóvenes, para quienes el tiempo pasa tan despacio, se olvidan de un año para otro de los tornasoles, tiritonas y otros presagios de la Primavera. En cambio para los viejos todo es previsible, hasta los equinoccios; esa falta de sorpresas contribuye a nuestra melancolía. Sólo nos puede salvar la liturgia, que da sentido mágico a la repetición. Una vez que se comprende que la tristeza de las estaciones y la locura de las lunas son recurrentes, hay que descubrir la condición sacra del eterno retorno para hacerlo soportable.
Miguel detuvo con un gesto nuestra marcha. Ibamos bajando por una ancha pista forestal, a media ladera. Había caído un chaparrón y enseguida había salido el sol, fuerte y nervioso. El parduzco camino mojado exhalaba vapor blanco.
— Parece una mula de artillería sudando en invierno —dijo Miguel.
— O un montón de estiércol en el corral —apunté yo.
— No, no huele a mula ni a estiércol. Huele a pinaza mojada y quizá incluso a resina. El pinar huele por primera vez desde el Otoño —concluyó Elena.
La hierofanía fue efímera, como todas. Las nubes, que ahora parecían grupas tordas rodadas de caballos obesos e improbables, caracoleando en una escena de batalla barroca, ocultaron el sol. Los vapores espectrales desaparecieron y se esfumó el aroma del despertar de la tierra. Había vuelto el Invierno.
Pero no en Madrid. Casi de noche ya, regresó el mirlo al jardín del Viso. En un día había aprendido mucho de canto y de amores. Demasiado, al menos para mí. Sus trinos, mucho más elaborados que en la víspera, me parecían tanto más patéticos. Elena lo notó y me sonrió.
— Sátur, cuando algo te dé mucha pena no intentes olvidarlo. Recuérdalo con todo detalle. Es el único exorcismo que vale.
— Ni eso conseguiré. Cada mirlo canta a su manera. De éste recordaré el maldeamores, el porqué, no el cómo.
Elena garrapateó algo en una cuartilla y me la entregó.
— Guárdalo, cualquiera te lo puede tocar al piano. En la tonalidad de mi mayor, mi do repetido, acabando en mi, fa, do. Y luego vuelta a empezar. Ese mirlo es muy insistente.
— Como cualquier tonto despechado —contesté yo entre lúgubre y rencoroso.
— Venga, Sátur, no seas cenizo. Verás cómo los trinos adaptados al piano suenan más alegres —terció Miguel y puso manos a la obra.
Pese a jazzear la melodía con talento, no consiguió quitarle su fondo melancólico. Viendo que yo seguía mohíno, los hermanos pasaron a Cole Porter, que solía animarnos a todos.
— ¿Sabes lo que quiere decir I get a kick out of you?
— Que me vais a dar un puntapié.
— No, hombre, aquí quiere decir algo así como “me vuelves loco”. Escucha:
Some get a kick from champagne.
Mere alcohol doesn’t thrill me at all,
so tell me why should it be true
that I get a kick out of you.
Some get a kick from cocaine.
I’m sure that if I took even one sniff
that would bore me terrifically true.
Yet I get a kick out of you.
I get a kick every time
I see you standing there before me.
I get a kick though it’s clear to me
you obviously don’t adore me.
Pero ni por esas me animé; aquello se parecía demasiado a mi propia frustración y aunque la música era alegre resultaba, más que festiva, sarcástica y aun siniestra la alusión a la cocaína. ¿Y si yo me hubiese librado del opio del pueblo para caer en el amor imposible, que es la cocaína del romántico? Ni siquiera me interesó saber que Porter había tenido que cambiar
I get no kick in a plane
I shoudn’t care for those nights in the air
That the fair Mrs Lindbergh goes through
por flying too high with some guy in the sky en vista del famoso e infame secuestro del hijo de Lindbergh, circunstancia deplorable pero que dió pie a una triple rima interna, bastante atractiva, en el verso. Años después recordé a menudo la maldita estrofa cuando tuve que hartarme de volar en avión, con tanta incomodidad y tedio que ni aun la luz ominosa de los reflectores enemigos me sacaba de la postración.
Total, que me volví a la casa de huéspedes dando zancadas y parándome de vez en cuando para boxear con el aire. Me crucé con un sereno viejo, que rezongó apoyado en el chuzo:
— ¡Borracho gilipollas!
— Si ni siquiera he bebido...
— Pues entonces peor.
Tenía razón y me eché a reír. Esa noche todavía aproveché una hora de estudio, leyendo a Séneca en la cama. No entendí nada.
Bibliografía de El Rompimiento de Gloria
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008