SEPTIMIO
CANI AMICO QVONDAM ET FVTVRO
NECNON OMNIBVS CREATVRIS, NVMINIBVS, DIISQVE
OLIM PER AGRESTIA COMITANTIBVS ME
VEL IVGITER COMITATVRIS
CANI AMICO QVONDAM ET FVTVRO
NECNON OMNIBVS CREATVRIS, NVMINIBVS, DIISQVE
OLIM PER AGRESTIA COMITANTIBVS ME
VEL IVGITER COMITATVRIS
I
A mis ochenta y tantos años reconforta mucho pensar en las tonterías que se dirán cuando me muera. Habrá artículos que alaben mi inteligencia versátil; otros criticarán veladamente mis cambios políticos. Pero todos los comentarios -los píos como los insidiosos- coincidirán en resaltar los constantes vaivenes de mi vida: la infancia aldeana, la militancia política de mis años estudiantiles, la Guerra Civil, el dorado destierro en Cambridge, la Guerra Mundial, el regreso a España cuando todavía eso no se llevaba, la parte activa que tomé en la vida cultural de los años sesenta y, sobre todo, el éxito de mi empresa editorial. Total, un paleto que se vuelve intelectual rojo, combatiente republicano, erudito en Cambridge, dinamitero, ensayista conservador y, al final, opulento hombre de negocios. Nadie sabrá que todas esas mudanzas fueron menudencias y fachadas, que el único vuelco de mi vida ocurrió un mediodía de Junio de 1935, a 1.800 metros de altura, sin testigos. Por culpa de una moneda, o gracias a ella.
Yo me costeaba los estudios trabajando, y además sacaba tiempo para conjuras, proclamas y algaradas políticas. Así es que la única manera de no volverme loco con aquella triple y agotadora vida de cagatintas, agitador estudiantil y ratón de biblioteca era andar por la Sierra cada domingo. No era pasear ni tampoco alpinismo, era andar rompiendo monte, subir y después trepar por canchales y rocas, hasta quedar rendido y dormirme luego en el tren de vuelta a Madrid. Solía hacerlo solo; a bastante gente soportaba ya durante el resto de la semana como para buscar compañía en mis únicos ratos de libertad.
Un día de los de noche corta, próximo a San Juan, decidí hacer una caminata larga por unos parajes muy agrestes que aún no conocía. Eché a andar temprano desde un pueblo del valle, subiendo el curso de un arroyo. Al principio había veredas de ganado por las márgenes, pero luego se perdían y tuve que abrirme camino entre zarzas bastante espesas. Hubiera podido buscar un sendero en cualquiera de las dos laderas del valle, que iban juntándose. Pero preferí no apartarme del riachuelo para poder seguir refrescándome cada poco trecho, y porque me interesaba la variedad de árboles y flores de aquel lugar. Un par de horas más tarde el sol empezaba a apretar y yo había avanzado poco y tenía la cara y las manos cubiertas de arañazos, es decir que con el masoquismo propio de los montañeros estaba comenzando a disfrutar.
Cerca ya de la altura donde hay más coníferas que árboles de hoja caduca, encontré de nuevo una vereda de ganado, que al cabo de poco me llevó a una pradera en donde se unían el arroyo principal, que yo iba siguiendo, con un afluente. Miré el mapa y deduje que cualquiera de los dos, remontándolo, me conduciría casi hasta la cuerda de cimas que quería alcanzar. Busqué una peseta en la mochila y eché a cara o cruz cuál camino tomaría. Salió el de la derecha. No deja de ser cosa de justicia poética que la moneda, mi prosaica herramienta de trabajo como cajero ayudante del Monte de Piedad y a la vez el objeto de mi reprobación antiplutocrática como ideólogo izquierdista, decidiera lanzarme por un camino tan ajeno a todo lo que hasta entonces había vivido, pensado y sentido.
Subí, pues, por el valle de la derecha, que enseguida se estrechó hasta el punto de convertirse en garganta rocosa. El agua encajonada saltaba de poza en poza, pero los salpicones, los traspiés y la lentitud de la subida no me importaban. Cada pocos pasos aparecía un nuevo rincón mágico, con helechos y ombligo de Venus creciendo a la sombra y brezos blancos y morados al sol. En uno de aquellos escalones de piedra crecía un acebo enorme, en el siguiente tan sólo había sitio para un par de acónitos seductores y venenosos, y en el de más allá el agua ocupaba todo salvo una mínima repisa donde una dedalera insolente exhibía sus flores purpúreas. Cada vez subía más despacio, no tanto por la dificultad creciente como por el pasmo que sentía ante la eternidad hecha a la vez piedra y flores efímeras. Me mojé la cabeza y me senté al sol. Recuerdo que pensé con cierta inquietud: "¿Y si la dialéctica fuese mentira? ¿Y si los cabrones de Hegel y Marx se hubiesen equivocado, y no hubiera más que el presente? Entonces el presente sería eterno, o el tiempo cíclico, da igual, el caso es que no habría progreso". Me consolé pensando que al menos Heráclito tendría razón con lo del río, pero tampoco estaba muy seguro. Sonreí ante mi propia puerilidad filosófica y me abandoné al aroma, entre dulzón y amargo, de los piornos en flor.
Pero unos gritos me despertaron de súbito. Eran una mezcla confusa de chillidos y risas. Al sobresalto siguió la ira. El más comunista de los montañeros piensa en el fondo de su alma arriscada que la montaña es de él solo y no un bien común. ¿Quién era aquella gentuza y qué demonios hacía allí? ¿Cómo habían conseguido invadir mis riscos, por qué los profanaban? Desde donde yo estaba no los veía, pero se había levantado una brisa que a cada instante me recordaba su presencia intrusa arroyo arriba. Debían de estar acampados allí cerca. O seguía remontando el torrente hasta cruzarme con ellos, dejarlos atrás y recobrar la soledad de la alta montaña, o tenía que desandar lo andado bajando hasta la bifurcación donde en mala hora el azar me había empujado a la derecha. Nunca me ha gustado desandar caminos - aunque luego en la vida lo hice al volver del destierro y alguna vez más - así es que opté por afrontar a los invasores, que serían necios señoritos del Real Club Peñalara.
Al llegar trabajosamente a un repecho contemplé mudo de asombro un espectáculo insólito. A unos veinte metros de mí, una mujer joven, vestida de blanco, entraba tranquila y sonriente en una laguna y agarraba por el cuello de la camisa a un niño que parecía ahogarse, diciéndole:
─No chilles tanto, Paquito, que no pasa nada.
─¡Seguro que se ha ahogado...! ¡...Mira cómo se hunde!- gritaban, felices con el drama, otros niños, todos rapados y feos.
La muchacha levantó en el aire sin esfuerzo al crío, que pateaba y escupía. Despacio, fue saliendo de la laguna. Al llegar a la orilla exhibió al rapaz salvado, como un trofeo, mirando a un hombre que le sonreía medio tumbado en una laja. Se detuvo un instante, chorreando agua, para recibir los aplausos frenéticos de los chiquillos y la mirada serena del hombre. Erguida, la ropa mojada se le pegaba a los pechos jadeantes, al vientre y a los muslos, se transparentaba y la hacía parecer desnuda. Los niños señalaban con el dedo aquel cuerpo perfecto, vigoroso, y se reían, desdentados como los viejos ante Susana. Pero no, no era una Susana bíblica y casta, se reía ella también al verse en cueros y no tenía el menor gesto de recato. No era púdica ni tampoco impúdica; las diosas carecen de esas debilidades. Sin apresurarse se acercó al hombre e inclinándose le dio un leve beso en la oreja. Luego se tumbó junto a él para secarse al sol.
Decir que en ese medio minuto me enamoré de ella sería decir una tontería. No se enamora uno de un mascarón de proa en alta mar o de la Victoria de Samotracia en el Louvre. Tan sólo enloquecí. Al parecer no me habían visto, absortos en su aventura, y aproveché para huir. Pasé media tarde vagando sin rumbo por unos canchales secos, lunares. Al final, acalorado y sediento, volví al riachuelo, pero más arriba de la laguna. Me refresqué y comí algo. A mis pies se extendía un pequeño valle colgante de origen glaciar, un circo protector de la laguna, el prado, el brezal y algunos abetos aislados. La extraña tribu seguía allí. De todas formas yo me iba a morir de añoranza al día siguiente, pero antes quería salir de dudas. ¿De qué color tenía los ojos? Seguro que garzos. ¿O se decía zarcos? Dios mío, ¿qué palabra griega usaba Homero?
Me precipité hacia el prado brincando por las rocas y al acercarme a ellos me puse a andar despacio, con cara de hombre cansado e indiferente.
─ Buenas tardes- dije mirando las teleras de pan con aceite y las sandías.
Los niños dejaron de comer y me escrutaron desconfiados, con la boca abierta. Los dos jóvenes, como por cumplido, contestaron.
─ ¿Gusta?
No daba crédito a mi suerte. Carraspeé:
─ Bueno, la verdad es que no traje fruta. Si me dan un poco se lo agradeceré... Hace tanto calor...
─ ¿Usted cree que hace calor?- me preguntó la muchacha sin dejar de comer y mirándome a los ojos. Los suyos eran, en efecto, entre verdosos y azulados. Estaba sentada al borde del agua, con los pies en la poza y la falda por encima de la rodilla.
No supe qué contestar. Me salvó del apuro el hombre, ofreciéndome un puñado de cerezas y la bota de vino.
─ Gracias. A todo esto... soy Saturnino Prieto. ¿Me puedo sentar con ustedes? Sólo un momento, voy con prisa.
─ Siéntese —y con gesto cortés e irónico se levantó y me ofreció la mano, añadiendo - Yo soy Miguel Cienfuegos, para servirle a Dios y a usted. Y sobre todo a Elena - terminó, señalando a la mujer.
El hombre era muy alto y se parecía a la mujer, pero tenía ojos azules claros y pelo negro mientras ella era rubia trigueña. Los dos estaban tostados, con ese color de miel que toma la piel blanca al sol. Sus rasgos eran finos y regulares, y sus movimientos, como sus voces, pausados. Yo nunca había visto una pareja tan hermosa, ni tampoco una patulea de niños tan horrendos. Era imposible que tuviesen una docena de hijos y sobrinos tan uniformemente enclenques y verdosos, de frentes abombadas y orejas de soplillo. Las criaturas sesteaban inquietas a la sombra de un peñasco.
Después de un par de tragos me sentí con fuerzas para observarlos mientras charlábamos sobre los vericuetos y rincones de la sierra. Los dos hablaban con calma y sin levantar la voz. Carecían de cualquier acento regional y tampoco se les notaba ningún deje extranjero, pero algo en ellos —un cierto vigor sosegado, un pararse a buscar la palabra exacta— me parecía poco hispánico. O quizá era el contraste con la incipiente algarabía iberoide de los niños, que empezaban a agitarse.
─ Les habrá costado trabajo a ustedes traer a los niños hasta aquí arriba, ¿no?
─ No demasiado, llegamos por una vereda fácil que viene faldeando de poniente. Pero hay que pastorearlos y empujarlos todo el tiempo. Se quejan de cualquier cosa y se cansan enseguida. No parece que se críen muy fuertes en el orfanato. Estas excursiones deben de sentarles bien —concluyó la mujer sin mucha convicción.
─ Ah, claro, entonces ustedes son empleados del orfanato.
─ ¿Nosotros? ¡Qué va!
La mujer se echó a reír y con el pié salpicó de agua al hombre.
─ ¡Despiértate, Miguel! ¿Te gustaría cambiar de trabajo y que te emplearan en Santa Eulalia?
─ Cambiar de trabajo sí, pero para buscar oro en el Canadá, no para colocarme en un asilo - contestó sonriente. Con el tiempo fui comprobando que una de sus peculiaridades era ser capaz, como los animales, de despertarse sin rastro de torpor, sin párpados pesados ni garganta seca. Tal vez no dormía nunca del todo.
─ Verá usted - me explicó la mujer - es que las monjas son muy pesadas y, como saben que solemos pasear por el campo, han convencido a mi hermano para que de vez en cuando birle un camión del cuartel y lo llenemos de chiquillos para traerlos de jira a la montaña. No todos son huérfanos, algunos están abandonados por sus padres y otros medio abandonados. Mi hermano piensa que sacarlos de Vallecas es como poner una maceta al sol. Yo a veces creo que son plantas demasiado endebles y viciadas para esto.
Los niños, en efecto, habían formado corrillos y jugaban a las tabas entre empujones y tacos. Un mocoso sacó una colilla y la encendió. El hombre se levantó de un salto y con un manotazo le quitó la colilla de la boca mellada.
─ Venga, niños, se acabó la holganza. Vamos a hacer una carrera. Esta perra chica es para el primero que llegue a esa peña.
Los hermanos se alejaron intentando poner orden en la estampida y yo me quedé hecho un mar de dudas. No podía pegarme a ellos, terminarían hartándose de mí. Pero tampoco iba, sin más, a perder de vista para siempre a una mujer así. Incluso él me caía bien ahora que había descubierto que no era su marido ni su novio. En cambio era militar, grave tacha, pero algo en esas montañas debilitaba la fuerza imperiosa de las sectas de la llanura. Además no podía despedirme a la francesa; esperaría a que volviesen de aquellos juegos absurdos y ya encontraría algún pretexto para pedirles sus señas.
A la media hora regresó una procesión lastimosa. El hombre llevaba a cuestas a un niño berreante que sangraba por una rodilla y la mujer sostenía en brazos a otro más pequeño que lloriqueaba porque se había torcido un pie. Vi el cielo abierto. Insistí en ayudarlos a llevar hasta el camión a la horda derrotada.
* * *
Bibliografía de El Rompimiento de Gloria
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008
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