José Ortega y Gasset, 1883-1955 |
Ortega podría haber sido el mejor novelista de su época. Dos ejemplos, escritos en 1917, cuando tenía 32 años, dan que pensar. Aparecen recogidos en De Madrid a Asturias o los dos paisajes, y más tarde en el Tomo III de El Espectador (1921).
Juzgue el lector con un par de modestos y perfectos botones de muestra narrativa:
DUEÑAS
Pocos kilómetros antes de llegar a Venta de Baños está Dueñas, un pueblo atroz. Se alza en la caída de un cabezo con aire de pueblo alerta. Es del color de la tierra. Las casas de adobe, bajo la luz de la siesta, casi incorpóreas, tiemblan, como hechas de luz y calígine, y una enorme iglesia se levanta en lo alto, defensora y hostil. En torno al pueblo, edificado sobre la tierra hay un pueblo de terrícolas, de hombres que viven como hormigas dentro del cabezo. Allí, sepultos en las entrañas del montículo, que debe arder con fuego sin llama y sin claror, con terrible fuego mudo, estos castellanos y castellanas, hermanos nuestros, duermen, aman, paren. Fuera, el sol amarillea a lo largo, calizo, polvoriento, y el sol de julio hincha con cada una de sus pulsaciones todo el horizonte como un alarido inmenso.
Pero, más o menos, esto también es Baños, donde dejo el tren de Irún para tomar el mixto de León. Ví un árbol en las inmediaciones. En estas tierras el sol de mediodía crea una soledad mucho más medrosa que la de la noche profunda... Es preciso recogerse en el pobre restaurante de la estación. Al entrar no se ve nada. La claridad desesperada que inunda el exterior ha absorbido todo el vigor de la retina. Poco después comienza a restablecerse la sensibilidad, y vacilando, con paso de convaleciente, palpando, apoyándose aquí y allá, descubre el flanco sin lustre de un aparador, las filas de copas con las servilletas en forma de cucurucho, las gasas de los espejos mancilladas por las moscas, y en la pared, colgando, una litografía de un palmo no más delicadísima, exquisita, sutil, hecha con puro espíritu de línea y pura esencia de color. Es del Siglo XVIII y se titula Les Bouquets. Unos galanes de casaquín ofrecen, en paso de danza, unos ramos de flores a unas damas floridas en ingrávidas. (¡Fondista, cuidado con mi amigo Pío Baroja, que es coleccionista!).
LA HERMANA VISITADORA
Palencia, Grijota, Villa Umbrales, Paredes... Aquí, en Paredes, creo que nació Berruguete, el escultor. Es una aldea grande, tendida en el llano, con algunos edificios amplios que deben de ser hospitales. ¡Iglesias y hospitales! Obras de la fe, obras de la caridad. Pero en ninguna parte, sobre los techos rojizos de estos poblados se advierte la huella de los dedos de la esperanza. Ni verdura en la tierra, ni esperanza en los corazones. Cercado por esta aspereza tan ardiente, algo, gimiendo dentro de nosotros, exclama: «¡Esperanza!». Y como si acudiera a nuestra llamada, vemos en la fantasía una fontana de agua clara, fresca, que mana trémula...
Hasta aquí he ido solo en el departamento. En Paredes suben tres monjas, tres Hermanas de la Caridad. Una es joven, pálida y escrofulosa. Otra, de mediana edad, con tez y perfil anglosajones. La tercera, a quien ambas atienden y regalan, es vieja, una de esas viejas muy viejas que conservan en sus facciones gruesas una grata blandura, que tienen la mano aún gordezuela, pero ya sin elasticidad en los tejidos musculares. Es dulce, simpática, sencilla, noble y aldeana a la vez. Es la vieja perfecta; debió [de] ser hermosa, y los arcos óseos de sus ojos siguen siendo dos bellos arcos de ruidos.
Debe de ser esta monja una elevada autoridad en su Orden. Por lo que habla, una visitadora que va de hospital en hospital, inspeccionando los pequeños destacamentos de este ejército tan noble, tan respetable, tan arcaico. ¡Pero es tan vieja! Ha olvidado los nombres de las superioras de todos los conventos que visita. Confunde una sor con otra sor. ¡Ha visto tantas! Ni por casualidad acierta una vez. La monja anglosajona, en cambio, lo sabe todo, y cariñosamente corrije a la anciana, la cual sonríe, sonríe siempre, con una sonrisa blanda y universal.
El sol de occidente echa unos rayos rubio por la ventanilla que besan y aureolan la faz cetrina de la hermana visitadora. Saca ésta del bolso un abanico de los que venden en las ferias con figuras abigarradas en el país.
–Es el abanico de mi tonto –dice–. En el hospital tenemos un tonto que es muy bueno. El último día de mi santo me dijo (y la anciana imitaba el balbuceo del tonto): «Hermana, yo le regalaré un abanico.» Yo le contesté: «¡Pero si ya tengo, Crispín!» Y él repuso: «No, que es negro; yo quió regalarle uno con gente.» Mi tonto llama a las figuras gente.
Luego pregunta:
–¿Qué día es hoy?
–Dieciséis de julio –le contestan.
Y dá un hondo suspiro, mira la lejanía y dice:
–Pues esta mañana, a las cinco, han hecho cuarenta y nueve años que salí de mi casa para ir al convento. ¡Qué mañana! No la olvido nunca. Salí con el corazón encogido y me iba acordando de lo que decía Santa Teresa de sí misma: «Cuando abandonaba la casa de mis padres me parecía que me crujían los huesos.»
Pero esto lo dice la hermana visitadora envolviendo el antiguo hecho amargo con la sonrisa universal de ahora. Y es como si alguien acariciando con la yema del dedo una espina dijera: «¡Pobrecilla! ¡Bastante desgracia tienes con ser tu misión herir ».
No sé quién o qué frustró esta actividad de Ortega que hubiera podido desembocar en novelas o cuentos propiamente dichos. El filósofo siguió ocasionalmente creando y colocando en sus ensayos episodios o viñetas, a veces cuadros vivos, que daban vida a sus pensamientos, ideas y opiniones. Azorín también lo hacía, pero mal. En toda su carrera no escribió nada como estos apuntes que el propio Ortega no valoró bastante.
Valery Larbaud y Teócrito. Citas Proscritas V
Don Claudio Sánchez-Albornoz y Don Manuel Azaña contra los secuaces de Moscú. Citas Proscritas IV
Don Manuel Azaña contra los abyectos necrófagos. Citas Proscritas III
Julián Marías y el antiespañolismo. Citas Proscritas II
Don José Ortega y Gasset y el sufragio universal. Citas Proscritas I