El Marqués de Tamarón. Fotografía por Analía Rodríguez Cabral |
Entrevista con el Marqués de Tamarón. Por Jose Antonio Martinez-Climent
No cabe duda: hay momentos en la vida en que los preámbulos, mejor cuanto más cortos. Aquí los cerramos, y dejamos que hable D. Santiago de Mora-Figueroa y Williams, IX Marqués de Tamarón, también en su calidad de Embajador de España y escritor.
¿Qué edad tienes?
80 años y pico.
¿Qué se siente?
Como puede usted imaginar, cada uno siente cosas distintas, según sus circunstancias. Yo siento irritación por mi creciente torpeza, esperanza de morirme de repente pero no de inmediato y sorpresa al notar que mis recuerdos de infancia y primera juventud reverdecen.
¿Crees en Dios?
Eso es un asunto privado entre Dios y yo, como dijo Lope de Aguirre según Sender.
¿Cuál es tu recuerdo más antiguo?
El sabor de
los chuscos de pan negro en el racionamiento de la posguerra española.
¿Entonces
se te puede aplicar lo de Góngora: Traten otros del gobierno/ Del mundo y sus
monarquías/ Mientras gobiernan mis días/
Mantequillas y pan tierno?
No, porque ese
pan de 1947 era negro y algo duro.
¿Te
arrepientes de algo?
De mucho. Más
que de haber hecho ciertas cosas, de no haber hecho otras. Me arrepiento de no
haber aprendido a dibujar. También de no saber alemán.
¿Qué
idiomas conoces bien?
Español,
inglés y francés. Eso tiene ventajas pero también inconvenientes. Se escribe
peor. Un monóglota casi siempre escribe mejor que un políglota. Madariaga
escribió en español, inglés y francés, y bien en todos. Pero menos bien que,
por ejemplo, Ortega y Gasset que tan sólo escribió en español. Por eso me
interesó mucho cuando conocí a Madariaga en Oxford observar su reacción al
preguntarle por Ortega. Se rió relatando el episodio de 1923 cuando Ortega pretendió
interpretar a Einstein – y no sólo del alemán al español sino del pensamiento
del físico al del filósofo – la Teoría de la Relatividad. Causó escándalo en el
suizo y sorpresa en todos los demás.
¿Sigues
hablando con acento andaluz?
Depende de
dónde estoy y con quién hablo. Confieso que tengo algo del camaleón en lo
relacionado con la lengua. Con mis hijos, hermano, primos y sobrinos hablo
andaluz. Incluso cuando algún nieto ya ha perdido esa habla. Además, en cuanto
voy hacia el sur (“I read, much of the night, and go south in the winter” escribió
T.S. Eliot) mi acento nativo me domina.
¿Eres
entonces un andaluz vergonzante?
No, soy un
andaluz vergonzoso.
Perdona
pero ¿no te parece que ya es hora de que me tutees?
No estoy
seguro, porque no sé quién es usted…
Soy tu hermano
gemelo… ¿o es que no me has reconocido?
No tengo
ningún hermano gemelo. Pero me suena tu tono de voz, con tu leve acento
andaluz. ¿Tan sólo te vuelve cuando hablas con otro andaluz? ¿o también cuando
cruzas Despeñaperros?
Bueno,
no te preocupes tanto que no soy tu Doppelgänger. No soy más que tu memoria y
tu eco.
Sí, tu voz me
suena.
¿Recuerdas
aquella película inolvidable que vimos de niños?
Sí, Hamlet,
de Laurence Olivier. En inglés, en el Teatro Villamarta, en Jerez.
Tendríamos
unos ocho años, ¿verdad?
Así debió de
ser, pues acabo de comprobar que la película es de 1948. Cuando terminó, con la
muerte de todos los personajes, me levanté, bueno, nos levantamos, con la boca
abierta. Demasiado fuerte para asustarnos, como una tempestad en el mar.
¿Recuerdas
las visitas al Museo del Prado con mamá?
Sobre todo
recuerdo el espanto de Saturno devorando a su hijo de Goya. La primera
visita debió de ser cuando tenía 9 años. Pero luego fuimos muchos otros
domingos. Yo cerraba los ojos al pasar delante de aquel horror. Seguí
cerrándolos años después, cuando Luis tuvo edad de incorporarse a las visitas
al Prado, e incluso un poco más tarde, cuando los primos Beltrán y Marcos
también iban. Pero no recuerdo que ninguno de ellos sintiese tanta repulsión
por ese Saturno.
¿Y te
acuerdas del cine después de Shakespeare?
El puritanismo mediopelo de la época dejaba fuera del alcance de los
menores de 18 años casi todas las películas (el Hamlet antes visto
en Jerez era una excepción probablemente tolerada porque el incesto, el
parricidio y demás crímenes estaban fuera del alcance de la imaginación de los
censores).
Después, ya en Madrid, la dieta de cine era aburrida. Mucho Disney,
aunque con cinco o seis años me eché a llorar al ver cómo las elefantas muy
grandes despreciaban y humillaban a Dumbo de pequeño.
Años más tarde, ya empecé a ver magníficas películas de Hollywood,
tristemente dobladas pero que permitían idolatrar a actores y sobre todo actrices
incomparables. Sigo pensando que la mujer más guapa de la Historia Universal
era Rita Hayworth. Mucho después he descubierto una cosa triste y otra alegre. Mi
adorada Rita chocheó desde antes de los 40 años por la mezcla del alcohol y el
alzheimer. El lado bueno es que Rita se llamaba Margarita Carmen Cansino y su
familia era sefardita de Sevilla.
¿Cuál fue el primer libro que te
marcó?
Sin duda fue Robinson Crusoe, la
novela de Daniel Defoe. A los ocho años, ese libro escrito dos siglos antes me
hizo pensar mucho, más quizá que ningún otro que haya leído en mi vida. El
salvaje, llamado Viernes por el narrador, quiere entender la religión del
blanco pero no comprende por qué un Dios todopoderoso permite que los malos
hagan el mal. El narrador no sabe explicarlo. Yo tampoco.
¿Y de ahí, a qué otras lecturas
pasaste?
Fui feliz durante cuatro o cinco años leyendo a Julio Verne. Lo leí de
cabo a rabo hasta que se me cayó de las manos una de sus últimas novelas, El Castillo de los Cárpatos. La desilusión fue terrible: el
fantasma de una bellísima mujer que provoca duelos entre dos enamorados resulta
ser producto de una imagen cinematográfica acompañada de una grabación
fonográfica. A partir de ahí juré no leer ninguna historia de fantasmas sin
asegurarme de que eran fantasmas o monstruos de verdad, no trucos mecánicos.
Gracias a eso leí varias veces Drácula, Frankenstein y El extraño caso del doctor Jekyll y
el señor Hyde. Pero mi sorpresa vino muchos años después, cuando
leí La invención de Morel, de Bioy Casares, y descubrí
que estaba más que inspirado por El Castillo de los Cárpatos,
publicado medio siglo antes.
¿Cuándo pasaste a literatura más
adulta?
Nunca. Kipling no tiene edad y lo sigo leyendo y releyendo. John Buchan
lo descubrí con 15 años en The thirty-nine steps, el
primer libro que leí en inglés. Y a partir de ahí, “degenerando, degenerando”,
como decía Belmonte que un banderillero suyo había llegado a ser gobernador
civil, me lancé a Marcel Proust. El
mayor error de mi vida de lector…
¿Por qué?
Porque es un pésimo novelista y un falso autobiógrafo. Me dejé
deslumbrar por el revival de
Proust. Leí la Recherche en la
edición de la NRF. Quince volúmenes, 15. Los empecé con 17 años y los terminé
con 24. Pasado el bache snob de Proust
leí casi siempre por gusto. Todo Huxley (novelas y ensayos), todo Evelyn Waugh,
casi todas las novelas de Juan Valera, Paul Morand, Maurice Baring. Narrativa
popular a veces y en ocasiones difícil. Clásicos o no, siempre he buscado el
placer de vivir otras vidas. Pura curiosidad. O impura. Ese móvil también
empuja a leer ensayos de toda laya o historia de toda época. También a
descubrir nuevos autores, o antiguos que tenía olvidados. Recientemente he
redescubierto a Nabokov y descubierto a José Antonio Martínez-Climent.
¿Lees más inglés que español?
¿Pedantería snob?
No, tan sólo creo que hay más novela buena en inglés que en español o francés.
Igual que hay mejor poesía en español y más teatro de los siglos XVI y XVII en
español que en inglés. Aunque, claro está, Shakespeare… Él solo desequilibra a
favor del inglés cualquier cálculo.
¿Sigues pensando que la lengua
española es superior incluso a la literatura en español?
Sí, pero… Verás, eso fue una discusión que tuve hace muchos años,
primero en mi fuero interno y después con varios compañeros de trabajo en un
momento de ocio forzoso en la Plaza de la Provincia, 1. Lo mencioné en mi libro
Por gusto pero no vuelvas a preguntarme por eso.
¿Te alegras de haber sido
diplomático?
Sí. De una u otra manera, desde que a los 23 años aprobé la oposición y
hasta los 76 años me he ocupado de una u otra manera de las relaciones
internacionales. No me aburrí nunca. Durante 17 años estuve destinado fuera de
España. Como todos los diplomáticos de la historia, a veces suspiré “en Madrid no se dan cuenta”. Suspiros desde el extranjero,
pero también desde el propio Ministerio. Incluso hoy, leyendo el periódico,
gruñe el jubilado “¡el Sáhara!¡Ceuta y Melilla!¡Pero si ya se veía venir en 1975,
con Franco enfermo!”.
¿Estuviste destinado en Mauritania,
verdad?
De 1967 a 1970. Y después en París y más tarde en Copenhague, en Ottawa
y, ya como Embajador, en Londres.
Y allí dimitiste…
No, un Embajador no debe dimitir. Yo pedí el cese y traslado a Madrid.
Me molestó la decisión anunciada por el PSOE de huir del Irak en cuanto llegase
él al Gobierno. Salí de Londres hacia las 10:30 del domingo 18 de abril del
2004. Zapatero entró en la Moncloa ese día hacia la misma hora o minutos
después. De inmediato anunció la retirada de nuestras tropas en Irak. Dicen que
los militares polacos y americanos entregaron plumas de gallina infamantes a
los españoles de la Brigada Plus Ultra que abandonaban el frente. El Batallón
de El Salvador que también estuvo en la Brigada Plus Ultra nos dió una lección:
siguió en Irak cinco años más, hasta 2009.
¿Cómo te fue en los otros destinos en
el extranjero?
Bien, de manera distinta en cada uno de ellos. En todos me hice amigos
y en cada país encontré más curiosidad o afecto hacia España que rechazo. La
Leyenda Negra existe, pero es más tenaz aquí dentro que allí afuera.
Tu otro oficio es el de escritor ¿no?
Sí, aunque también soy jardinero. Mediocre pero entusiasta. También me
entusiasmó ser infante de Marina durante 14 meses y me aburrió ser bancario
durante un año.
¿Cuál de tus libros te gusta más?
¿Pero no quedamos en que tú eres mi Sosias? Pues contesta tú.
A mí, tu no siempre
fiel alter ego, me gusta mucho “El Rompimiento de Gloria”, tu única novela. Por
cierto que en ella hay protagonista y deuteragonista. Lo dejo ahí para que se animen
quienes esto lean y lean también tu novela, limpia y escabrosa.
Así pues con ese pío
deseo dejemos aquí el interrogatorio en el que hábilmente estrechado a
preguntas te has declarado liberal-reaccionario.
Es decir, liberal-reaccionario como
Quevedo, Tocqueville, Lord Acton, Ortega y Gasset y Gómez Dávila. O, tal como
este último lo explica:
“Si el progresista se
vierte hacia el futuro, y el conservador hacia el pasado, el reaccionario no
mide sus anhelos con la historia de ayer o con la historia de mañana. El
reaccionario no aclama lo que ha de traer el alba próxima, ni se aferra a las
últimas sombras de la noche. Su morada se levanta en ese espacio luminoso donde
las esencias lo interpelan con sus presencias inmortales.
El reaccionario escapa
a la servidumbre de la historia, porque persigue en la selva humana la huella
de pasos divinos...
Ser reaccionario es
defender causas que no ruedan sobre el tablero de la historia, causas que no
importa perder.
[...]
El reaccionario no es
el soñador nostálgico de pasados abolidos, sino el cazador de sombras sagradas
sobre las colinas eternas.”
(Textos, de
Nicolás Gómez Dávila)
“Ser reaccionario es
haber aprendido que no se puede demostrar, ni convencer, sino invitar.”
(Escolios a un texto
implícito, de Nicolás Gómez Dávila)