Artículo de 1992 por el Marqués de Tamarón
Ilustración de Diego Mora-Figueroa |
Contra
lo que creen los ingenuos amigos y enemigos de España, éste no es un país de
quijotes sino de yupis. La primera prueba de ello es que fue en España y
no en otro lugar donde se escribió la sátira más despiadada y eficaz del
idealismo caballeresco, es decir El ingenioso hidalgo don Quijote de la
Mancha. La segunda prueba es que el protagonista - que no héroe - epónimo
ha dado origen etimológico en español a nombres comunes con ribetes despectivos
(Quijote, quijotada, etc.) mientras que en las otras lenguas europeas ha
originado palabras de significado admirativo, fundadas en malentendidos
románticos. La tercera prueba es que en España y desde hace un par de siglos
mandan los yupis, y así nos va.
No
me alargaré en la primera parte del razonamiento, por ser de sobrada evidencia.
Quien haya leído el Quijote estará de acuerdo en que se trata de una burla
sangrienta de todo impulso noble y generoso. Quien no lo haya leído estará
probablemente inficionado por la exégesis al uso, según la cual Cervantes se
enternece con su personaje, por quien siente secreta simpatía. Nada más lejos
de la realidad. Don Quijote hace siempre el ridículo físico y moral mientras
Cervantes se regodea con su prodigiosa pluma. El autor disfruta humillando al
hidalgo altruista. Hace que le lluevan palos y hasta el vómito de su escudero.
Peor aún, sus afanes son inútiles o, las más de las veces, contraproducentes.
Recuérdese el insoportable episodio de Andrés, el mozo a quien su amo villano
azota y no paga el sueldo. Don Quijote lo socorre y castiga al amo, pero en
cuanto se da media vuelta éste redobla con saña su atropello. Cuando Andrés
vuelve a encontrarse con don Quijote le dice:
«Por
amor de Dios, señor caballero andante, que si otra vez me encontrare, aunque
vea que me hacen pedazos, no me socorra ni ayude, sino déjeme con mi desgracia;
que no será tanta que no sea mayor la que me vendrá de su ayuda de vuestra
merced, a quien Dios maldiga, y a todos cuantos caballeros andantes han nacido
en el mundo». Y añade Cervantes, ufano del lance cruel, «quedó corridísimo don
Quijote».
El
mensaje está claro, todo desfacedor de entuertos es un pobre idiota. Diríase
que Cervantes hace una parodia blasfema de la Pasión del Redentor donde -supremo
sacrilegio- quienes aciertan son los que se mofan de la corona de espinas, del
manto y del cetro ridículos -o la bacía y la celada irrisorias- del justo que
quiere redimir a los desvalidos. No sé si este trasunto impío ha sido señalado
por algún cervantista, porque no he leído a ninguno, pero sí he leído a
Cervantes y salta a la vista que está del lado de los poderosos, como aquellos
anónimos duques tan horteras y tan burlones. Hoy hubiese estado del lado de los
yupis.
La
versión popular antes citada -Cervantes tiene cariño por don Quijote- ha
prevalecido contra todo sentido común por su condición de indispensable
salvaguardia del amor propio nacional. Admitir que el libro más leído en España
durante siglos es moralmente abyecto hubiese sido tanto como poner en duda la
catadura moral de nuestra nación. Ha hecho falta una mentira piadosa para
reconciliamos con nosotros mismos. Pero la mentira vulgar queda desmentida por
el habla popular. En ésta, Quijote -el nombre de guerra que Alonso Quijano toma
de la pieza del arnés que cubre el muslo- ocasiona bastantes palabras alusivas
al caballero de la Triste Figura, todas con ecos peyorativos. En cualquier
diccionario, y en especial en el DRAE, se puede comprobar cómo predomina el
tono desdeñoso en toda la familia de palabras quijote - quijotada -
quijotería - quijotesco - quijotil - quijotismo. De la voz principal, quijote,
se dan estas acepciones: «1 - Hombre exageradamente grave y serio. 2 - Hombre
nimiamente puntilloso. 3 - Hombre que pugna con las opiniones y los usos
corrientes, por amor a lo ideal. 4 - Hombre que quiere ser juez de causas
nobles aunque no le atañan». Así pues, de cuatro acepciones tres son negativas
y una es neutra tirando a positiva. Negativos también son los dos significados
de quijotismo: «1 - Exageración en los sentimientos caballerosos. 2 -
Engreimiento, orgullo». Más o menos lo mismo ocurre con las demás palabras
españolas derivadas del nombre propio de don Quijote. Resumiendo la cuestión,
María Moliner apostilla en su diccionario, a propósito de quijote,
«generalmente no se emplea con sentido admirativo, y puede tenerlo despectivo».
Muy
distinta es la semántica quijotil en otras lenguas. Como -por fortuna o por
desgracia- los extranjeros no suelen entendernos, debieron de creer que la
novela de Cervantes era un panegírico de la loca gallardía de un héroe
desdichado. En inglés, según el OED, se empezó muy pronto a acuñar palabras
alusivas a don Quijote, denotando admiración romántica por el personaje. Quixote
se usa como nombre común, con diversas variaciones ortográficas, desde 1648. El
citado diccionario lo define como «an enthusiastic visionary person like Don
Quixote, inspired by lofty and chivalrous but false or unrealizable ideals». Quixotism
surge con sentido similar a finales del siglo XVII y en 1702 la facilidad
inglesa para inventar verbos, unida a la popularidad del hidalgo manchego, da
lugar a to quixote, convertido un siglo después en to quixotize.
Quixotism arranca de 1688, quixotry de 1718, y así hasta nueve palabras
reseñadas, un treinta por ciento más que en español. El adjetivo quixotic,
quizá la más usada de aquéllas desde que apareció en 1815, viene definido así
en el OED: «Resembling Don Quixote; hence, striving with lofty enthusiasm for
visionary ideals».
Menos fortuna que en Inglaterra, aunque
bastante más que en su propia patria española, tuvo en Francia el último
caballero andante. Según el diccionario de Robert, desde 1782 existe el
substantivo don Quichotte, «homme généreux et chimérique qui se
pose en redresseur de torts, en défenseur des opprimés», y desde 1835 se usa el
término donquichottisme. En italiano también hay el nombre común donchisciotte
y el adjetivo donchisciottesco, ambos con ecos valientes y generosos.
En suma, se nos ofrecen dos contrastes, claros
y chocantes. De un lado está la contradicción entre lo que los españoles dicen
(que don Quijote les cae simpático) y lo que hacen (usar palabras hostiles al
personaje). Y por otro lado está la diferencia entre el léxico alusivo español y
los extranjeros. Mientras nosotros subrayamos en el lenguaje el engreimiento y
el carácter entrometido de don Quijote, los ingleses se fijan en su caballerosa
altura de miras, los franceses en su generosidad y los italianos en su valor.
Aun hay una tercera paradoja, y es que en nuestro vocabulario no se refleja la
locura de don Quijote y en las lenguas extranjeras sí. En definitiva, la
llamada lengua de Cervantes presenta a su personaje universal como un pobre
diablo que se mete en camisas de once varas mientras las otra s lenguas europeas
retratan a un héroe romántico, de corazón garboso aunque cuerpo desgarbado y
mente extraviada.
Por
supuesto somos nosotros los que acertamos y son los extranjeros quienes se
equivocan. Los españoles permanecemos fieles - literal ya que no literariamente
- a la intención genial y perversa de Cervantes: destruir las ilusiones
mostrando que nobleza es locura. Los extranjeros mantienen el mito literario
con la semántica heroica. Los españoles demostraron ya en 1605, cuando se
publicó la primera parte del Quijote y comenzó el éxito fulgurante de la
novela, que ansiaban que dejasen de mandar los quijotes. El resto de los
europeos, al no entender el libro pero leerlo con avidez, dio pruebas de seguir
admirando a los quijotes. Naturalmente que allí como aquí y entonces como ahora
la mayoría de la gente era y es sanchopancesca y no quijotesca. Pero aquí el
iberoide sanchopancesco se moría de ganas de sacudirse el yugo hidalgo hace ya
tres siglos, cuando sus congéneres ultrapirenaicos todavía no habían pensado en
ello. Los sanchopanzas no quieren mandar ellos, pero a la larga tampoco quieren
que les manden los quijotes. A quien de verdad hubiese querido servir Sancho
Panza no es a don Quijote sino a Godoy, a Salamanca o a Romanones: a un protoyupi
que le hubiese dado miajas, y no de gloria sino de pan. Sus descendientes lo
consiguieron al cabo de un par de siglos, antes que los sanchopanzas británicos
o germánicos.
En
esto no se ha cumplido la teoría de los frutos tardíos españoles. Hemos sido
precursores en la invención del tipo humano universal del yupi. El
Príncipe de la Paz inauguró la serie ya a finales del siglo XVIII, veinte años
después el modelo se había reproducido en incontables individuos de la
camarilla del Deseado y desde entonces hasta ahora no nos han faltado monjas
milagreras, generales bonitos, financieros avispados e intelectuales orgánicos.
Yupis todos, a fin de cuentas.
Otra
cosa es que la palabra hoy de moda en el mundo entero sea de origen americano y
muy reciente. Yuppie (o yuppy, o yumpie, o yumpy)
surgió en 1984 como abreviatura de young urban professional o de
young upwardly mobile person. Así es que el término encierra su propia
definición: un joven trepa. Trepa y no arribista porque el arribista
-como el advenedizo- ha llegado, y el yupi por definición nunca
ha llegado del todo sino que biológicamente está obligado a seguir acumulando y
trepando, incansable como la ardilla heráldica de Fouquet con su cínico lema Quo
non ascendam?. Por eso tampoco le corresponde al yupi la traducción
de listillo y aprovechadete, pues ningún sufijo diminutivo haría
justicia al atlético empeño ascendente del trepa.
No, el trepa rampante, el yupi
en todo su esplendor es una fuerza de la Naturaleza y habrá que temerla y
respetarla más de lo que Cervantes respetó a un pobre hidalgo de pueblo, loco
de amor por el ideal caballeresco de amparar al desvalido, defender a la viuda
y al huérfano, mantener la palabra dada. No son precisamente ésos los valores
del yupi. Por eso manda hoy.
Artículo publicado en la Nueva Revista, Febrero 1992.
Reproducido en El Guirigay Nacional, ensayos sobre el habla de hoy, 2005.