Día y Noche. M. C. Escher © The M. C. Echer Company - Baarn, Holanda. |
Todo apunte fenológico refleja un portento. Pero es un portento del cual no se sabe lo que presagia. En general barrunta el fin del mundo. El fin de nuestro mundo.
Cualquier pequeña y amable epifanía – el canto del primer cuco, la floración de un almendro, la migración de una bandada de patos – puede encerrar un aviso ominoso. Basta con que menudee a destiempo y persista la anomalía.
No hace falta ser arúspice o augur para interpretar los signos. Tampoco resulta imprescindible ser ecologista, aunque ayuda a conseguir prestigio mesocrático y postmoderno. Lo mejor es ser ecólogo serio con una pizca de melancolía premoderna.
Ambas condiciones las reúne Don José Antonio Martínez Climent, como se ve en su novela La tierra del grajo, de la que pronto daremos aquí cumplida noticia. Sirvan de adelanto estas sus notas, también reveladoras de su condición irónica, melancólica y premoderna. Y generosa, puesto que nos regala el texto para su publicación aquí.
Breves notas fenológicas
Por José Antonio Martínez Climent
* 4 de septiembre de 2015. Sierra del Ventós, Agost, provincia de Alicante.
¡Qué escándalo el de la incontinencia so pretexto de los calores! Tan sangrante es que currucas o tarabillas correteen por setos y por piedras molineras idas, entusiasmadas como si acabasen de leer la Celestina como que el Gran Duque haya perdido el decoro y cante desde los rocosos balcones de sus castillos solicitando amores a la primera duquesita que acierte a pasar al pie del cantil casi en cualquier época del año. Si algo ha tenido la nobleza es la obligación de ser sustento del Tiempo, como ilustra maravillosamente el Duque de Berry en su libro de Horas. Cada estación tiene su afán: en invierno calentarse las piernas en la fogata, en otoño a vendimiar, el verano para la altanería y el baño refrescante, y la primavera para decir serranillas, bailar saltarelos y trinchar perdices y princesas. Y no menos que la nobleza el clero, que con su división canónica del día (anunciada por el lejano tañido de una campana) nos recuerda a cada tanto que el tiempo sacro supera en sustancia, en hermosura y en provecho al tiempo administrativo y marxista. Todo sea también que Don Francisco, avisado de que la sustancia del siglo mengua un poco cada vez que suenan primas, tercias, sextas y nonas, mande dar las campanadas a toque de corneta a sus filas franciscanas, tan poco amigas de liturgias y de altas formas.
* 20 de septiembre de 2015. San Vicente del Raspeig, provincia de Alicante.
Crisis de refugiado
Después de poco más de un lustro se ha vuelto a ver una verde crisopa por estas tierras. El ejemplar se encuentra en la vertical de la cabeza del que escribe, agarrado al techo de su habitación, sin decir ni mu, y se diría que tirita. Sin duda ha entrado por la ventana, frontera natural entre el Mundo Libre y la que hasta ahora ha sido su tierra, el vecino jardín del colegio estatal, huyendo de las diarias y matinales fumigaciones que llevan a cabo la hordas de funcionarios contratados a golpe de talón con cargo a bolsillo ajeno, y lo hacen porque pueden.
El exterminio de las etnias de crisopas por motivos ideológicos se lleva a cabo en este pueblo con mayor o menor crudeza desde hace al menos ocho años sin que ni grupos ecologistas subvencionados ni organizaciones gubernamentales ni partido político alguno hayan condenado la matanza, de lo que se deduce connivencia con la causa exterminadora porque también se peca por omisión. Se teme un incremento de la tensión en la frontera cuando mañana lunes la horda fumigadora reanude la búsqueda, porque muy sanguinarios y laicos son, pero en fin de semana no se extermina porque no se cobra, y el domingo se santifica en el bar.
* 9 de enero de 2016. Ibídem.
La margarita común de descampado (Bellis perennis) ha florecido tardíamente este año en San Vicente del Raspeig. A las dificultades que el ayuntamiento impone a la planta para mantener su área de distribución se suma la bolsa de aire africano, sucio, terroso, que se ha asentado sobre la provincia como un mal presagio, y que trastorna sus menesteres y trajines fotosintéticos. Con este son ya catorce años que en las flores no se ha visto, en su ronda ensimismada y monacal, a ninguna mariquita.
La floración fue inusualmente abrupta, como si un angélico y moroso funcionario hubiera dado orden tardía de producir pétalos y corolas a tiempo para mediados de enero, cumpleaños de cierta madre que las tenía por preferidas.
* 13 de enero de 2016. Ibídem.
Uno tenía bien asentada la imagen bruegueliana de la urraca picando migas o nueces sobre el lago helado en el que patina una hacendosa y diligente burguesía mercantil holandesa, erguida sobre la gárgola burlona y horrenda de un vierteaguas gótico, volando en línea recta en un cielo agrícola y despejado sobre un barbecho puntuado por serenos almiares belgas, o picando los gusanos de las rosas que trabajosamente produce el suelo turboso de un jardín palatino. Toda esa imaginería lograda por siglos de historia europea queda ahora hecha añicos debido tanto a la translocación del clima como a esa transubstanciación antifukuyámaica del mundo en más mundo, del siglo en más siglo, del tiempo en peor tiempo, por esa crecida de aguas leninistas que tanto crédulo creyó cegada para siempre pero que con la caída del Muro provocó una lenta escorrentía hacia Occidente mucho mayor que el tibio goteo de liberalismo que rodó Telón de Acero abajo.
Pero no. Ahora las urracas campan a sus anchas por el cielo alicantino, por la huerta murciana, en la plana castelloní, y cuando uno, poco acostumbrado, levanta la vista, ve cómo una estampa de otro sitio tapa el cuadro habitual de los últimos decenios, una imagen panorámica de cromo doble del Serengeti, todo manchas de blanco y negro que se dirían cebras lejanas, y el susto que se lleva es morrocotudo. No es que no desee el bienestar de las picazas ni que lamente que vuelvan a sus antiguos dominios, sino que desearía que lo hubieran hecho con un orden y una jerarquía distintos: que en lugar de patrullar rotondas, avanzar a saltitos sobre las farolas y cebarse en vertederos municipales sobrevolaran huertas regadas, anidasen en granados reventones y graznasen desde la punta de esos cipreses que marcaban los caminos de las fincas molineras, esas quintas costumbristas del agro ibérico en las que los ávidos adalides del progreso no ven más que futuros museos agrícolas.
* 6 de febrero de 2016. Ibídem.
Por la Ermita del Pozo de San Antonio ya no pasan más que parejas que buscan satisfacer sus nocturnos ardores en la urgente incomodidad de algún asiento trasero; cuartetos de mujeronas vestidas de chandal fucsia andando deprisa, sin mirar los pocos almendros que aún quedan; pandillas de instituto que con un tablero, un vaso y varias litronas pretenden invocar al demonio junto a una hoguera, y quiero pensar que también acude allí ese último ufólogo que en toda provincia española debe de permanecer en la sombra, venido a menos porque hace ya decenios que nadie organiza salidas para ver ovnis en el cielo peninsular pero sin que eso haga mella en su fe setentera e inmarcesible. A poca tarde y en sábado, para no molestar a la relicta fauna de tan singular región, tengo por costumbre acercarme hasta la encalada fachada recalentada por el sol y allí merendar un bocadillo de tortilla, si es la estación con habas frescas, sentado en mi silla plegable. Si me canso, que no me canso, de mirar la rambla aneja, con sus tarays, sus algarrobos, sus taludes agujereados por conejos y abejarucos, y con esa lavadora oxidada medio enterrada por un aluvión de cañas viejas, me doy la vuelta y miro la pared cuarteada por el sol y el abandono. En esas estaba hace un par de semanas, pensando que había dejado la tortilla corta de sal y diciéndome que es pena que en la Toscana este paisaje parezca lírico y ensoñado y aquí se lo tome por la esencia misma del atraso, cuando me vino el pensamiento de anotar unas líneas comparando la tibia caída de la luz invernal en la corta espadaña de la ermita con esa torrentera solar e ígnea que el mes de agosto derrama sobre el campo alicantino. Dejé el bocadillo sobre un romero bajo y ancho, bien envuelto en una ya aceitosa servilleta, y cuando me había calado el lápiz en la boca con ese gesto arquetípico de escriba en busca de palabras vi el mismísimo comienzo de la primavera en pleno mes de febrero. Era una golondrina común: iba sola, cabalgando una suave brisa vespertina.
* 9 de febrero de 2016. Ibídem.
1.- El bios ha tocado a rebato. Pelotones de verdecillos, mirladas enteras, avanzadillas de piquituertos y hasta los gatos de los tejados han caído presa del estro. Pero quizá porque los cantos, maullidos y aullidos de la fauna callejera llegan con meses de adelanto sobre lo que manda el calendario zaragozano el coro resulta inarmónico: los gorriones lanzan chirridos de ferretería, los jilgueros pían con gallito, los colirrojos chascan como con la boca seca y las currucas suenan como cámaras de fotografiar con el paso averiado.
2.- A principios de febrero el mirlo ha comenzado a declamar su gay saber desde la punta del ciprés, y no contento con saltarse el mandato astronómico de esperar hasta finales de marzo, en lugar de pasar la mañana recitando leys d’amors de perfil, recortado contra el arrebol matutino, a la menor ocasión baja de un salto suicida al tejado del colegio vecino donde, en compañía de otros cuatro, comienza a recorrer las aguas entregado ciegamente a las urgencias de un estro muy poco lírico (por apresurado y público) que en todo contradice la contención propia del herido de amor galante.
* 11 de febrero de 2016. Ibídem.
Los verdecillos rompen el crepúsculo matutino con sus líricos sofismas, y no puede uno ni salir a por el pan sin topárselos posados de ocho en ocho en el tendido de la luz o en la valla del polideportivo, más que recitando enmarañados versos de amor, amenazando a todo viandante con sus sonoras urgencias vocales.
José Antonio Martínez Climent
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