Marqués de Tamarón || Santiago de Mora Figueroa Marqués de Tamarón: Botones de muestra (XIV)

viernes, 26 de julio de 2013

Botones de muestra (XIV)


Quién supiese dar coba a las señoras en octosílabos, así: “Cuando bien comigo pienso, mui esclarecida Reina…”. Claro que pocos pueden medirse con don Antonio de Nebrija. Como mucho algunos nos atrevemos a escrutar con lupa admirativa y desconfiada sus palabras dirigidas a Isabel la Católica en el prólogo de su Gramática. Llevo años haciéndolo, siempre creciendo en admiración y en desconfianza hacia el humanista andaluz que de pura habilidad en la alabanza escribió que se había casado pues "Quiso la fatalidad que la incontinencia me precipitase en el matrimonio".


Mi última incursión en un terreno que no es el mío –pero, ¿cuál sería el mío?– aparece recogida en un ensayo, con el título de El avestruz, tótem utópico, impreso en diciembre pasado. Como vuestro entusiasmo, queridos lectores, ha sido francamente descriptible, agradezco de corazón a mi amigo Joaquín Torrente García de la Mata este comentario sobre mi discrepancia con la tesis de Nebrija acerca de su convicción, más o menos sincera pero que nunca deja de deslumbrar, “que siempre la lengua fue compañera del imperio. Y de tal manera lo siguió, que juntamente comenzaron, crecieron y florecieron, y después junta fue la caída de entrambos”.


CUANDO BIEN CONMIGO PIENSO
Por Joaquín Torrente García de la Mata

          ¿Fue siempre la lengua compañera del imperio? En el prefacio a la obra colectiva “El peso de la lengua española en el mundo”, publicada en 1997 bajo la dirección del Marqués de Tamarón, se preguntaba el autor, a la sazón director del Instituto Cervantes, sobre el significado y veracidad de este aserto. ¿Describía Nebrija una realidad histórica, trazaba un programa político para la reina castellana, empleaba una audaz licencia retórica para atrapar la atención de su ilustre lectora? No es cuestión de reproducir aquel penetrante ensayo de Tamarón; simplemente reconoceremos con su autor que la historia se empeña en contradecir una vez y otra a nuestro primer gramático. El principio de las nacionalidades, acuñado en el siglo XIX y puesto en práctica tras la paz de Versalles con desalentadores resultados ha deformado hasta tal punto nuestra visión del pasado que no nos sobresaltamos, como debieron hacerlo los ciudadanos del comienzo de la edad moderna, ante tan descarado sofisma.

          Pero si es discutible que la lengua haya sido siempre compañera del imperio, podría parecer más cierto que al imperio –en el sentido de mando o poder político- le ha convenido apoyarse en la fuerza que proporciona la lengua. ¿Fue así siempre? No, ciertamente, cuando Nebrija escribió su gramática, ni en los años en que en Nápoles reinó una dinastía aragonesa, ni durante la conquista española de América, donde -señala Tamarón- la homogeneidad lingüística fue obra de los criollos tras la independencia, y ni siquiera en el Canadá bajo un rey tan celoso de su autoridad como Luis XIV. Tampoco en sus dominios europeos; los monarcas de aquel tiempo, cuando adquirían un territorio, lejos de implantar en él sus instituciones, normas y ordenanzas se sustituían a los anteriores soberanos y respetaban las leyes y costumbres que encontraban. Aquellos monarcas del antiguo régimen no tenían asesores de imagen ni jefes de gabinete, pero se apoyaban en funcionarios inteligentes y pragmáticos como pudiera serlo un Honoré Courtin, intendente de Amiens, quien no se cansaba de repetir a Colbert en sus despachos que la felicidad de los súbditos es la mejor propaganda para el monarca: “conservez leurs privilèges, les bien traiter, leur faire tant de grâces qu’ils soient plus heureux sous sa domination qu’ils n’étaient sous celle de leurs maîtres d’autrefois”.

          Más de quince años después ha vuelto Tamarón sobre tan palpitante asunto con nuevas miras, y no dentro de un contexto científico y erudito, sino en un provocador ensayo referido al utopismo lingüístico característico de la modernidad. “Constituye un ejercicio esclarecedor cotejar casos de separación entre lengua e imperio”, afirma, e ilustra esta afirmación con notables e irrefutables ejemplos. Añadiremos alguno más: Cavour, artífice de la primera etapa de la unificación italiana, se expresaba habitualmente en francés y en el dialecto piamontés y murió pensando que al sur de Roma se hablaba una suerte de lengua arábiga. Según la Marquesa Costanza Arconati, cuando Cavour hablaba italiano sonaba “impacciato” –patoso, torpe-, como si estuviese traduciendo su pensamiento a un idioma extraño. Y esta marquesa explicaba al inquisitivo abogado inglés Nassau William Senior que “(en el Piamonte) nuestras tres lenguas nativas son el francés, el piamontés y el genovés. De las tres solo el francés es inteligible por todos. Un discurso en genovés o piamontés sería incomprensible para dos tercios de la asamblea. Excepto los saboyanos, que generalmente hablan en francés, los diputados hablan todos en italiano, pero para ellos es una lengua muerta en la que no están acostumbrados a conversar. Nunca la usan con esprit ni con fluidez. Cavour lo habla bien pero te das cuenta de que traduce, como Azeglio, como todos los diputados, salvo cuando aparece algún abogado habituado a dirigirse a los tribunales en italiano”.

          La Marquesa Arconati se sorprendería hoy de ver que el italiano, esa lengua muerta en la que Manzoni escribió en 1827 “I promessi sposi” como modelo de prosa canónica para la hermosa tierra wo die zitronen blühen, es hoy una lengua viva en la que negocian, trafican, se cortejan, se injurian o litigan ciudadanos de Turin con otros de Cagliari, Trieste, Siena o Palermo como si llevaran haciéndolo mil años. Y más todavía si supiera que ese milagro lingüístico se apoya en tres obras literarias: los citados “Novios” de Manzoni; el “Pinocchio” de Carlo Collodi y el lacrimógeno “Cuore” de Edmondo de Amicis, que leyeron y aprendieron de memoria todos los niños italianos escolarizados tras la unificación. La radio, la televisión, la alfabetización, la conscripción obligatoria no fueron ajenos al proceso, pero el éxito natural, casi diríamos espontáneo, de la experiencia es innegable. En una península en la que, al tiempo de la unificación, sólo un ciudadano italiano entre cuarenta hablaba el toscano, resulta milagroso que ese idioma sea hoy uno de los escasos factores de cohesión de nación tan heterogénea y diversa, que haya crecido y desarrollado como propio en regiones absolutamente dispares y que haya logrado como por encaje natural su coexistencia armónica con el uso cotidiano y familiar de cada dialecto local.

          ¿Qué se desprende de todo esto? Dice Tamarón que Nebrija nunca habría escrito el legendario –en sentido estricto- letrero que al parecer rezaba “si eres español, habla la lengua del imperio”. No importa que no haya testimonios gráficos de ese mandato; se dictaron órdenes parecidas en Francia y también en Italia en los territorios adquiridos tras la primera gran guerra. Eran otros tiempos y ya no se fiaba la unidad lingüística a un inofensivo muñeco de madera;  cuando se prohibió a los ciudadanos de Dignano  hablar y cantar en lengua eslava, una torva nota a pie de proclama advertía: “noi, squadristi, con metodi persuasivi faremo rispettare il presente ordine”. Ferocidad inútil:  Dignano –ahora Vodnjan- ya no es una ciudad italiana y en ella apenas se habla la bella lingua desde que sus habitantes emigraron en masa al entrar en 1945 las tropas de Tito.


          En definitiva, Nebrija nunca se habría molestado en adorar el avestruz, ídolo utópico por excelencia, remedando su postura. El Marqués de Tamarón, en este luminoso trabajo, se propone rescatar al lector contemporáneo de tan extendida tentación y con brillante estilo, perspicaz análisis y erudición de primera mano le invita también a desenterrar la cabeza del suelo,  renunciar al gusto por lo quimérico y hacer frente, con escepticismo y espíritu crítico, a la modernidad y los ridículos tópicos en que se sustenta.

Joaquín Torrente García de la Mata
San Sebastián, 18 de julio de 2013


El avestruz, tótem utópico
Por el Marqués de Tamarón
Editorial Encuentro
Madrid, 2012

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5 comentarios:

  1. Bueno, puestos a buscar, quizá pueda encontrarse un Imperio con varias lenguas, u otro, como el Chino, con varias hablas y con un modo escrito, pero no me cabe duda que sin una lengua común no hay Imperio, subordinación, puede, pero Imperio no.
    Decet imperatorem stantem mori, asevera Suetonio, y a ser posible, hablando alto y en su lengua, añado yo.
    La gramática es la primera ley, le pone al paisaje nombre, y afina lo rústico.
    Una sociedad, cualesquiera, necesita orden. Entiendo el Imperio como la forma privilegiada de mismo, y la lengua común como su necesidad operativa.
    Napoleón lo sabía cuando impulsó su código homónimo, -puesto en adjetivo, claro-, que después del magnicidio, los modos locos y los sangrantes tajos, restituye la organización, y la ley, que las falsas utopías desgajaron.
    Las locuras utópicas debieran, al menos, escribirse en Latín, pues así tendrían algo a que asirse, que de otro modo la estampa del avestruz, que describe Tamarón, es lo único veraz que dibujan, y "Babel" la única realidad que expanden; es curioso, como gustan, de lo que dicen aborrecer, quienes añaden a la historia, siempre que pueden, Imperios, lenguas y paisajes que no son lo que pretenden, aunque sirvan, no lo niego, para escribir octosílabos.

    Demuestra tal afán, lo contrario a lo que pretende, o sea, sus utópicos malandrines más que avestruces, son patos, y andan más mareados que sobrios.

    Suyo, y con los debidos respetos,

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  2. Gracias por sus comentarios, amigo. No debemos, sin embargo, perder de vista que Nebrija escribe aquí imperio y no Imperio. Da que pensar.

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  3. Para mí que el bicho utópico que aparece en la portada del libro no es un avestruz sino un ñandú.

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    1. Sí señor, es ñandú que no avestruz. Me lo advirtió en su día un zoólogo llamado D. Fernando López Mirones. Le contesté que la culpa era de la editorial, pues yo había sugerido una portada mucho más vistosa y además idónea, que terminé usando en la versión de mi página (El avestruz totem utópico). Sin embargo y bien pensado, el ñandú es bicho todavía más utópico: come serpientes venenosas. El avestruz limita sus instintos utópicos a comer carroña.

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