La única tarea útil del lingüista sería azuzar a los catetos contra los cursis. Quiero decir que fuera de la erudición, en el terreno práctico, podrían los filólogos hacer una labor no por vulgar menos salutífera: explicar al pueblo supuestamente soberano que nunca en su historia ha tenido unas minorías dirigentes tan cursis como las de ahora. Y que lo único sensato es desobedecer a las tales minorías rectoras. No se trata de saltarse los semáforos o defraudar al fisco —eso es ya lo normal— sino de rechazar el habla ridícula pero insidiosa de publicitarios, políticos, periodistas y burócratas. No se olvide que quien domina el lenguaje domina la sociedad. Merece la pena, pues, resistir. Aunque sólo sea para retrasar el cumplimiento de la profecía de Flaubert: «Todo el sueño de la democracia consiste en elevar al proletario al nivel de estupidez del burgués. Dicho sueño está ya en parte alcanzado». La frase es de 1871; no estará de más ver hasta dónde se ha llegado, siglo y pico después, en la realización del democrático sueño de entontecimiento general. Se ha avanzado mucho, a juzgar por un breve muestreo de los más populares medios de comunicación, que a continuación resumo:
«Francia figura (para Burguiba) como su mater ego» (ABC, 15-11-87). Véase cómo el periodista, ansioso de redimir al proletariado ignorante, decide darle una lección de latín, pese a desconocer él mismo dicha lengua. Cree que es igual alma mater (madre nutricia, nombre dado en la época romana a las diosas Ceres y Venus, y en tiempos modernos a la Universidad, madre que alimenta espiritualmente a sus alumnos) que alter ego (otro yo, un segundo yo), da a luz al híbrido monstruoso mater ego y, si éste prospera en el habla común, habrá conseguido acercar el pueblo un poco más a la confusa pedantería del burgués moderno. Lo curioso es que otro artículo del mismo número del ABC habla de «Tomás Herranz, el jefe de cocina y alma mater de El Cenador del Prado»; este otro periodista o bien sabía latín de verdad y volvía la expresión alma mater a su original sentido alimenticio, o bien rizando el rizo de la metáfora hacía sonar la flauta por casualidad.
«El Ministro para las Administraciones Púbicas convocará las primeras elecciones en el ámbito de la Administración del Estado» (Ley 9/1987 del 12 de mayo, Boletín Oficial del Estado, 17-6-87). Más que lúbrica errata esto parece un freudiano acto fallido. Me explico. Hace ya años se impuso la moda de llamar relaciones públicas a cierto tipo de propaganda. La expresión venía del inglés, public relations. Algunos finolis siguen diciéndolo en inglés, y como no suelen saber inglés se les traba la lengua. Yo he oído a un señor decir que su hija se dedicaba a las pubic relations (y era verdad que se dedicaba a las relaciones púbicas, pero no públicas sino privadas, afortunadamente). Pues bien, es posible que por esta vía del gazapo el subconsciente del Estado, siempre deseoso de jorobar a los administrados, esté reconociendo sus turbias apetencias. Se comprende que para conseguirlo le convenga entontecernos.
Sí, se ha adelantado mucho en la realización del sueño democrático. Queda, no obstante, algún camino por recorrer. Todavía hay catetos que hablan español, que se expresan con sencillez y precisión, que no han ascendido a la categoría de cursis. Nuestros mentores querrán sin duda regenerarlos, reciclarlos que dirían ellos. Pero a estos grupos residuales no es fácil seducirlos a golpe de mater ego y otras finezas. Es posible, por ello, que los formadores de opinión empleen tácticas radicalmente nuevas. Una de ellas podría ser declarar de moda, rabiosamente de moda, viejas costumbres muy triviales y desconcertar así a los catetos. Cuando un jerifalte de la movida, tras saltar la tapia de un monasterio, se acerque a un cartujo cavando en su huerta y le diga, «lo tuyo sí que es un rollo cachondo», habrá desarmado al monje.
Tal parece ser la treta de Marie Claire 16, revista hecha por y para bogavantes de la moda. En su número de diciembre de 1987 publica una detallada guía de «Todo lo que haremos en 1988». Entre otras novedades glamurosas a punto de imponerse cita «acentuar nuestras curvas y conservar la piel muy blanca» (¿qué otra cosa habrán hecho de siempre las mujeres que no querían dejar de gustar a los hombres ni tener cáncer de piel?) y «cocinar con productos de calidad» (¿quién ha guisado jamás productos malos teniendo dinero para comprarlos buenos?). Pero también —ojo al lenguaje— pronostica la moda de «tratar de usted a camareros, taxistas y desconocidos» y la de «no decir tacos ni usar expresiones de jergas chelis». Es el colmo de la perfidia. Como me descuide me van a tomar ustedes por discípulo de Marie Claire. O sea, por cateto elevado al nivel de estupidez del burgués bogavante.
Hasta ahí, lo escrito y publicado en enero de 1988. Al disponerme en enero de 2006 a actualizar la descripción de algunos rasgos de la evolución lingüística de esta peculiar jerga politiquera y gacetillera, me encuentro con que hay pocas novedades importantes: las cosas van tranquilamente a peor con la misma mezcla de imprecisión y cursilería. La imprecisión semántica sigue siendo a veces interesada (no conviene ser explícitos, piensan muchos) y a veces producto de la pereza (no en vano el término vago quiere decir tanto holgazán como impreciso). La cursilería tan sólo ha aumentado durante estos veinte últimos años el número de los eufemismos políticamente correctos, no su ruindad intelectual y estética. No es este el momento de catalogar todas las novedades, pero sí cabe detenerse en dos que son buenos ejemplos y compendio de las tendencias señaladas.
Me refiero en primer lugar al uso como muletilla política del substantivo talante, sin adjetivo expreso pero sí el implícito de simpático, afable, tolerante. Ocurre, sin embargo, que talante tiene cuatro acepciones según el DRAE: «1. Modo o manera de ejecutar algo. 2. Semblante o disposición personal.3. Estado o calidad de algo. 4. Voluntad, deseo, gusto». Las cuatro acepciones son variadas, pero está claro que todas ellas requieren algún tipo de adjetivación. Las cosas se pueden ejecutar a derechas o torticeramente, el semblante puede ser hosco o amable, puede haber buena o mala voluntad y así sucesivamente. Hacía siglos que no se empleaba talante a secas, como se desprende de la minuciosa y amena disquisición que Corominas y Pascual hacen en su Diccionario Etimológico de dicho término y de su primo el talento (el DRAE en cambio no cree que sean primos, pues atribuye ascendencia arábiga a talante y griega a talento, pero esa es otra historia, que quizá explique la Alianza de Civilizaciones). Hay más, y sonroja revelarlo: donde sí aparecía talante como término no necesitado de adjetivo, de puro explícito que resulta, era, mucho antes, en el vocabulario español-latino de Nebrija, que en esencia recoge el castellano de finales de la Edad Media, cuando talante quería decir cachondez (líbido) y talantoso era salido (voluptuosus). Puestos a resucitar palabras para aplicarlas elogiosamente a un prócer que se declara «defensor de las mujeres», podían haber escogido algo más morigerado. Hubiera bastado con seguir imitando a José Antonio Primo de Rivera y a José Luis López Aranguren, que, como nos recuerda don Amando de Miguel, son los últimos que pusieron de moda esa voz, pero debidamente adjetivada para evitar malentendidos rijosos.
Mas no se crea que la degradación de la lengua a través de la imprecisión y la cursilería es falta exclusiva de los pedantes. Aunque con menos frecuencia, a veces algunas gentes sencillas nos sorprenden mostrándonos cómo han alcanzado el nivel de estupidez del burgués, que decía Flaubert. Recuérdese un ejemplo del pasado otoño, un ejemplo de verdad tragicómico y muy revelador. Cientos de inmigrantes ilegales irrumpieron por la fuerza en Ceuta y Melilla. Los poderes públicos destacaron a la frontera fuerzas militares, se supone que para hacer respetar la soberanía territorial española. Muchos extranjeros siguieron entrando en España por la fuerza. Una “dama legionaria” (sic) de la guarnición de Melilla, armada de una porra y fusil con prohibición de usarlo (y sin munición, según se dijo) declaró a una periodista que, por cierto, aprobaba su comportamiento (ABC 4-10-05): «¿Que qué hice yo?... Ver como actuaban los compañeros, pero no he pegado a ninguno porque me daba cosa...» (la cursiva es mía, la cursilería es de la dama legionaria). ¿Qué pensará Millán Astray desde el Valhalla? En su época no había damas legionarias en el Tercio, pero las cantineras y cicatriceras tenían bastantes más arrestos; las milicianas del Frente Popular también. Y en cuanto a su querida Celia Gámez, carecía, que se sepa, de mayores melindres. Claro que ninguna de ellas tenía un mando político que decía que «prefiero que me maten a matar». ¿Y que pensará el Obispo don Opas, desde el Infierno ahora que el Papa acaba de declarar que el Limbo no existe? A ése sí le gustará ver que a los españoles vuelve a darles cosa.
No es de extrañar que en el extranjero se comente ese darnos cosa generalizado, o al menos ministerializado a través de las peculiares Reglas de Enfrentamiento dictadas a nuestras tropas. «Si, al igual que el contingente español de la Otan ahora desplegado [en el Afganistán], los británicos salen pocas veces de su campamento, no les pasarán muchas cosas desagradables [...]. Eso que Alemania o España o Italia llama sus soldados son, en el campo de batalla, hombres fingiendo que realizan tareas de soldados sin más convicción que el coro de la Royal Opera disfrazado de uniforme para el primer acto de Carmen», acaba de decir Max Hastings (The Spectator, 4-2-06).
Y es que las palabras no carecen de consecuencias, ni los usos lingüísticos dejan de revelar cobardías, ambigüedades y sandeces muy hondas, y a veces muy peligrosas. Sobre todo cuando ya casi no hay catetos sino sólo cursis, tan incapaces de hablar claro como de defenderse.
Posdata de 2012.
Las tendencias patológicas se han acelerado últimamente. Anteayer, Miércoles 11 de Abril, me desayuné con la portada del ABC donde un hombre culto, al que respeto, decía "Nunca he escuchado al BCE hablar de intervenir España". Don Miguel Ángel Fernández Ordóñez, Gobernador del Banco de España, se pasaba a la mayoría juvenil y semialfabetizada de los españoles que confunden oír con escuchar. Sin quererlo y sin creerlo, supongo, este señor muy respetable y bastante sensato está diciendo que el Banco Central Europeo habla de intervenir a España pero que él, como Gobernador del Banco de España, púdicamente hace oídos sordos. Ya ni merece la pena señalar esa confusión que empobrece nuestra lengua y la vuelve confusa. Pronto también se usará siempre ver por mirar, y visionar y visualizar por ver. Pero la novedad más notable de este último lustro y también la menos penosa y más divertida es la irresistible atracción que la letra equis ejerce sobre un pueblo, el español, que nunca supo pronunciarla. La moda más rabiosa y ya extendida por todas las clases sociales y no solamente entre burgueses cursis, es hablar con una mezcla extraña de orgullo y resignación de "mi ex". Naturalmente todos lo pronuncian "mi es", convirtiendo en un tiempo verbal presente lo que en esencia es un prefijo que denota un pretérito más o menos opresivo. Y luego los progres hablan todo el tiempo de praxis en vez de práctica, por aquello del abolengo marxista de tal palabra, mientras que los capitalistas se refieren con temblores en la voz a las catástrofes del IBEX 35 (y parecen decir "y ves 35", como en una borrachera siniestra).
Claro que el paroxismo quiásmico empezó ya hace medio siglo o más con los pasos elevados que se hicieron en Madrid recibiendo en el habla popular de los tasistas y sus usuarios más distinguidos el nombre de un juguete impronunciable: Scalextric. Todo el mundo lo llamó escalestris, salvo los andaluces que lo llamábamos ehcaletri.
En fin, otro día seguiré con la Insobornable Contemporaneidaz de la equis.
(La primera parte de este artículo apareció en el ABC del 16 de Enero de 1988 y fue recogido en el libro El Guirigay Nacional (1988). Con su primer añadido, volvió a aparecer en el libro El Guirigay Nacional. Ensayos sobre el habla de hoy (2005))
Bibliografía de El Guirigay Nacional. Ensayos sobre el habla de hoy
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008
viernes, 13 de abril de 2012
lunes, 2 de abril de 2012
Sigue la impunidad de los canallas
Triste año este, cuando no se puede esperar al 25 de Julio para impetrar a Santiago, Hijo del Trueno, que fulmine a los hideputas que incendian los bosques de su tierra gallega. No, hay tantos hideputas sueltos por toda España que incluso –y sobre todo– arde el Noroeste y el litoral cantábrico apenas comenzada la Primavera, y el Domingo de Ramos se convierte en una sacrílega humareda que arrasa el pasado pagano de nuestros bosques atlánticos, tan sagrado como el pasado y el presente cristianos. Y se sabe que los incendios son provocados, y nadie duda que si capturan, juzgan y condenan a los criminales permanecerán muy poco tiempo en la cárcel. Y todo se vuelve suspiros bellacos de cobardes o de cómplices susurrando “es que en España todo sale gratis”.
Por supuesto, sigue sin saberse cuántos de los incendiarios condenados por fuegos del año pasado están aún en la cárcel. Es probable que ninguno y que por eso las diversas autoridades centrales y de las taifas no quieran revelar cifras. Me permito, pues, reproducir dos textos ya publicados en esta bitácora en Julio del 2009 y del 2010.
Y agradezco de nuevo a Antonio Mingote que me autorizara personalmente en 2009 a reproducir su viñeta en esta bitácora, y le ruego a Santiago que como recompensa al buen corazón y buena mano de Antonio Mingote, Marqués de Daroca, se ocupe de que se restablezca pronto de su dolencia.
La impunidad de los canallas
Por el Marqués de Tamarón
29 de Julio de 2009
Arde España, como cada verano. Y, como siempre, nadie hace – por distracción, por estupidez, por cobardía o por conveniencia política – a los poderes públicos nacionales, autonómicos o locales, la pregunta que salta a la mente de cualquiera: ¿cuántos de los autores de los incendios del verano pasado – casi todos provocados – están ahora mismo en la cárcel? Mientras salga gratis ese delito, como salen gratis en España otros delitos igual de atroces o más, seguirán produciéndose. A los canallas les da mucho gusto destruir lo que con razón ven como algo superior a ellos mismos.
El hecho es que hay motivos para sospechar que nadie sigue en la cárcel (y muy pocos entraron en ella) por prender fuego al monte, causen o no muertes y graves daños a la economía y a la naturaleza. Al menos yo no he conseguido obtener esa información, y llevo años pidiéndola a múltiples instancias oficiales.
En estos últimos días han aparecido dos excelentes estudios sobre este asunto.
WWF/Adena ha publicado el Incendiómetro 2009
Greenpeace también acaba de publicar Incendios forestales ¿El fin de la impunidad?
Recomiendo vivamente la lectura de ambos informes, y quizá alguien encuentre en ellos el dato que yo no he logrado ver: ¿cuántos de los condenados por el delito de prender fuego al monte cumplen su condena en la cárcel? ¿cuántos hay hoy en la cárcel por el daño inmenso que causaron en el verano pasado? Y no hablemos de los incendios dolosos o por negligencia que han causado tantos muertos en años pasados y en el presente verano. Da igual, eso también sale gratis en España. La verdad es que mi único consuelo en estos días ha sido que anteayer lunes 27 de julio de 2009 el diario ABC y el diario El País coincidieron gracias a la pluma de dos de los mejores dibujantes de España, Antonio Mingote y El Roto, en el tema de dos viñetas amargas y clarividentes que me permito reproducir a continuación. Quizá bien mirado no todos los españoles estamos de acuerdo con la impunidad de los canallas.
Antonio Mingote en ABC, Lunes 27/7/2009
El Roto en El País, Lunes 27/7/2009
Otra falacia patética
Una de las falacias más repetidas es que los españoles son indiferentes ante la Naturaleza. Sorprende esta afirmación reiterada y gratuita -auténtica falacia patética, que diría Ruskin- cuando todo a nuestro alrededor indica que en su mayoría los españoles no sólo no son indiferentes ante la Naturaleza, sino que con notable eficacia la detestan. Esa antipatía se manifiesta a veces de forma canallesca, quemando el monte o envenenando animales. En otras ocasiones el estilo es tan sólo achulado, y se desparrama basura en parajes de singular belleza, estridencias de discoteca y moto en el corazón del silencio, pintadas procaces o mitineras en las rocas. Es una manera de decir, con desplante de imbécil, «por aquí he pasado yo, que no soy menos que ese roble tan viejo o esa águila que salió huyendo».
Pero las más de las veces el odio rezuma por omisión más que por acción: los vecinos se sonríen ante el atropello, el juez se encoge de hombros, el Ayuntamiento se inhibe, los Gobiernos callan o fingen. Es la más sincera de las connivencias. «Vaya usted a saber quién lo hizo, sería muy difícil probarlo, además el bosque era muy viejo, y ya es hora de que esto beneficie a las personas y no sólo a los pajaritos». Y suspiran satisfechos los especuladores urbanos, tratantes de madera quemada, cazadores furtivos, extorsionistas, camellos de la droga, piariegos y retenes renegados.
El ejemplo perfecto de la mezcla de resentimiento y estupidez demagógica fue aquella brillante coletilla al lema de la vieja campaña contra los fuegos forestales: «Cuando arde un bosque, algo suyo se quema, señor conde». Añadiendo esas dos palabras, el gracioso -creo recordar que en La Codorniz- convertía el incendio en un acto progresista, puesto que fastidiaba a la oligarquía. Y además heroico, ya que en aquel entonces la Guardia Civil aún era o podía ser severa.
Huelga decir que esa bellaquería en particular no es ya políticamente correcta. Pero otras sí, pues casi todo es turbio en ciertas actitudes sociales. Ni siquiera los delincuentes, que deberían ser fieles a su imagen social de dechado de lógica -lógica egoísta y amoral, pero lógica al fin- son tal cosa cuando se dedican a destruir la Naturaleza. Rara vez actúan con la frialdad de un delincuente puramente racional, como por ejemplo un monedero falso. Éste tan sólo busca el estricto provecho económico, mientras que el incendiario, con independencia del posible lucro, suele disfrutar haciendo daño. Diríase que en ese terreno hay tanto o más odio que codicia. A veces cabe preguntarse si ciertos vertidos tóxicos o incendios no tendrán más en común con los crímenes de los violadores que con los de malhechores supuestamente racionales como los ladrones. Después de todo es de suponer que el sueño de quien aspira a hacer el mal perfecto es mancillar a su madre y luego matarla, y eso es, en exacta metáfora, lo que hacen miles de autores de delitos ecológicos al año, sobre todo en verano. Si tan sólo buscasen el lucro, es probable que escogieran otros delitos más rentables y que causan menos dolor innecesario.
Lo más triste, sin embargo, es que lo turbio de las motivaciones de los delincuentes parece desdibujar las propias reacciones de la opinión pública, de las autoridades y de los periodistas. No conozco otro ámbito donde haya menos ideas claras y menos acciones decididas. Abunda, eso sí, la palabrería. Todas las fuerzas políticas coinciden en sus ansias retóricas de «preservar el medio ambiente» (artículo 38 de la Constitución de 1978), pero ninguna muestra respeto siquiera por su propio nombre; se conoce que no va con ellas lo de nomen est omen. Los socialistas valoran muy poco en la práctica el primer bien social, que es la Naturaleza. A los conservadores no les interesa mucho conservar esta vieja piel de toro, tan llena de mataduras. Los verdes, absortos en la izquierda unida, tienen mucho más de izquierdistas que de verdes. Y los llamados ecologistas nunca se manifiestan cuando el desastre ecológico ocurre donde gobiernan las izquierdas.
Prueba de lo que antecede es la anarquía urbanística en casi todos los municipios españoles. Sea cual sea su militancia política, el sueño megalómano de un alcalde es benidormizar entero su término municipal, edificarlo del uno al otro confín. Yerran quienes atribuyen el anhelo a un afán de beneficio personal. Por lo común no se trata de cohecho sino de una fe pétrea en el progreso, entendido éste como un aumento acelerado del casco urbano y del número de automóviles en circulación.
Contra creencia tan firme no hay leyes que valgan, y menos en un país latino, donde la tradición es legislar profusamente pero sin luego aplicar las normas con demasiado rigor. A veces, sin embargo, triunfan paradójicos escrúpulos y ocurre, por ejemplo, que se paraliza la declaración de tal Parque Nacional para no verse obligados a entorpecer los negocios de la construcción ni sufrir la consiguiente pérdida de votos.
Quizá por el mismo prurito oficial de discreción -acaso para evitar la llamada alarma social- no sea posible averiguar cuántos están en la cárcel tras los incendios, casi todos provocados, de 180.000 hectáreas forestales en toda España durante el pasado año 2005, o por cualquier otro delito ecológico (se dice oficiosamente que nadie está en prisión por un quítame allá esas pajas, aun ardientes). Pero cuesta creer que haya voluntad oficial de sigilo, pues los poderes públicos no pueden ignorar el auténtico sentir popular ante todos estos abusos y delitos: la sonrisa suficiente. Como mucho, los políticos evitarán en lo sucesivo reconocer las amplias complicidades del pueblo soberano con los incendiarios, después del revuelo causado en agosto pasado por la franqueza de la ministra de Medio Ambiente al admitir que existía «tolerancia social» en Galicia y en el resto de España, que impedía la identificación de los culpables.
A la tolerancia podía haber añadido la desidia. Mientras escribo estas líneas y para no perder el sentido de la realidad más humilde, tengo a mi lado una bolsa de carbón vegetal para barbacoas hecho en el Paraguay y comprado esta primavera en unos grandes almacenes madrileños. O sea, que mientras ardían los montes españoles porque nadie era capaz de atajar el fuego, ya que el sotobosque no se mantiene limpio desde que desapareció el piconeo, estábamos importando picón de una selva situada a diez mil kilómetros de distancia.
Y es que aquí, como en otros asuntos nacionales, el problema no está tanto en el Gobierno o los Gobiernos de la nación cuanto en la nación del Gobierno. Un pueblo que no cree en él mismo -en su historia ni en su naturaleza- mal puede exigir fe y voluntad a sus Gobiernos. Y éstos -unos más que otros, es cierto- tendrán la perpetua tentación de zanjar los problemas «como sea». Es decir, sin resolverlos.
Este artículo apareció en el ABC el 25 de Mayo de 2006 y en esta bitácora el 23 de Octubre de 2008 y el 25 de Julio del 2010.
Sí, suave lector, e incluso suave lectora, sé que me repito, pero ya decía André Gide que como nadie escucha hay que seguir diciendo lo mismo.
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Por supuesto, sigue sin saberse cuántos de los incendiarios condenados por fuegos del año pasado están aún en la cárcel. Es probable que ninguno y que por eso las diversas autoridades centrales y de las taifas no quieran revelar cifras. Me permito, pues, reproducir dos textos ya publicados en esta bitácora en Julio del 2009 y del 2010.
Y agradezco de nuevo a Antonio Mingote que me autorizara personalmente en 2009 a reproducir su viñeta en esta bitácora, y le ruego a Santiago que como recompensa al buen corazón y buena mano de Antonio Mingote, Marqués de Daroca, se ocupe de que se restablezca pronto de su dolencia.
La impunidad de los canallas
Por el Marqués de Tamarón
29 de Julio de 2009
Arde España, como cada verano. Y, como siempre, nadie hace – por distracción, por estupidez, por cobardía o por conveniencia política – a los poderes públicos nacionales, autonómicos o locales, la pregunta que salta a la mente de cualquiera: ¿cuántos de los autores de los incendios del verano pasado – casi todos provocados – están ahora mismo en la cárcel? Mientras salga gratis ese delito, como salen gratis en España otros delitos igual de atroces o más, seguirán produciéndose. A los canallas les da mucho gusto destruir lo que con razón ven como algo superior a ellos mismos.
El hecho es que hay motivos para sospechar que nadie sigue en la cárcel (y muy pocos entraron en ella) por prender fuego al monte, causen o no muertes y graves daños a la economía y a la naturaleza. Al menos yo no he conseguido obtener esa información, y llevo años pidiéndola a múltiples instancias oficiales.
En estos últimos días han aparecido dos excelentes estudios sobre este asunto.
WWF/Adena ha publicado el Incendiómetro 2009
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Recomiendo vivamente la lectura de ambos informes, y quizá alguien encuentre en ellos el dato que yo no he logrado ver: ¿cuántos de los condenados por el delito de prender fuego al monte cumplen su condena en la cárcel? ¿cuántos hay hoy en la cárcel por el daño inmenso que causaron en el verano pasado? Y no hablemos de los incendios dolosos o por negligencia que han causado tantos muertos en años pasados y en el presente verano. Da igual, eso también sale gratis en España. La verdad es que mi único consuelo en estos días ha sido que anteayer lunes 27 de julio de 2009 el diario ABC y el diario El País coincidieron gracias a la pluma de dos de los mejores dibujantes de España, Antonio Mingote y El Roto, en el tema de dos viñetas amargas y clarividentes que me permito reproducir a continuación. Quizá bien mirado no todos los españoles estamos de acuerdo con la impunidad de los canallas.
Antonio Mingote en ABC, Lunes 27/7/2009
El Roto en El País, Lunes 27/7/2009
Otra falacia patética
Una de las falacias más repetidas es que los españoles son indiferentes ante la Naturaleza. Sorprende esta afirmación reiterada y gratuita -auténtica falacia patética, que diría Ruskin- cuando todo a nuestro alrededor indica que en su mayoría los españoles no sólo no son indiferentes ante la Naturaleza, sino que con notable eficacia la detestan. Esa antipatía se manifiesta a veces de forma canallesca, quemando el monte o envenenando animales. En otras ocasiones el estilo es tan sólo achulado, y se desparrama basura en parajes de singular belleza, estridencias de discoteca y moto en el corazón del silencio, pintadas procaces o mitineras en las rocas. Es una manera de decir, con desplante de imbécil, «por aquí he pasado yo, que no soy menos que ese roble tan viejo o esa águila que salió huyendo».
Pero las más de las veces el odio rezuma por omisión más que por acción: los vecinos se sonríen ante el atropello, el juez se encoge de hombros, el Ayuntamiento se inhibe, los Gobiernos callan o fingen. Es la más sincera de las connivencias. «Vaya usted a saber quién lo hizo, sería muy difícil probarlo, además el bosque era muy viejo, y ya es hora de que esto beneficie a las personas y no sólo a los pajaritos». Y suspiran satisfechos los especuladores urbanos, tratantes de madera quemada, cazadores furtivos, extorsionistas, camellos de la droga, piariegos y retenes renegados.
El ejemplo perfecto de la mezcla de resentimiento y estupidez demagógica fue aquella brillante coletilla al lema de la vieja campaña contra los fuegos forestales: «Cuando arde un bosque, algo suyo se quema, señor conde». Añadiendo esas dos palabras, el gracioso -creo recordar que en La Codorniz- convertía el incendio en un acto progresista, puesto que fastidiaba a la oligarquía. Y además heroico, ya que en aquel entonces la Guardia Civil aún era o podía ser severa.
Huelga decir que esa bellaquería en particular no es ya políticamente correcta. Pero otras sí, pues casi todo es turbio en ciertas actitudes sociales. Ni siquiera los delincuentes, que deberían ser fieles a su imagen social de dechado de lógica -lógica egoísta y amoral, pero lógica al fin- son tal cosa cuando se dedican a destruir la Naturaleza. Rara vez actúan con la frialdad de un delincuente puramente racional, como por ejemplo un monedero falso. Éste tan sólo busca el estricto provecho económico, mientras que el incendiario, con independencia del posible lucro, suele disfrutar haciendo daño. Diríase que en ese terreno hay tanto o más odio que codicia. A veces cabe preguntarse si ciertos vertidos tóxicos o incendios no tendrán más en común con los crímenes de los violadores que con los de malhechores supuestamente racionales como los ladrones. Después de todo es de suponer que el sueño de quien aspira a hacer el mal perfecto es mancillar a su madre y luego matarla, y eso es, en exacta metáfora, lo que hacen miles de autores de delitos ecológicos al año, sobre todo en verano. Si tan sólo buscasen el lucro, es probable que escogieran otros delitos más rentables y que causan menos dolor innecesario.
Lo más triste, sin embargo, es que lo turbio de las motivaciones de los delincuentes parece desdibujar las propias reacciones de la opinión pública, de las autoridades y de los periodistas. No conozco otro ámbito donde haya menos ideas claras y menos acciones decididas. Abunda, eso sí, la palabrería. Todas las fuerzas políticas coinciden en sus ansias retóricas de «preservar el medio ambiente» (artículo 38 de la Constitución de 1978), pero ninguna muestra respeto siquiera por su propio nombre; se conoce que no va con ellas lo de nomen est omen. Los socialistas valoran muy poco en la práctica el primer bien social, que es la Naturaleza. A los conservadores no les interesa mucho conservar esta vieja piel de toro, tan llena de mataduras. Los verdes, absortos en la izquierda unida, tienen mucho más de izquierdistas que de verdes. Y los llamados ecologistas nunca se manifiestan cuando el desastre ecológico ocurre donde gobiernan las izquierdas.
Prueba de lo que antecede es la anarquía urbanística en casi todos los municipios españoles. Sea cual sea su militancia política, el sueño megalómano de un alcalde es benidormizar entero su término municipal, edificarlo del uno al otro confín. Yerran quienes atribuyen el anhelo a un afán de beneficio personal. Por lo común no se trata de cohecho sino de una fe pétrea en el progreso, entendido éste como un aumento acelerado del casco urbano y del número de automóviles en circulación.
Contra creencia tan firme no hay leyes que valgan, y menos en un país latino, donde la tradición es legislar profusamente pero sin luego aplicar las normas con demasiado rigor. A veces, sin embargo, triunfan paradójicos escrúpulos y ocurre, por ejemplo, que se paraliza la declaración de tal Parque Nacional para no verse obligados a entorpecer los negocios de la construcción ni sufrir la consiguiente pérdida de votos.
Quizá por el mismo prurito oficial de discreción -acaso para evitar la llamada alarma social- no sea posible averiguar cuántos están en la cárcel tras los incendios, casi todos provocados, de 180.000 hectáreas forestales en toda España durante el pasado año 2005, o por cualquier otro delito ecológico (se dice oficiosamente que nadie está en prisión por un quítame allá esas pajas, aun ardientes). Pero cuesta creer que haya voluntad oficial de sigilo, pues los poderes públicos no pueden ignorar el auténtico sentir popular ante todos estos abusos y delitos: la sonrisa suficiente. Como mucho, los políticos evitarán en lo sucesivo reconocer las amplias complicidades del pueblo soberano con los incendiarios, después del revuelo causado en agosto pasado por la franqueza de la ministra de Medio Ambiente al admitir que existía «tolerancia social» en Galicia y en el resto de España, que impedía la identificación de los culpables.
A la tolerancia podía haber añadido la desidia. Mientras escribo estas líneas y para no perder el sentido de la realidad más humilde, tengo a mi lado una bolsa de carbón vegetal para barbacoas hecho en el Paraguay y comprado esta primavera en unos grandes almacenes madrileños. O sea, que mientras ardían los montes españoles porque nadie era capaz de atajar el fuego, ya que el sotobosque no se mantiene limpio desde que desapareció el piconeo, estábamos importando picón de una selva situada a diez mil kilómetros de distancia.
Y es que aquí, como en otros asuntos nacionales, el problema no está tanto en el Gobierno o los Gobiernos de la nación cuanto en la nación del Gobierno. Un pueblo que no cree en él mismo -en su historia ni en su naturaleza- mal puede exigir fe y voluntad a sus Gobiernos. Y éstos -unos más que otros, es cierto- tendrán la perpetua tentación de zanjar los problemas «como sea». Es decir, sin resolverlos.
El Marqués de Tamarón
Este artículo apareció en el ABC el 25 de Mayo de 2006 y en esta bitácora el 23 de Octubre de 2008 y el 25 de Julio del 2010.
Sí, suave lector, e incluso suave lectora, sé que me repito, pero ya decía André Gide que como nadie escucha hay que seguir diciendo lo mismo.
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