Marqués de Tamarón || Santiago de Mora Figueroa Marqués de Tamarón: abril 2010

miércoles, 14 de abril de 2010

Más sobre la Insobornable Contemporaneidad

Para los que aún no hayan descubierto que la Insobornable Contemporaneidad es eminentemente sobornable y efímeramente contemporánea, les aconsejo que entren en esta bitácora que muestra cómo van a quedar algunos de los parajes más hermosos de Castilla la Vieja -y muy ricos todavía en flora y fauna- cuando lo llenen de parques eólicos con un par de centenares de molinos, cada uno de ellos tan alto como la torre Picasso en Madrid. Pasen y vean cómo se fomenta en España el turismo rural:

http://entornodeguadarramasinmolinos.blogspot.com/2010/03/imagenes-para-un-desgraciado-futuro.html

jueves, 8 de abril de 2010

Más sobre los placeres deletéreos de lexicógrafos y poetas: este artículo apareció en el ABC del 14 de Septiembre de 1985 y luego en las dos ediciones de El guirigay nacional, de 1988 y 2005.

Como parece que la ironía no es comprensible para todos e incluso provoca en algunos el deseo incontrolable de tener la última palabra, se me ocurre que la mejor manera de evitar el tedio a los lectores es indicar cortésmente cuándo un asunto no admite más porfías. Lo haré con la apostilla P.U.L.P.G. O sea, esa clásica frase de patio de colegio, usada entre amigos, sin ánimo de ofender pero con ganas de evitar el hastío: “Para ti la perra gorda”. Aunque en este caso me parezca más correcto tratar de usted al comentarista prolijo.

Asombrar y sorprender

Cuentan que la mujer de Littré encontró un día a su marido magreando a la cocinera. Monsieur, me sorprende usted (vous me surprenez), exclamó indignada. No señora, es usted quien me sorprende a mí en esta situación embarazosa. Yo a usted la asombro (je vous étonne), replicó el autor del gran diccionario francés, siempre purista, ya que no siempre puro. La misma anécdota suele relatarse en inglés tomando como personajes a Mr. y Mrs. Webster («You surprise me, Sir». «No, Madam, I astonish you»). Dejamos a la imaginación lasciva de nuestros lectores la responsabilidad de atribuir calumniosamente a algún lexicólogo español contemporáneo y a su digna esposa el chascarrillo, traducido al castellano. Nuestro prudente propósito de achacárselo al insigne Covarrubias, muerto hace siglos, tropieza con su condición de canónigo de la catedral de Cuenca y con la ausencia de las voces sorprender y asombrar del «Tesoro de la Lengua Castellana o Española».

Viene esto a cuento de un texto de Antonio Machado, que acabamos de encontrar en nuestra búsqueda incansable de escritos políticos de literatos para estudiar su lenguaje, a veces peregrino cuando se lanzan al elogio o a la diatriba. Ante todo hemos de confesar que los artículos publicados por Antonio Machado durante la guerra civil nos han producido una admiración inesperada. No por ponderados —que no lo son nunca— sino por su limpio estilo literario, llano y pulido a la vez. A nosotros siempre nos había parecido Antonio Machado un poeta algo cursi, una especie de Campoamor de izquierdas. Competente pero feble, sin la imaginación relampagueante de García Lorca, sin la brillantez ocasional de Alberti, sin el patetismo de Miguel Hernández, sin la magia verbal de Eugenio d’Ors, sin el vigor de Rosales. Pero resulta que esos mismos defectos de su poesía, ese tono prosaico, lo convierten, claro está, en un excelente prosista y un sólido luchador en lo que él llamaba «retórica peleona o arte de descalabrar al prójimo con palabras». Escribe muchas simplezas como «cuando triunfe Moscú, no lo dudéis, habrá triunfado el Cristo» (el Deán anglicano de Cantórbery, Hewlett Johnson, dijo lo mismo con la doble agravante de ser clérigo y de haber estado en Moscú y podido ver la realidad) y se enternece don Antonio con Stalin y su «virtud suasoria», su «claridad de ideas», su «tranquila seguridad». «La lógica sigue siempre del lado de Stalin.» Todo lo más parece reprocharle una cierta tibieza política: «Stalin no es un fanático de la Revolución, pero carece del prejuicio antirrevolucionario.» Esto último debía de ser un consuelo para sus lectores enfervorizados del momento. Pero el caso es que todas estas insensateces —que llamaríamos machadas de no ser por miedo al retruécano— las hilvana con soltura y elegancia. Tiene un sentido instintivo del ritmo propio de la prosa castellana. Alterna párrafos largos con frases concisas. Nunca es pedante; tampoco vulgar. Siempre es un placer leer a este peculiar apologista de la dictadura del proletariado («¿por qué nos asustan tanto las palabras?» pregunta, angélico).

Pues bien, con tan correcta sencillez escribe Antonio Machado estas prosas de circunstancias o de encargo que no es de extrañar que evite los escabrosos errores de Mme. Littré o Mrs. Webster entre asombrar y sorprender. Comentando en 1937 el sexto aniversario de la proclamación de la República, y tras referirse a la salida de España de Alfonso XIII, escribe sobre el 14 de abril de 1931: «Un día de paz, que asombró al mundo entero. Alguien, sin embargo, echó de menos el crimen profético de un loco, que hubiera eliminado a un traidor. Pero nada hay, amigos, que sea perfecto en este mundo.» No entremos en el pesar del autor por la omisión del regicidio; sin duda es una mera licencia poética, como su invocación a Lister («Si mi pluma valiera tu pistola de capitán, contento moriría»). Pero admiremos su talento de precursor al inventar la imagen, luego tan manida, de España como asombro del mundo. Con ella, a fin de cuentas, entronca la frase publicitaria del turismo en la época de Franco: España es diferente. Y no es sino plagio de Machado la frase de los tiempos de UCD: España asombrará al mundo. ¿O vendría la idea de más atrás? Bien pensado, puede que sea trasunto del «España, luz de Trento...». De asombrar a alumbrar o deslumbrar no hay más que un paso, que a los españoles nos gusta dar, convirtiéndonos si se tercia en «martillo de herejes».

Lo malo es que a veces el mundo nos sorprende en algo torvo cuando creemos estar asombrándolo con grandiosas machadas. Que nos pilla en flagrantes martillazos a herejes, en revoluciones, magnicidios o... simples estupros en la cocina.



* * *


¡Lo que es la vanidad humana! Yo andaba tan ufano con haber inventado lo de «Antonio Machado, un poeta algo cursi, una especie de Campoamor de izquierdas». Mas he aquí que dos meses después de mi veredicto don Antonio Burgos (en el ABC, 18-11-85) hablaba de «el Machado mostrenco de Campoamor pasado por la Institución Libre de Enseñanza». La frase inquietó algo mi instinto de la propiedad, aunque mi engreimiento quedó incólume e incluso creció («la imitación es la forma más sincera del halago», etc.) El golpe vino cuando en un libro muy anterior a estos pronunciamientos nuestros leí: «Sí, un Antonio Machado más filosófico que metafísico, muy siglo XIX; sentencioso en aforismos rimados de un Sem Tob hecho Campoamor» (Juan Ramón Jiménez, Guerra en España). Hube de resignarme: cuando a uno se le ocurre algo ingenioso es probable que ya antes se le haya ocurrido a otro, y es seguro que se le ocurrirá a un tercero.

Mi único consuelo es comprobar que se abre camino el emparejamiento entre Campoamor y Machado; mi única duda es si será de verdad tan malo Campoamor. Confieso haber leído poco de él.


(Este artículo se publicó en el ABC del 14 de Septiembre de 1985, y fue recogido en los libros El Guirigay Nacional (1988) y El Guirigay Nacional. Ensayos sobre el habla de hoy (2005))

Bibliografía de El Guirigay Nacional. Ensayos sobre el habla de hoy
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008