Es verdad que la nieve es casta y reflexiva. Pero no tibia, claro. La única discusión fuerte y sosegada que recuerdo de mis años universitarios en Madrid nació una mañana blanca, cuando al salir de clase vimos que había nevado, que el mundo era menos cochambroso, la calle de San Bernardo inclusive, y unos cuantos estudiantes decidimos pasear hasta el Parque del Oeste. No llegamos allí pues antes nos enzarzamos en una controversia y acordamos dirimirla en un café. Se debatía sobre don Francisco de Aldana. Todos coincidíamos en que era un poeta magnífico.
— Pero yo en conciencia no puedo ensalzarlo porque era un clasista, militar y cortesano —confesó sinceramente apenado Nicolás, un militante socialista.
— Pues si vamos a eso tendremos que olvidarnos también de Garcilaso. Y más o menos de todo el Siglo de Oro —rezongó un compañero anarquista.
— Y de casi toda la literatura clásica en cualquier lengua que se os ocurra —añadió Pablo, un carlista del Maestrazgo, riendo de gusto al encontrase con un aliado ácrata.
— Además, ¿qué tiene que ver la calidad literaria con la clase social? —dijo pausadamente Antonio, el mejor alumno del curso y marxista convencido.
— Hombre, que precisamente tú digas eso es un poco fuerte... pero estoy de acuerdo contigo —concedió Julián, un falangista flaco y taciturno.
— Yo no lo creo. O sí, según se mire —dijo otro flaco, desconocido para mí. No era de nuestra facultad pero conocía a uno del grupo y se había unido a nosotros cuando entramos en el café.
— Explícate... ¿cómo te llamas?
— Pepe. Y me explico, o mejor os explico, por que veo que no sabéis nada de esto... —replicó Pepe con más ganas de compartir entusiasmo que de marcar su superioridad.
Protestamos y nos reímos de él hasta que el anarquista puso orden.
— Dejad hablar al sabio, coño.
— Es que estoy preparando un ensayo sobre Aldana y me sé al dedillo lo principal, o sea, su muerte. Aldana era ya un guerrero avezado. Algo viejo para el oficio y para la época pues había cumplido los cuarenta y un años. Felipe II confiaba en él y lo mandó a espiar en Marruecos, disfrazado de mercader judío, en preparación de la jornada africana que el Rey don Sebastián de Portugal ansiaba con toda su alma. Aldana como buen militar era hombre práctico y comprendió que la expedición sería una locura. Pero como buen guerrero tenía también ese arrojo que hoy calificaríamos impropiamente de romántico. Y el Rey Sebastián era tan joven, tan soñador, tan osado... Así es que cumpliendo nuevas órdenes de Felipe II fue a Lisboa para convencer a don Sebastián de ser prudente. Pero, claro, el viejo guerrero acabó subyugado por la temeridad gallarda del joven soberano. Prometió volver al año siguiente e incorporarse a la expedición. Lo hizo cuando los portugueses ya estaban en Marruecos, llevándole a don Sebastián el yelmo con el que Carlos V había conquistado Túnez. El Rey, feliz como un chiquillo, lo hizo Maestre de campo general. Aldana vio que aquel ejército mal organizado no tenía remedio y que la batalla se perdería. Pero debía de sentirse fatalista o cansado, o por el contrario atraído por el abismo...
— ¿Un caso de amor fati? - interrumpió el comunista.
— Sí, algo así. Pero yo creo que muy instintivo, que le gustaba, en aquel llano de Alcazarquivir abrasado por el sol de Agosto, emborracharse una última vez con el griterío y la sangre y la muerte.
— Cosas de la adrenalina - musitó Nicolás.
— O varios siglos de costumbre - dijo Pablo.
— ¿Qué más da? Lo importante es lo que dice el informe oficial: “Y el día de la batalla, andando Aldana a pie por le haber muerto el caballo, lo encontró el Rey y le dijo: —Capitán ¿por qué no tomáis caballo?— Y él dicen que le respondió: —Señor, ya no es tiempo sino de morir, aunque sea a pie. Y con la espada en la mano tinta en sangre, se metió entre los enemigos, haciendo el oficio de tan buen soldado y capitán como él era”.
Todos nos quedamos callados. Supongo que pensábamos que pronto cada uno de nosotros podía verse en una crujía así. Por fin el anarquista se animó.
— Ea, vamos a pedir más carajillos. Para una vez que estamos juntos sin pelearnos...
Cuando se deshizo la tertulia volví andando hacia el centro con Pepe y con el carlista. Me atreví a decir que las últimas palabras de Aldana me recordaban el grito de la Pasionaria, “más vale morir de pie que vivir de rodillas”.
— Espera, muchacho —replicó Pepe parando nuestra marcha con un gesto de la mano entre magistral y cómico, como un cantaor malagueño cuando se va a arrancar por fandangos —no corras tanto. Es posible que tú y yo compartamos algo de ideología, pero no me gusta llamarme a engaño ni que tú lo hagas. Don Francisco de Aldana nunca había vivido de rodillas. Para él morir a pie era la alternativa a morir a caballo, que es lo que hubiere preferido...
— Claro, como caballero cristiano que era - intervino Pablo.
— Y tú, carlista, tampoco te lo apropies, que tuvo una muerte más estoica que cristiana.
Esa noche conté el caso a los hermanos, que se mostraron interesados.
— No estoy segura de que tu nuevo amigo Pepe Bergamín tenga del todo la razón. Esa muerte parece más germánica que estoica. Quizá Aldana era el último godo de España. Con todo su refinamiento italiano y renacentista... pero al final le salió el furor germanicus. El decoro estoico es más pasivo. En cambio, esa arremetida salvaje parece cosa de saga nórdica, creo yo —concluyó Elena contemplando absorta las llamas del hogar.
Tan sólo la voz ronca y entrecortada denotaba emoción. El fuego coloreaba de miel su rostro y daba un brillo indefinible a aquellos ojos que ahora parecían entre verdes y amarillos y habían dejado de parpadear, como los de un ave de presa. Sus rasgos se endurecieron hasta que un mechón trigueño, al caer sobre su frente, le cambió la expresión haciéndola casi vulnerable. Sentí un nudo en la garganta y deseos invencibles de tocarle los cabellos, pero se me adelantó Miguel. Miré fascinado aquella escena con luces y sombras de Georges de la Tour. Mi amigo tenía manos muy hermosas, finas y fuertes, parecidas a las de Elena aunque mayores. Como quien acaricia a un animal doliente, sin querer despertarlo del todo, le alisó el pelo a su hermana susurrando:
— Ya pasó, ya pasó...
Por pudor desvié la mirada. No me atreví a preguntar si aquello era un trance recurrente. Durante cinco minutos que se me hicieron una eternidad, mientras fingía leer un libro, oí la voz grave y queda de Miguel musitando encantamientos, en una sarta absurda y prodigiosa de frases en varias lenguas pero de tonos parecidos. Ternezas de niñera de pueblo, órdenes de doma de potro, gruñidos de perrero de reala, consuelos sacerdotales se fundían en una melopeya siempre entre los mimos y el conjuro.
— You’ll soon be alright, duckie ... quieeeta con las moscas...Ea, ea... —murmuraba Miguel asiéndole las dos manos con una suya y pasándole la otra por la frente, acariciándole los lóbulos de las orejas, tocando a su hermana con firmeza y suavidad como para evitar que su alma en zozobra se le escapase del cuerpo tembloroso.
Cerró los ojos la sibila, calló el chamán y nos quedamos los tres inmóviles en la penumbra mientras se moría el fuego.
— Se me había olvidado daros una buena noticia... —dijo de pronto Elena, sin abrir los ojos pero con voz serena.
— ¿Cuál?
— Que tío Gabriel nos invita un par de días a su casa, cuando queramos, lo antes posible.
— Pero, ¿no quedamos en que sería en la Primavera?
— Ya os explicaré... ahora tengo que dormir.
Elena se quitó los zapatos y se acurrucó en el sofá, empujándonos con los pies para echarnos.
Ya en la puerta, despidiéndome de Miguel, reuní fuerzas para preguntarle si aquello le ocurría a menudo a su hermana.
— No, una vez al año o algo así.
— ¿Son alucinaciones?
— Yo no las llamaría así. Ve cosas. Y oye voces. Eso es todo.
Miguel parecía cansado y preocupado, de modo que no le pregunté más. Preferí pensar en la subida al Almanzor mientras volvía a la fonda andando por las calles todavía nevadas y casi limpias. Resbalé un par de veces en el hielo y me pregunté cómo lograría subir tan alto en Gredos con crampones, siendo así que yo nunca los había usado.
Bibliografía de El Rompimiento de Gloria
Bibliografía del Marqués de Tamarón
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