Marqués de Tamarón || Santiago de Mora Figueroa Marqués de Tamarón: abril 2009

lunes, 27 de abril de 2009

El Rompimiento de Gloria (cap. XII)

XII

Volví a mi pueblo para pasar la Nochebuena con la familia. Me quedé pocos días y cada uno de ellos fue una mezcla insoportable de suplicios y delicias. Me irritaba mi padre ─cientifista pero menos, miembro del Círculo Agrario Católico, callado y sonriente─ por su optimismo conservador, me irritaba mi madre con su pesimismo reaccionario, me irritaba el señor cura con su carlismo jovial y hasta me irritaba el rojo de la aldea, un cabrero anarquista que no sabía nada del materialismo dialéctico aunque mucho de perchas para pájaros, lazos de conejo y cepos de lobos. Me irritaban todos ellos porque no entendían lo que se estaba preparando en España; ahora creo que en efecto no lo comprendían pero lo intuían muy bien y no les gustaba ni un pelo, salvo al anarquista, que estaba deseando empezar a repartir estopa y que, cosas de la vida, fue a morir un par de años después peleando como miliciano de la FAI contra los comunistas en Barcelona.

Y a la vez todos ellos me conmovían con sus callos y sus canas y sus expresiones anticuadas, como me enternecía el olor a espliego y a cera de mi cuarto, hasta el tufo a estiércol que entraba cuando abría la ventana al corral. Me acongojaba saberme el orgullo y la esperanza de mis padres y casi de la aldea entera, por mi fama de chico estudioso y ya capitalino. Pero lo que más me irritaba era mi propia irritación contra ellos. Ya se me alcanzaba que era una puerilidad, pero no la podía remediar. Dominé, eso sí, mi rebeldía en la Nochebuena y acompañé a mis padres a la Misa del Gallo, pero por pundonor no fui a comulgar y la cena después con el señor cura de invitado fue triste. Luego no me podía dormir, me vestí y fui a la cuadra a recoger al mastín para dar un paseo. El perro no tenía ganas de salir porque estaba viejo y mal de los cuartos traseros como todos los mastines, pero lo convencí hablándole muy bajo, igual que Miguel a la yegua.
La luna estaba en cuarto menguante pero alumbraba mucho en aquella noche frígida y calma. Dimos una vuelta despaciosa a la aldea y el perro fue animándose con los olores y ruidos que sólo él percibía. Al llegar a la ermita del cerro contemplé el villorrio a mis pies, dormido como un niño pobre sin pasado ni porvenir. La única chimenea que aún echaba humo era la de mi casa, pero en el aire inmóvil la tenue columna blanquecina se erguía en vertical perfecta y pronto, agotada, se estancaba formando una placa delgada y horizontal; a la altura de mis ojos parecían las dos líneas de un patíbulo. Iba a volverme a casa cuando el mastín gruñó, arrimándose a mí amedrentado. Un instante después noté que el paisaje empezaba a apagarse a medida que una sombra cubría la luna. La lobreguez se hizo opresiva además de triste. Luego el perro volvió a agitarse, pero esta vez parecía contento y movía la cola. Oí la voz de mi padre en las tinieblas.

─ ¿Tú también has salido a ver el eclipse, Sátur? No sabía que leías el Calendario Zaragozano. Pensé que lo considerarías oscurantista.

Aprovechando la negrura que nos volvía invisibles hice un gesto de exasperación con los hombros.

─ No me esperaba un eclipse. Quería pasear a solas.

Me arrepentí nada más decirlo, pero ya no tenía ánimo de mitigar la aspereza con una frase amable. Hubo un silencio, roto al fin por mi padre con voz triste.

─ Bueno, pues te dejo en paz. Y me llevo a Corregidor; está viejo y tiene ahogos con el frío.

Me quedé allí arriba hasta que pasó el eclipse, consolándome con la certidumbre de que todas las desapariciones históricas y sociales eran tan inevitables y tan previsibles científicamente como los movimientos celestes. El mundo de la aldea debía por desgracia desaparecer; el cariño familiar pasaría por un eclipse. Pero pronto la aurora roja nos calentaría de nuevo a todos en un abrazo universal y fraterno. No me lo creía por completo , pero las cosas no podían seguir así en España y en el mundo; el orden caduco era cada vez más agobiante y ya ni siquiera lograba salvaguardar la belleza que había producido cuando aún tenía vigor para procrear. No veía más salida que hacer tabla rasa del pasado, aunque lastimase a gentes tan débiles como las de mi aldea y a dioses tan vulnerables como los de la casita del Viso, aunque me hiriese a mí mismo. Mañana buscaría algún pretexto para adelantar mi salida y me alargaría hasta Asturias para ver a los compañeros de allí antes de volver a Madrid. Tomadas esas decisiones conseguí dormirme, pero soñé que me despeñaba; es curioso cómo los montañeros rara vez tenemos vértigo despiertos y sí a menudo en sueños.

Me despedí con prisas y sin mirar mucho a mis padres a la cara. Luego me hundí sin titubeos en el mundo minero y fabril del Norte. Apenas si recuerdo aquel torbellino de veinticuatro horas, que por precaución política no dejó huella en mi diario. Presentaciones, desconfianza inicial de ellos, discusiones, mala comida y peor bebida, hollín, sudor y tabaco, mucho tabaco hasta que el aire se podía cortar con un cuchillo. Y luego un mitin apasionado y patético, con toses silicóticas y voces desgarradas que gritaban su cólera, sin sutilezas y con entrega a algo que nos superaba a todos. Por primera vez, al cantar la Internacional, comprendí el alcance de la llamada a la famélica legión. Aquello no era una tertulia de intelectuales sino algo terrible y hermoso y hondo. Uno de los compañeros me ofreció su casa para pasar lo poco que quedaba de noche y entramos de puntillas procurando no despertar a la familia que vivía hacinada allí. Dormí en la cocina, envuelto en una manta. Me despertó Maruja, la mujer, bella y triste como una virgen gótica.

─ ¿No irá usted a marcharse sin comer algo?

No supe negarme y me temo que dejé a los niños con hambre. Durante el interminable viaje de vuelta, dormitando traqueteado en las tablas de tercera, recordé las caras ojerosas de los niños, el mal aliento del padre, la hermosura descorazonada de la madre, la sombría dignidad de todos ellos, de todos los compañeros de infortunio. Mis compañeros. Yo los ayudaría a dar un vuelco a sus vidas, a salir de la sordidez material en que estaban, y con ellos redimiríamos a los demás. Aquel tránsito por la meseta inhóspita fue mi rito de purificación, la vela de armas que alumbró mi juicio y fortificó mi voluntad de acción. Recordándolo ahora, cuando ya no me queda ni una de las convicciones y ni uno de los propósitos allí forjados, cuando ya sé que el sueño de la razón produce monstruos, me aterro pero no me avergüenzo.

Tampoco me asombro. Era natural, a mi edad, sentir esas ansias de entrega. La revolución socialista o la fascista era para muchos de nosotros ─no para todos, por desgracia, pues menudeaban los oportunistas y aun los asesinos─ el equivalente moderno de la entrega religiosa, de la negación del yo al servicio del otro o del Otro, con o sin mayúscula sacra. Era la vieja abnegación de servir al doliente, pero ahora, ya sin fe religiosa, dejaba de ser un medio para acercarse a Dios y se convertía en un fin en sí. Con ello abríamos la puerta sin saberlo al enemigo, el odio, que entraba en nuestras almas. Yo tuve suerte y pronto me di cuenta del horror. Otros cultivaron ya siempre en su corazón la simiente inmunda y por eso mataron y murieron suciamente.

Pero aquella tarde la dura luz del invierno castellano producía espejismos tan nítidos y fulgentes como el Sáhara. Estaba solo en el compartimento, bajé la ventanilla, respiré hondo el aire puro y contemplé la llanura adusta con manchones de nieve. La meseta ibérica se convirtió en la estepa rusa, el quejoso tren correo era un tren blindado bolchevique rumbo al futuro, no había límites a la acción decidida, el acontecer histórico estaba a nuestro favor.

─ Oiga, ¿quiere usted helar el coche entero, o qué?

El revisor era viejo, bizco y aguardentoso. Lo iba a mandar a la porra cuando sentí la punzada de la carbonilla en un ojo. Cerré la ventanilla con violencia desdeñosa y, resignado a las miserias cotidianas, intenté quitarme la carbonilla con la punta del pañuelo. Pero entonces sentí otra punzada. ¿Y si tuviesen razón Elena y Miguel, y si el progreso no existiese? Mis convicciones revolucionarias no serían más que hojarasca generosa, un mesianismo laico más efímero aún que las anteriores revelaciones trascendentes. Peor todavía, ¿y si Miguel y Elena no tuviesen razón? ¿Podría yo desear en conciencia que el viento de la Historia los barriese? Es más, ¿tendría yo los redaños de hacerlo si me tocase esa papeleta? Estaba claro que no. Es triste tener alma de revolucionario sin tener madera de Robespierre. Pero, en fin, las revoluciones modernas no tenían por qué ser sanguinarias. Bélicas, quizá, pero no sanguinarias. El mismo Lenín había sido en el fondo un ilustrado y tan sólo la propaganda capitalista podía inventarse historias macabras como las que a veces salían en los periódicos de derechas. Tenían que ser mentiras, puesto que docenas de intelectuales burgueses habían vuelto entusiasmados de sus visitas a la Unión Soviética. ¿Por qué demonios Miguel y Elena no se parecían a don Antonio Machado o a otros por el estilo, gente progresista pero culta y hasta exquisita? De repente quedé sobrecogido por la estupidez de mi propia pregunta. Pedir que mis dos arcángeles se pareciesen a un cursi feo y que no se lavaba era una cuadratura del círculo francamente indeseable.

Con los ojos cerrados por temor a que me doliese la llaguita de la carbonilla, me esforcé en reconstruir mi argumento. Resultaba evidente que el ci-devant Conde de Fonseca, Capitán de Caballería, y su hermana doña Elena Cienfuegos eran tan distintos de Vladimiro Ilich Lenín y Rosa Luxemburgo como yo de Greta Garbo. Ahora bien, ocurría que a mí, Saturnino Prieto, me atraía el proyecto político de los dos últimos y todo lo demás de los dos primeros. No sólo estaba enamorado de Elena sino fascinado por ella y por su hermano y por cuanto representaban, suponiendo que representasen algo. Y ahí estaba el corte perfecto del nudo gordiano: Elena y Miguel no eran la antítesis de los revolucionarios porque no eran liberales ni conservadores ni fascistas, eran reaccionarios. Y no eran reaccionarios políticos como los carlistas o los de Acción Española, eran reaccionarios químicamente puros como Merlín o el Hada Morgana, o como los Masai o las Clarisas Descalzas o el Dalai Lama. Eran criaturas fabulosas y por tanto inofensivas. Claro que no todo el mundo los vería así, pues no los conocían como yo. Sus mismos aliados objetivos de clase terminarían marginándolos o lo habían hecho ya. Pero el caso es que si llegase antes lo que debía llegar los hermanos tendrían problemas con mis compañeros. Bueno, pues yo los protegería. Aunque, bien mirado, protegerlos era como pretender proteger a la aurora boreal.

Me asaltó una última duda. Acababa de leer el comentario de un viajero yanqui a su vuelta de Moscú: I've seen the future and it works. Sería verdad, aunque a mí desde luego en la Revolución me importaba más la justicia que el futurismo. Sin embargo, ¿merecería la pena acelerar la llegada del futuro? Tendría que ser a costa del presente, que a todas luces merecía sumirse en el olvido, pero también de los rescoldos de cierto pasado que yo empezaba a descubrir de la mano de Elena y Miguel y que a veces me reconfortaba extrañamente. El futuro... Mi madre nunca usaba esa palabra, prefería decir el porvenir, al menos en sus raros momentos de optimismo. Es cierto que futuro sonaba a gramática o a H.G. Wells, era algo abstracto, quizá inquietante. Pero el orden futuro sería justo y eficaz. Acaso pecaría un poco de aburrido. No sería como una catedral gótica, ni un palacio barroco, ni una gran caverna llena de estalactitas, no tendría misterio, sería algo así como una... eso, como una clínica aséptica y bien iluminada, donde por fin el género humano pudiese disfrutar de un cierto desahogo.

No me quedé muy satisfecho de la metáfora hospitalaria. Intenté buscar argumentos en el paisaje, pero al abrir los ojos vi que había anochecido y el cristal me devolvía la luz amarillenta del vagón. Me seguía doliendo el ojo lastimado por la ceniza y cerré de nuevo los párpados. Entonces vi el rostro pesaroso de Maruja, con sus arrugas de desesperanza. Descubrí que se parecía a Elena, a una Elena imposible, sufrida y envejecida. Necesitaban mi ayuda, Maruja y los suyos. Había que traer un futuro justo, a costa de lo que fuese, para evitar otro futuro infame, el de Juan March, que por lo demás terminaría siendo igual de inicuo con Elena, con todo lo noble y delicado.

Y es que aunque parezca raro más de uno se hizo rojo por caballerosidad. Los viejos ideales de defender al débil, el espíritu de sacrificio, la camaradería, todo eso se había esfumado de la sociedad española y algunos, por pundonor, siguieron buscándolo hasta creer encontrarlo en el Requeté, en la Falange, en las Juventudes Socialistas, en la F.A.I. o debajo de las piedras de los cuarteles o las iglesias. A veces pienso que nuestra guerra empezó porque de cada diez españoles cuatro tenían miedo, otros cuatro resentimiento y dos tenían vergüenza torera. Pero, claro, eso lo pienso ahora. Aquella noche de alma exaltada y cuerpo entumecido tan sólo pensaba en lo necesario y difícil que sería alejarme un poco de Elena.

* * *

Bibliografía de El Rompimiento de Gloria
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008

martes, 7 de abril de 2009

El Rompimiento de Gloria (cap. XI)

XI

La siguiente salida al monte también fue peculiar, pues no se trataba de andar a pie sino a caballo. Miguel tenía que ver unas yeguas por encargo de su dueño, un compañero destinado lejos que las había encomendado a un ganadero segoviano. Éste vivía en un esquileo de la ladera septentrional de la Sierra, y allá fuimos el primer día de Invierno, que ese año coincidió con lo previsto por el calendario. Salimos de Madrid al amanecer, encorvados los tres en la moto decrépita que bregaba contra el viento áspero y seco del Norte, y ya en el puerto nos esperaba la nieve. Esta vez conducía Elena y nos hizo una exhibición de destreza opuesta a la de Adam en Gredos: con exquisita prudencia y sorteando ventisqueros, charcos y ramas caídas nos llevó hasta un caserón perdido entre robles.

Llegamos con los ojos llorosos por el aire frío y nos recibió un viejo enjuto y suspicaz, rodeado de mastines algo menos hoscos que él. Ladraban con esa voz grave y casi desdeñosa, sine ira et studio, propia de los perros más olímpicos de la creación. Nos bajamos de la moto y el sidecar ante la sorpresa creciente del viejo al ver que la conductora era una real hembra con bellos ojos arrasados en lágrimas y embutida en un pantalón de montar. Los mastines, aunque guardando las distancias, debieron de notarnos un olor amistoso porque menearon cachazudos el rabo con campechanía displicente.

Entonces pude ver a Miguel ejerciendo a fondo sus dotes de mando y de seducción. El viejo no se esperaba la visita ni sabía quiénes éramos, pero en cosa de minutos, convencido de que no éramos perceptores de impuestos ni anarquistas ni cuatreros, nos estaba ayudando a ensillar los caballos mientras daba órdenes a su mujer para que nos preparase un almuerzo.

─ Esa pradera está como la palma de la mano, no tiene piedras ni agujeros bajo la poca nieve que ha caído. Pero usted, mi Capitán, tenga cuidado con la Jacarandosa, que esa yegua tiene su genio.

Las tres eran yeguas cruzadas de capa torda oscura, unos animales hermosos. Yo no estaba acostumbrado a la silla inglesa y no me atrevía a lucirme ante Elena, aunque en mi pueblo me tenían por buen jinete. Además, hubiera sido imposible competir con Miguel, que mandaba con las piernas, casi sin tocarle la boca a la yegua nerviosa. La fue tanteando, al paso primero, luego al trote y al final al galope corto seguido de galope largo, hasta que quedó tranquila. Miguel parecía tan absorto a caballo como Adam al volante en la cuesta abajo vertiginosa de Gredos, pero sin ninguna tensión. Diríase que montaba con una autoridad modesta, como respetuoso con el animal. De vez en cuando le hablaba, pero no sé lo que le decía pues se había adelantado a nosotros, como si quisiese estar a solas con Jacarandosa.

Nos dimos los tres un paseo largo por el llano, anchuroso y espolvoreado de nieve. Las nubes se habían quedado enganchadas en las cumbres, pero allí abajo lucía un solecillo pálido.

─ Tienes buena planta a caballo, Elena.
─ Pues no lo creo porque rara vez monto. Me gusta, pero no a la amazona. Y así, a horcajadas, tengo entendido que escandalizo... Quien cae muy bien a caballo es Miguel.

Su hermano tenía, en verdad, muy buena vitola. Parecía completar su gallardía natural con algo difícil de definir, como si cultivase a caballo el arte de conseguir el efecto óptimo con la mínima violencia. Cogía las riendas con firmeza suave y no sé por qué me acordé de un gran cirujano de quien se contaba que cada vez que asía una taza de café o un lápiz procuraba hacerlo con el mínimo de fuerza, para adiestrarse en el manejo del bisturí. Caí en la cuenta de que los hermanos, que a menudo derrochaban una vitalidad casi dionisíaca corriendo, bailando o cantando, cambiaban la vehemencia por energía mesurada cuando ejercían destrezas manuales, al guisar, por ejemplo, o al coser. Me pregunté cómo serían en el amor, si fogosos o pausados, pero enseguida deseché el pensamiento por impío, y hasta sentí que me sonrojaba, como un mirón púdico. Ya la equitación era misterio suficiente, mezcla de instinto y reflexión. ¿Y la guerra? A fin de cuentas ése era el oficio de Miguel. ¿Cómo la haría? ¿Como un húsar impetuoso o como un jugador de ajedrez?

─ Ya verás la imprudencia ─me cuchicheó Elena, preocupada─ En cuanto se haya hecho con la yegua, querrá saltar. Y nunca la ha montado hasta hoy...

Estábamos volviendo al prado junto a la casa, cercado con una valla alta de piedra seca. Miguel puso a la Jacarandosa a un galope reunido y al llegar a la cerca animó a la yegua a saltar ayudándose tan sólo de un leve chasquido de la lengua. Aquel salto tan limpio, sin fusta ni espuelas, que ni llevaba, me pareció un acto noble, de corazón y de voluntad y de inteligencia, no una temeridad.

─ ¿Tú crees? ─me replicó Elena mientras yo echaba pie a tierra para abrir el portillo─ Bueno, quizás. Pero también es un acto de seducción. Otro corazón de hembra subyugado. Esta vez de hembra equina.

Ya en la cuadra, Miguel insistió en darle de beber a Jacarandosa y en secar con un puñado de paja a la yegua sudada para luego abrigarla con una vieja manta zamorana. Se despidió de ella con palmadas en la tabla del cuello y palabras incomprensibles y tiernas.

Luego pasamos del inocente vaho de la cuadra ─estiércol, orines y zotal─ a otro olor igual de dulce e inefable, el de la cocina de campo. Tan pronto husmeó la caldereta, Miguel se arrimó a la gorda desdentada que sonreía junto al hogar y discutió animadamente con ella sobre yerbas y condimentos del guiso.

─ En esta casa preferimos la caldereta de cabrito, que no la de cordero. El cabrito es más gustoso, ¿no es verdad? Una sabe que los señoritos de Madrid son poco aficionados a la carne cabruna; dicen que huele a fato. Pero ya cuando vi la traza de los señores barrunté que no eran remilgados como otros, y entonces me decidí por el cabrito. ¿Qué le parece?

Miguel, con su larga experiencia de centenares de pruebas de rancho, sabía que el rito es serio. Sacó una navaja del bolsillo y pinchó un trozo de carne. Lo masticó despacio y, con la debida gravedad, anunció:

─ Esto está de verdad sabroso.

Fueron llegando los hijos, hasta siete, mocetones recios y tímidos que entraban en la casa del padre con la boina en la mano y murmurando:

─ A la paz de Dios, señores.

Dos estaban casados; sus mujeres eran tan candorosas como ellos pero más atrevidas.

Encandiladas por Elena, osaron acercársele aunque sin llegar a dirigirle la palabra. Ella, que tenía el mismo don de gentes que su hermano, debía de estar cansada o no quería ejercerlo; el caso es que se limitó a sonreír afable a las mozas, las cuales la miraban con los ojos muy abiertos.

Entonces una de ellas, la más jovencita, como un niño que viendo la nieve por primera vez al fin se atreve a tocarla, levantó la mano y le arregló un mechón de cabello despeinado. Se puso muy colorada pero se echó a reír, y Elena también, como saliendo de un trance. Las tres muchachas, hablando a la vez, se fueron al lar y Elena apartó suavemente con la cadera a Miguel y restableció el buen orden campesino al dejar que las nueras ayudasen a la vieja en el trajín de la cocina.

No hubo cucharada y paso atrás. Aquello no era una gañanía. Comimos muy bien y con todo el decoro rústico propio de la casa de un rabadán importante. Pensé que así vivirían los ya desaparecidos labradores honrados y los caballeros pardos, sin pretensiones nobiliarias ni refinamientos burgueses, pero con dignidad y modesto desahogo. El viejo, que se llamaba Juan Guzmán, bendecía la mesa, partía el pan y servía el vino; Consolación, la vieja, hacía todo lo demás y de vez en cuando recibía órdenes mudas de los ojillos azules de su marido. Éste había servido al Rey en África y quería saber cómo estaban las cábilas.

─ Es que esa gente, bien mandada, puede ser útil, pero como se desmande... En fin, mi Capitán, usted sabe mucho más que yo.

Miguel lo escuchaba con atención y luego le dio unas explicaciones bastante completas, más quizá que las que hubiese dado a Adam. A cambio, le hizo muchas preguntas sobre la vieja trashumancia y sobre los tiempos ─que Guzmán había alcanzado a conocer─ en que el aullido del lobo helaba la sangre de los que pasaban por los puertos de esas sierras. Ahí sí creí notar las diferencias de genio entre el pastor y el que ya no tiene grey que proteger: aquél era partidario del rebaño y éste del lobo. Miguel no decía nada al respecto, claro, pero cuando preguntaba por los lugares más infestados de lobos y luego escuchaba sonriente y entornando los párpados, yo no lo atribuía a la modorra del orujo.

─ Un día se aprendió La mort du loup de memoria, por una apuesta ─me dijo Elena en un aparte─, y todavía la recita a veces, cuando está solo y de buen humor.
─ ¿De buen humor? ¡Pero si es un poema tristísimo!
─ Por eso.
─ Tu hermano es una mezcla de romántico y estoico, cosa rara y peligrosa.
─ ¿Peligrosa para quién?
─ Para él. Y para ti... y para el resto del género humano.
─ Pero es que él prefiere al género lobero. Es menos dañino.
─ Pues para ser un misántropo congenia muy bien con los humanos. Míralo ahora.
─ Ahora está a gusto porque se siente con gente montuna.

Miguel escuchaba absorto al viejo, otro gran seductor. Este liaba con parsimonia un cigarro mientras con su honda voz de bajo ruso contaba una historia que probaba la fabulosa maldad de un arriero maragato, probablemente endemoniado, que él había conocido en una de sus andanzas de mozo. Daba la casualidad de que yo había oído hablar de ese arriero malvado en casa de mis abuelos. Noté en el cerebro esa sensación física, como un clic, que produce el déjà vu, pero no era paramnesia sino que toda la realidad presente encajaba con un recuerdo de mi infancia: el medroso nombre mencionado de Eufemio el Látigo, la mesa brillante y gastada de roble, las caras embobadas de los muchachos, el silbido del viento fuera, el aroma de chimenea y cocina, hasta la peste a carburo cuando se enciende la lámpara, todo eso lo había vivido yo quince años antes en León, a cientos de kilómetros de allí, en otro lubricán mágico de invierno, acurrucado contra mi abuela. Un rato antes ideaba yo comparaciones librescas entre esa casa y los labradores honrados del antiguo régimen; ahora comprendía que el antiguo régimen abarcaba desde el descubrimiento del fuego hasta la invención de la electricidad. Cualquier infancia pre-eléctrica, y la mía lo habia sido, era una infancia del antiguo régimen, con duendes y héroes. Lo que el Siglo de las Luces no había conseguido ─acabar con las Tinieblas del Pasado─ lo estaba consiguiendo nuestro Siglo de la Bombilla. Sentí un pellizco de pena; como revolucionario me atraía la idea del Progreso arrollador que sacudía tronos y altares con su grandiosa fuerza histórica, pero no el ruín escepticismo de la bombilla y la radio galena.

Antes de despedirnos, el viejo nos enseñó el esquileo. La enorme sala cavernosa llevaba años vacía y flotaba en ella un frío melancólico como de iglesia sin culto. Se fue, sin embargo, poblando de fantasmas y de ecos de balidos y tijeretazos a medida que Juan Guzmán nos relataba sus esfuerzos hasta principios de este siglo por mantener en uso el esquileo. Un mal año comprendió que esa primavera sería la última en que se harían las cosas de toda la vida, cuando el Conde de Prádena le dijo:

─ Esto se acaba, amigo Juan. Estamos arruinados. Los catalanes no quieren la lana de nuestras ovejas. Les sale más barato traerla de Australia.

Por última vez, todo se hizo como Dios manda, y cada uno cumplió con su obligación puntillosamente. Los ganaderos, mayorales y zagales quisieron oír, sombríos, la misa dicha en el oratorio abierto hacia la pieza del rancho, donde los esquiladores continuaban su labor interrumpiéndola tan sólo en el momento de la consagración, que acompañaban, en fantástica liturgia, con el repique de las tijeras. Luego, la nave quedó silenciosa ya para siempre. El viejo la mantenía limpia y ordenada, como si creyese que la historia daría un salto atrás, pero él mismo reconocía que los tiempos iban por otros caminos y parecía resignado a su condición venida a menos, de dueño de un rebaño pequeño, de ganado estante. No le faltaba un buen pasar, pero rezumaba añoranza de las noches al raso y la gran polvareda trashumante de sus años mozos.
Llorando otra vez de frío llegamos a Madrid. El aire seco y gélido me había despejado los vapores aguardentosos de la cabeza, pero no el amargo sabor de boca de la despedida. Acepté merendar unas nueces con miel antes de volver a la pensión. Miguel prendió la chimenea mientras Elena encendía algunas velas; ninguno de nosotros quería luz eléctrica esa noche. Buscando el cascanueces, Elena encontró el Manifiesto Comunista de Marx y Engels, que yo había dejado allí por olvido unas semanas antes.

─ ¿A que no se os ha ocurrido leerlo?
─ Yo sí lo he leído ─replicó Elena ─Es corto y está bien escrito.
─ Yo también ─bostezó Miguel ─y es un plomo.
─ Pues debería al menos gustarte su crítica de los valores burgueses.
─ Quien parece no haberlo leído eres tú, Sátur. A Marx le indigna la explotación burguesa, pero admira sin rodeos el papel modernizador de la burguesía, que según él ha salvado a mucha gente de la idiotez de la vida rural, o algo así.

Yo no recordaba esa frase, que tanto me haría cavilar después, durante años, así es que no supe qué contestar. Elena, en cambio, debía de haberle dado vueltas a la desdeñosa suficiencia urbana de Marx, pues añadió, dubitativa:

─ Habría que ver lo que dijo Marx en alemán... A lo mejor usó la palabra Idiotismus, que para un hombre de educación clásica como él tendría ecos muy ajenos a la tontería...
─ Muy bien, pues entonces mandadle el panfleto a la familia Guzmán, la del esquileo, y ya veréis como todos se apuntan al partido de Sátur ─interrumpió Miguel.

Yo no protesté, Elena no se rió y el gato no dejó de mirar con hastío los copos de nieve que el viento aplastaba contra la ventana. Todos nos quedamos ensimismados, hasta que por fin Elena se levantó y se fue a la cocina por una botella.

─ ¡Ea, ya está bien de pesares! ¡Vamos a emborracharnos y a cantar!

Pero el vino nos dio triste y terminamos cantando:

Ya se van los pastores,
ya se va el rumbo,
ya se va la alegría
de todo el mundo.


No quise que Miguel me llevase a casa en moto, quería estar solo con mis cuitas y anduve por las calles desiertas y heladas. Pero, en fin, a esa edad hasta la melancolía termina volviéndose gustosa así es que, olvidada la Filosofía de la Historia, abrí mi sórdido portal cantando:

Lucerito que alumbras
a los pastores:
dale luz a la prenda
de mis amores.


* * *


Bibliografía de El Rompimiento de Gloria
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008

miércoles, 1 de abril de 2009

"Quienes no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo"


Jorge SantayanaUna de las citas más frecuentes y peor hechas es la que suele traducirse más o menos por “los pueblos que no conocen su historia están condenados a repetirla”, atribuyéndosela a cualquiera, desde Menéndez Pelayo a Suso del Toro, pasando por Churchill. Pues bien, es de George (o Jorge, como fue bautizado) Santayana, y no dice la frase antes mencionada sino algo mucho más sutil y mucho menos políticamente correcto, sobre todo si se tiene en cuenta el contexto. En vista de que a ustedes pareció interesarles el texto de Santayana que coloqué aquí hace unos días, ahí va este otro del abulense bostoniano:

Progress, far from consisting in change, depends on retentiveness. When change is absolute there remains no being to improve and no direction is set for possible improvement: and when experience is not retained, as among savages, infancy is perpetual. Those who cannot remember the past are condemned to repeat it. In the first stage of life the mind is frivolous and easily distracted, it misses progress by failing in consecutiveness and persistence. This is the condition of children and barbarians, in which instinct has learned nothing from experience.
George Santayana, The Life of Reason, Volume I, 1905.

Esta vez me atrevo a traducirlo, porque es más corto:

El progreso, lejos de consistir en el cambio, descansa en la retentiva. Cuando el cambio es absoluto no queda ser alguno al que mejorar y no se establece dirección para una posible mejora; y cuando la experiencia no se conserva, como entre los salvajes, la infancia es perpetua. Quienes no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo. En la primera etapa de la vida la mente es frívola y se distrae con facilidad, no consigue el progreso por falta de constancia y consecuencia. Así son los niños y los bárbaros, su instinto no ha aprendido nada de la experiencia.

Cuando Santayana habla de salvajes y bárbaros, niños y frívolos, parece estar pensando en nuestra postmodernidad, con cien años de antelación.