Nunca aconsejaría a progres ni a pacatos leer el comienzo del Génesis. La alternancia de tinieblas y relámpagos cegadores produce una belleza estremecedora, apenas contemplable. Comprendiéndolo, las diversas iglesias cristianas se han dedicado en estos últimos tiempos a descafeinar éste y otros textos bíblicos, para no turbar con el
mysterium tremendum los recitales de guitarra eléctrica que los curillas de
chandal dan a sus amables feligreses, la
hermosa gente.
La tajante concisión del latín hacía, por supuesto, de la Vulgata la versión más dramática y deslumbrante.
Fiat lux. Et facta est lux (Génesis, I, 3), esas seis palabras cosmogónicas dichas precisamente así y así puntuadas, tienen tal fuerza, misterio y belleza que George Steiner efectuó el ejercicio literario de compararlas con sus respectivas traducciones al inglés, francés, italiano y alemán. Ninguna alcanza el sobrio esplendor del latín de San Jerónimo, tan fiel, por lo demás, al original hebreo. En francés
(Que la lumière soit; et la lumière fut) resulta demasiado intelectual, en inglés
(Let there be light: and there was light) la desaparición del punto resta dramatismo, en italiano
(Sia luce. E fu luce) aunque más lapidario aún que en latín —cinco palabras en lugar de seis— la fonética vuelve musical lo que debería ser imperioso... En cuanto al español, que Steiner no menciona, yo he cotejado siete versiones castellanas y cuanto más modernas peores parecen.
Sea la luz. Y fue la luz (Biblia de Ferrara, 1553) se acerca a la formulación ideal de la Vulgata.
Sea hecha la luz. Y la luz quedó hecha (Torres Amat, siglo XIX) es feo y prolijo.
«Haya luz»; y hubo luz (Nácar Colunga, 1951) podría haber sido la mejor versión gracias a que prescinde del artículo, pero es la peor por culpa del entrecomillado de las palabras propiamente divinas —moda reciente también en inglés y francés— y porque la substitución del punto por un débil punto y coma, sin duda para dar inmediatez al efecto taumatúrgico, destruye el pasmo pavoroso, la pausa seguida del trallazo que buscaba el punto.
Cuando hace años, se anunció en Inglaterra el proyecto de «actualizar» el lenguaje religioso (para «hacerlo más asequible al pueblo») abandonando la vieja y rica prosa del
Book of Common Prayer (de 1552) y de la versión del Rey Jacobo I de la Biblia (1611), los más prestigiosos escritores ingleses —de derechas y de izquierdas, creyentes, agnósticos o ateos— firmaron un curioso manifiesto en el que se oponían a tal medida alegando que privaría al proletariado británico de su único contacto habitual con la belleza artística: el espléndido inglés litúrgico. So pretexto de acercar la religión al pueblo se arrebataba a éste buena parte de su cultura, acercando el día ominoso de la implantación del
Basic English de mil palabras.
Nadie, en cambio, lamentó en España por motivos lingüísticos la desaparición de los catecismos de Astete y Ripalda. La mayoría de los españoles ni siquiera sabía que ambos jesuitas —el P. Gaspar Astete (1537-1601) y el P. Jerónimo Martínez de Ripalda (1535-1618)— eran autores de nuestro Siglo de Oro. Hubiera, sin embargo, bastado para adivinarlo con reparar en su estilo elegante y preciso: «¿Qué cosa es envidia?» «Tristeza del bien ajeno» (Ripalda). Un moderno escritor mediocre habría dicho: «Desear lo que es de otro». Quizá la Inquisición no lo hubiese quemado por confundir codicia con envidia; yo sí por imprecisión y torpeza de estilo.
Pues bien, de vaguedades verbosas y torpezas está repleto el catecismo escolar hoy vigente (
Pueblo de Dios, Editorial de la Conferencia Episcopal Española, 1983). Es unas cinco veces más extenso que el Ripalda, sin contar las fotos progres y folclóricas (en una de ellas se ve a unos borrachos pitando con matasuegras y debajo se lee: «La Iglesia tiene un futuro: el Reino de Dios»). A veces dice cosas tan inconsecuentes que hace sospechar que hoy en los seminarios no sólo no se enseña gramática, sino tampoco lógica. Por ejemplo: «Las palabras signo y símbolo las usamos indistintamente, pero con un matiz diferente».
Todo esto está muy lejos del verbo cortante y puro de San Jerónimo. Si la cosa es como para que un agnóstico se eche a llorar, ¿qué no tendría que hacer un cristiano practicante?
(Publicado en el ABC
del 3 de Mayo de 1986)Un año más tarde, en 1987, se publicó en Madrid el libro Catecismo de Astete y Ripalda, edición crítica preparada por Luis Resines. Este parece poco consciente de que está manejando dos textos clásicos de insólita hermosura y exactitud. Pero es de agradecer su labor; nos permite de nuevo acceder a estas obras maestras.
(Este artículo fue recogido en los libros
El Guirigay Nacional (1988) y
El Guirigay Nacional, ensayos sobre el habla de hoy (2005))
N.B.: Pues bien, por fortuna o por desgracia desde 1986 se ha inventado un artilugio llamado Internet, repleto de buscadores. Supongo que es un instrumento divino para mostrarnos que somos falibles y más bien tontos; para obligarnos a la humildad. Rehago el cotejo de versiones y la Máquina me dice que la Vulgata no reza
Fiat lux. Et facta est lux, sino
fiat lux et facta est lux. Desaparece el punto y con él la piedra angular de este argumento, es decir, la concisión lapidaria. Bueno, desaparece por ahora. Espero un día de estos averiguar por qué mi admirado George Steiner en
After Babel alude a esa versión inverificable. O si uno de ustedes, queridos lectores, puede enmendarnos la plana o confirmárnosla a Steiner o a mí, le quedaremos muy agradecidos. Al menos yo.
Bibliografía de El Guirigay Nacional. Ensayos sobre el habla de hoyBibliografía del Marqués de Tamarón (c) Marqués de Tamarón 2008