Cuando esta madrugada llegó desde Nueva York al Otro Mundo la noticia del día —¿O del siglo? ¿O del milenio? — hay que suponer que Don
José Ortega y Gasset miró con melancolía a Aristóteles y le murmuró:
— No es esto, no es esto.
A lo que el griego contestó con
sequedad:
— Ya os lo decía yo.
Es posible que San Alcuino
terciase:
— Nunca pensé que en siglos venideros mi frase Vox populi vox Dei cayese en manos de
letrados tan torpes, tan carentes de ironía que tomasen esas palabras al pie de
la letra. Carlomagno bien que lo entendió.
El caso es que al comprender la
decisión del pueblo de los Estados Unidos de América, que ungió contra todo
vaticinio a su futuro presidente, recordé una intervención que me encargaron en
la Universidad Menéndez Pelayo en Santander, hace algo más de un año. Se trataba
de contestar a la pregunta: “Después de 2015, ¿más o menos liberalismo?”.
A continuación reproduzco mi
contestación, tal como apareció en la Nueva Revista, número 156 (2015).
La primera responsabilidad es de la pregunta que se hace, quien responda por derecho entra ya con el paso marcado, y más en materia de ideologías. El seminario de la revista planteó a sus invitados la cuestión del más y el menos del porvenir liberal, a lo cual, y por deferencia, Tamarón mal podía hacer otra cosa que aclararla con el clásico en la mano.
Entiendo que el título de la sesión de esta mañana del 4 de
Septiembre —La globalización liberal,
estado de la cuestión tras 2015— coincide con el del curso que nos reúne —Después de 2015, ¿más o menos liberalismo?— y que los dos se aclaran y refuerzan mutuamente.
Pues bien, ambos descansan sobre una pregunta, no del todo
retórica y menos aún profética, puesto que las preguntas nunca son proféticas
aunque las contestaciones a veces lo sean.
La pregunta sobre si habrá más o menos liberalismo después
del presente año de 2015 nos obliga a hacernos otras preguntas previas: ¿Qué ha
de entenderse por liberalismo? ¿Qué suele entenderse hoy por liberalismo?
¿Existe hoy una cascada de sinónimos sagrados: Democracia, Estado de Derecho,
Imperio de la Ley, Libertad, Libertades? (en inglés la precisión es mayor puesto que Liberty y freedoms subrayan las diferencias) ¿Se trata en rigor de sinónimos,
o de conceptos multívocos, o de antónimos? ¿O tal vez son palabras de una misma
familia que desfilan en solemne hierofanía?
Los dos pensadores más citados en España a la hora de
reflexionar sobre el liberalismo y la democracia disfrutarán desde el cielo
platónico en el que sin duda se encuentran y se sonreirán oyendo tanto
despropósito. Me refiero a Aristóteles y a Ortega y Gasset.
Y se maravillarán al observar que casi todos los que hoy
citan la Política (III. 7)
de Aristóteles dicen —por ignorancia o por prudente hipocresía— que el maestro
de Alejandro Magno (y de todos nosotros) demostró su hondo y moderno espíritu
democrático declarando que las tres formas de gobierno y sus respectivas formas
corrompidas son: la monarquía, que puede degenerar en tiranía; la aristocracia,
que puede convertirse en oligarquía; y la democracia, que puede caer en
demagogia. Lamento, sin embargo, tener que recordar que tales palabras son una
tergiversación, por muy políticamente correcta que sean. Lo que dice
Aristóteles es que la tercera forma de gobierno (se entiende forma encomiable)
es la politeia y que su
degeneración es la democracia. Para nada habla de la demagogia. La politeia es una especie de
protoestado de derecho mesocrático. Aristóteles considera la democracia algo lo
bastante corrupto per se como
para no necesitar otra palabra que subraye su condición decadente.
Llegado a este punto, confieso mi curiosidad. ¿Quién sería el primer traductor de Aristóteles a una lengua moderna que ideó la superchería para salvar la democracia? Por ahora el más antiguo sacerdote de la corrección política que he encontrado es Jules Barthélemy-Saint-Hilaire (1805-1895). Se decía que era hijo de Napoleón, pero (o por eso) se opuso a Napoleón III. Fue Ministro de Asuntos Exteriores de la Tercera República y favoreció la anexión de Túnez. Pero a lo que dedicó más tiempo fue a traducir a Aristóteles, desde 1837 hasta 1892. Este prócer republicano demuestra cierta sinceridad al reconocer, en nota a su traducción en 1874 de la Política, lo siguiente:
Llegado a este punto, confieso mi curiosidad. ¿Quién sería el primer traductor de Aristóteles a una lengua moderna que ideó la superchería para salvar la democracia? Por ahora el más antiguo sacerdote de la corrección política que he encontrado es Jules Barthélemy-Saint-Hilaire (1805-1895). Se decía que era hijo de Napoleón, pero (o por eso) se opuso a Napoleón III. Fue Ministro de Asuntos Exteriores de la Tercera República y favoreció la anexión de Túnez. Pero a lo que dedicó más tiempo fue a traducir a Aristóteles, desde 1837 hasta 1892. Este prócer republicano demuestra cierta sinceridad al reconocer, en nota a su traducción en 1874 de la Política, lo siguiente:
"La demagogia. He traducido la palabra democratia por demagogia cada vez que Aristóteles ha usado democratia echándola a mala parte, como aquí. La palabra «democracia» está en nuestros días desprovista de toda idea desfavorable, y no habría en absoluto traducido el pensamiento del filósofo griego. [...] Por lo demás hay que observar que Aristóteles siempre toma la palabra «pueblo» como la parte más pobre y más numerosa de los ciudadanos, del cuerpo político...".
En resumen, este erudito político republicano se escuda en
que el demos griego era a los ojos de Aristóteles algo tan
deplorable como le peuple de la república burguesa
en Francia.
En fin, puede que el buen humor de Aristóteles ahora que
está en las nubes se haya visto turbado por un pellizco doloroso de melancolía
ante la tergiversación moderna de sus palabras: tal vez se acordará de
Sócrates, el maestro de su maestro Platón, el hombre ejemplar para muchos que
olvidan, porque no les conviene recordarlo, que fue asesinado por la
Democracia.
Por otro lado, recuérdese que la misma voz griega politeia fue
traducida a veces por régimen de gobierno o constitución,
o incluso estado de derecho, y se comprenderá la magnitud del
problema, la angostura de la aporía. Tan sólo se me ocurre un remedio: el muy
tradicional de releer a Ortega. A veces saca al lector de dudas, a veces lo
hunde más en la incertidumbre. En este caso nos ayudaría a salir de las
ambigüedades interesadas de la postmodernidad pasar media hora leyendo
sus Ideas de los castillos, en Notas del vago estío, El
espectador - V (1926). Allí, el maestro de la ironía socrática se
atreve a declarar que democracia y liberalismo no sólo son siempre bien
distintos sino con frecuencia antitéticos:
"Pues acaece que liberalismo y democracia son dos cosas que empiezan por no tener nada que ver entre sí, y acaban por ser, en cuanto tendencias, de sentido antagónico.
Democracia y liberalismo son dos respuestas a dos cuestiones de derecho político completamente distintas.
La democracia responde a esta pregunta: ¿Quién debe ejercer el Poder público? La respuesta es: [...] la colectividad de los ciudadanos.
El liberalismo, en cambio, responde a esta otra pregunta: ejerza quien quiera el Poder público, ¿cuáles deben ser los límites de éste? [...] el Poder público, ejérzalo un autócrata o el pueblo, no puede ser absoluto, sino que las personas tienen derechos previos a toda injerencia del Estado.
[...] Se puede ser muy liberal y nada demócrata, o viceversa, muy demócrata y nada liberal.
[...] Sería, pues, el más inocente error creer que a fuerza de democracia esquivamos el absolutismo. Todo lo contrario. No hay autocracia más feroz que la difusa e irresponsable del demos. Por eso, el que es verdaderamente liberal mira con recelo y cautela sus propios fervores democráticos y, por decirlo así, se limita a sí mismo".
Hasta aquí Ortega en sus funciones de moderado optimista que
aspira a serenar predicando los ideales de la democracia moderada por los
principios liberales, presentes en todo Estado de Derecho. Es decir,
que Ortega es partidario de la politeia (πολιτεία),
mucho más que de la democracia (δημοκρατία). Es
consciente de que la democracia se asienta sobre la igualdad y el liberalismo
sobre la libertad. La democracia absoluta es tan irrespirable como el oxígeno
puro. Lo único que evita que la democracia sea invivible es mitigarla con las
precauciones de un Estado de Derecho.
Por cuanto antecede resulta inexcusable la creciente
sinonimia en usos periodísticos y políticos entre democracia y estado
de derecho. No son la misma cosa; nunca lo han sido. Ni lo eran para
Aristóteles. Ni siquiera en la oficialmente llamada por los
historiadores democracia ateniense (del 508 al 322 a.C.) votaban más de
uno de cada diez habitantes.
Asunto distinto es si debemos o no seguir acudiendo a don José
Ortega y Gasset como maestro cuando escribe sobre la democracia
deprimido por los acontecimientos de ciertos momentos históricos. En 1917, en
su artículo titulado Democracia morbosa, escrito a los 34 años,
dice:
"En el orden de los hábitos, puedo decir que mi vida ha coincidido con el proceso de conquista de las clases superiores por los modales chulescos. Lo cual indica que no ha elegido uno la mejor época para nacer. Porque antes de entregarse los círculos selectos a los ademanes y léxico del Avapiés, claro es que ha adoptado más profundas y graves características de la plebe. [...]
Toda interpretación soi-disant democrática de un orden vital que no sea el derecho público es fatalmente plebeyismo. [...]
La época en que la democracia era un sentimiento saludable y de impulso ascendente, pasó. Lo que hoy se llama democracia es una degeneración de los corazones. [...]
Periodistas, profesores y políticos sin talento componen, por tal razón, el Estado Mayor de la envidia, que, como dice Quevedo, va tan flaca y amarilla porque muerde y no come. Lo que hoy llamamos «opinión pública» y «democracia» no es en grande parte sino la purulenta secreción de esas almas rencorosas".
No hace falta recordar que eso fue escrito en el mismo año
de la Revolución Bolchevique, 1917. Y que pocos años después, en 1930, el mismo
Ortega escribió su artículo Delenda est Monarchia, que tanto
influjo tuvo en la llegada de la República a España, tras la cual, pocos meses
después, publicó Un aldabonazo, para insistir en "no es esto,
no es esto" ante los excesos del nuevo régimen. Pero la cumbre de su
rechazo del concepto de democracia, desvirtuado en la práctica, la alcanzó en
1949, en la Universidad Libre de Berlín, auténtica "isla en el Mar
Rojo", donde en una conferencia ante una multitud de estudiantes dijo:
"La palabra democracia, por ejemplo, se ha vuelto estúpida y fraudulenta. Digo la palabra, conste, no la realidad que tras ella pudiera esconderse. La palabra democracia era inspiradora y respetable cuando aún era siquiera como idea, como significación algo relativamente controlable. Pero después de Yalta esta palabra se ha vuelto ramera..."
En fin, que puestos a añorar utopías, tal vez para Ortega la
mejor hubiese sido la Politeia con sendos ramalazos de las otras dos utopías
aristotélicas, la Monarquía y la Aristocracia. Y hubiera querido olvidarse de
las tres distopías tan presentes en esta nuestra sobornable contemporaneidad:
tiranía, oligarquía y democracia (o demagogia, si prefieren ustedes los
eufemismos de la corrección política, que Aristóteles desconocía).
Claro que tampoco conocía esos dos útiles neologismos
helenistas alumbrados veinte siglos más tarde en la brumosa Albión, utopía y
distopía.
Por eso y al llegar a consideraciones pesimistas siempre me
viene a la mente lo que hace muchos años oí decir al director de un centro de
análisis y prospectiva internacionales:
“Los que vivimos de una bola de cristal hemos de resignarnos a terminar a veces masticando vidrios rotos”.
Lo peor es que ese miedo, casi certidumbre, del error
probable en sus palabras que siente el propio augur, surge por igual al emitir
dictámenes optimistas o zozobras pesimistas. Y hoy, esta semana, los ecos
ominosos que nos llegan de Oriente Medio nos recuerdan el verso de Coleridge, ancestral voices prophesying war, voces
ancestrales que profetizan guerra.
Tal vez, ojalá no sea así, precisamente un aumento del poder
del demos —llamémoslo democracia o
demagogia, qué más da— constituirá el explosivo mortal que haga añicos el débil
liberalismo que algunos creyeron que se estaba construyendo en tantas llamadas
primaveras árabes.
PD del 14 de Noviembre del 2016:
Nunca lo hubiera creído si no acabase de leerlo en el Financial Times del 12/13 Noviembre, 2016. Francis Fukuyama, dechado de virtudes políticamente correctas y epígono de Hegel y Kojève, en un artículo titulado US against the world?, analiza "lo que la llegada de la América de Trump significa ahora para el orden global". Y se atreve a desdecirse de sus previos análisis (véase La fin del mundo y el fin de la historia), concluyendo con resignación que "the democratic part of the political system is rising up against the liberal part". Más vale tarde que nunca, comprender que democracia y liberalismo son cosas distintas.
Nunca lo hubiera creído si no acabase de leerlo en el Financial Times del 12/13 Noviembre, 2016. Francis Fukuyama, dechado de virtudes políticamente correctas y epígono de Hegel y Kojève, en un artículo titulado US against the world?, analiza "lo que la llegada de la América de Trump significa ahora para el orden global". Y se atreve a desdecirse de sus previos análisis (véase La fin del mundo y el fin de la historia), concluyendo con resignación que "the democratic part of the political system is rising up against the liberal part". Más vale tarde que nunca, comprender que democracia y liberalismo son cosas distintas.
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