Aristóteles contemplando el busto de Homero, por Rembrandt, 1653 Metropolitan Museum of Art, Nueva York |
Quedamos en que la evolución del español moderno no hace sino oscurecer conceptos muy fundamentales (por ejemplo, Demagogia y populismo) atribuyéndoles nombres que ya estaban asignados a otras realidades. La confusión resultante es a menudo cómica, a veces trágica y siempre peligrosa.
Volviendo a la noble y esperanzadora idea
griega de la Politeia (πολιτεία), vimos cómo las traducciones modernas de Aristóteles la
convierten abusivamente en Democracia. Pero en otras
ocasiones la traducen por República, pasando por el latín.
Es el caso de la República de Platón. Sin embargo, la propia palabra república ya ha perdido todo nexo
con su origen griego, politeia. Se ha convertido en bandera de un régimen
político. Y, por cierto, la misma palabra Régimen (llegada a través del francés y procedente del latín regimen, o sea, dirección o mando) también ha cambiado de sentido en pocos años.
Ahora se califica de régimen cualquier gobierno que no nos gusta, del presente
o del pasado. La confusión es cómica porque basta con leer los diarios de Azaña
para admirar la fuerza de sus argumentos encomiásticos a favor de la república
que él presidía. En la época de Franco, por supuesto, sus gobiernos nunca
usaron peyorativamente el término régimen, y sí meliorativamente, al menos al
aplicarlo a su propio gobierno. Y antes de 1931 naturalmente se hablaba del
régimen monárquico sin asomo de menosprecio.
Recuérdese que la misma voz griega politeia fue traducida a veces por régimen de gobierno o constitución, o incluso estado de derecho, y se comprenderá la
magnitud del problema, la angostura de la aporía. Tan sólo se me ocurre un
remedio: el muy tradicional de releer a Ortega. A veces saca al lector de
dudas, a veces lo hunde más en la incertidumbre. En este caso nos ayudaría a
salir de las ambigüedades interesadas de la postmodernidad pasar media hora
leyendo sus Ideas de los castillos, en Notas del vago estío, El espectador - V (1926). Allí, el maestro de la ironía socrática se atreve a declarar que
democracia y liberalismo no sólo son siempre bien distintos sino con frecuencia
antitéticos:
"Pues acaece que liberalismo y
democracia son dos cosas que empiezan por no tener nada que ver entre sí, y
acaban por ser, en cuanto tendencias, de sentido antagónico.
Democracia y liberalismo son dos
respuestas a dos cuestiones de derecho político completamente distintas.
La democracia responde a esta pregunta:
¿Quién debe ejercer el Poder público? La respuesta es: [...] la colectividad de
los ciudadanos.
El liberalismo, en cambio, responde a esta
otra pregunta: ejerza quien quiera el Poder público, ¿cuáles deben ser los
límites de éste? [...] el Poder público, ejérzalo un autócrata o el pueblo, no
puede ser absoluto, sino que las personas tienen derechos previos a toda
injerencia del Estado.
[...]
Se puede ser muy liberal y nada demócrata, o viceversa, muy demócrata y nada
liberal.
[...]
Sería, pues, el más inocente error creer que a fuerza de democracia esquivamos
el absolutismo. Todo lo contrario. No hay autocracia más feroz que la difusa e
irresponsable del demos. Por eso, el que es verdaderamente
liberal mira con recelo y cautela sus propios fervores democráticos y, por
decirlo así, se limita a sí mismo".
Hasta aquí Ortega en sus funciones de
moderado optimista que aspira a serenar predicando los ideales de la democracia
moderada por los principios liberales, presentes en todo Estado de Derecho. Es
decir, que Ortega es partidario de la politeia (πολιτεία), mucho más que de la democracia (δημοκρατία). Es
consciente de que la democracia se asienta sobre la igualdad y el liberalismo
sobre la libertad. La democracia absoluta es tan irrespirable como el oxígeno
puro. Lo único que evita que la democracia sea invivible es mitigarla con las
precauciones de un Estado de Derecho.
Por cuanto antecede
resulta inexcusable la creciente sinonimia en usos periodísticos y políticos
entre democracia y estado de derecho. No
son la misma cosa; nunca lo han sido. Ni lo eran para Aristóteles. Ni siquiera
en la oficialmente llamada por los historiadores democracia ateniense
(del 508 al 322 a.C.) votaban más de uno de cada diez habitantes.
Asunto distinto es si
debemos o no seguir acudiendo a don José Ortega y Gasset como
maestro cuando escribe sobre la democracia deprimido por los
acontecimientos de ciertos momentos históricos. En 1917, en su artículo
titulado Democracia morbosa,
escrito a los 34 años, dice:
"En el orden de
los hábitos, puedo decir que mi vida ha coincidido con el proceso de conquista
de las clases superiores por los modales chulescos. Lo cual indica que no ha
elegido uno la mejor época para nacer. Porque antes de entregarse los círculos selectos
a los ademanes y léxico del Avapiés, claro es que ha adoptado más profundas y
graves características de la plebe. [...]
Toda interpretación soi-disant democrática de un
orden vital que no sea el derecho público es fatalmente plebeyismo. [...]
La época en que la
democracia era un sentimiento saludable y de impulso ascendente, pasó. Lo que
hoy se llama democracia es una degeneración de los corazones. [...]
Periodistas, profesores
y políticos sin talento componen, por tal razón, el Estado Mayor de la envidia,
que, como dice Quevedo, va tan flaca y amarilla porque muerde y no come. Lo que
hoy llamamos «opinión pública» y «democracia»
no es en grande parte sino la purulenta secreción de esas almas
rencorosas".
No hace falta recordar
que eso fue escrito en el mismo año de la Revolución Bolchevique, 1917. Y que
pocos años después, en 1930, el mismo Ortega escribió su artículo Delenda est Monarchia, que
tanto influjo tuvo en la llegada de la República a España, tras la cual, pocos
meses después, publicó Un aldabonazo,
para insistir en "no es esto, no es esto" ante los excesos del nuevo
régimen. Pero la cumbre de su rechazo del concepto de democracia desvirtuado en
la práctica la alcanzó en 1949, en la Universidad Libre de Berlín, auténtica
"isla en el Mar Rojo", donde en una conferencia ante una multitud de
estudiantes dijo:
"La palabra
democracia, por ejemplo, se ha vuelto estúpida y fraudulenta. Digo la palabra,
conste, no la realidad que tras ella pudiera esconderse. La palabra democracia era inspiradora y
respetable cuando aún era siquiera como idea,
como significación algo relativamente controlable. Pero después de Yalta esta
palabra se ha vuelto ramera..."
En fin, que puestos a
añorar utopías, tal vez para Ortega la mejor hubiese sido la Politeia con
sendos ramalazos de las otras dos utopías aristotélicas, la Monarquía y la
Aristocracia. Y hubiera querido olvidarse de las tres distopías tan presentes
en esta nuestra sobornable contemporaneidad: tiranía, oligarquía y democracia
(o demagogia, si prefieren ustedes los eufemismos de la corrección política,
que Aristóteles desconocía).
Claro que tampoco
conocía esos dos útiles neologismos helenistas alumbrados veinte siglos más
tarde en la brumosa Albión, utopía y distopía.