En estos días
se cumple el centenario del comienzo de la Gran Guerra, luego llamada Primera
Guerra Mundial y que acaso algún día vuelva a llamarse la Gran Guerra, pues
cada día parece más una nueva Guerra de los Treinta Años lo ocurrido entre
Agosto de 1914 y Agosto de 1945. Ya en la borrosa memoria de los descendientes
de quienes participaron en esas luchas, la Primera y la Segunda Guerra Mundial
empiezan a verse como una sola contienda. Y si añadimos la Guerra Fría, las
guerras asiáticas, las balcánicas, las de Oriente Medio –directa o
indirectamente procedentes del terrorismo nacionalista en Sarajevo– alcanzaremos una nueva Guerra de los Cien
Años. El centenar y medio de millones de muertos puede aumentar aún. “Pienso
–contra lo que es generalmente supuesto– que la guerra durará mucho. Más: que
será un estado de guerra más que una guerra indefinidamente prolongada”,
escribió Ortega el 12 de Agosto de 1914.
También se
cumple otro centenario: el de la búsqueda de culpables del apocalipsis. Ese
vano empeño empezó casi instantáneamente. Todavía dura. Cada uno de los libros
recientes sobre la Guerra Europea exhibe la prelación favorita del autor. Los
más políticamente correctos suelen considerar a Alemania como la principal
culpable, seguida de Austria-Hungría. Los más revisionistas colocan a la cabeza
a Serbia, seguida de Rusia (que entró en guerra acuciada por Francia), y
Alemania. Sin embargo, al llegar a los nombres de los soberanos, políticos y
militares, todo se complica. Inglaterra no suele aparecer como especialmente
culpable, pero su Primer Ministro Asquith y su Ministro de Negocios
Extranjeros, Grey, ambos liberales, empiezan a ser muy atacados por haber mal
informado a su propio gobierno y al Parlamento, para conseguir que su país
mandase el ultimatum a Alemania.
En rigor todas
las naciones, todos los gobiernos fueron culpables. O no, según se mire. Uno de
los últimos y mejores análisis históricos, escrito por Christopher Clark, se
titula Sonámbulos: cómo Europa fue a la
guerra en 1914. Es difícil creer que un sonámbulo pueda ser culpable de
algo, y menos de un suicidio. Quienes dirigían la Europa de 1914 barruntaban
que la guerra podía ser larga y mortífera, aunque a veces dijesen lo contrario
(“los chicos volverán a casa para Navidad”). En el tardío crepúsculo del Lunes 3
de Agosto de 1914, cuando faltaban veinticuatro horas para que el Reino Unido y
su Imperio entrasen en guerra contra el Imperio Alemán, Sir Edward Grey, que
tanto hizo hasta conseguir el ultimatum que haría la paz imposible, subió a la
terraza de su ministerio y al ver cómo se iba encendiendo el alumbrado público de
Londres, murmuró “las luces se están apagando ahora en toda Europa, y no las
veremos de nuevo encendidas en toda nuestra vida”. Europe, entonces, quería decir el continente sin las
islas británicas. Pero los bombardeos con dirigibles no atendieron a ese
argumento y el blackout pronto oscureció también el cielo de Londres. Aunque tal vez los sonámbulos ni siquiera
se fijaran en ello.
Consta, en cualquier caso, que muchos políticos y militares (Lloyd
George, Haig, Kitchener) reconocieron en privado que la guerra sería cruenta y
duradera. Moltke el joven vaticinó también que haría caer tronos. Lyautey fue
el más desgarrado: “una guerra entre europeos es una guerra civil, la más
monumental connerie jamás hecha en el
mundo”.
Los monarcas fueron en general más prudentes, incluso
Guillermo II, a veces. Más cautos, en todo caso, que el Presidente de la
República Francesa, Poincaré. O que Winston Churchill, a la sazón Primer Lord
del Almirantazgo, que al recibir al amanecer del 3 de Agosto una carta de su
mujer que terminaba “sería una guerra malvada”, contestó que “comprendía su
punto de vista pero que el mundo había enloquecido y había que cuidarse de uno
mismo y de sus amigos”. Y al día siguiente, quince minutos después de que
expirase el ultimatum británico a Alemania, a las once de la noche, irrumpió
Churchill en el Consejo de Ministros “radiante, alegre el rostro, con un
torrente de explicaciones sobre las órdenes que estaba dando a la Royal Navy…
se veía que era un hombre de verdad feliz”, según le escribió en carta privada
Lloyd George a Mrs Asquith.
Pero lo más sorprendente fue la aceptación casi unánime por
la izquierda europea de la causa nacional en cada país. En Francia se manifestó
en L’Union Sacrée. En Alemania surgió
la Burgfrieden. Hasta en la Duma rusa
hubo un acuerdo de tregua en las luchas partidistas. Todo ello consternó a
Lenin, escondido en la Galicia de los Cárpatos, entonces austríaca. Al
comprobar que sus camaradas alemanes socialdemócratas habían resultado ser más
alemanes que socialistas, exclamó “a partir de hoy dejaré de ser un socialista
y me convertiré en un comunista”. Fue entonces cuando nació el término
peyorativo “social-chovinismo” para calificar a quien se desvía del
“internacionalismo proletario”.
Claro que, aunque sólo sea por los resultados, como señala
Niall Ferguson, esa guerra fue esencialmente democrática: cayeron cuatro
imperios y el mundo fue quedando en manos de movimientos políticos de masas y
regímenes totalitarios. El demos, sin
más. Ya al anochecer del Miércoles 5 lo intuyó Ortega, que se encontró con
Pablo Iglesias en Madrid, caminando por el paseo de Rosales. “… Logro que hable
algo de la guerra y opina, como yo, que será muy beneficiosa para los intereses
del socialismo”.
Entonces, ¿qué
ocurrió? Hubo suicidio de la civilización más culta y próspera de la historia,
pero ¿quién hipnotizó a los sonámbulos y los empujó al abismo? En rigor, nadie.
Todos fueron consciente o inconscientemente Caín. Pero como Abel, la víctima,
fue la Civilización Occidental, judeo-greco-romana-cristiana, resulta que todos
fueron Abel: todos fueron a la vez Caín y Abel. Por eso la única consecuencia racional
e histórica que cabe sacar es que estamos ante la mayor tragedia conocida. Un
fratricidio y a la vez suicidio.
Sin embargo,
escudriñando en las sombras macabras de ese pasado tan cercano, cabe vislumbrar
un asomo de lógica. Acaso todos los actores de esta tragedia, desde los
emperadores hasta los soldados rasos, desde patricios liberales con un alto
sentido moral como Sir Edward Grey o Theobald von Bethmann-Hollweg hasta el
último demagogo, se movieron empujados por el mismo motivo: el miedo. Fueron a
la guerra porque en el fondo la creían inevitable y temían una derrota si la
guerra empezase un año o dos después, en circunstancias peores para ellos y
para sus países respectivos.
Y derrota
hubo, para todos. Nuestra civilización se volvió estéril porque “echó a sus
hijos al fuego” (II Cron. 28, 3). Al cabo de cien años de guerra civil europea
ya no creemos en nuestros ideales ni deberes; ni siquiera en nuestros
intereses. Vivimos en la inane civilización del vacío.
EL MARQUÉS DE TAMARÓN
Este artículo apareció ayer Domingo 3 en el ABC, conmemorando la fecha más importante del comienzo de la Primera Guerra Mundial. Confieso que me costó trabajo escribirlo, entre otros motivos porque me trajo a la mente el recuerdo que perduraba en mi familia inglesa cuando yo era todavía joven, de mis dos tíos abuelos muertos en el frente de Flandes:
Maurice Dingwall Williams, Alférez en el Queen's Royal West Surrey Regiment, muerto a los 20 años en combate en Ypres el 28 de Septiembre de 1914.
Bertram Forster Buck, Teniente en el Batallón de los Sherwood Foresters, muerto a los 45 años en combate en Flandes (en Francia) el 3 de Septiembre de 1916.
Así es que el Alférez murió demasiado joven para alistarse y el Teniente murió demasiado viejo para alistarse. Ambos cuñados se alistaron como voluntarios, ya que en Inglaterra no hubo reclutamiento obligatorio hasta más tarde.
Por cierto que el Teniente Buck, desaparecido en combate, fue durante un tiempo -hasta que se confirmó su muerte- objeto de la atención de la oficina generosamente creada por Alfonso XIII para intentar averiguar el paradero de contendientes desaparecidos.
Por cierto que el Teniente Buck, desaparecido en combate, fue durante un tiempo -hasta que se confirmó su muerte- objeto de la atención de la oficina generosamente creada por Alfonso XIII para intentar averiguar el paradero de contendientes desaparecidos.
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