Quién supiese
dar coba a las señoras en octosílabos, así: “Cuando bien comigo pienso, mui
esclarecida Reina…”. Claro que pocos pueden medirse con don Antonio de Nebrija.
Como mucho algunos nos atrevemos a escrutar con lupa admirativa y desconfiada
sus palabras dirigidas a Isabel la Católica en el prólogo de su Gramática. Llevo años haciéndolo,
siempre creciendo en admiración y en desconfianza hacia el humanista andaluz
que de pura habilidad en la alabanza escribió que se había casado pues "Quiso la fatalidad que la incontinencia me
precipitase en el matrimonio".
Mi última
incursión en un terreno que no es el mío –pero, ¿cuál sería el mío?– aparece
recogida en un ensayo, con el título de El
avestruz, tótem utópico, impreso en diciembre pasado. Como vuestro
entusiasmo, queridos lectores, ha sido francamente descriptible, agradezco de
corazón a mi amigo Joaquín Torrente García de la Mata este comentario sobre mi
discrepancia con la tesis de Nebrija acerca de su convicción, más o menos
sincera pero que nunca deja de deslumbrar, “que siempre la lengua fue compañera
del imperio. Y de tal manera lo siguió, que juntamente comenzaron, crecieron y
florecieron, y después junta fue la caída de entrambos”.
CUANDO BIEN CONMIGO PIENSO
Por Joaquín Torrente García de la Mata
¿Fue siempre la lengua compañera del imperio? En el
prefacio a la obra colectiva “El peso de
la lengua española en el mundo”, publicada en 1997 bajo la dirección del Marqués
de Tamarón, se preguntaba el autor, a la sazón director del Instituto
Cervantes, sobre el significado y veracidad de este aserto. ¿Describía Nebrija
una realidad histórica, trazaba un programa político para la reina castellana,
empleaba una audaz licencia retórica para atrapar la atención de su ilustre
lectora? No es cuestión de reproducir aquel penetrante ensayo de Tamarón;
simplemente reconoceremos con su autor que la historia se empeña en contradecir
una vez y otra a nuestro primer gramático. El principio de las nacionalidades,
acuñado en el siglo XIX y puesto en práctica tras la paz de Versalles con
desalentadores resultados ha deformado hasta tal punto nuestra visión del
pasado que no nos sobresaltamos, como debieron hacerlo los ciudadanos del comienzo
de la edad moderna, ante tan descarado sofisma.
Pero si es discutible que la lengua
haya sido siempre compañera del imperio, podría parecer más cierto que al
imperio –en el sentido de mando o poder político- le ha convenido apoyarse en
la fuerza que proporciona la lengua. ¿Fue así siempre? No, ciertamente, cuando
Nebrija escribió su gramática, ni en los años en que en Nápoles reinó una
dinastía aragonesa, ni durante la conquista española de América, donde -señala
Tamarón- la homogeneidad lingüística fue obra de los criollos tras la
independencia, y ni siquiera en el Canadá bajo un rey tan celoso de su
autoridad como Luis XIV. Tampoco en sus dominios europeos; los monarcas de
aquel tiempo, cuando adquirían un territorio, lejos de implantar en él sus
instituciones, normas y ordenanzas se sustituían a los anteriores soberanos y
respetaban las leyes y costumbres que encontraban. Aquellos monarcas del
antiguo régimen no tenían asesores de imagen ni jefes de gabinete, pero se
apoyaban en funcionarios inteligentes y pragmáticos como pudiera serlo un
Honoré Courtin, intendente de Amiens, quien no se cansaba de repetir a Colbert
en sus despachos que la felicidad de los súbditos es la mejor propaganda para
el monarca: “conservez leurs privilèges,
les bien traiter, leur faire tant de grâces qu’ils soient plus heureux sous sa
domination qu’ils n’étaient sous celle de leurs maîtres d’autrefois”.
Más de quince años después ha vuelto
Tamarón sobre tan palpitante asunto con nuevas miras, y no dentro de un
contexto científico y erudito, sino en un provocador ensayo referido al
utopismo lingüístico característico de la modernidad. “Constituye un ejercicio
esclarecedor cotejar casos de separación entre lengua e imperio”, afirma, e
ilustra esta afirmación con notables e irrefutables ejemplos. Añadiremos alguno
más: Cavour, artífice de la primera etapa de la unificación italiana, se
expresaba habitualmente en francés y en el dialecto piamontés y murió pensando
que al sur de Roma se hablaba una suerte de lengua arábiga. Según la Marquesa
Costanza Arconati, cuando Cavour hablaba italiano sonaba “impacciato” –patoso, torpe-, como si estuviese traduciendo su
pensamiento a un idioma extraño. Y esta marquesa explicaba al inquisitivo
abogado inglés Nassau William Senior que “(en el Piamonte) nuestras tres
lenguas nativas son el francés, el piamontés y el genovés. De las tres solo el
francés es inteligible por todos. Un discurso en genovés o piamontés sería
incomprensible para dos tercios de la asamblea. Excepto
los saboyanos, que generalmente hablan en francés, los diputados hablan todos
en italiano, pero para ellos es una lengua muerta en la que no están
acostumbrados a conversar. Nunca la usan con esprit ni con fluidez. Cavour lo habla bien pero te das cuenta de
que traduce, como Azeglio, como todos los diputados, salvo cuando aparece algún
abogado habituado a dirigirse a los tribunales en italiano”.
La Marquesa Arconati se sorprendería
hoy de ver que el italiano, esa lengua muerta en la que Manzoni escribió
en 1827 “I promessi sposi” como
modelo de prosa canónica para la hermosa tierra wo die zitronen blühen,
es hoy una lengua viva en la que negocian, trafican, se cortejan, se injurian o
litigan ciudadanos de Turin con otros de Cagliari, Trieste, Siena o Palermo
como si llevaran haciéndolo mil años. Y más todavía si supiera que ese milagro
lingüístico se apoya en tres obras literarias: los citados “Novios” de
Manzoni; el “Pinocchio” de Carlo Collodi y el lacrimógeno “Cuore”
de Edmondo de Amicis, que leyeron y aprendieron de memoria todos los niños
italianos escolarizados tras la unificación. La radio, la televisión, la
alfabetización, la conscripción obligatoria no fueron ajenos al proceso, pero
el éxito natural, casi diríamos espontáneo, de la experiencia es innegable. En
una península en la que, al tiempo de la unificación, sólo un ciudadano italiano
entre cuarenta hablaba el toscano, resulta milagroso que ese idioma sea hoy uno
de los escasos factores de cohesión de nación tan heterogénea y diversa, que
haya crecido y desarrollado como propio en regiones absolutamente dispares y
que haya logrado como por encaje natural su coexistencia armónica con el uso
cotidiano y familiar de cada dialecto local.
¿Qué se desprende de todo esto? Dice
Tamarón que Nebrija nunca habría escrito el legendario –en sentido estricto-
letrero que al parecer rezaba “si eres español, habla la lengua del imperio”. No
importa que no haya testimonios gráficos de ese mandato; se dictaron órdenes
parecidas en Francia y también en Italia en los territorios adquiridos tras la
primera gran guerra. Eran otros tiempos y ya no se fiaba la unidad lingüística
a un inofensivo muñeco de madera; cuando
se prohibió a los ciudadanos de Dignano hablar y cantar en lengua eslava, una torva
nota a pie de proclama advertía: “noi,
squadristi, con metodi persuasivi faremo rispettare il presente ordine”. Ferocidad
inútil: Dignano –ahora Vodnjan- ya no es
una ciudad italiana y en ella apenas se habla la bella lingua desde que sus habitantes emigraron en masa al
entrar en 1945 las tropas de Tito.
En definitiva, Nebrija nunca se
habría molestado en adorar el avestruz, ídolo utópico por excelencia, remedando
su postura. El Marqués de Tamarón, en este luminoso trabajo, se propone rescatar
al lector contemporáneo de tan extendida tentación y con brillante estilo,
perspicaz análisis y erudición de primera mano le invita también a desenterrar
la cabeza del suelo, renunciar al gusto por lo quimérico y hacer frente,
con escepticismo y espíritu crítico, a la modernidad y los ridículos tópicos en
que se sustenta.
San Sebastián, 18 de julio de 2013
El avestruz, tótem utópico
Por el Marqués de Tamarón
Editorial Encuentro
Madrid, 2012
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