Una escritora de mediano nombre –contaba Evelyn Waugh- devolvió displicente a su editorial el libro que le enviaban para su recensión con la excusa de que nadie, salvo por dinero, puede dar su opinión sobre una obra hasta haberla leído al menos tres veces y con un mes de intervalo. La recomendación es obligada para el crítico y para todo lector que no se conforme con quedarse en la superficie del argumento; por eso es tan bienvenida esta reedición de El rompimiento de gloria, primera novela –aunque no primera obra de ficción- del Marqués de Tamarón. Y más con la noción de lo acontecido desde su publicación en 2003, cuando España aún no se había enfrentado a una revisión insensata de su pasado y el sueño europeo no se había mudado en pesadilla.
Un próspero hombre de negocios, reputado ensayista conservador, repasa su vida desde los días en que fuera convencido intelectual de izquierdas y combatiente republicano obligado a exiliarse tras la Guerra en Cambridge. Su metamorfosis –nos cuenta- dio comienzo un mediodía de junio de 1935 en la sierra de Madrid, cuando conoció a dos hermanos, Miguel –conde de Fonseca y capitán de Caballería- y Elena Cienfuegos, cuya sola imagen le deslumbró.
La historia, por los años en los que transcurre y los personajes que la protagonizan, podía ser el retrato de una clase social o un cuadro histórico que diera primacía, o al menos relieve, a los sucesos políticos de aquel tiempo. Pero en vano se buscarán en ella identidades camufladas junto a otras manifiestas o un relato novelado de los años de preguerra; la trama, imprevisible y sutil, está construida sobre un rito o ceremonial iniciático.
Saturnino Prieto, el narrador, hace de sí mismo un retrato poco clemente. Receloso e inseguro, de aspecto cetrino y físico enteco, es un ser sensible a las inclemencias de la naturaleza a quien con frecuencia encontramos cansado, somnoliento, sudoroso, febril. En cambio, los hermanos Cienfuegos tienen desde su primera manifestación caracteres impropios de la especie humana. Son dos personajes de leyenda, y no sólo porque Elena se asemeje a una divinidad homérica, sino porque parecen no conocer el sueño, la fatiga, los agobios económicos, el miedo o la enfermedad. “She has something of a noble animal of legend –como dijera de una valerosa mujer uno de sus contemporáneos-, something free that enables her to soar far above everything and everyone”.
Su árbol familiar se adentra, como el de seres de leyenda que son, en territorios lejanos perdidos en la niebla del pasado; Elena y Miguel, que participan de un sentimiento de casta que los vincula a linajes ilustres, moran a la sombra de sus ramas, ajenos a una realidad con la que prefieren no mancharse. El autor evoca ese mundo entre sombras y alusiones y no trae a escena más que a un príncipe alemán y a un viejo tío de los protagonistas retirado del mundo al pie de la sierra de Gredos; es con ellos y entre ellos con quien encadena diálogos y escenas al cabo de los cuales Saturnino Prieto va despojándose de prejuicios ideológicos y entre citas clásicas, canciones, versos, salidas al campo y abundante vino se convierte en recipiendario de un valioso legado.
Que los hermanos Cienfuegos, altivos, supremos, den entrada en su vida a Saturnino Prieto y se constituyan en sus mentores mediante una sucesión de pruebas físicas y morales plantea un enigma que el lector de esta novela debe descifrar. ¿Qué puede tener en común con los vestigios del Antiguo Régimen un universitario de clase media, empachado de ideas de progreso y revolución social? Sería insensato explicar en pocas líneas el fondo de esta historia, pero por algo dice uno de los personajes de la novela que lo que se transmite no muere y tampoco quien lo transmite muere del todo. Y los Cienfuegos, muy en su papel de semidioses, ajenos al recato y a las convenciones burguesas –porque ciertas libertades extremas sólo se las puede permitir el indiferente a su destino- pasan el testigo a un hombre valeroso y esforzado, de mente inquisitiva y capaz de descubrir la verdad oculta tras toda apariencia.
Si el estilo es el signo distintivo de toda obra literaria, El rompimiento de gloria está escrito con la destreza de quien, además de ser maestro en dos lenguas y culturas, conoce y venera los parajes, los cielos, las sendas, las aguas y las flores de las sierras españolas, y concede a la naturaleza, de ordinario tan marginal en nuestras letras, un relieve inusitado.
Es ésta una novela escrita con conciencia –no con prejuicios- de clase, con la convicción de que no todo lo viejo está muerto, que lo accesorio es muchas veces cuestión de vida o muerte, y que el pacto fáustico de la modernidad acabará destruyendo todo lo bello para dejar en su lugar un rastro de hormigueros y colmenas. Y es también un libro cuyo autor no ignora que la Arcadia fue acaso un pedregal inhóspito, pero que, como Elena Cienfuegos, con los ojos glaucos de la diosa Atenea, sabe percibir –y transmitir con gozo a sus lectores- la belleza imperecedera de un verso popular, de una cita clásica, de una canción de los años treinta, o del otoño largo y templado de este rincón de Europa en el que "apenas existe la primavera pero convierte su octubre en el mayo ideal y perfecto que nunca conoció".
Joaquín Torrente García de la Mata
San Sebastián, mayo de 2012.
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