miércoles, 24 de marzo de 2010
Este otro ensayo sobre la adulación del Poder por los escritores apareció en el diario ABC el 31 de Agosto de 1985 y se recogió en 1988 en el libro titulado El guirigay nacional. Volvió a publicarse en la recopilación de 2005, titulada El guirigay nacional: ensayos sobre el habla de hoy. Tampoco gustó; razón de más para reproducirlo de nuevo.
El ruiseñor cristiano y otros pájaros cantores
Resulta difícil imaginar, por ejemplo, a un arquitecto exclamando airado: ¡Mi musa es insobornable! En cambio sí estamos acostumbrados a oír estas u otras palabras similares en boca de escritores. Conviene, no obstante, pararse a pensar que no siempre fue así. Hasta el siglo XIX un autor literario encontraba tan natural que le encargasen una loa como un arquitecto que le encomendasen una edificación. A sueldo, claro está. Los escritores que hoy llamamos clásicos no rehuían el mecenazgo, lo buscaban. No sólo no se avergonzaban de su dependencia, sino que se enorgullecían del poderío o la opulencia de sus valedores. No había deshonra en cantar las alabanzas de alguien por dinero y apoyos, como sigue sin haberla hoy en cobrar por trabajar como abogado, arquitecto o médico de uno o varios clientes.
El cambio de actitud de los escritores obedece a dos causas. Primero la concentración del mecenazgo en unas pocas manos, no por anónimas menos poderosas: el Estado, los partidos políticos, la Prensa, las editoriales. Segundo la secularización de la sociedad occidental, con el consiguiente debilitamiento del magisterio de la Iglesia. Ante la nueva situación social los escritores reaccionan poniéndose al servicio de los nuevos poderes —mucho más ideológicos y menos personales que los anteriores— y a la vez ocupando el hueco que iba dejando el clero. A principios del siglo XX la transformación estaba ya consumada. Los escritores —que pasaron a llamarse intelectuales— habían asumido las funciones magistrales, moralizantes, censoras y proféticas del clero. Se habían arrogado el papel de conciencia pública. Habían subido de categoría social, pero no económica. Seguían necesitando mecenas, y éstos sólo podían ser los nuevos poderes anónimos antes citados. Pero ocurre que un sacerdote —aunque sea laico y agnóstico— que es a la vez mantenedor de los juegos florales del Poder puede chocar. Había, pues, que cambiar de lenguaje. Era menester declararse en todo momento insobornable, aunque se cantasen las loas de tal o cual capillita. El fenómeno era a veces inconsciente y otras cínico. Pero siempre lo hacía más llevadero el que ya no se trataba de ensalzar al Conde de Lemos, a don Juan de Austria o al Cardenal Richelieu, sino abstracciones como la democracia, el nacionalsocialismo, el comunismo, la libre empresa o el cubismo. El lenguaje era otro. Se perdió el fino arte de la coba ad hominem.
Por eso son tan torpes los autores modernos cuando las circunstancias los obligan a volver al viejo género literario de la loa personal. Ya hemos visto que hasta Sartre se ponía a escribir como el tebeo cuando tenía que ensalzar a Castro, y que a otro grave escritor norteamericano sólo se le ocurría compararlo con un falo para encomiarlo. Góngora lo hacía mucho mejor. Obsérvese el marmóreo decoro de su soneto al Marqués de Ayamonte, que empieza: Clarísimo Marqués, dos veces claro / por vuestra sangre y vuestro entendimiento. O aquel otro en que mata dos pájaros de un tiro, puesto que se dirige al Conde de Villamediana —que era Correo Mayor del Rey— con un ¡Oh Mercurio del Júpiter de España! Seguro que a un vate progre sólo se le hubiera ocurrido una sosería para halagar a la vez a don Felipe González y al director general de Correos y Telecomunicaciones. Pues ¿y el donaire de llamar al Conde de Lemos, con sus cuarenta años, Florido en años, en prudencia cano?
Está claro que hoy nadie sabría halagar con finura literaria. Y no por recato, que basta con abrir un periódico para leer alabanzas desmesuradas, proferidas con descaro ejemplar. Pero les falta gracejo. La prueba es que cuando en 1928 cierto gran poeta escribió un largo Poema al Ilmo. Sr. Vizconde de Amocadén, muy inspirado en ejemplos del Siglo de Oro, parió un engendro. Empieza: ¡Párate, gran Vizconde! Ten el freno / áureo de tu caballo jerezano / y al pie del Guadalete, ya sereno / presta tu oído a un ruiseñor cristiano. Y termina: Pensativo, el Vizconde, a la carrera, / se perdió hacia Jerez de la Frontera. No, no es de La venganza de don Mendo. Está escrito por Rafael Alberti, el ruiseñor cristiano. Según nuestras noticias, el homenajeado quiso regalarle un caballo, pero el ruiseñor cristiano contestó que no tenía cuadras y aceptó en cambio cinco mil pesetas. De las de entonces.
Como en tantas otras cuestiones relacionadas con el lenguaje, la dificultad estriba en la desaparición de ciertas convenciones. Las antiguas reglas formales del panegírico le daban una paradójica naturalidad. Era legítimo como el obligado piropo del huésped a la niña de la casa. Cuando hace veinte siglos el cáustico Marcial —que aunque natural de Calatayud no era ningún maño rudo y sincero— escribía en un epigrama a uno de los Emperadores más desalmados de la Historia, Domiciano, el pudor que antes de tu venida no existía ni en la alcoba conyugal ha comenzado a entrar hasta en los mismos prostíbulos, ni engañaba ni pretendía engañar a nadie. Todos, empezando por el César, sabían a qué atenerse. Aquello era una declaración política, ni más ni menos que el editorial de un periódico moderno apoyando al Poder. La única diferencia está en que seguía otros cánones literarios. Y el problema de los turiferarios de hoy cuando quieren volver al estilo más directo y personal de antaño es que ignoran las viejas formas, y la loa resulta torpe. Esto y que tanto han hablado de su musa insobornable que les falta soltura en la adulación. La vieja loa de encargo no pretendía ser sincera: la de ahora sí, y por eso mismo es hipócrita.
(Este artículo se publicó en el ABC del 31 de Agosto de 1985, y fue recogido en los libros El Guirigay Nacional (1988) y El Guirigay Nacional. Ensayos sobre el habla de hoy (2005))
Bibliografía de El Guirigay Nacional. Ensayos sobre el habla de hoy
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008
El cambio de actitud de los escritores obedece a dos causas. Primero la concentración del mecenazgo en unas pocas manos, no por anónimas menos poderosas: el Estado, los partidos políticos, la Prensa, las editoriales. Segundo la secularización de la sociedad occidental, con el consiguiente debilitamiento del magisterio de la Iglesia. Ante la nueva situación social los escritores reaccionan poniéndose al servicio de los nuevos poderes —mucho más ideológicos y menos personales que los anteriores— y a la vez ocupando el hueco que iba dejando el clero. A principios del siglo XX la transformación estaba ya consumada. Los escritores —que pasaron a llamarse intelectuales— habían asumido las funciones magistrales, moralizantes, censoras y proféticas del clero. Se habían arrogado el papel de conciencia pública. Habían subido de categoría social, pero no económica. Seguían necesitando mecenas, y éstos sólo podían ser los nuevos poderes anónimos antes citados. Pero ocurre que un sacerdote —aunque sea laico y agnóstico— que es a la vez mantenedor de los juegos florales del Poder puede chocar. Había, pues, que cambiar de lenguaje. Era menester declararse en todo momento insobornable, aunque se cantasen las loas de tal o cual capillita. El fenómeno era a veces inconsciente y otras cínico. Pero siempre lo hacía más llevadero el que ya no se trataba de ensalzar al Conde de Lemos, a don Juan de Austria o al Cardenal Richelieu, sino abstracciones como la democracia, el nacionalsocialismo, el comunismo, la libre empresa o el cubismo. El lenguaje era otro. Se perdió el fino arte de la coba ad hominem.
Por eso son tan torpes los autores modernos cuando las circunstancias los obligan a volver al viejo género literario de la loa personal. Ya hemos visto que hasta Sartre se ponía a escribir como el tebeo cuando tenía que ensalzar a Castro, y que a otro grave escritor norteamericano sólo se le ocurría compararlo con un falo para encomiarlo. Góngora lo hacía mucho mejor. Obsérvese el marmóreo decoro de su soneto al Marqués de Ayamonte, que empieza: Clarísimo Marqués, dos veces claro / por vuestra sangre y vuestro entendimiento. O aquel otro en que mata dos pájaros de un tiro, puesto que se dirige al Conde de Villamediana —que era Correo Mayor del Rey— con un ¡Oh Mercurio del Júpiter de España! Seguro que a un vate progre sólo se le hubiera ocurrido una sosería para halagar a la vez a don Felipe González y al director general de Correos y Telecomunicaciones. Pues ¿y el donaire de llamar al Conde de Lemos, con sus cuarenta años, Florido en años, en prudencia cano?
Está claro que hoy nadie sabría halagar con finura literaria. Y no por recato, que basta con abrir un periódico para leer alabanzas desmesuradas, proferidas con descaro ejemplar. Pero les falta gracejo. La prueba es que cuando en 1928 cierto gran poeta escribió un largo Poema al Ilmo. Sr. Vizconde de Amocadén, muy inspirado en ejemplos del Siglo de Oro, parió un engendro. Empieza: ¡Párate, gran Vizconde! Ten el freno / áureo de tu caballo jerezano / y al pie del Guadalete, ya sereno / presta tu oído a un ruiseñor cristiano. Y termina: Pensativo, el Vizconde, a la carrera, / se perdió hacia Jerez de la Frontera. No, no es de La venganza de don Mendo. Está escrito por Rafael Alberti, el ruiseñor cristiano. Según nuestras noticias, el homenajeado quiso regalarle un caballo, pero el ruiseñor cristiano contestó que no tenía cuadras y aceptó en cambio cinco mil pesetas. De las de entonces.
Como en tantas otras cuestiones relacionadas con el lenguaje, la dificultad estriba en la desaparición de ciertas convenciones. Las antiguas reglas formales del panegírico le daban una paradójica naturalidad. Era legítimo como el obligado piropo del huésped a la niña de la casa. Cuando hace veinte siglos el cáustico Marcial —que aunque natural de Calatayud no era ningún maño rudo y sincero— escribía en un epigrama a uno de los Emperadores más desalmados de la Historia, Domiciano, el pudor que antes de tu venida no existía ni en la alcoba conyugal ha comenzado a entrar hasta en los mismos prostíbulos, ni engañaba ni pretendía engañar a nadie. Todos, empezando por el César, sabían a qué atenerse. Aquello era una declaración política, ni más ni menos que el editorial de un periódico moderno apoyando al Poder. La única diferencia está en que seguía otros cánones literarios. Y el problema de los turiferarios de hoy cuando quieren volver al estilo más directo y personal de antaño es que ignoran las viejas formas, y la loa resulta torpe. Esto y que tanto han hablado de su musa insobornable que les falta soltura en la adulación. La vieja loa de encargo no pretendía ser sincera: la de ahora sí, y por eso mismo es hipócrita.
(Este artículo se publicó en el ABC del 31 de Agosto de 1985, y fue recogido en los libros El Guirigay Nacional (1988) y El Guirigay Nacional. Ensayos sobre el habla de hoy (2005))
Bibliografía de El Guirigay Nacional. Ensayos sobre el habla de hoy
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008
lunes, 15 de marzo de 2010
Odas y loas
por Otto Silenus
Stalin, como tantos poderosos, fue celebrado y alabado en prosa y en verso. La desmesura –conceptual y métrica- de los poetas que cantaron al Padrecito de los Pueblos tal vez encuentra una explicación psicológica en unos versos de Neruda dedicados a Lenin, que así dicen
“para cantarte
debo decir adiós a las palabras;
debo escribir con árboles, con ruedas
con arados, con cereales”.
Esta hipertrofia laudatoria justifica que las ilustraciones poéticas al artículo de Tamarón “El intelectual y sus héroes” no se publiquen como glosa o comentario, sino bajo este otro formato.
Las loas al mando no son patrimonio exclusivo de los poetas en lengua española; en Italia se hizo célebre el estribillo de D’Annunzio ("spunta il sole e canta il gallo, e Mussolini monta a cavallo"), y en Francia Paul Claudel compuso, con tres años de diferencia, sendas Odas a Pétain ("Paroles au Maréchal") y a de Gaulle.
Los poetas del bando vencedor en la Guerra Civil española fueron algo más comedidos en sus loas al poder; es verdad que Manuel Machado no se resistió a escribir -arma virumque cano- una Oda al Sable del Caudillo, y que Dionisio Ridruejo cantó a Franco, a José Antonio, al 18 de julio y a García Morato. Pero también es verdad que al mismo tiempo Ridruejo escribía un soneto en honor del otro Machado, muerto en exilio, y que Manuel pedía en los versos finales de su Oda que la victoria sirviera para unir en un mismo afán "al hermano y al hermano". Por eso el lector paciente podrá encontrar, al final de esta colaboración, el poema dedicado por Manuel Machado a Franco y el Soneto de Antonio Machado a Enrique Líster, con la célebre y escalofriante invocación final al arma del Jefe en los Ejércitos del Ebro.
Otto Silenus
Marzo 2010
NICOLÁS GUILLÉN
ODA A STALIN
Stalin, Capitán,
a quien Changó proteja y a quien resguarde Ochún.
A tu lado, cantando, los hombres libres van:
el chino, que respira con pulmón de volcán,
el negro, de ojos blancos y barbas de betún,
el blanco, de ojos verdes y barbas de azafrán.
Stalin, Capitán.
Tiembla Europa en su mapa de piedra y de cartón.
Mil siglos se desploman rodando sin contén.
Cañón
del Austro al Septentrión.
Cabezas y cabezas cortadas a cercén.
El mar arde lo mismo que un charco de alquitrán.
Bocas que ayer cantaban a la Verdad y el Bien
Hoy bajo cuatro metros de amargo sueño están...
Stalin, Capitán.
Pero el futuro afinca, levanta su ilusión
allá en tu roja tierra donde es feliz el pan,
y altos pechos armados de una misma canción
las plumas de los buitres detienen, detendrán,
allá en tu helado cielo de llama y explosión,
Stalin, Capitán.
El jarro de magnolias, el floreal corazón
de Buda, despereza su extático ademán;
gravita un continente sobre el Mar del Japón:
rudo bloque de sangre de Siberia a Ceylán
y de Esmirna a Cantón...
Stalin, Capitán.
Tambores africanos con resonante son
sobre selva y desierto su vivo alerta dan,
más fiero que el metal con que ruge el león;
y alzando hasta el Pichincha la tormentosa sien
América convoca su puma y su caimán,
pero además engrasa su motor y su tren.
Odio por dondequiera verá el ciego alemán
la paloma, el avión,
el pico del tucán,
el zoológico río de vasta indignación,
las flechas venenosas que en pleno blanco dan,
y aun el viento, impulsando sus ruedas de ciclón...
Stalin, Capitán, a quien Changó proteja y a quien resguarde Ochún...
A tu lado, cantando, los hombres libres van:
el chino, que respira con pulmón de volcán,
el negro, de ojos blancos y barbas de betún,
el blanco, de ojos verdes y barbas de azafrán...
¡Stalin, Capitán,
los pueblos que despierten junto a ti marcharán!
RAFAEL ALBERTI
REDOBLE LENTO POR LA MUERTE DE STALIN
I
Por encima del mar, sobre las cordilleras,
a través de los valles, los bosques y los
ríos,
por sobre los oasis y arenales desérticos,
por sobre los callados horizontes sin
límites
y las deshabitadas regiones de las nieves
va pasando la voz, nos va llegando
tristemente la voz que nos lo anuncia.
José Stalin ha muerto.
A través de las calles y las plazas de los
grandes poblados,
por los anchos caminos generales y
perdidos senderos,
por sobre las atónitas aldeas, asombradas
campiñas,
planicies solitarias, subterráneos
corredores mineros, olvidadas
islas y golpeados lit orales desnudos
va pasando la voz, nos va llegando
tristemente la voz que nos lo anuncia.
José Stalin ha muerto.
Va cruzando las horas oscuras de la
noche,
la madrugada, el día, los extensos
crepúsculos,
todo lo austral y nórdico que
comprende la tierra,
y no hay razas, no hay pueblos, no hay
rincones,
no hay partículas mínimas del mundo
en donde no penetre la voz que va
llegando,
la voz que tristemente nos lo anuncia.
José Stalin ha muerto.
II
(A dos voces)
1. Padre y maestro y camarada:
quiero llorar, quiero cantar.
Que el agua clara me ilumine,
que tu alma clara me ilumine
en esta noche en que te vas.
2. Se ha detenido un corazón.
Se ha detenido un pensamiento.
Un árbol grande se ha doblado.
Un árbol grande se ha callado.
Mas ya se escucha en el silencio.
1. Padre y maestro y camarada:
solo parece que está el mar.
Pero las olas se levantan,
pero en las olas te levantas
y riges ya en la inmensidad.
2. Cerró los ojos la firmeza ,
la hoja más limpia del acero.
Sobre su tierra se ha dormido.
Sobre la Tierra se ha dormido.
Mas ya se yergue en el silencio.
1. Padre y maestro y camarada:
vuela en lo oscuro un gavilán.
Pero en tu barca una paloma,
pero en tu mano una paloma
se abre a los cielos de la paz.
2. Callan los yunques y martillos.
El campo calla y calla el viento.
Mudo s u pueblo le da vela.
Mudos sus pueblos le dan vela.
Mas ya camina en el silencio.
1. Padre y maestro y camarada:
fuertes nos dejas, Mariscal.
Como en las puntas de la estrella,
como en las puntas de tu estrella
arde en nosotros la unidad.
2. Vence el amor en este día.
El odio ladra prisionero.
La oscuridad cierra los brazos.
La eternidad abre los brazos.
Y escribe un nombre en el silencio.
III
No ha muerto Stalin. No has muerto.
Que cada lágrima cante
tu recuerdo.
Que cada gemido cante
tu recuerdo.
Tu pueblo tiene tu forma,
su voz tu viril acento.
No has muerto.
Hablan por ti sus talleres,
el hombre y la mujer nuevos.
No has muerto.
Sus piedras llevan tu nombre,
sus construcciones tu sueño.
No has muerto.
No hay mares donde no habites,
ríos donde no estés dentro.
No has muerto.
Campos en donde tus manos
abiertas no se hayan puesto.
No has muerto.
Cielos por donde no cruce
como un sol tu pensamiento.
No has muerto.
No hay ciudad que no recuerde
tu nombre cuando era fuego.
No has muerto.
Laureles de Stalingrado
siempre dirán que no has muerto.
No has muerto.
Los niños en sus canciones
te cantarán que no has muerto.
Los niños pobres del mundo,
que no has muerto.
Y en las cárceles de España
y en sus más perdidos pueblos
dirán que no has muerto.
Y los esclavos hundidos,
los amarillos, los negros,
los más olvidados tristes,
los más rotos sin consuelo,
dirán que no has muerto.
La Tierra toda girando,
que no has muerto.
Lenin, junto a ti dormido,
también dirá que no has muerto.
Buenos Aires, 9 marzo 1953
PABLO NERUDA
ODA A STALIN
Camarada Stalin, yo estaba junto al mar en la Isla Negra,
descansando de luchas y de viajes,
cuando la noticia de tu muerte llegó como un golpe de océano.
Fue primero el silencio, el estupor de las cosas, y luego llegó del mar una
ola grande.
De algas, metales y hombres, piedras, espuma y lágrimas estaba hecha esta
ola.
De historia, espacio y tiempo recogió su materia
y se elevó llorando sobre el mundo
hasta que frente a mí vino a golpear la costa
y derribó a mis puertas su mensaje de luto
con un grito gigante
como si de repente se quebrara la tierra.
Era en 1914.
En las fábricas se acumulaban basuras y dolores.
Los ricos del nuevo siglo
se repartían a dentelladas el petróleo y las islas, el cobre y los canales.
Ni una sola bandera levantó sus colores
sin las salpicaduras de la sangre.
Desde Hong Kong a Chicago la policía
buscaba documentos y ensayaba
las ametralladoras en la carne del pueblo.
Las marchas militares desde el alba
mandaban soldaditos a morir.
Frenético era el baile de los gringos
en las boîtes de París llenas de humo.
Se desangraba el hombre.
Una lluvia de sangre
caía del planeta,
manchaba las estrellas.
La muerte estrenó entonces armaduras de acero.
El hambre
en los caminos de Europa
fue como un viento helado aventando hojas secas y quebrantando huesos.
El otoño soplaba los harapos.
La guerra había erizado los caminos.
Olor a invierno y sangre
emanaba de Europa
como de un matadero abandonado.
Mientras tanto los dueños
del carbón,
del hierro,
del acero,
del humo,
de los bancos,
del gas,
del oro,
de la harina,
del salitre,
del diario El Mercurio,
los dueños de burdeles,
los senadores norteamericanos,
los filibusteros
cargados de oro y sangre
de todos los países,
eran también los dueños
de la Historia.
Allí estaban sentados
de frac, ocupadísimos
en dispensar condecoraciones,
en regalarse cheques a la entrada
y robárselos a la salida,
en regalarse acciones de la carnicería
y repartirse a dentelladas
trozos de pueblo y de geografía.
Entonces con modesto
vestido y gorra obrera,
entró el viento,
entró el viento del pueblo.
Era Lenin.
Cambió la tierra, el hombre, la vida.
El aire libre revolucionario
trastornó los papeles
manchados. Nació una patria
que no ha dejado de crecer.
Es grande como el mundo, pero cabe
hasta en el corazón del más
pequeño
trabajador de usina o de oficina,
de agricultura o barco.
Era la Unión Soviética.
Junto a Lenin
Stalin avanzaba
y así, con blusa blanca,
con gorra gris de obrero,
Stalin,
con su paso tranquilo,
entró en la Historia acompañado
de Lenin y del viento.
Stalin desde entonces
fue construyendo. Todo
hacía falta. Lenin recibió de los zares
telarañas y harapos.
Lenin dejó una herencia
de patria libre y ancha.
Stalin la pobló
con escuelas y harina,
imprentas y manzanas.
Stalin desde el Volga
hasta la nieve
del Norte inaccesible
puso su mano y en su mano un hombre
comenzó a construir.
Las ciudades nacieron.
Los desiertos cantaron
por primera vez con la voz del agua.
Los minerales
acudieron,
salieron
de sus sueños oscuros,
se levantaron,
se hicieron rieles, ruedas,
locomotoras, hilos
que llevaron las sílabas eléctricas
por toda la extensión y la distancia.
Stalin
construía.
Nacieron
de sus manos
cereales,
tractores,
enseñanzas,
caminos,
y él allí,
sencillo como tú y como yo,
si tú y yo consiguiéramos
ser sencillos como él.
Pero lo aprenderemos.
Su sencillez y su sabiduría,
su estructura
de bondadoso pan y de acero inflexible
nos ayuda a ser hombres cada día,
cada día nos ayuda a ser hombres.
¡Ser hombres! ¡Es ésta
la ley staliniana!
Ser comunista es difícil.
Hay que aprender a serlo.
Ser hombres comunistas
es aún más difícil,
y hay que aprender de Stalin
su intensidad serena,
su claridad concreta,
su desprecio
al oropel vacío,
a la hueca abstracción editorial.
Él fue directamente
desentrañando el nudo
y mostrando la recta
claridad de la línea,
entrando en los problemas
sin las frases que ocultan
el vacío,
derecho al centro débil
que en nuestra lucha rectificaremos
podando los follajes
y mostrando el designio de los frutos.
Stalin es el mediodía,
la madurez del hombre y de los pueblos.
En la guerra lo vieron
las ciudades quebradas
extraer del escombro
la esperanza,
refundirla de nuevo,
hacerla acero,
y atacar con sus rayos
destruyendo
la fortificación de las tinieblas.
Pero también ayudó a los manzanos
de Siberia
a dar sus frutas bajo la tormenta.
Enseñó a todos
a crecer, a crecer,
a plantas y metales,
a criaturas y ríos
les enseñó a crecer,
a dar frutos y fuego.
Les enseñó la Paz
y así detuvo
con su pecho extendido
los lobos de la guerra.
Frente al mar de la Isla Negra, en la mañana,
icé a media asta la bandera de Chile.
Estaba solitaria la costa y una niebla de plata
se mezclaba a la espuma solemne del océano.
A mitad de su mástil, en el campo de azul,
la estrella solitaria de mi patria
parecía una lágrima entre el cielo y la tierra.
Pasó un hombre del pueblo, saludó comprendiendo,
y se sacó el sombrero.
Vino un muchacho y me estrechó la mano.
Más tarde el pescador de erizos, el viejo buzo
y poeta,
Gonzalito, se acercó a acompañarme bajo la bandera.
«Era más sabio que todos los hombres juntos», me dijo
mirando el mar con sus viejos ojos, con los viejos
ojos del pueblo.
Y luego por largo rato no dijimos nada.
Una ola
estremeció las piedras de la orilla.
«Pero Malenkov ahora continuará su obra», prosiguió
levantándose el pobre pescador de chaqueta raída.
Yo lo miré sorprendido pensando: ¿Cómo, cómo lo sabe?
¿De dónde, en esta costa solitaria?
Y comprendí que el mar se lo había enseñado.
Y allí velamos juntos, un poeta,
un pescador y el mar
al Capitán lejano que al entrar en la muerte
dejó a todos los pueblos, como herencia, su vida.
MANUEL MACHADO
ODA AL SABLE DEL CAUDILLO
¡Bien venido, Capitán!
Bienvenido a tu Madrid,
con la palma de la lid
y con la espiga del pan.
Dios bendice el santo afán
que tu espada desnudó
y la victoria te dió,
poniendo en esa victoria
toda la luz de la gloria
de un mundo que se salvó.
Con esa hueste triunfal
que tras tu enseña desfila
-y que lleva en la mochila
estrellas de general-,
de la barbarie oriental
vencer supiste el espanto,
y alcanza tu gloria tanto
que con tu invencible tropa
fue España escudo de Europa
como en Granada y Lepanto.
De tu soberbia campaña,
Caudillo noble y valiente,
ha resurgido esplendente
una y grande y libre España.
Que hoy sean tu nueva hazaña
estas paces que unirán
en un mismo y puro afán
al hermano y el hermano…
Con la sombra de tu mano
es bastante, ¡Capitán!
Madrid, 1939
ANTONIO MACHADO
A LÍSTER, JEFE EN LOS EJÉRCITOS DEL EBRO
Tu carta —oh noble corazón en vela,
español indomable, puño fuerte—,
tu carta, heroico Lister, me consuela
de esta, que pesa en mí, carne de muerte.
Fragores en tu carta me han llegado
de lucha santa sobre el campo ibero;
también mi corazón ha despertado
entre olores de pólvora y romero.
Donde anuncia marina caracola
que llega el Ebro, y en la peña fría
donde brota esa rúbrica española,
de monte a mar, esta palabra mía:
"Si mi pluma valiera tu pistola
de capitán, contento moriría".
Rocafort, 1938
Stalin, como tantos poderosos, fue celebrado y alabado en prosa y en verso. La desmesura –conceptual y métrica- de los poetas que cantaron al Padrecito de los Pueblos tal vez encuentra una explicación psicológica en unos versos de Neruda dedicados a Lenin, que así dicen
“para cantarte
debo decir adiós a las palabras;
debo escribir con árboles, con ruedas
con arados, con cereales”.
Esta hipertrofia laudatoria justifica que las ilustraciones poéticas al artículo de Tamarón “El intelectual y sus héroes” no se publiquen como glosa o comentario, sino bajo este otro formato.
Las loas al mando no son patrimonio exclusivo de los poetas en lengua española; en Italia se hizo célebre el estribillo de D’Annunzio ("spunta il sole e canta il gallo, e Mussolini monta a cavallo"), y en Francia Paul Claudel compuso, con tres años de diferencia, sendas Odas a Pétain ("Paroles au Maréchal") y a de Gaulle.
Los poetas del bando vencedor en la Guerra Civil española fueron algo más comedidos en sus loas al poder; es verdad que Manuel Machado no se resistió a escribir -arma virumque cano- una Oda al Sable del Caudillo, y que Dionisio Ridruejo cantó a Franco, a José Antonio, al 18 de julio y a García Morato. Pero también es verdad que al mismo tiempo Ridruejo escribía un soneto en honor del otro Machado, muerto en exilio, y que Manuel pedía en los versos finales de su Oda que la victoria sirviera para unir en un mismo afán "al hermano y al hermano". Por eso el lector paciente podrá encontrar, al final de esta colaboración, el poema dedicado por Manuel Machado a Franco y el Soneto de Antonio Machado a Enrique Líster, con la célebre y escalofriante invocación final al arma del Jefe en los Ejércitos del Ebro.
Otto Silenus
Marzo 2010
NICOLÁS GUILLÉN
ODA A STALIN
Stalin, Capitán,
a quien Changó proteja y a quien resguarde Ochún.
A tu lado, cantando, los hombres libres van:
el chino, que respira con pulmón de volcán,
el negro, de ojos blancos y barbas de betún,
el blanco, de ojos verdes y barbas de azafrán.
Stalin, Capitán.
Tiembla Europa en su mapa de piedra y de cartón.
Mil siglos se desploman rodando sin contén.
Cañón
del Austro al Septentrión.
Cabezas y cabezas cortadas a cercén.
El mar arde lo mismo que un charco de alquitrán.
Bocas que ayer cantaban a la Verdad y el Bien
Hoy bajo cuatro metros de amargo sueño están...
Stalin, Capitán.
Pero el futuro afinca, levanta su ilusión
allá en tu roja tierra donde es feliz el pan,
y altos pechos armados de una misma canción
las plumas de los buitres detienen, detendrán,
allá en tu helado cielo de llama y explosión,
Stalin, Capitán.
El jarro de magnolias, el floreal corazón
de Buda, despereza su extático ademán;
gravita un continente sobre el Mar del Japón:
rudo bloque de sangre de Siberia a Ceylán
y de Esmirna a Cantón...
Stalin, Capitán.
Tambores africanos con resonante son
sobre selva y desierto su vivo alerta dan,
más fiero que el metal con que ruge el león;
y alzando hasta el Pichincha la tormentosa sien
América convoca su puma y su caimán,
pero además engrasa su motor y su tren.
Odio por dondequiera verá el ciego alemán
la paloma, el avión,
el pico del tucán,
el zoológico río de vasta indignación,
las flechas venenosas que en pleno blanco dan,
y aun el viento, impulsando sus ruedas de ciclón...
Stalin, Capitán, a quien Changó proteja y a quien resguarde Ochún...
A tu lado, cantando, los hombres libres van:
el chino, que respira con pulmón de volcán,
el negro, de ojos blancos y barbas de betún,
el blanco, de ojos verdes y barbas de azafrán...
¡Stalin, Capitán,
los pueblos que despierten junto a ti marcharán!
RAFAEL ALBERTI
REDOBLE LENTO POR LA MUERTE DE STALIN
I
Por encima del mar, sobre las cordilleras,
a través de los valles, los bosques y los
ríos,
por sobre los oasis y arenales desérticos,
por sobre los callados horizontes sin
límites
y las deshabitadas regiones de las nieves
va pasando la voz, nos va llegando
tristemente la voz que nos lo anuncia.
José Stalin ha muerto.
A través de las calles y las plazas de los
grandes poblados,
por los anchos caminos generales y
perdidos senderos,
por sobre las atónitas aldeas, asombradas
campiñas,
planicies solitarias, subterráneos
corredores mineros, olvidadas
islas y golpeados lit orales desnudos
va pasando la voz, nos va llegando
tristemente la voz que nos lo anuncia.
José Stalin ha muerto.
Va cruzando las horas oscuras de la
noche,
la madrugada, el día, los extensos
crepúsculos,
todo lo austral y nórdico que
comprende la tierra,
y no hay razas, no hay pueblos, no hay
rincones,
no hay partículas mínimas del mundo
en donde no penetre la voz que va
llegando,
la voz que tristemente nos lo anuncia.
José Stalin ha muerto.
II
(A dos voces)
1. Padre y maestro y camarada:
quiero llorar, quiero cantar.
Que el agua clara me ilumine,
que tu alma clara me ilumine
en esta noche en que te vas.
2. Se ha detenido un corazón.
Se ha detenido un pensamiento.
Un árbol grande se ha doblado.
Un árbol grande se ha callado.
Mas ya se escucha en el silencio.
1. Padre y maestro y camarada:
solo parece que está el mar.
Pero las olas se levantan,
pero en las olas te levantas
y riges ya en la inmensidad.
2. Cerró los ojos la firmeza ,
la hoja más limpia del acero.
Sobre su tierra se ha dormido.
Sobre la Tierra se ha dormido.
Mas ya se yergue en el silencio.
1. Padre y maestro y camarada:
vuela en lo oscuro un gavilán.
Pero en tu barca una paloma,
pero en tu mano una paloma
se abre a los cielos de la paz.
2. Callan los yunques y martillos.
El campo calla y calla el viento.
Mudo s u pueblo le da vela.
Mudos sus pueblos le dan vela.
Mas ya camina en el silencio.
1. Padre y maestro y camarada:
fuertes nos dejas, Mariscal.
Como en las puntas de la estrella,
como en las puntas de tu estrella
arde en nosotros la unidad.
2. Vence el amor en este día.
El odio ladra prisionero.
La oscuridad cierra los brazos.
La eternidad abre los brazos.
Y escribe un nombre en el silencio.
III
No ha muerto Stalin. No has muerto.
Que cada lágrima cante
tu recuerdo.
Que cada gemido cante
tu recuerdo.
Tu pueblo tiene tu forma,
su voz tu viril acento.
No has muerto.
Hablan por ti sus talleres,
el hombre y la mujer nuevos.
No has muerto.
Sus piedras llevan tu nombre,
sus construcciones tu sueño.
No has muerto.
No hay mares donde no habites,
ríos donde no estés dentro.
No has muerto.
Campos en donde tus manos
abiertas no se hayan puesto.
No has muerto.
Cielos por donde no cruce
como un sol tu pensamiento.
No has muerto.
No hay ciudad que no recuerde
tu nombre cuando era fuego.
No has muerto.
Laureles de Stalingrado
siempre dirán que no has muerto.
No has muerto.
Los niños en sus canciones
te cantarán que no has muerto.
Los niños pobres del mundo,
que no has muerto.
Y en las cárceles de España
y en sus más perdidos pueblos
dirán que no has muerto.
Y los esclavos hundidos,
los amarillos, los negros,
los más olvidados tristes,
los más rotos sin consuelo,
dirán que no has muerto.
La Tierra toda girando,
que no has muerto.
Lenin, junto a ti dormido,
también dirá que no has muerto.
Buenos Aires, 9 marzo 1953
PABLO NERUDA
ODA A STALIN
Camarada Stalin, yo estaba junto al mar en la Isla Negra,
descansando de luchas y de viajes,
cuando la noticia de tu muerte llegó como un golpe de océano.
Fue primero el silencio, el estupor de las cosas, y luego llegó del mar una
ola grande.
De algas, metales y hombres, piedras, espuma y lágrimas estaba hecha esta
ola.
De historia, espacio y tiempo recogió su materia
y se elevó llorando sobre el mundo
hasta que frente a mí vino a golpear la costa
y derribó a mis puertas su mensaje de luto
con un grito gigante
como si de repente se quebrara la tierra.
Era en 1914.
En las fábricas se acumulaban basuras y dolores.
Los ricos del nuevo siglo
se repartían a dentelladas el petróleo y las islas, el cobre y los canales.
Ni una sola bandera levantó sus colores
sin las salpicaduras de la sangre.
Desde Hong Kong a Chicago la policía
buscaba documentos y ensayaba
las ametralladoras en la carne del pueblo.
Las marchas militares desde el alba
mandaban soldaditos a morir.
Frenético era el baile de los gringos
en las boîtes de París llenas de humo.
Se desangraba el hombre.
Una lluvia de sangre
caía del planeta,
manchaba las estrellas.
La muerte estrenó entonces armaduras de acero.
El hambre
en los caminos de Europa
fue como un viento helado aventando hojas secas y quebrantando huesos.
El otoño soplaba los harapos.
La guerra había erizado los caminos.
Olor a invierno y sangre
emanaba de Europa
como de un matadero abandonado.
Mientras tanto los dueños
del carbón,
del hierro,
del acero,
del humo,
de los bancos,
del gas,
del oro,
de la harina,
del salitre,
del diario El Mercurio,
los dueños de burdeles,
los senadores norteamericanos,
los filibusteros
cargados de oro y sangre
de todos los países,
eran también los dueños
de la Historia.
Allí estaban sentados
de frac, ocupadísimos
en dispensar condecoraciones,
en regalarse cheques a la entrada
y robárselos a la salida,
en regalarse acciones de la carnicería
y repartirse a dentelladas
trozos de pueblo y de geografía.
Entonces con modesto
vestido y gorra obrera,
entró el viento,
entró el viento del pueblo.
Era Lenin.
Cambió la tierra, el hombre, la vida.
El aire libre revolucionario
trastornó los papeles
manchados. Nació una patria
que no ha dejado de crecer.
Es grande como el mundo, pero cabe
hasta en el corazón del más
pequeño
trabajador de usina o de oficina,
de agricultura o barco.
Era la Unión Soviética.
Junto a Lenin
Stalin avanzaba
y así, con blusa blanca,
con gorra gris de obrero,
Stalin,
con su paso tranquilo,
entró en la Historia acompañado
de Lenin y del viento.
Stalin desde entonces
fue construyendo. Todo
hacía falta. Lenin recibió de los zares
telarañas y harapos.
Lenin dejó una herencia
de patria libre y ancha.
Stalin la pobló
con escuelas y harina,
imprentas y manzanas.
Stalin desde el Volga
hasta la nieve
del Norte inaccesible
puso su mano y en su mano un hombre
comenzó a construir.
Las ciudades nacieron.
Los desiertos cantaron
por primera vez con la voz del agua.
Los minerales
acudieron,
salieron
de sus sueños oscuros,
se levantaron,
se hicieron rieles, ruedas,
locomotoras, hilos
que llevaron las sílabas eléctricas
por toda la extensión y la distancia.
Stalin
construía.
Nacieron
de sus manos
cereales,
tractores,
enseñanzas,
caminos,
y él allí,
sencillo como tú y como yo,
si tú y yo consiguiéramos
ser sencillos como él.
Pero lo aprenderemos.
Su sencillez y su sabiduría,
su estructura
de bondadoso pan y de acero inflexible
nos ayuda a ser hombres cada día,
cada día nos ayuda a ser hombres.
¡Ser hombres! ¡Es ésta
la ley staliniana!
Ser comunista es difícil.
Hay que aprender a serlo.
Ser hombres comunistas
es aún más difícil,
y hay que aprender de Stalin
su intensidad serena,
su claridad concreta,
su desprecio
al oropel vacío,
a la hueca abstracción editorial.
Él fue directamente
desentrañando el nudo
y mostrando la recta
claridad de la línea,
entrando en los problemas
sin las frases que ocultan
el vacío,
derecho al centro débil
que en nuestra lucha rectificaremos
podando los follajes
y mostrando el designio de los frutos.
Stalin es el mediodía,
la madurez del hombre y de los pueblos.
En la guerra lo vieron
las ciudades quebradas
extraer del escombro
la esperanza,
refundirla de nuevo,
hacerla acero,
y atacar con sus rayos
destruyendo
la fortificación de las tinieblas.
Pero también ayudó a los manzanos
de Siberia
a dar sus frutas bajo la tormenta.
Enseñó a todos
a crecer, a crecer,
a plantas y metales,
a criaturas y ríos
les enseñó a crecer,
a dar frutos y fuego.
Les enseñó la Paz
y así detuvo
con su pecho extendido
los lobos de la guerra.
Frente al mar de la Isla Negra, en la mañana,
icé a media asta la bandera de Chile.
Estaba solitaria la costa y una niebla de plata
se mezclaba a la espuma solemne del océano.
A mitad de su mástil, en el campo de azul,
la estrella solitaria de mi patria
parecía una lágrima entre el cielo y la tierra.
Pasó un hombre del pueblo, saludó comprendiendo,
y se sacó el sombrero.
Vino un muchacho y me estrechó la mano.
Más tarde el pescador de erizos, el viejo buzo
y poeta,
Gonzalito, se acercó a acompañarme bajo la bandera.
«Era más sabio que todos los hombres juntos», me dijo
mirando el mar con sus viejos ojos, con los viejos
ojos del pueblo.
Y luego por largo rato no dijimos nada.
Una ola
estremeció las piedras de la orilla.
«Pero Malenkov ahora continuará su obra», prosiguió
levantándose el pobre pescador de chaqueta raída.
Yo lo miré sorprendido pensando: ¿Cómo, cómo lo sabe?
¿De dónde, en esta costa solitaria?
Y comprendí que el mar se lo había enseñado.
Y allí velamos juntos, un poeta,
un pescador y el mar
al Capitán lejano que al entrar en la muerte
dejó a todos los pueblos, como herencia, su vida.
MANUEL MACHADO
ODA AL SABLE DEL CAUDILLO
¡Bien venido, Capitán!
Bienvenido a tu Madrid,
con la palma de la lid
y con la espiga del pan.
Dios bendice el santo afán
que tu espada desnudó
y la victoria te dió,
poniendo en esa victoria
toda la luz de la gloria
de un mundo que se salvó.
Con esa hueste triunfal
que tras tu enseña desfila
-y que lleva en la mochila
estrellas de general-,
de la barbarie oriental
vencer supiste el espanto,
y alcanza tu gloria tanto
que con tu invencible tropa
fue España escudo de Europa
como en Granada y Lepanto.
De tu soberbia campaña,
Caudillo noble y valiente,
ha resurgido esplendente
una y grande y libre España.
Que hoy sean tu nueva hazaña
estas paces que unirán
en un mismo y puro afán
al hermano y el hermano…
Con la sombra de tu mano
es bastante, ¡Capitán!
Madrid, 1939
ANTONIO MACHADO
A LÍSTER, JEFE EN LOS EJÉRCITOS DEL EBRO
Tu carta —oh noble corazón en vela,
español indomable, puño fuerte—,
tu carta, heroico Lister, me consuela
de esta, que pesa en mí, carne de muerte.
Fragores en tu carta me han llegado
de lucha santa sobre el campo ibero;
también mi corazón ha despertado
entre olores de pólvora y romero.
Donde anuncia marina caracola
que llega el Ebro, y en la peña fría
donde brota esa rúbrica española,
de monte a mar, esta palabra mía:
"Si mi pluma valiera tu pistola
de capitán, contento moriría".
Rocafort, 1938
martes, 2 de marzo de 2010
Hace un cuarto de siglo escribí un par de artículos burlándome del natural lisonjero y abyecto de la crema de la inteleztualidá. Me tacharon de diplodocus reaccionario, etc. En fin, lo de siempre. Ahora comprendo mi error. Me quedé corto, muy corto. Reproduzco a continuación el primero de los artículos, aparecido el 24 de Agosto de 1985 en el ABC y recogido en mi libro El guirigay nacional, 2005:
El intelectual y sus héroes
Uno de los pocos comentarios políticos inteligentes que hemos leído en España durante el último cuarto de siglo aparecía hace seis años escrito en una pared, en Pego, pueblo de la provincia de Alicante. El texto era lacónico, pero de una sutileza casi infinita. Estaba preñado de matices. En un mundo político como el nuestro, donde las afirmaciones —desde el pareado que se grazna en la manifestación o la frase que mancilla el muro, hasta el editorial del sesudo periódico— suelen ser reducibles a «viva Fulano» o «muera Mengano», donde reina el maniqueísmo, donde todo es blanco o negro, la pintada de Pego destacaba por su compleja riqueza semántica. No es que fuera gris, es que era tornasolada, tan amplia gama de ideas y sentimientos políticos abarcaba. La pintada de Pego decía Franco, gordito. Era, a todas luces, producto de una mente comparable en sutileza a la de Gracián o Maquiavelo. No es posible adivinar si el tono era irónico o tierno. ¿Sería su autor un anciano azañista culto y masoncete, deseoso de desmitificar —pero sin estridencias— al caudillo? ¿O una vieja solterona de pueblo, beata apacible, mas fiel a una antigua pasión secreta y platónica por aquel joven general de la guerra de Africa, luego viejo y achacoso como ella, y por tanto menos remoto, más entrañable, más gordito, más suyo? En todo caso el autor anónimo era un maestro de la lítote y un singular analista político. No es fácil poner a cavilar al lector con dos palabras lapidarias.
Contrasta tan sugerente concisión con la torpe verborrea política de las citas recogidas en un libro reciente sobre los viajes de intelectuales occidentales a la Unión Soviética, China, Cuba y Vietnam desde 1920 hasta nuestros días. Como no es probable que un libro tan duro con la crema de la inteleztualidad se publique en España traducido, damos aquí su referencia original: Political Pilgrims, por Paul Hollander (Oxford University Press, 1981). Se trata de un estudio minucioso de cómo algunas de las luminarias de la cultura moderna, gente que se supone dotada del máximo espíritu critico —¿no vivimos en plena época de racionalismo científico?—, renuncian a todo raciocinio y se lanzan a las loas más desmelenadas del déspota de turno en los países que visitan. El fondo de la cuestión no ofrece mayores sorpresas a los de antemano convencidos de que un intelectual comprometido moderno no es ni más ni menos objetivo y liberal que un monje medieval. Los prejuicios son otros, y eso es todo. G. B. Shaw, H. G. Wells, Sartre, Simone de Beauvoir o Chomsky no eran más lúcidos que los que describían las maravillas del Preste Juan. Es cierto que éstos no conocían sus dominios y que los otros, medio milenio después, sí habían visitado los de Stalin o los de Mao, por lo que tenían más obligación de ser realistas. Pero no hay que pedir cotufas en el golfo. Ya en cierta ocasión Sartre explicó a Koestler que la ciencia no le interesaba, con lo que al rechazar el método empírico excluía toda necesidad de cotejar las ideas con la realidad. Lo de estos intelectuales es pensamiento mágico, fe ciega, así que no es de extrañar que sus ditirambos sean coplas de ciego.
Pero sí asombra la forma, el lenguaje. A veces es de novela barata, otras de folletín de la televisión. No sorprende que adulen al tirano, sino que siendo escritores consagrados lo hagan tan mal. ¿Cómo pudo Norman Mailer escribir de Fidel Castro «Hay héroes en el mundo... es como si el espíritu de Hernán Cortés apareciese en nuestro siglo cabalgando el corcel blanco de Zapata»? Claro que Mailer no podía saber que años después Castro abominaría de Cortés y demás conquistadores, pero tampoco tenía necesidad de remedar a Salgari. Sartre dice que Fidel y los suyos «se han liberado casi de la rutina de dormir... comen y ayunan más que nadie... hacen retroceder los límites de lo posible». Es lenguaje muy apropiado para describir al Superhombre, pero no al de Nietzsche, sino al Superman del tebeo. Sin embargo lo supera la descripción que hace Abbie Hoffman de la entrada de Castro en La Habana, subido en un carro de combate, aclamado por las muchachas que le arrojan flores. «Se yergue. Es como un pene poderoso que se despierta y, cuando está alto y tieso, la muchedumbre de inmediato se transforma».
Stalin en cambio les inspiraba una sensiblería dulzona que estallaba en frases de novela rosa. «Sus ojos castaños son en extremo juiciosos y suaves. Un niño querría sentarse en sus rodillas y un perro querría acurrucarse contra él», escribía Joseph Davies, embajador —político, que no diplomático profesional— de los Estados Unidos. «Le confiaría gustoso la educación de mis hijos» confesaba Emil Ludwig, Harold Laski alabó el Gulag, y Shaw también, citando entre sus ventajas la de que los presos podian, al terminar su condena, pedir el reenganche.
Ni que decir tiene que Hitler y el nacional-socialismo suscitaron frases similares en otros distinguidos huéspedes intelectuales. A veces ni siquiera eran otros, sino los mismos panegiristas.
En fin, que los clásicos daban coba mejor. Con hipérboles bien tarifadas pero sin ñoñerías. Otro día les explicaremos, queridos lectores, cómo adular al Poder con maña. Y no echen todo esto en saco roto, que algún día les puede ser útil. El lenguaje, bien manejado, da para mucho.
El único caso antiguo de coba de un escritor al poder comparable en torpeza y turpitud a los modernos es éste:
«Por lo que a mí toca, quisiera en esta ocasión poder desahogar los borbotones de mi júbilo, dando a V. E. aunque no fueran sino doce o quince estrujones, llamados abrazos en el calepino del amor, salpicados de seis u ocho besos bien rechupados y que dejasen estampado en sus mejillas el sello de mi ternura y alborozo...»
Así de baboso felicitaba Juan Pablo Forner a Godoy por su nombramiento de Primer Secretario de Estado (cf. Cuenta y Razón, Agosto-Septiembre 1987, pág. 13).
(Este artículo se publicó en el ABC del 24 de Agosto de 1985, y fue recogido en los libros El Guirigay Nacional (1988) y El Guirigay Nacional. Ensayos sobre el habla de hoy (2005))
Bibliografía de El Guirigay Nacional. Ensayos sobre el habla de hoy
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008
Contrasta tan sugerente concisión con la torpe verborrea política de las citas recogidas en un libro reciente sobre los viajes de intelectuales occidentales a la Unión Soviética, China, Cuba y Vietnam desde 1920 hasta nuestros días. Como no es probable que un libro tan duro con la crema de la inteleztualidad se publique en España traducido, damos aquí su referencia original: Political Pilgrims, por Paul Hollander (Oxford University Press, 1981). Se trata de un estudio minucioso de cómo algunas de las luminarias de la cultura moderna, gente que se supone dotada del máximo espíritu critico —¿no vivimos en plena época de racionalismo científico?—, renuncian a todo raciocinio y se lanzan a las loas más desmelenadas del déspota de turno en los países que visitan. El fondo de la cuestión no ofrece mayores sorpresas a los de antemano convencidos de que un intelectual comprometido moderno no es ni más ni menos objetivo y liberal que un monje medieval. Los prejuicios son otros, y eso es todo. G. B. Shaw, H. G. Wells, Sartre, Simone de Beauvoir o Chomsky no eran más lúcidos que los que describían las maravillas del Preste Juan. Es cierto que éstos no conocían sus dominios y que los otros, medio milenio después, sí habían visitado los de Stalin o los de Mao, por lo que tenían más obligación de ser realistas. Pero no hay que pedir cotufas en el golfo. Ya en cierta ocasión Sartre explicó a Koestler que la ciencia no le interesaba, con lo que al rechazar el método empírico excluía toda necesidad de cotejar las ideas con la realidad. Lo de estos intelectuales es pensamiento mágico, fe ciega, así que no es de extrañar que sus ditirambos sean coplas de ciego.
Pero sí asombra la forma, el lenguaje. A veces es de novela barata, otras de folletín de la televisión. No sorprende que adulen al tirano, sino que siendo escritores consagrados lo hagan tan mal. ¿Cómo pudo Norman Mailer escribir de Fidel Castro «Hay héroes en el mundo... es como si el espíritu de Hernán Cortés apareciese en nuestro siglo cabalgando el corcel blanco de Zapata»? Claro que Mailer no podía saber que años después Castro abominaría de Cortés y demás conquistadores, pero tampoco tenía necesidad de remedar a Salgari. Sartre dice que Fidel y los suyos «se han liberado casi de la rutina de dormir... comen y ayunan más que nadie... hacen retroceder los límites de lo posible». Es lenguaje muy apropiado para describir al Superhombre, pero no al de Nietzsche, sino al Superman del tebeo. Sin embargo lo supera la descripción que hace Abbie Hoffman de la entrada de Castro en La Habana, subido en un carro de combate, aclamado por las muchachas que le arrojan flores. «Se yergue. Es como un pene poderoso que se despierta y, cuando está alto y tieso, la muchedumbre de inmediato se transforma».
Stalin en cambio les inspiraba una sensiblería dulzona que estallaba en frases de novela rosa. «Sus ojos castaños son en extremo juiciosos y suaves. Un niño querría sentarse en sus rodillas y un perro querría acurrucarse contra él», escribía Joseph Davies, embajador —político, que no diplomático profesional— de los Estados Unidos. «Le confiaría gustoso la educación de mis hijos» confesaba Emil Ludwig, Harold Laski alabó el Gulag, y Shaw también, citando entre sus ventajas la de que los presos podian, al terminar su condena, pedir el reenganche.
Ni que decir tiene que Hitler y el nacional-socialismo suscitaron frases similares en otros distinguidos huéspedes intelectuales. A veces ni siquiera eran otros, sino los mismos panegiristas.
En fin, que los clásicos daban coba mejor. Con hipérboles bien tarifadas pero sin ñoñerías. Otro día les explicaremos, queridos lectores, cómo adular al Poder con maña. Y no echen todo esto en saco roto, que algún día les puede ser útil. El lenguaje, bien manejado, da para mucho.
* * *
El único caso antiguo de coba de un escritor al poder comparable en torpeza y turpitud a los modernos es éste:
«Por lo que a mí toca, quisiera en esta ocasión poder desahogar los borbotones de mi júbilo, dando a V. E. aunque no fueran sino doce o quince estrujones, llamados abrazos en el calepino del amor, salpicados de seis u ocho besos bien rechupados y que dejasen estampado en sus mejillas el sello de mi ternura y alborozo...»
Así de baboso felicitaba Juan Pablo Forner a Godoy por su nombramiento de Primer Secretario de Estado (cf. Cuenta y Razón, Agosto-Septiembre 1987, pág. 13).
(Este artículo se publicó en el ABC del 24 de Agosto de 1985, y fue recogido en los libros El Guirigay Nacional (1988) y El Guirigay Nacional. Ensayos sobre el habla de hoy (2005))
Bibliografía de El Guirigay Nacional. Ensayos sobre el habla de hoy
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008
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