El País (edición internacional del 7 de
abril de 1997). Entrevista realizada por el periodista Tomás Bárbulo con el Marqués de Tamarón
Atrevámonos a ser catetos
El 7 de abril se inaugura en
México un congreso de periodistas y académicos de todo el mundo hispánico. Lo
organiza el Instituto Cervantes, que dirige el marqués de Tamarón.
TOMÁS BÁRBULO
El título nobiliario que
encabeza esta página figura ahí por deseo expreso de su beneficiario, Santiago
de Mora Figueroa y Williams, de 55 años. El director del Instituto Cervantes
opina que no sería honorable disimularlo ahora que los blasones enmohecen. Esto
le define como hombre fiel a sus tradiciones. No es el único rasgo evidente de,
su carácter: posee un excelente sentido del humor, que demuestra al responder a
la primera pregunta:
Pregunta: Señor marqués, ¿dice usted “sostén” o “sujetador”?
Respuesta: Si recuerdo de mi juventud cierta familiaridad con
tan dulces prendas, se decía sostén. Pero me parece que ahora las opiniones
andan divididas. Supongo que la alusión a las diferentes palabras para designar ciertas cosas la ha sacado
de un pecado de juventud mío, un
artículo recogido en un libro que se llama El
guirigay nacional. Por cierto, en lo de “señor marqués” sobra el señor”.
P. Es curioso que el primer director del Instituto,
con el PSOE [Nicolás Sánchez Albornoz], fuera hijo de un presidente de la
República; y que el segundo, con el PP, sea un marqués.
R. El padre de mi predecesor era, probablemente, el
hombre más tradicional que ha habido en el siglo XX español. De todas formas,
salvo que capemos a los marqueses para que no se reproduzcan, cambiemos la
Constitución para que no puedan acceder a la función pública o suprimamos los
títulos del reino, veo difícil evitar estas situaciones.
P. ¿Qué problemas son más difíciles de resolver: los
del español en el mundo o los internos del Instituto Cervantes?
R. El español es una de las lenguas que tienen más
capacidad de triunfar. El Instituto hace todo lo que puede por ayudar a ese
triunfo. En cuanto a las dificultades, existen, pero yo creo que no son
mayores, y quizá sí menores, que las de cualquier órgano de la Administración.
P. Poco antes de llegar al Gobierno, José María Aznar
afirmó que la defensa del español en el mundo era una de sus prioridades. ¿Qué
siente usted cuando le oye pronunciar la palabra Maastricht?
R. Lo mismo que cuando en su periódico, hace pocos
días, vi un chiste muy gracioso, por cierto de Forges en el que aparecía
Maastricht sin la te final. Si me hubieran hecho caso cuando se firmó el
tratado y se hubiera utilizado la vieja forma española que ya usaba Lope de
Vega, de Mastrique, nos ahorraríamos esos problemas.
P. Se ha publicado que les han reducido el
presupuesto.
R. Pues tengo que decirle, que ha sido aumentado en,
300 millones, un 7%.
P. En un ensayo, usted ha definido el logotipo de
España como “un torvo huevo frito con hollín”. Hombre, ¿qué tiene usted contra
Joan Miró?
R. En efecto, dije eso al hilo de una reflexión más
general sobre lo que considero que es un problema pendiente para nuestro país:
la imagen de España en el exterior. Creo que esa imagen no se corresponde con
la realidad desde hace doscientos años. Ha estado llena de patetismo y vacía de
armonía o lógica. Incluso los tres eslóganes turísticos de los últimos cuarenta
años, que técnicamente eran muy buenos, subrayaban ese aspecto. A saber: “España
es diferente”, “Todo bajo el sol” y “Una pasión por la vida”. Con las palabras
clave de esos tres eslóganes —diferente, sol y pasión— es muy difícil vender un
Talgo.
P. ¿Esa imagen afecta también a la lengua española?
R. En efecto. De resultas de la imagen de nuestra
cultura, el extranjero tiende a pensar que la lengua española es puro fuego y
pasión, con poca lógica.
P. Su segundo apellido es Williams. ¡Tenemos el
inglés hasta en la dirección del Cervantes!
R. Ja, ja. Quizá eso me permita observar con cierto
pragmatismo algunas cuestiones. Creo que podemos ver con bastante tranquilidad
el futuro del español. En cambio, creo que no hay que dar por hecho que se va a
mantener siempre su unidad. El riesgo de la fragmentación siempre existe cuando
una lengua está tan extendida como la nuestra. De todos estos asuntos se
hablará en el congreso que comienza el día 7 de abril en la localidad mexicana
de Zacatecas.
P. ¿Qué haría usted con una frase como ésta?: “El
cash-flow ha sido positivo gracias al cash que ha proporcionado el cobro de
royalties”.
R. Hay países hispanoamericanos que han tenido la
gallardía de traducir royalties por regalías. Me parece que no está mal como
ejercicio de estilo.
P. Si dice regalías, tal vez no le entiendan los
brokers españoles.
R. Ja, ja. Mire, a mí no me asustan las importaciones
de palabras. Siempre se han hecho. Lo que sí me preocupa es la manera en la que
se importan ahora. Antes, el pueblo cogía la palabra extranjera y la
metabolizaba. Así jambon se convertía en jamón y sustituía a pernil. ¿Quién
piensa hoy que jamón sea una palabra extraña? No lo es porque hemos cambiado la
ortografía y la pronunciación. Si hubiéramos pretendido hacer lo que hacemos
hoy con whisky, escribirlo como los ingleses, se habría resentido la estructura
del idioma.
P. Tal vez la solución esté en una ley como la de
Jacques Toubon, el ministro francés que hace tres años amenazó con la cárcel a
los que firmaran contratos con términos ingleses.
R. Eso no es solución. El propio ministro se encontró
después con que Francia podía tener problemas para lanzar empréstitos en los
mercados de valores internacionales si se aplicaba su ley. La coerción no
soluciona nada en el campo lingüístico. Sería más práctico intentar convencer a
los hablantes del español de que se atrevan a ser catetos.
P. No me negará que los anuncios íntegramente en
inglés que aparecen en los periódicos y las televisiones invitan a excesos como
ése.
R. Son anuncios que deben de gustar a la gente muy
esnob.
P. Una empresa privada puede hacer su publicidad en
el idioma que quiera. Pero que una empresa pública española inunde las ciudades
con carteles de Fortuna en inglés es, sorprendente. Tal vez antes de predicar
en el extranjero el Instituto Cervantes debería darse una vuelta por
Tabacalera.
R. Ja, ja. He visto esos carteles. Hombre, yo no soy
políticamente correcto en nada. Soy fumador y no me considero obseso de las
privatizaciones. Así que prefiero no entrar en ese asunto. Sí le aseguro que el
Cervantes hace sus anuncios en español.
P. La ortografía deja de ser condición imprescindible
para aprobar un examen, en el año 2000 los planes de estudio dedicarán sólo 19
horas a la literatura española... Son noticias recientes. Usted, que está en la
primera línea de defensa del idioma, ¿no siente que le falla la retaguardia?
R. Sí. Y permítame que conteste a esta pregunta como
aficionado a la literatura. No entiendo cómo una sociedad abocada a que sus miembros
tengan cada día más horas de ocio no piensa que sería una inversión enseñar a
los jóvenes a disfrutar con la cultura y concretamente con la literatura.
P. Trasladémonos de guardia a la vanguardia. Uno de
los frentes más importantes del Instituto es Estados Unidos…
R. Por primera vez, en Estados Unidos hay una
inmigración muy intensa y muy concentrada en personas de habla española. Eso ha
provocado allí inquietud respecto a la unidad lingüística. Yo creo que lo que
España puede hacer ante esta situación es ayudar, junto a los demás países
hispánicos, a los inmigrantes a recuperar el orgullo de sus raíces.
P. ¿Y eso, cómo se consigue?
R. Con exposiciones, con cine, con teatro, con
cultura de gran calidad que llevemos allí o usando a fondo un instrumento tan
nuevo como es Internet.
P. El jueves hice un recorrido por la información que
tiene el Instituto en Internet y hallé 38 faltas de ortografía y sintaxis en
sólo dos folios. Los he traído impresos para que lo compruebe.
R. [Gesto de disgusto mientras se cala las gafas y
repasa los folios con atención] Tiene usted razón. Podría alegar que se trata
de una exposición y que los textos son del autor. Pero esto no debe ser una
disculpa. Hay ocasiones en que la censura es recomendable. En este caso habría
sido necesaria.
P. Uno de sus grandes proyectos es la edición del
Quijote que Francisco Rico está preparando a partir de las primeras impresiones
de la obra, que por cierto se publicaron llenas de erratas hace 450 años.
R. Se trata de una edición lo más próxima
posible al texto auténtico, que no tiene por qué coincidir siempre con la primera edición. Irá acompañada de numerosas
notas redactadas por un equipo de cervantistas de alto nivel. Con esto creo que
el Instituto Cervantes también cumple con la misión que tiene encomendada.
La vanidad de un jardinero
Hace tres siglos, el señor
de la villa burgalesa de Tamarón supo tomar la opción adecuada en la guerra que
enfrentaba a los partidarios del pretendiente Borbón con los del archiduque
Carlos. Coronado ya como Felipe V, el Borbón le agradeció los servicios prestados
con el título de marqués. Desde entonces, han pasado por el registro, con
desigual fortuna, nueve marqueses de Tamarón. De aquel episodio le quedan a
Santiago de Mora-Figueroa un indisimulado orgullo y unos tarros de miel que, de
vez en cuando, le envían los habitantes del viejo señorío de su antepasado.
Pero la vanidad de Tamarón —así
quiere que le llamen— no se colma con su escudo de armas. Tampoco con mandar en
el Instituto Cervantes, ni con ser autor de cinco libros “poco distribuidos y
menos leídos”. Ni siquiera con sobrevolar el mundo a 1,95 metros de altura,
característica física que le hace sufrir bastante en los aviones. La vanidad de
Tamarón es ser "el mejor jardinero al sur de Despeñaperros". Quien
quiera pruebas, que vaya a Cádiz y contemple su jardín de Arcos de la Frontera.
Su árbol genealógico —hijo
de un marqués andaluz y de una inglesa— y su lugar de nacimiento —Jerez de la
Frontera— parecían predestinarlo a convertirse en un experto en escanciar
manzanilla. Sin embargo, eligió la carrera diplomática.
Hasta que llegó al Instituto
Cervantes siempre encontró tiempo para escribir. Lo hacía todos los domingos,
ocho horas seguidas durante las cuales sólo se alimentaba con pan de ajo —“para
que no se me acercaran ni mi mujer ni mis dos hijos”—, café y vitamina B. Ese tesón
es el que avala la única palabra cuyo significado le gustaría alterar:
Bogavante. Según su curiosa teoría, el idioma inglés tiene una palabra, trendy,
para designar a la persona ansiosa por estar a la última moda. “Bogavante no
sólo significa ese marisco tan rico, sino también el que remaba primero en las
galeras. Y realmente sufre tanto el esnob...”. Cosas de marqueses.