Un libro muy necesario por los tiempos que corren - ni peores ni mejores que los tiempos de Quevedo - acaba de publicarse. Su portada aparece arriba. Su prólogo me fue encargado y lo hice aunque muy consciente de que el contraste entre un escritor de hoy y Don Francisco de Quevedo deja en mal lugar a cualquiera de nosotros, aprendices de la pluma y de la espada que con tanta ferocidad supo usar el más sarcástico, el más brillante, a veces el más tierno, de nuestros maestros castellanos.
Vean ustedes y agradezcan a José Antonio Martínez-Climent y a Ricardo González Haba su esforzada erudición y perdónenme mi atrevimiento al escribir este
Prólogo
Hoy en día los únicos escritores vivos son los clásicos, por estar muertos. Por estar muertos son inalcanzables a la criminal estupidez de la corrección política. Pero sólo Dios sabe cuánto durará este estado beatífico, o al menos de limbo, del que goza Don Francisco de Quevedo. Si observamos la situación en las naciones más señeras en el progreso social, como los Estados Unidos o los países escandinavos o el Barrio de Lavapiés, veremos que el mismo Shakespeare ha caído herido de muerte en sus comedias como La Fierecilla Domada o tragedias como Coriolano, imposibles de representar sin que quemen el teatro por supuesta misoginia o antidemocracia.
En fin, aprovechen ustedes que aún no se ha cerrado “el tinglado de la antigua farsa”. Disfruten en este Diccionario de Insultos de Quevedo con el frenesí de un “doctor en desvergüenzas, licenciado en bufonerías, bachiller en suciedades” que también supo escribir sonetos sublimes, tristes pero estoicos. Y que pasaba con vertiginosa facilidad, como señala Eugenio d’Ors, de “vocablos nerviosos y linajudos, como potros finos” al “frío resplandor de una navaja española, en la revuelta confusión de un fandango popular”.
Notables navajazos da a su derredor. Contumelioso, como si él mismo no lo fuese, llama al aficionado al insulto, al oprobio, a la ofensa y a la injuria. Cornicantano es el marido al que su mujer pone cuernos por primera vez, como quien canta misa. De encaje de lechuza llama al escritor afecto a dárselas de interesante empleando expresiones oscuras (tal vez lo decía pensando en su enemigo Góngora que, aunque culterano a veces, otras se despachaba con improperios populares contra el propio Quevedo). Al poeta huero lo llamaba tahur de vocablos, y al médico matasanos escalera de la horca. El lector puede averiguar o imaginarse lo que es una enflautadora de hombres, o un filósofo amarillo (tal que Derrida y otros postmodernos). Con esto último tal vez enlace el quevedesco escarnio de gabachísimo señor (afrancesado, que en la época no era poco insulto).
Diríase que la obsesión de Quevedo en esta vertiente de mofas era insultar a cualquiera que se le cruzaba, simplemente por no gustarle su cara, acaso por envidia e incapacidad de admirar o amar al prójimo. Pero no fue así. Uno de los sonetos más hermosos es el que dedicó como epitafio a su amigo y valedor el III Duque de Osuna, que empieza “faltar pudo su patria al grande Osuna”, escrito cuando el Duque había muerto en una mazmorra donde llevaba dos años prisionero e incapaz de ayudar a su leal Quevedo. Éste ya no recobró su anterior posición social y política. Fue fiel incluso a las causas perdidas. Y ganó alguna contra viento y marea, como conseguir que se atribuyese el patronato de España a Santiago Matamoros y no a Santa Teresa como quería Lope de Vega. Decisión eminentemente práctica y propia de un Caballero de Santiago, aunque hoy por desgracia ya inoperante.
Quevedo no fue un malandrín calvatrueno, sino un hidalgo irascible e insolente.
Quien lo leyó lo sabe.
El Marqués de Tamarón
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