Marqués de Tamarón || Santiago de Mora Figueroa Marqués de Tamarón: El Rompimiento de Gloria (cap. XV)

martes, 30 de junio de 2009

El Rompimiento de Gloria (cap. XV)

XV

Al releer mis diarios y papeles de esa época ─que milagrosamente sobrevivieron a ulteriores guerras, destierros y mudanzas─ compruebo que durante aquel invierno gocé en el fondo de una cierta serenidad. Me abrumaban a veces las obligaciones del estudio y del trabajo, no siempre fáciles de compaginar, pero a fin de cuentas yo tenía buena memoria, capacidad de concentración y tan poca necesidad de sueño como mucha de sueños, así es que iba saliendo adelante. El dolor que me producía el alejamiento de mis padres lo calmaba prometiéndome un próximo viaje de reconciliación, aunque luego nunca llegase el momento oportuno para emprenderlo y lo que hacía era escribirles cartas frecuentes, cariñosas y sucintas, una especie de diario censurado que decenios más tarde encontré en una caja de carne de membrillo idéntica a la que guardaba las figuritas cojas y mancas del belén. Mi reflexión ideológica había quedado en suspenso puesto que creía haber alcanzado la verdad y tan sólo podía ya esperar a que las circunstancias políticas españolas aconsejasen actuaciones decisivas; ni siquiera las elecciones de Febrero me parecieron la coyuntura esperada. Y en lo principal, mi amor por Elena, había alcanzado un equilibrio inestable entre la resignación y la esperanza.

Elena no estaba enamorada de mí ni llevaba camino de estarlo, pero tampoco de otro. Las atenciones de Adam, más amistosas que amorosas, habían dejado de preocuparme. Si acaso, me producían de tarde en tarde un asomo de envidia pero no de celos, e incluso la envidia se esfumaba a medida que descubría en Adam un hombre de carne y hueso detrás del odiado arquetipo que había creído ver al principio. Sobre todo, estaba claro que Elena sentía cariño por mí, ya que no amor, y la intimidad que ese afecto creaba entre nosotros podía conducir a otra cosa a fuerza de paciencia. De modo que por primera vez en mi vida fui paciente.

El invierno me ayudaba en ese propósito y también mi curiosidad sincera por aprender con Elena lo que los libros de filología no enseñan. Con los días tan cortos, nuestras caminatas se habían vuelto rápidas, esforzadas y breves. Andábamos con polainas impermeables por los ventisqueros, bregando a cada paso para sacar el pie de la nieve o no resbalar en el hielo, lo cual me daba unas agujetas insólitas en músculos cuya misma existencia yo hasta entonces había ignorado. A mis protestas, Miguel contestaba que aquello era una marcha de endurecimiento.

─ ¿Endurecimiento de qué y para qué?

─ Eso el mando no lo sabe ni le importa, y la tropa menos. Ya se verá.

Almorzábamos en pocos minutos y de pie, pues no había donde posar el trasero sin helárselo o mojárselo, y volvíamos pronto a Madrid. La velada, con merienda cena junto a la chimenea, era larga y la conversación resultaba menos polémica desde que yo fumaba. Había descubierto el tabaco por culpa de Adam, que nos había mandado sendos regalos "en desagravio del desastre de Año Nuevo y para que disfrutéis de aromas menos mágicos y peligrosos que el de la zarza ardiente": un frasco de L' Heure Bleue para Elena, jabón de afeitar inglés para Miguel y una lata enorme de cigarrillos turcos para mí. Cuando acabé con el lujoso tabaco exótico ya estaba enviciado y me pasé a los proletarios Ideales, también llamados Caldo de Gallina en burlona metáfora popular. Elena fue imparcial en su condena:

─ Da igual que fumes de una clase o de otra, todos los pitillos huelen mal y sobre todo te ahogarás subiendo las cuestas.

No ocurrió tal cosa y el único cambio que noté fue que empecé a discutir sin acalorarme. Como Elena siguió sin fumar y sin perder la pasión discutidora, quedó satisfecha de mi nuevo talante razonable, o sea aquiescente, y me perdonó el vicio. Hasta logramos introducir algún método en nuestras controversias y dedicamos varias tardes a enderezar el mal uso habitual de las citas clásicas. Todo arrancó del desafortunado comienzo de una frase mía:

─ Te aseguro, Elena, que le he dado muchas vueltas, sin ira y con reflexión, o sea, como dirían tus admirados romanos, sine ira et studio...

─ ¿Qué rebuznas, majadero? Ningún romano hubiera querido decir con esas palabras más que lo contrario, " sin ira ni parcialidad". Y tú repites esas tonterías porque frecuentas demasiado a los filólogos, gente erudita pero inculta.

─ Bueno, la verdad es que esa expresión se la oí ayer a un catedrático de Historia.

─ Pues peor, un historiador debería al menos leer y entender a Tácito. En general tienes que desconfiar de cualquier latinajo dicho por uno de esos que llamáis intelectuales: o traducen mal o se equivocan en las concordancias o las dos cosas a la vez, y no digamos cuando la frase es griega. Además nunca han leído el contexto de la cita. ¿A que alguna vez un profesor de Filosofía os ha exhortado en tono santurrón a considerar como propio todo lo humano, las artes, las ciencias, el sufrimiento ajeno, el pensamiento más exótico? ¿A que os lo ha resumido todo declamando con sonrisa paternal y algo melancólica Homo sum, humani nil a me alienum puto?

─ Sí ─contesté algo inquieto, acordándome de una clase meliflua de don Robustiano ─¿Cómo lo sabes?

─ ¿Y a que os conmovió un poco, como algunos sermones cuando erais niños, pero también os avergonzó el lado sensiblero y os dio risa lo de puto?

─ Sí, mujer, sí. Pero ¿qué tiene de malo todo eso?

─ Pues que Terencio pone esas palabras inmortales, "hombre soy y nada humano me es ajeno", en boca de un personaje que es un entrometido, un padre desalmado que abandonó a su hija recién nacida, y encima un imbécil. Así es que tus profesores o son tan farsantes como Rousseau o no tienen sentido de la ironía clásica ─zanjó Elena arrojando un leño al fuego.

Nos quedamos en silencio, yo algo avergonzado y ella con el ceño fruncido, más pensativa que enojada. Le besé la mano.

─ Gracias por la lección y olvida tu justa cólera, Elena.

─ Es que no sé si has comprendido. No se trata de ser puntillosos en la traducción sino de dejar de traicionar a los antiguos. Mi pariente Acton decía que la mayor falacia histórica es juzgar el pasado con ideas del presente. Fíjate en el caso de Julio César. ¿Qué dijo al morir?

Et tu, Brute? No me digas ahora que cito mal.

─ Citas a Shakespeare, que puso de moda la frase en latín. Pero Suetonio dice que según algunos testigos César habló en griego a Bruto, preguntándole: ¿Tú también, hijo?, Kai su teknon... Lo que ocurre es que eso resulta inaceptable para los modernos, que ven en César un nacionalista romano mediopelo, una especie de Bonaparte avant la lettre, incapaz, por remilgos patrióticos, de morirse hablando una lengua extranjera. Pero César no era nada de eso, era un patricio romano y para él, como para Bruto, el griego aprendido de niño con el pedagogo era lo mismo que el inglés de la nanny para Adam o para mí, algo que puede salir con naturalidad en el trance de la agonía.

Miguel, que acababa de entrar y había oído a su hermana, le preguntó con media sonrisa:

─ ¿Y tú en que hablarás al morir?

─ Depende de quien me acompañe. O de quién me mate ─contestó ella sin sonreír.

Pero Miguel torció el gesto ante la deriva fúnebre que él mismo había impulsado y nos obligó a cambiar de tono.

─ Ya está bien de lucubrar, vamos a beber vino tinto con sifón, como en el cuplé.

Bebimos y terminamos, ya de buen humor y en franca vena popular, cantando aquella jota de zarzuela que declara :

¡Te quieroooo!
Como se quiere a una madre,
como se quiere a la gloria,
¡como se quiere al dineeroooo!


─ Hoy en día tan sólo un baturro se atreve a confesar esa barbaridad ─comentó no sin cierta admiración Miguel, que tenía un maestro herrador de Barbastro en su regimiento ─¡Brindemos por los redaños de los maños!

Brindamos y yo encendí un ideal para no pensar demasiado en Julio César y en aquellos puñales que le hincaron en los ojos y en la boca, según Plutarco.

Pero otro día fumé más aún, y eso que eran Superiores al Cuadrado, unos cigarrillos fuertes de picadura que había que deshacer y volver a liar, lo cual entretenía los dedos, aquietaba el ánimo y estimulaba la mente; se sentía uno como un oriental con su narguilé y su rosario. Esa tarde Elena arremetió contra la cursilería romántica de quienes presumen de un pasado bucólico usando como lema Et in Arcadia ego, mal traducido por "yo también estuve en la Arcadia".

─ Para empezar son unos ignorantes y no saben que el verbo implícito en una oración elíptica como ésta no puede ir en un tiempo pretérito, así es que no se les ocurre la traducción más sencilla, que es la correcta: " Yo también estoy en la Arcadia".

─ Pero eso no quita que el muerto esté en la Arcadia y por tanto haya estado allí cuando vivía y pueda jactarse melancólicamente, aunque sea a título póstumo, de su pasado pastoril...

─ ¡No! Si miras el cuadro de Guercino, donde aparece la frase de marras por primera vez, verás que... Espera.

Elena hurgó en un cajón hasta que encontró una postal sepia y algo borrosa que exhibió triunfante.

─ ¡Mira! Los pastores se encuentran una calavera, hasta con una mosca y un ratón carroñeros, para que el símbolo esté claro: no se trata de un muerto sino de la Muerte. Y es Ella quien habla; ego es la Muerte y avisa que aún a la Arcadia acaba por llegar, et in Arcadia ego. Se trata de un memento mori bastante atroz, no de una dulce elegía.

─ Pero luego Poussin y después los poetas románticos y hasta los modernos...

─ Sí, claro, cambiaron el sentido del lema. Los petimetres se olvidaron de Ovidio, de los tremendos símbolos cristianos y del macabro barroco. Lo que era un trallazo moral lo convirtieron en cosquillitas ñoñas. Para eso tuvieron que cargarse la gramática latina y el sentido común.

─ ¿Por qué el sentido común?

─ Porque todos sabemos que sólo los dioses son inmortales; los pastores y sus idilios, por muy arcádicos que sean, son perecederos.

─ ¡Lástima! A veces la melancolía elegíaca consuela.

─ Es mejor la melancolía sin melindres ni mentiras. Aprende a ser estoico, Sátur. Y a usar el cenicero, que vas a quemar el sofá.

Elena se levantó bruscamente y se fue a la cocina para ayudar a Miguel, señal de que la clase había terminado. Yo me quedé inmóvil en mi nube de humo barato, hasta que aparecieron con una sopa de ortigas que me animó bastante, pero esa noche dormí mal y soñé con moscas.

El lunes me pasé por la biblioteca del Ateneo y consulté las fuentes del mito arcádico. Elena tenía razón, para los griegos la Arcadia era un pedregal inhóspito y los árcades unos rústicos muy primitivos cuya única gracia era la música, acaso aprendida de Pan. Ovidio los veía como una tribu antiquísima, anterior al nacimiento de Júpiter y a la creación de la Luna, una gente que vivía como las fieras, vita ferae similis. En cambio Virgilio idealizó aquel país y fue el primero que le atribuyó una naturaleza fértil, una eterna primavera, unos habitantes dedicados al amor... Pero el ruido en el caserón de la Calle del Prado no me dejaba seguir leyendo; los intelectuales debían de tener uno de sus aquelarres. El griterío era grande y me irritaba porque me parecía vano y desligado de la realidad, lo contrario de los mítines obreros. Además aquello apestaba, y no es que oliese a minero rojo o a pastor de cabras arcádicas, sino mucho peor, a ropa burguesa sin lavar, a cuello duro grasiento y a eructo de banquete literario. No olía a humanidad sino a intelectualidad.

─ ¡Joder, qué tropa! El cojo Romanones tenía razón, no se puede uno fiar de ellos. Nosotros tampoco deberíamos contar con los intelectuales para hacer la revolución, menudos son ─murmuré mientras recogía mis papeles, sin pararme a pensar que a los ojos de Lenín yo era precisamente eso, un intelectual burgués, compañero de un trecho sólo del viaje a la Arcadia futura, que no pretérita.

Subiendo por la Carrera de San Jerónimo de vuelta a casa recordé de pronto la frase de Elena sobre el trallazo moral de Et in Arcadia ego. Era la primera vez que le oía decir la palabra moral, aunque fuese como adjetivo. ¿Cuál o cómo sería la moral de los hermanos? Yo por aquel entonces veía muy clara la clasificación de las morales: moral católica (superada), moral burguesa (hipócrita), moral revolucionaria (científica), moral nietzscheana (fascista, pues todavía Sartre no había dado su versión políticamente correcta). Pero también se me alcanzaba la imposibilidad de encajar a Elena y Miguel en cualquiera de esos sistemas. Yo sabía o creía saber lo que ellos pensaban y lo que sentían, sus conocimientos, sus gustos y hasta sus caprichos, pero desconocía su norma de vida, si coincidía con la vida que de hecho llevaban y si la consideraban una regla general, para todos, o tan sólo para ellos. Elena me había exhortado al estoicismo la noche antes, pero eso no quería decir necesariamente que ella misma aspirase a cumplir con una moral estoica, y ni siquiera que me la recomendase para todo, sino tal vez sólo para templar la melancolía y darle un punto de reciedumbre que contrapesase cualquier asomo de nostalgia blandengue. Me vino a la mente su tono desdeñoso al explicarme unas semanas antes lo que era la literatura larmoyante y reparé en la paradoja de que la indudable feminidad de Elena resultaba lo menos afeminado del mundo. Claro que si pudiese leerme ahora se sulfuraría: "No hablas con propiedad ni con sentido. Al igual que un francés no puede ser afrancesado, una mujer no puede ser afeminada. Y si te refieres a los dengues, también los tienen algunos hombres y son tan despreciables en ellos como en ellas". Pero, en fin, a todo eso quizá se añadía un deseo de ocultarme su lado vulnerable, que tendría como todo ser humano ─a menos que no lo fuese─ y que acaso dejaba ver tan sólo a Miguel.

Cuando llegué a la pensión y después de mucho cavilar estaba tan poco seguro de todo esto como siempre pero, no sé por qué ─sería el frío tonificante─ me sentía tranquilo y confiado en mis diversos destinos contradictorios: aprendiz, galán y revolucionario.


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Bibliografía de El Rompimiento de Gloria
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008

3 comentarios:

  1. Hace años me enamoré de la dulce y meliflua Carlota de Werther; ahora he caído rendido a los pies de una naturaleza femenina como jamás encontré en la mundana realidad o en la ficción literaria.
    Gracias Señor Marqués por regalarme ( lo siento así, personal e intrasferible)el mito de la olímpica Elena de Sátur.

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  2. Podríamos seguir discutiendo sobre el memento mori que tú citas, Et in Arcadia ego, un buen rato, a juzgar por estos dos cuadros, uno del Guercino y otro de Poussin. En fin, alegres no son. Cabe preguntarse si en la novela el memento mori cumple una función premonitoria. Ya veremos, o por lo menos eso desea tu affma. Casandra
    El Guercino: http://en.wikipedia.org/wiki/File:Et-in-Arcadia-ego.jpg
    Poussin: http://en.wikipedia.org/wiki/File:Nicolas_Poussin_052.jpg

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  3. Otro magnífico capítulo de El Rompimiento de Gloria, en el que sus personajes discuten cuestiones gratas al autor. A menudo se encuentra uno con lectores que ha ido abandonando el género novelístico en beneficio de libros de historia o de ensayos, de biografías o memorias; personas que consideran el gusto por la ficción como un síntoma de inmadurez intelectual. En 'A Dance to the Music of Time' Anthony Powell pone en boca del novelista X Trapnel estas palabras, plenamente aplicables al Rompimiento:
    "People think because a novel is invented, it isn't true. Exactly the reverse is the case. Because a novel is invented, it is true. Biography and memoirs can never be wholly true, since they can't include every conceivable circumstance of what happened".

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