Poco me duró el propósito, tan sólo la mañana del Día de Inocentes. Por la tarde llamó a la puerta de mi cuarto la patrona. Traía una carta urgente en la mano, y en la cara esa expresión de felicidad que tienen los bellacos cuando intuyen que son portadores de malas noticias.
─ A lo mejor es una inocentada ─me dijo con sonrisa santurrona.
No lo era, era una carta larga y triste de mi padre. Más que reproche parecía un descargo de conciencia. "Tenía mucho que decirte y no lo hice porque te vi con prisas y como impaciente con nuestro mundo pueblerino. Comprendo que se te haya quedado estrecho y que a veces te parezca ridículo. Yo también tuve tu edad y también hice estudios, aunque ya sé que ponerse como meta el ser un buen veterinario es tener poca ambición. Pero me pareció que sería provechoso en la comarca si traía adelantos modernos a estas gentes tan atrasadas. Luego acabé haciéndome a la vida de estas gentes, que por lo demás son nuestras gentes, tuyas y mías. De todas formas fui el primero con estudios en nuestra familia, como tú serás, Dios mediante, el primero en abrirte camino en el ancho mundo. Pero quizá no he sabido hacerte ver que este mundillo tan tosco y tan humilde también tiene su dignidad. Alguna vez habré dejado traslucir un cierto hastío ante las simplezas de aquí; me arrepiento pues esa actitud, además de injusta , ha podido ser un mal ejemplo para ti." Se refería luego a mi madre con mucha admiración ─más de la que solía denotar su trato en familia─ y me encarecía que me ocupase de ella pasase lo que pasase. "Esta mañana, al rato de irte tú, la vi llorar y me dijo que no habías reparado en el belén que ella había puesto, como todos los años, en el recoveco que hay yendo hacia la cocina y que no habías visto una figurita nueva de barro que le había encargado al pastor ése que es una bala perdida, pero tan mañoso, y que había hecho una cabrita con los cuernos muy bien puestos... En fin, hijo mío, ya comprenderás que es una pequeñez, pero el caso es que me quedé pensando que la culpa era mía por no haberte avisado, sabiendo que tu madre tiene su pequeño orgullo, y por eso te escribo esta misma noche, ya muy tarde, para pedirte que si algún día yo ya no puedo avisarte de las cosas, intentes tú adivinarlas. Y otra cosa también quería haberte dicho, y luego me dio vergüenza porque quizás te parezca cosa de poca monta, pero lo he pensado mucho en mi trabajo de veterinario, y algún médico me ha dicho lo mismo. Verás, nosotros en el trabajo tenemos que hacer daño para curar o para matar a los animales. No conozco a nadie que se recree en el dolor ajeno, ni siquiera en el de una bestia, ni siquiera los cazadores o los toreros. Pero sí conozco a quienes disfrutan sintiéndose superiores a los que sufren, los médicos con los hombres y los veterinarios con los animales. Y eso está mal, es un contradiós. Tú algún día tendrás poderío, y habrás de dominar, de punzar y sajar. No te digo que seas indeciso, pues entonces harás aún más daño, pero sí que procures siempre no causar más dolor del imprescindible". Luego la carta se refería al frío y a los sabañones y a no sé que asunto de lindes. Al final mi padre me mandaba su bendición y un abrazo.
Pero había una posdata. "Por una corazonada acabo de bajar a la cuadra y me he encontrado a Corregidor muerto. Esta mañana estaba ya mal y por eso no salió a despedirte cuando oyó el trajín de tu partida. También la culpa es mía; yo tenía que haberte dicho que estaba achacoso cuando llegaste, antes de que se te ocurriera un paseo como el de anoche. Escríbele a tu madre. Recordarás que ella lo crió con biberón porque nos lo dieron destetado antes de tiempo. Total, que se convirtió en el único mastín faldero que he conocido. Los aldeanos no solíamos encariñarnos con los animales y ahora comprendo por qué. Se sufre sin necesidad."
Me eché a la calle. Calculé que en menos de una hora podía estar en casa de los Cienfuegos. Hasta entonces, me juré a mí mismo, no pensaría en nada. Apreté el paso y luego ya me puse a correr, pero aun así me asaltaban imágenes insoportables de mi madre llorosa, mi padre con cara amargada, mi perro ahogándose, todos por mi culpa, por culpa de mi puta vanidad. Estaba tan alterado que ya no sabía distinguir entre el jadeo, los sollozos y la lluvia y el viento que me azotaban. Al cruzar una calle casi me atropelló un taxi. Aproveché para meterme dentro.
─ Vamos a la Colonia del Viso.
─ Bien... oiga, ¿a usted le pasa algo?
─ Sí. ¿Usted cree que se sufre sin necesidad?
─ No. Bueno, de joven sí, pero yo ya no sufro más que cuando me duele algo. Le pregunté por si necesitaba ir a la Casa de Socorro.
No contesté a la involuntaria ironía del buen samaritano y recorrimos en silencio las calles desiertas, mientras yo apretaba los puños y cerraba los ojos para que no se me notase demasiado la zozobra. Tuve que morderme los labios para no gritar cuando se me ocurrió que acaso los hermanos habrían salido. Pero había luz en las ventanas de la casa, de la verdadera Casa de Socorro. Abrió la puerta Elena y al verme la cara me abrazó sin decir palabra. Su olor no me turbó esta vez sino que me dio valor y sosiego para llorar a raudales.
─ ¡No me sueltes, Elena!
─ No, ven al sofá.
Allí me acurruqué contra ella y seguí llorando en silencio. De vez en cuando Elena me secaba las lágrimas y me limpiaba la nariz con su pañuelo. Me sentía niño pero no ridículo.
─ Soy un hijoputa...
─ Todos nos sentimos así a veces.
─ He matado a mi perro.
─ Seguro que no. Sería el Invierno. Los mastines mueren en Invierno.
─ Y voy a matar a mis padres a disgustos.
─ Los padres se dejan morir en cuanto notan que nos han traspasado el fardo.
─ ¡No entiendes! Soy un hijoputa... Mira ─y le di la carta que llevaba en el bolsillo.
Seguí con la cabeza apoyada en su hombro mientras ella leía la carta de mi padre. Entonces entró Miguel pero no nos movimos ni él dijo nada; se sentó también en el sofá, a mi otro lado, y luego su hermana le pasó la carta. Al cabo de un rato Miguel me puso la mano en la rodilla y la apretó con un gesto cariñoso.
─ Mira, muchacho, estas cosas pasan. Pero tú tienes la suerte de que tu padre te lo ha explicado todo muy bien.
─ Yo soy un hijoputa y mi padre no se da cuenta.
─ Tu padre se da cuenta de todo mucho mejor que tú ─replicó Miguel con voz grave ─y eso se ve en su carta de despedida.
─ ¿Despedida? Pero si mi padre está muy bien; quien no lo está es mi madre.
─ No lo sé, pero está claro que tu padre cree que no va a volver a verte. Esta carta es su testamento. Te quiere, te admira y tan sólo te pone en guardia contra la impiedad. Él la llama contradiós, pero es lo mismo. Es el fruto del orgullo del mediocre, o sea de la hubris.
─ Eso, eso es lo que me pasa, que soy un monstruo de orgullo y mediocridad...
─ Calla, Sátur, no seas chiquillo ─interrumpió Elena tapándome la boca suavemente con los dedos ─y deja de presumir de malo. No eres más que un atolondrado que a veces no mide el alcance de sus acciones. Ve al grano y cuéntanos qué has hecho durante estos días.
Les conté mi doble peregrinación, al pasado rural leonés y al futuro fabril asturiano, explicándoles mi exaltación en el viaje de vuelta, mientras Miguel me preparaba un brebaje de té con whisky y Elena encendía la chimenea.
─ Venga, quítate los zapatos mojados y túmbate en el sofá.
─ ¿Qué pasa, que ahora creéis en el diván de Freud?
─ No, ahora creemos en tus fiebres reumáticas.
Temblé recordando mis pasadas calenturas del Otoño pero pronto me sentí acunado por los vapores del té y el humo resinoso del hogar. Moví los dedos de los pies para desentumecerlos y en voz alta volví a soñar mis sueños revolucionarios. Me dejaron hablar hasta que mi voz se volvió pastosa.
─ Para de dar bandazos entre la Arcadia y la Utopía, Sátur. La realidad es menos cerebral de lo que tú crees, duerme ahora un rato ─me ordenó Elena alisándome el pelo.
Una hora después me despertó ella misma tocando el piano.
─ ¿Cómo te sientes?
─ Fatal. Tengo resaca, agujetas y remordimientos.
─ Todo es lo mismo. Pura ética judeo-cristiana. Tienes que aprender a pechar con tus culpas sin torturarte. Por de pronto el estómago te lo arreglaremos con callos a la madrileña; Miguel los está guisando.
Sentí náuseas y se me notaron.
─ No te asustes, primero tienes que beber bastante vino peleón, de mucho tanino. En América beben una cosa que se llama coca cola, también quita las arcadas pero sabe a zarzaparrilla con Campoamor.
─ Será con Campari.
─ No, con Campoamor: da regüeldos de Antonio Machado. Y Manuel . Bueno, no discutas y bebe tinto.
Bebí. Es notable cuánto bebíamos en aquel entonces. Y no digamos durante la Guerra Civil; los nacionales dicen que la ganaron gracias al coñá tres cepas, los republicanos que la perdieron porque se agotó el cazalla. En cuanto a la Segunda Guerra mundial, al menos en las operaciones especiales que a mí me tocaron entre el Báltico y el Egeo, todos carburábamos con la docena de aguardientes que hay por ahí, desde el schnaps del Norte hasta el raki del Sur. Quizá por eso yo ya sólo bebo cuando subo al monte; un poco de vino tinto y aún así a veces se me saltan las lágrimas, cosas de viejo.
En fin, aquella noche bebimos mucho y no tan morapio como había anunciado Elena. Primero cantamos villancicos con la zambomba junto al belén. Durante un instante me sentí traidor a la aldea, por no haber hecho allí otro tanto, y al momento siguiente traidor al futuro, por caer en la superstición.
─ ¿No criticabas tú antes la ética judeo-cristiana, Elena?
─ La ética sí, pero el resto no. Además todo esto tiene que ser verdad. Un Niño Dios en medio de una turbamulta de Reyes y pastores y animales y estrellas, eso es tan glorioso que nadie puede haberlo inventado. Es el episodio menos terribly middle-class de la Historia, que diría la tia Muriel.
Miguel abundó, canturreando:
Para calar pronto
si viene el Señor ,
cuídate ser Mago
si no eres pastor.
Luego me miró fijamente y añadió con voz pausada:
─ Pero tú ansías otra epifanía, Sátur. No quieres ser pastor ni mago, quieres ser ingeniero o al menos fogonero en el Gran Experimento. Ayudarás a precipitar la llegada de lo que más detestas, sin darte cuenta. En fin, es tu sino, y el amor fati no es deshonroso aunque lleve a la catástrofe.
─ ¿Qué llamas tú la catastrofe?
─ El alambre de espino.
Iba a replicarle que la inacción es complicidad con la injusticia cuando nos interrumpió Elena levantando de golpe la tapa del piano. Empezó a tocar y a cantar una canción que nunca le había oído, triste y melodiosa. Parecía antigua y carecía de la chispa y la malicia de su repertorio habitual. La letra era tan sencilla que no tuve que pedir aclaraciones, aunque tampoco me hubiese atrevido a hacerlo viendo su expresión y la de Miguel.
If you were the only boy in the world
and I were the only girl ,
nothing else would matter in the world today ,
we could go on loving in the same old way.
Así, tomando un planto amargo por nana, mecido por palabras suaves pero no dulces, los ojos se me fueron cerrando de nuevo. Noté que me cubrían con una manta y que echaban un leño al fuego, y oí el susurro de Elena a su hermano:
─ A veces eres tan niño como Sátur... ¡Anda que volver a hablar de política! El chico necesita reposo, tiene los nervios deshechos. Y sabes que a mí no me gusta la política.
─ No era política, eran presagios.
─ Peor... Vamos, es hora de irse a la cama.
* * *
Bibliografía de El Rompimiento de Gloria
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008
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