Marqués de Tamarón || Santiago de Mora Figueroa Marqués de Tamarón: El Rompimiento de Gloria (cap. XIV)

miércoles, 10 de junio de 2009

El Rompimiento de Gloria (cap. XIV)

XIV


Los golpes imperiosos a la puerta, tan de mañana, podían ser de Mefistófeles o de Beethoven, germánicos en cualquier caso. Y en efecto oí entre sueños un vozarrón declarar, con fuerte acento alemán y tono de ultimátum:

─ Señora, esta carta es de Su Alteza el Príncipe de Werneck. Espero fuera la respuesta.

Elena abrió sin prisas el sobre en la cocina y nos leyó en voz alta:

"Queridos amigos, os convido a dos cosas. Primero, a una cena de Nochevieja en mi casa; seríamos una veintena de amigos, escritores, políticos y gens du monde. Segundo, a almorzar lo que quede del foie gras y del Château Yquem, al día siguiente en la Sierra. A la excursión sólo iríamos vosotros y yo; vosotros incluye a Sátur, que naturalmente también está invitado a la cena de Nochevieja. Vuestro fiel amigo, Adam."

Me pareció ─sin razón─ que "naturalmente" estaba dicho con ironía o condescendencia. Desconfiado, pregunté:

─ ¿Qué es eso de gens du monde?

─ Condes republicanos, supongo ─ me aclaró Miguel encogiéndose de hombros.

─ Adam suele mezclarlos con catedráticos ex-republicanos, para ver qué pasa ─añadió Elena.

─ ¿Y qué ocurre?

─ No lo sé, nunca he ido a esos saraos. Me imagino que terminan coreando todos el "No es esto, no es esto" de don José Ortega. De todas formas nosotros, a fin de año, siempre nos acostamos antes de medianoche. Es la mejor forma de entrar con buen pie en el año nuevo, ¿no es verdad, mi Capitán? ─dijo Elena, dándole a su hermano un tirón de orejas cariñoso.

─ Sí señora ─contestó Miguel─ pero también puede traernos suerte a la mañana siguiente empezar el 1936 bebiendo Sauternes allá en lo alto. Y, sobre todo, quedamos bien con Adam.

─ Yo no sé si podré acompañaros... ─dije, sin saber qué se me hacía más cuesta arriba, si ir a mi pueblo y pedir perdón a mis padres o compartir exquisiteces decadentes con alguien que me seguía pareciendo un intruso en nuestro mundo montuno y, peor aún, a veces me hacía pensar que el intruso era yo en el mundo aristocrático de ellos tres.

─ Quizá deberías ir a León, ¿no, Sátur?

Elena tenía razón, pero bastaron sus palabras para decidirme en el sentido contrario.

─ No, a fin de cuentas será mejor que espere a la Semana Santa para volver a ver a mis padres. El día primero de Enero iré a la Sierra con vosotros. Tendré una resaca proletaria y Adam otra principesca, así es que los dos estaremos maltrechos y quedaremos igual de mal a vuestros ojos puritanos.

Era mentira que tuviese prevista una Nochevieja con bacanal proletaria. Conocía a poca gente en los barrios obreros, los estudiantes de izquierdas cada día me aburrían más con su pedantería ignara y mis compañeros del Monte de Piedad se me antojaban arquetipos enanoburgueses, palabreja neo-marxista que aprendí por aquel entonces y que dejé de usar en cuanto caí en la cuenta de que tanto Marx como yo pertenecíamos a esa supuesta clase social. Pasé solo, pues, las últimas horas de 1935, traduciendo procacidades de Marcial para no pensar en mis padres, y me acosté pronto consolado al saber que mis amigos también se estarían yendo ya a la cama.

Todavía deambulaban los borrachos por las calles cuando me encaminé a casa del alemán, que no quedaba lejos de la mía. Me pasó con Adam lo mismo que en ocasiones anteriores: el personaje me caía antipático pero la persona terminaba cayéndome simpática. Impecable en unos tweeds escoceses, pálido y ojeroso del trasnocho, tomaba café en su cómoda biblioteca con los ojos entornados como si no pudiese soportar ni la incierta luz del alba. Parecía la caricatura del señorito calavera, del plutócrata decadente que yo había jurado eliminar. Pero luego su sonrisa ancha, el firme apretón de manos, el torrente de comentarios y preguntas, lo transformaban en un tipo abierto y cordial.

Un criado colocó cuidadosamente en el maletero del automóvil un par de cestas repletas de tarteras, botellas, servilletas de hilo y estuches de cuero con vasos de plata. A mi mirada de desaprobación muda, Adam contestó alegremente:

─ Ya sé que todo esto es más propio de una jira campestre a la antigua, en mulas, que de una marcha de montaña. Pero yo llevaré casi todo a cuestas; esta vez los españoles son mis invitados a todos los efectos.

Y así fue. Recogimos a los hermanos y Adam puso rumbo al Norte más como un marino prudente a través de las brumas que como el automovilista temerario del viaje a Gredos. La neblina sucia de Madrid se volvió niebla limpia en el campo, hasta que, mediada la subida al puerto, estalló repentina la luz del sol reverberante en la nieve. Era tan brusco el contraste que golpeaba todos los sentidos y no sólo la vista. Adam se puso gafas ahumadas y nos entregó tres paquetes pequeños envueltos en papel de seda.

─ Estos son regalos de Navidad retrasados o de Reyes adelantados. Que los disfrutéis con saludes, ¿se dice así?

Eran gafas de sol muy buenas y calculo que muy caras; no alteraban los colores, tan sólo mitigaban su natural fiereza. Los tres nos deshicimos en elogios y agradecimientos, pero Miguel y Elena no se las dejaron puestas. Ahora que lo pienso, jamás los vi llevar gafas de ninguna clase, ni tampoco entornar los ojos deslumbrados, ni mostrar inicios de las inevitables patas de gallo que todos los montañeros tenemos desde muy jóvenes. Los dos hermanos miraban el mundo con esa alternancia rápida de curiosidad e indiferencia propia de los animales, quizá porque, como éstos, se ayudaban mucho de los demás sentidos.

Dejamos el coche en el puerto y echamos a andar trabajosamente por la nieve, siguiendo un sendero hacia Poniente. Adam no permitió que lo ayudásemos a llevar las dos enormes cestas de merienda y al poco de empezar la caminata lo vimos romper a sudar, jadeante pero sin aflojar el paso.

─ Así elimino las toxinas de anoche.

Una hora después llegamos, faldeando, a un pequeño valle glaciar. En medio brillaba una lagunilla, poco más que una charca. Estaba completamente helada pero las yerbas acuáticas lucían verdes y lozanas, como incrustadas en un pisapapeles de cristal de roca. Nos paramos a descansar y me senté junto a Elena. Mientras Miguel intentaba convencer a Adam de que le dejase llevar parte de la carga, yo me recreé mirando a la muchacha. Estaba arrebolada; supongo que todos lo estábamos pero yo tan sólo recuerdo su cara y el leve vaho blanco de su respiración y sus ojos brillantes, y recuerdo que ella sola bastaba para dar vida y espíritu a aquella inmensidad blanca y helada. Quizá es que siempre hacía de puente entre lo enorme y lo pequeño. Estaba mirando con una sonrisa plácida esos pocos metros cuadrados de superficie brillante.

─ ¿Te acuerdas de esta laguna en verano, llena de ranas? A mí me consuela pensar que dentro de unos meses volverán a croar y a procrear...

─ Y tú volverás a hacer retruécanos...

─ ¡Tonto, el retruécano me ha salido por casualidad! Y además los retruécanos y los renacuajos están vivos y hasta la nieve cuando se derrite... así...

Con un solo brazo me tumbó de espaldas y con la otra mano me metió nieve a puñados por el cuello de la camisa. El sobresalto y el forcejeo no me impidieron apreciar, fascinado, su vigor y la expresión algo salvaje de su rostro, a un palmo del mío. Perdió el gorro de lana, y el sol, justo detrás de su cabeza, le formó una aureola leonada. Me sentí vencido por la hierofanía.

─ ¡Me rindo!

Elena levantó al instante la rodilla que me aplastaba el pecho y preguntó, con un asomo de inquietud:

─ ¿Te he lastimado, chiquillo?

─ No, sólo me has abrumado con tus argumentos... Oye, tienes cara de leona arrepentida de haber maltratado a su cachorro jugando.

─ Algo de eso hay.

─ ¿ Tan débil me crees, so boba perdonavidas? ¿A que llego yo antes que tú allí arriba del todo, cada uno con una canasta?

Esta vez gané yo, por poco pero gané. O ella me dejó ganar, aunque no lo creo pues hubiese ido contra su sentido olímpico y primitivo de las reglas del juego. Los dos llegamos echando los bofes y nos sentamos en unas piedras a mirar a los otros, que subían sin prisas y por un camino más fácil. Los vimos alcanzar la cumbre un poco a nuestra derecha, acercarse a unas rocas y allí Adam se arrodilló en la nieve santiguándose y Miguel se descubrió respetuosamente.

─ ¿Habrán encontrado a un muerto? ─pregunté.

─ Creo que es lo contrario. Vamos a ver.

Era un belén, de figuras muy toscas, colocado en un hueco entre las piedras que sustentaban un vértice geodésico prepotente y cientifista. Elena se santiguó pero no se arrodilló y yo, sin saber qué hacer, la imité.

─ Han debido de ponerlo los aldeanos de ahí abajo, porque los próceres de la ex-Real Sociedad Peñalara, casi todos krausistas, dudo que hayan sido ─dijo Miguel.

─ Eso del krausismo parece una broma ─comentó Adam ─En Alemania nadie ha oído hablar de Krause y en el resto del mundo tampoco, salvo aquí en España donde es el faro de todos los intelectuales.

─ De todos no, es cosa de burgueses ─salté yo.

─ En eso estamos todos de acuerdo ─terció Elena mientras, siempre práctica, limpiaba de nieve al Niño ─pero la verdad es que ahora el tal Krause nos queda muy lejos. Ayudadme a poner una piedra grande aquí para que la ventisca no sepulte el portal.

Luego caímos en la cuenta de que no había estrella que guiase a los Reyes Magos y pergeñamos una con papel de plata del chocolate suizo de Adam. Terminada la faena nos volvimos a santiguar y salimos en busca de un sitio a propósito para el almuerzo.

Tardamos en encontrarlo en aquella meseta helada. El aire estaba en calma, pero las borrascas debían de ser tan fuertes allí que ni siquiera era espesa la nieve en el pedregal, tan sólo cubierto de dura escarcha. Al fin dimos con una hondonada que tenía un poco de vegetación, algo protegida del cierzo por unas rocas. A su abrigo nos sentamos, rodeados de pinos raquíticos y contorsionistas, piornos desmedrados y enebros rastreros, todos ellos transfigurados en pura y dura belleza ígnea por obra y gracia del hielo y el sol.

─ Mirad, parece la zarza que arde y no se consume ─dijo Adam señalando un piorno escarchado que centelleaba glorioso.

─ En Junio volverá a incendiarse, con flores amarillas. Y además olerá a... bueno , el olor es indefinible. Los libros dicen que se parece a la vainilla, pero no es verdad. Es más recio y espiritoso, como una bodega llena de amontillado ─explicó Miguel al alemán.

─ Pero entonces ya no será la zarza ardiente que vio Moisés. La Biblia no dice que el ángel de Yavé exhalase ningún aroma.

─ ¡Qué poca imaginación religiosa tenéis los alemanes! ─interrumpió Elena ─ Incluso los que sois católicos parecéis luteranos, de puro romos. Yo leo poco las Escrituras, pero creo que en algún sitio dicen que el olor de los sacrificios agradaba a Dios, así es que si Dios tiene olfato, ¿cómo no va a asignar un aroma a sus ángeles?

Nada cabía oponer a ese argumento, y Adam se quedó callado, pero yo me atreví a susurrar a la mujer, sin mucha originalidad:

─ Por eso tú hueles a gloria, Elena.

Los dos hombres lo oyeron y se echaron a reír.

─ Eso sí que es digno del Cantar de los Cantares ─dijo Adam.

─ Bueno, pues ya está bien de cantar y vamos a comer. Tú, Sátur, acerca las canastas ─ordenó Elena.

Al mover las dos cestas a la vez descubrí que la que ella había subido pesaba mucho más que la que me tocó a mí, descubrimiento que chafó mi recuerdo triunfal de la carrera cuesta arriba. Me consolé bebiendo sauternes, que hasta entonces nunca había probado. Es un vino tan opulento que al sorberlo, incluso antes de saborearlo, ya su olor cautiva la nariz sin remedio, aunque uno con la razón sepa que aquello tan dulce tiene que ser irreal; cuando el sauternes es del Château Yquem, entonces ni siquiera a la larga empalaga, produce Fe, Esperanza y Caridad. Sentí todo eso y osé preguntar:

─ Oye, Miguel, ¿no será este olor, más que el del amontillado, el aroma del piorno? ¿Y el de la zarza ardiente?

Los tres me miraron con curiosidad y sorpresa, como los doctores al niño en el templo.

─ Pues es verdad ─ econoció Adam─ que el ángel de Yavé debe de oler así... Por cierto, Sátur, ¿qué le parece que nos tuteemos?

Una vez más, la lógica de Adam era insólita pero rigurosa. Venía a decir: " Nunca pensé que un estudiantillo rojo fuese tan clarividente en cosas de vinos y dioses; seamos amigos pese a todo lo demás". Ante las sonrisas burlonas de los hermanos, me resigné a entrar en el Valhala de la nobleza germánica de la mano de un ángel judío.

─ Gracias por tu propuesta casi morganática, Adam.

Reímos, brindamos, bebimos y comimos muchísimo. El mundo era hermoso y armónico, y en aquellas alturas donde moraba el misterio helado había ángeles, no demonios.

Pero de pronto, mientras tomábamos café prodigiosamente caliente de un termo ultramoderno, empezó a soplar el viento del Norte y todo cambió. Llegó una muchedumbre de nubes bajas y poco espesas que apenas quitó luz pero la volvió lechosa y maligna, una luz sin sombras ni contrastes que suprimía las distancias y enrarecía los volúmenes. Hacía más frío aunque no creo que el termómetro lo hubiese confirmado; era cosa del viento y de la humedad insidiosa, que nos empujaron a apiñarnos en un movimiento atávico. Vimos, inquietos, cómo los arbustos dejaban de ser joyas luminosas para convertirse en informes bultos blanquecinos, casi ectoplasmas meneados por el viento.

─ Parecen medusas bamboleándose ─dijo Miguel.

─ Peor que eso. Es el bosque de Birnan que avanza contra el castillo de Macbeth ─replicó Adam muy serio, empezando a recoger las cosas de las cestas ─Tenemos que irnos enseguida.

─ Tampoco es para tanto. Recuerda que Macbeth aguantó a pie firme, y eso que era el malo.

─ Adam tiene razón ─dijo Elena─ Dentro de diez minutos aquí no se verá nada. ¿No hueles la niebla que se acerca? Estamos rodeados de barrancos y la bajada puede ser difícil.

La niebla es el fenómeno más angustioso en la montaña. Los rayos, la nieve o la lluvia pueden ser más peligrosos o más desagradables, pero a veces estimulan los ánimos y nunca los abaten tanto como la bruma espesa. El miedo en la oscuridad es miedo a lo desconocido y segrega adrenalina, pero el miedo a la niebla es miedo a la nada y por eso turba el alma hasta paralizar la voluntad. Además el miedo a la niebla es como el vértigo: si se tiene, no hay nada que hacer. Yo lo tenía y Adam también. Al principio creí que él no, recordando que nos había conducido muy sereno en coche esa misma mañana brumosa, así es que le sugerí que fuese cabeza de fila, pero contestó con voz firme:

─ Lo de esta mañana eran veladuras; lo que nos espera ahora es una pesadilla de esas que atan las piernas. Yo no puedo guiaros.

─ Pues yo lo haré ─dijo Elena─ pero vámonos ya, deprisa.

Miguel tenía unos metros de cordel para agarrarnos; a mí la cordada me pareció una precaución excesiva hasta que se nos echó encima el gran pulpo blancuzno de la niebla. Pronto dejamos de ver al compañero que iba delante y seguimos a ciegas, atendiendo a la tensión del cordel y procurando adivinar de dónde venía la voz tranquilizadora de Elena, por más que el sonido resultase cada vez más sordo y difuso. Supongo que ella seguía las huellas que habíamos dejado en la nieve al subir, pero aun eso debió de hacerse difícil un rato después, al espesarse la niebla todavía más.

─ No os apartéis ni un palmo a la derecha. Ahora estamos bordeando un precipicio.

─ ¡Elena! No vayas tan deprisa, por favor... ¿Y cómo sabes lo que hay a la derecha, si no se ve nada? ¿No sería mejor pararnos hasta que aclare? ─imploré más que pregunté.

─ Si nos paramos nos cogerá la noche y entonces... Además sé muy bien dónde estamos. Vosotros callaos y seguidme. Dentro de poco entraremos en el bosque y la ladera estará menos pendiente.

Adam no decía nada y Miguel silbaba de vez en cuando, no sé si para animarnos al alemán y a mí o para mostrar a su hermana que confiaba en ella. Yo intentaba aliviar mi terror razonando sobre lo que había ocurrido. Sin duda el viento del Norte había empujado las nubes bajas de Castilla la Vieja hasta que rebosando por encima de las montañas cayeron hacia el Sur como la rebaba venenosa de un caldero de brujas. Ahora el blanco empezaba a grisear, pero era inútil intentar saber dónde se estaba poniendo el sol; no había sol ni cielo, ni siquiera tierra bajo la nieve mullida y traicionera. Pensé que si cerraba los ojos un momento tendría menos miedo y no dejaría de ver nada importante puesto que nada se veía en aquel magma frío.

─ ¡Cuidado con la rama!

Oí el aviso de Elena, sentí un dolor fuerte en la sien y luego nada. Tras un rato incalculable, supongo que corto, empecé a recobrar el sentido. Primero oí la voz intranquila de Adam.

─ Miguel, déjalo un momento en el suelo para ver cómo sigue.

─ Ya te he dicho que no tiene nada grave. He visto mil casos así, después de una caída de caballo. Lo que pasa es que los de Infantería sois unos mandrias.

─ ¿Mandrias? Was ist das?

─ Nada. Tú anda más deprisa, ahora que se ve mejor.

No me atreví a abrir los ojos pero conseguí balbucear:

─ Dejadme seguir por mi propio pie...

─ Ni hablar. ¿Te duele mucho la cabeza?

─ No, me duele más el cuerpo por donde tú lo aguantas.

─ Coño, pues haz tú un poco de fuerza y yo apretaré menos.

La verdad es que no entiendo cómo Miguel había podido llevar a cuestas durante todo ese trecho mi cuerpo exánime. Iba muy agachado para que yo no me resbalase de su espalda; se enderezó un poco en cuanto pude agarrarme a él. A través de la ropa noté sus músculos tensos y un leve jadeo. Por fin me aventuré a mirar alrededor. La niebla, conseguido su propósito malévolo de humillar a los humanos, se estaba desvaneciendo y dejaba paso a un crepúsculo triste y banal. La nieve estaba muy hollada; aquí y allá se veían mondaduras de naranja, papeles de estraza grasientos y algún periódico desechado. Estábamos ya en el puerto, habíamos pasado del cielo refulgente, el infierno caliginoso y el limbo insensible al mundo diario, siempre algo sórdido.

Miguel me colocó con cuidado en el asiento trasero del coche. Me tomaron el pulso, me obligaron a beber el resto del sauternes a guisa de cordial y me pusieron un pedazo de hielo en el chichón. Adam encendió un cigarrillo y luego, tras un titubeo, me alargó su pitillera.

─ Ya sé que no fumas, pero es costumbre después de una batalla.

─ Ésta no ha sido muy gallarda que digamos ─contesté cogiendo un cigarrillo.

─ Bueno, hemos sobrevivido gracias a los dioses y también tiene su mérito granjearse la ayuda divina, como en la Ilíada ─ concluyó Adam mirando sonriente a Miguel y a Elena.

Pero ellos guardaron un silencio taciturno. Parecían exhaustos, como agobiados por un cansancio más mental que físico.

─ Todo esto nos pasa por hablar demasiado de esas cosas allá arriba ─dijo por fin Elena con voz queda.

Volvimos a Madrid callados todos, yo con las orejas gachas y la cabeza dolorida, Adam muy atento a la carretera y los hermanos absortos en sabe Dios qué agüeros del año recién nacido.

* * *


Bibliografía de El Rompimiento de Gloria
Bibliografía del Marqués de Tamarón
(c) Marqués de Tamarón 2008

3 comentarios:

  1. ¡Ay mi Tamarón admirado, cómo se nota que esta novela la escribiste antes de que te enteraras de la invención del internet! No es que las Escrituras, como dice Elena, “en algún sitio dicen que el olor de los sacrificios agradaba a Dios”, es que lo dicen en varios sitios, y notablemente en Esdras, VI, 10: “para que ofrezcan olores de holganza al Dios del cielo, y oren por la vida del rey y por sus hijos”, el rey Darío mandó dar a los judíos “becerros y carneros y corderos, para holocaustos al Dios del cielo, trigo, sal, vino y aceite”. Se supone que un rey persa que pedía a los judíos que rezasen a su Dios por él e hiciesen sacrificios, debía de barruntar el olor que le gustaría a Yavé.

    ResponderEliminar
  2. Buena pregunta plantea la admirada Sybille: ¿influye Internet en el arte de hacer una buena novela? Para Maximator, supongo,Internet poco o nada habría aportado a un autor de la talla de Tamarón, aunque sí, y mucho, a escritores menores. Pero no creo que Maximator, con o sin ayuda de internet, se haya atrevido a crear una novela . Sybille, en cambio, tal vez sí. Habra que consultarlo en la Red...

    ResponderEliminar
  3. Gracias,Tamarón, por los buenos ratos que me haces pasar. Te sigo, incondicional.Eres mi "maitre á penser".

    ResponderEliminar

Comentar